lunes, 20 de julio de 2020

CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 1




Alrededores de Murmansk, Rusia.


Agosto, un año atrás…


En el viejo coche de la familia Gorsky apenas cabían dos adultos y un niño. Con él, viajar a cualquier parte era toda una aventura para Sebastian. Eso significaba que su padre había vendido su pesca y se había presentado en la casa-barco donde vivían, y que su madre se pasaría los días siguientes cantando mientras preparaba el desayuno. O que los dos dormirían un montón de siestas y que, una vez recuperados, el padre de Sebastián sacaría el coche y anunciaría que se merecían unas
vacaciones.


Rara vez llegaban muy lejos. Los días soleados se acercaban a la costa para comer ensalada de remolacha con huevos duros. Otras veces iban al puerto, donde Sebastián contemplaba los barcos sentado en los hombros de su padre.


Fuera cual fuera su destino, el retorno a casa siempre era igual. La madre de Sebastián sonreía y se abrazaba a su marido en el asiento delantero mientras él, atrás, se refugiaba bajo la manta con sus juguetes, arrullado por el rumor de las risas y el zumbido del motor.


Pero aquel viaje no era como los demás. La familia Gorsky había empaquetado ropa en lugar de la comida del picnic y había partido en plena noche, bajo la lluvia.


El coche marchaba más rápido que nunca y Borya daba botes en su asiento mientras agarraba el volante con fuerza, como si todavía quisiera forzar la velocidad. Olga no dejaba de mirar hacia atrás. Los faros del coche que los estaba siguiendo permitían ver las lágrimas que bañaban su rostro.


Con el pulgar metido en la boca, Sebastian se frotaba la mejilla contra la manta. Su madre estaba gritando: la voz le temblaba con palabras que no podía comprender del todo. Su padre debió haber aceptado el trato, debió haber hecho lo que le habían pedido. Porque aquella gente era demasiado poderosa. Por culpa de su orgullo iban a morir todos.


De repente sonaron disparos. Estalló el parabrisas trasero y una lluvia de cristales se abatió sobre Sebastian. Olga le gritó que se tumbara en el suelo del coche mientras Borya daba un volantazo.


Más que deslizarse, cayó al suelo del vehículo. 


Había astillas de cristal clavadas en la manta, brillando como hielo a la luz de los faros. Estaba llorando. Agarró su barquito de juguete y lo apretó contra su pecho. Quería que terminara aquel viaje.


Quería que su madre dejara de gritar y volviera a cantar, y que su padre lo levantara y lo sentara sobre sus hombros, muy alto, hasta que pudiera tocar las nubes…


El final fue rápido. El pequeño coche de la familia Gorsky no era rival para el sedán que le había estado dando caza. A través del enorme agujero abierto en el parabrisas trasero, se fue acercando el rugido de un motor. El primer topetazo mandó a Sebastián contra el asiento de su madre. El segundo sacó el vehículo fuera de la carretera.


Sebastián salió disparado a la primera vuelta de campana y aterrizó sobre un arbusto. No podía llorar, la caída parecía haberlo dejado sin aliento, así que no se quedó completamente callado mientras veía el coche detenerse por fin, boca abajo, en la cuneta.


Unas luces atravesaron la cortina de lluvia: el sedán que los había golpeado se detuvo en medio de la carretera. Apenas había frenado del todo cuando un hombre con un largo abrigo negro bajó y echó a correr hacia el coche de sus padres. Aparte de una rueda que todavía giraba y del vapor que se alzaba del capó, nada se movía en aquel amasijo de hierros. Tampoco se oía nada. La madre de Sebastian ya no lloraba.
El hombre de negro rodeó el coche, se inclinó para echar un vistazo dentro y escupió al suelo. 


Luego sacó un arma y se internó en la oscuridad, más allá del círculo de luz de los faros.


—Sal, pequeño —gritó—. No voy a hacerte daño.


Sebastian recuperó el aliento con un sollozo. La garganta le ardía, las espinas del arbusto le habían atravesado la camisa y estaba tiritando de frío. Lágrimas le quemaban los ojos, pero el terror lo mantenía callado.


Aquel hombre debía de ser un monstruo. Los faldones de su abrigo ondeaban al viento como enormes alas. Tenía los ojos negros y una línea blanca, brillante por la lluvia y en forma de hoz, le atravesaba una mejilla. Los monstruos odiaban a los niños. Eso era lo que decían los cuentos.


Así que Sebastián hizo la única cosa que podía hacer un niño de cuatro años: correr.



No hay comentarios.:

Publicar un comentario