sábado, 18 de julio de 2020
UN AMOR EN EL OLVIDO: CAPITULO 39
Cinco meses después, Paula estaba de pie junto a la tumba de su madre. Estaban en primeros de marzo, pero la primavera parecía querer dar ya sus primeros pasos en Buckinghamshire. Los sauces llorones que había junto al lago estaban verdes y daban la primera pincelada de color de la nueva estación sobre el cementerio de la vieja Iglesia.
Paula tenía calor con su abrigo de plumas blanco y sus botas de goma. Había cruzado su finca para llegar hasta allí. No es que la casa estuviera muy lejos, pero como estaba embarazada de nueve meses, cada movimiento le suponía un gran esfuerzo. Incluso llevarle unas flores a la tumba de su madre. Su bebé iba a nacer muy pronto.
Su pobre hijo sin padre.
Había sido un invierno muy largo y solitario.
Durante los cinco meses que habían pasado desde que se marchó de Grecia, había tratado de olvidarse de Pedro, fingir que el padre de su hijo era un producto de su imaginación. Un mal sueño de hacía ya mucho tiempo. Sin embargo, muchas noches se despertaba cubierta de sudor, llamando a gritos a Pedro.
Había tratado de consolarse intentando llevar la vida que llevaba antes. Salía mucho con sus amigos y se iba a Nueva York a comprarse ropa. Pero sólo había conseguido deprimirse más. Las personas con las que salía en realidad no eran sus amigos. No lo habían sido nunca. Vio que había escogido deliberadamente personas sin mucha personalidad para poder mantenerlas a distancia. No quería que nadie la conociera de verdad.
A pesar de que había recuperado la memoria, no tenía nada. Ya no era la misma mujer de antes ni la muchacha inocente e ingenua que había sido cuando no recordaba nada.
Cerró los ojos y deseó volver a ser la persona alegre y cariñosa que había sido antes. La que estaba con Pedro. Echaba de menos amarlo.
Incluso echaba de menos odiarlo.
Sin embargo, todo eso había quedado atrás.
Los ojos se le llenaron de lágrimas.
—Lo siento —susurró, tras colocar la mano sobre la lápida de su madre—. No pude destruirlo como había pensado.
Se arrodillo y limpió la tierra del ángel de piedra antes de colocar las flores sobre la lápida.
—Voy a tener un hijo suyo en cualquier momento. Y yo le obligué a prometerme que se mantendría alejado de nosotros. Creo que jamás pensé que cumpliría a rajatabla su palabra. Tal vez no sea el mentiroso que yo creía.
Se limpió las lágrimas que el viento le estaba secando contra el rostro.
—¿Qué debería hacer?
Sólo se escuchaba el silbido del viento entre los árboles. Paula leyó la inscripción de la lápida.
«Amada esposa», decía. Miró la de su padrastro, que estaba al lado. «Querido esposo».
Su padrastro había estado enamorado de Barbara desde que los dos eran niños.
Entonces, ella conoció a un guapo yanqui en Boston que le arrebató el corazón. Sin embargo, Arturo nunca dejó de amarla, tanto que la aceptó encantado cuando ella quedó viuda. Incluso llegó a adoptar a su hija como si fuera suya.
Sin embargo, su madre no había dejado nunca de amar a Damian, pero éste nunca la había querido a ella con la misma devoción. ¿Eran iguales todas las historias de amor? ¿Había siempre una persona que daba y otra que recibía?
No.
Algunas veces el amor y la pasión eran correspondidos completamente. Ella lo había sentido así.
El deseo que había existido entre Pedro y ella había sido mutuo, correspondido.
Había sido muy afortunada y ni siquiera se había dado cuenta. Durante toda su vida, había estado centrada en la venganza, en recuperar un pasado que tan sólo le había dado penas.
Había apartado a un padrastro que la adoraba para pasar el tiempo con personas por las que no sentía nada. ¿Y todo para qué?
No tenía nada más que las tumbas de las personas que la habían amado, un dinero que no se había ganado y un bebé en camino que no tenía padre. Nada más que una cama vacía y nadie a quien abrazarse en una fría noche de invierno.
—Lo siento, Arturo. Debería haber regresado siempre a casa por Navidad. Te ruego que me perdones —dijo. Entonces, se puso de pie con dificultad—. Trataré de volver pronto para contaros a los dos cómo nos van las cosas.
Rezó una última oración y volvió a casa.
A casa. No podía considerar la finca de los Chaves como su hogar. El único lugar al que había considerado así había sido la casa familiar en Massachussets.
Pero ahora cada noche soñaba con una casa en una isla privada del Mediterráneo…
Respiró profundamente.
Lo echaba de menos.
UN AMOR EN EL OLVIDO: CAPITULO 38
—No me lo puedo creer —susurró—. De todos los hombres que hay en el mundo, tenía que quedarme embarazada del que más odio. El único hombre al que juré destruir.
—Paula, por favor…
—¡No! —exclamó, apartándose de él—. ¡No me toques!
Con eso, se dirigió hacia la puerta. Se sentía desesperada por poder salir del dormitorio, lejos de las suaves sábanas que aún seguían calientes por la pasión que ambos habían compartido, lejos del aroma de Pedro. Lejos de la inocente y explosiva alegría que había experimentado unos instantes antes.
—No te culpo —susurró él a sus espaldas. Estas palabras la obligaron a detenerse—. Cuando descubrí que eras la hija de Damian, ya sabía que me había enamorado de ti. Por eso te traje aquí a la isla. Pensaba que si te mantenía a salvo, alejada del mundo, no recordarías. Recé para que no lo hicieras nunca.
Paula se dio la vuelta para mirarlo.
—¿Para castigarme? —le preguntó. Sentía ganas de gritar—. ¿Para reclamar tu victoria?
—Para ser tu esposo —admitió él—. Para amarte durante el resto de mi vida.
Paula decidió que no permitiría que las tiernas palabras de Pedro volvieran a engañarla. Se secó las lágrimas y levantó la barbilla.
—No me hables de amor —le espetó con furia—. Mi padre te lo dio todo y tú lo arruinaste sin piedad. Por tu propio beneficio.
—¡Eso no es cierto!
—Jamás dijiste quién fue tu fuente. ¿De quién se trataba?
—Di mi palabra de no revelar nunca su nombre —dijo.
—¡Por qué falsificaste tú mismo esos documentos! —rugió Paula—. Mi padre debería haberte dejado tirado en las callejuelas de Atenas para que murieras allí. Y eso es lo que yo voy a hacer ahora. Te dejo.
Pedro la agarró por los hombros preso de la desesperación.
—Te aseguro que era culpable, Paula. Me imagino las mentiras que te contaría tu padre, pero era culpable. Les robó diez millones de dólares a sus accionistas. Cuando lo descubrí, no me quedó elección. ¡Esas personas merecían justicia!
—¡Justicia, dices! —exclamó. Entonces, le abofeteó el rostro—. Mi padre se merecía tu lealtad —gritó—. En vez de eso, tú lo traicionaste. ¡Mentiste!
—¡No!
—Después de que tú lo arruinaras, se emborrachó por completo y se estrelló con el coche. La muerte de mi madre fue más lenta. Ella regresó a Inglaterra para casarse y asegurarse así de que yo estaría atendida. Sin embargo, a los pocos meses de casarse con mi padrastro, ella se fue a la cama con un frasco lleno de pastillas…
Pedro la soltó y la miró completamente atónito.
—Había oído que murió por un problema de corazón.
Paula soltó una carcajada.
—Problemas de corazón, dices… Mi padrastro la amaba y no estaba dispuesto a dejar que nadie hablara mal de ella ni sobre la manera en que murió. El doctor Bartlett y él elaboraron esa pequeña mentira para la prensa. Sólo tenía treinta y cinco años… Sin embargo, tienes razón. Efectivamente, murió con el corazón roto. Por tu culpa.
—Paula, lo siento. Hice lo que creía que era lo más acertado. Perdóname…
—Jamás te perdonaré. No quiero volver a verte nunca más.
—Eres mi esposa.
—Pediré el divorcio en cuanto regrese a Londres.
—¡Estás esperando un hijo mío!
—Lo criaré yo sola.
—¡No puedes apartarme así de mi hijo!
—Mi hijo estará mejor sin padre que con un canalla traicionero y mentiroso como progenitor —le espetó con los ojos llenos de lágrimas—. ¿Acaso crees que podría confiar en ti? ¿Crees que podría perdonarme si lo hiciera?
—Tu padre fue el único que traicionó e hizo daño a tu familia.
—No tienes pruebas de eso. El único canalla eres tú. ¡Dijiste que me amabas!
—¡Claro que te amo!
—En ese caso, no sabes lo que significa el amor.
—Ahora sí que lo sé —susurró. Extendió la mano y consiguió acariciarle suavemente la mejilla—. Cuando perdiste la memoria, recuperaste tu inocencia perdida y tu fe. De algún modo, me hiciste encontrar la mía. Simplemente te pido que me des la oportunidad de amarte. Ponme a prueba como te venga en gana. Deja que te demuestre mi amor.
Paula creyó ver que Pedro estaba llorando.
¿Pedro Alfonso llorando?
Imposible. Aquél no era más que otro de sus crueles y egoístas juegos. Pensó en cómo la había engañado para que se casara con él con amabilidad y buenas palabras para castigarla cuando ya estuvieron casados. Se cruzó de brazos.
—Muy bien. Te dejaré que me demuestres que me amas. Renuncia a tu hijo y no te pongas en contacto con nosotros nunca más.
—No me hagas hacer eso, Paula… Cualquier cosa menos eso…
—Si no lo haces, está claro que no me amas —dijo ella con satisfacción.
Entonces, se dispuso a marcharse.
Sin previo aviso, él la agarró y la tomó entre sus brazos. Entonces, la besó.
Aquel beso llevaba la promesa de un amor que podría durar para siempre.
Paula se echó a temblar. Entonces, a pesar de todo, el corazón se le cubrió de una gruesa cortina de hielo. Con fuerza, lo apartó de su lado.
—No vuelvas a tocarme.
Pedro, que seguía desnudó, la miró fijamente. Cuando por fin habló, lo hizo con un voz profunda, gutural.
—Haré lo que me pides anunció. Me mantendré alejado de ti y de tu hijo, pero sólo hasta que tenga pruebas de que tu padre mintió. Cuando tenga algo que tú no puedas negar, regresaré y tú te verás obligada a admitir la verdad.
—En ese caso, quedó completamente satisfecha porque jamás encontrarás esa prueba —dijo ella—. Te doy las gracias. Acabas de darme tu palabra de honor de que permanecerás alejado de mi hijo y de mí para siempre.
UN AMOR EN EL OLVIDO: CAPITULO 37
Cuando Pedro le dijo que la amaba, Paula pensó que se iba a morir de alegría.
Después de tantos meses deseando escuchar esas palabras, por fin había sentido cómo su marido la abrazaba y le decía lo que tanto deseaba escuchar. Había comprendido que una felicidad que ella no había conocido hasta entonces era posible en la vida mortal. Después, él le hizo el amor tan tiernamente, con tan intensa pasión, que pensó que se encontraba en el cielo.
De repente, él la soltó y comenzó a caer al suelo sin que nadie pudiera evitarlo.
Se golpeó contra la tierra sin paracaídas. Su cuerpo y su alma se rompieron en mil pedazos.
—Te acuerdas…
—De todo —confirmó ella.
Tras darse cuenta de que estaba completamente desnuda, tomó una bata de seda que tenía colgada de la puerta del cuarto de baño y, tras ponérsela y atársela, se secó las lágrimas de los ojos antes de volver frente a Pedro.
—¿Era esto una especie de broma pesada para ti? ¿Destruiste a mi familia y luego me encerraste en esta isla como una especie de patética esclava para tu disfrute sexual?
—¡No! ¡No fue así! —exclamó Pedro. Se levantó de la cama y la agarró por los hombros para poder mirarla mejor a los ojos—. ¡Sabes que no fue así!
Contra su voluntad, Paula comenzó a recordar todo lo ocurrido en las últimas semanas juntos, desde que se encontraron en Londres. Con furia, apartó todos los recuerdos. No quería pensar en nada. No podía hacerlo.
Una profunda tristeza se apoderó de ella. Tan sólo unos instantes antes, entre los brazos de su esposo, había experimentado la verdadera felicidad. Se había sentido loca de alegría por el hecho de que él la amara. Por fin conseguía ocupar su lugar en el mundo, entre los brazos de Pedro. Como su esposa. Como la madre de su hijo.
Sin embargo, en aquel instante, se sentía más perdida de lo que nunca había estado. Era peor aún que cuando cumplió los catorce años y perdió a su padre.
Cuando lo perdió todo, incluso a su madre tan sólo unos meses después.
Por él.
Se había pasado once años maquinando para poder vengarse. Para hacer todo lo que pudiera por destruirlo antes de que él pudiera hacerle a alguien el mismo daño que le había hecho a ella.
Desgraciadamente, lo único que había conseguido era traicionar la memoria de su familia. Había fallado a todos a los que amaba.
Siempre se había prometido que sería mejor hija para Arturo Craig cuando hubiera llevado a cabo su venganza. Entonces, en Estambul, mientras se escondía de Pedro, se quedó atónita al enterarse de que su padrastro había muerto. Arturo Craig había fallecido sin saber lo mucho que ella lo quería.
Ya era demasiado tarde. Tragó saliva y contuvo las lágrimas. Era una pena que no hubiera estado conduciendo más rápido cuando las manos se le resbalaron sobre el volante y perdió el control de su Aston Martin. Era una pena que no se hubiera chocado contra un tren en marcha en vez de con un inocente buzón de correos.
Había desperdiciado once años de su vida para nada.
Pedro había conseguido mantener su empresa a pesar de los documentos que ella le había robado. Además, la había engañado para que se casara con él y, lo peor de todo, estaba embarazada de su hijo.
La victoria de su enemigo había sido completa.
UN AMOR EN EL OLVIDO: CAPITULO 36
Pedro llevaba preso de la angustia un mes.
Deseando a Paula, pero sin poder tenerla.
Amándola, pero sin poder decírselo.
Si sólo hubiera sido él quien sufriera, habría podido soportarlo toda una vida, pero ver el dolor reflejado en el rostro de Paula le había hecho cambiar de opinión.
El miedo se había apoderado de él al verla delante del ordenador, donde sabía que terminaría descubriéndolo todo. Las lágrimas que ella derramó suplicaban lo que, por derecho, le pertenecía: el amor y la atención de su esposo.
Ya no había lugar alguno en el que pudieran esconderse. Ya no podía protegerla cuando, por intentarlo, le hacía tanto daño.
No pudo soportarlo más. La tomó en brazos y la condujo al dormitorio. La depositó tiernamente sobre la cama, la cama que deberían haber compartido durante aquel último mes. Ella lo miró. Los ojos le brillaban llenos de lágrimas. Vio que Paula levantaba temblorosamente una mano para acariciarle la barbilla…
Cerró los ojos. Había deseado tan desesperadamente aquel contacto… Durante las últimas cuatro semanas, había tenido que anestesiarse, con ejercicio físico, con alcohol, con su trabajo principalmente, para tratar de superar el deseo constante que sentía hacia su esposa.
Después de tanto esperar, ocurriera lo que ocurriera, ya no podía seguir alejado de ella. Ya no podía resistirse a ella. La deseaba. La necesitaba. La amaba.
Le quitó el inocente vestido rosa y, tras quitarse él mismo la camiseta y los pantalones, los tiró al suelo. Entonces, bebió ávidamente con la mirada la visión que Paula le proporcionaba en braguita y sujetador.
La miró a los ojos y, por fin, pronunció las palabras que llevaba desde hacía tanto tiempo en su corazón.
—Te amo, Paula.
Ella contuvo el aliento. Quería creer lo que acababa de escuchar.
Necesitaba creer.
Entonces, él la besó.
Los labios de Paula lo abrasaron por completo. La amaba con cada latido de su corazón. Lo único que quería hacer era pasarse el resto de su vida amándola, besándola.
Ella se movió debajo de él sobre la blanca colcha que había en la cama. Pedro le tocó la piel bronceada después de tantos días al sol y la adoró con las manos y con la boca. La deseaba tanto…
—Me amas —repitió ella—. ¿De verdad me amas?
—Tanto… Mi corazón será tuyo para siempre.
Pedro le besó la frente, los párpados y la boca. Con un gruñido, le acarició el cuerpo, apretándose contra sus muslos. Cuando por fin la penetró, estuvo a punto de gritar por el enorme placer que experimentó.
Se movió lentamente, dentro de ella, saboreando cada segundo, cada centímetro de posesión, aunque, en realidad, no sabía si él la estaba poseyendo a él o, más bien, era a la inversa.
—Te amo —susurró él.
Vio el gozo del placer escrito en los ojos de Paula y se quedó atónito al saborear de repente la sal de las lágrimas, las suyas.
La abrazó tiernamente, moviéndose profunda y lentamente en el cuerpo de su amada hasta que sintió que ella se tensaba. Hasta que sintió que se convulsionaba.
Ocurriera lo que ocurriera, sabía que no podía evitarlo. Ocurriera lo que ocurriera, rezó para que él pudiera amarla durante toda la vida.
Cerró los ojos y se hundió en ella una última vez. Sintió que Paula alcanzaba el clímax y oyó cómo gemía de placer.
—Te amo —gritó él, justo antes de verterse en ella con un grito de pura felicidad.
Al caer de nuevo sobre la cama, la agarró con fuerza. Paula era su amor, su vida.
Le besó la sien y le acarició suavemente el sudoroso rostro. Rezó para que, de algún
modo, pudieran ser felices.
Durante un instante, pensó que podrían serlo.
Entonces, sintió que ella se tensaba entre sus brazos. Notó que las manos de Paula lo empujaban para que se apartara.
—¡Apártate de mí! —exclamó. Se bajó de la cama y se puso de pie—. ¡Dios mío!
Pedro miró a su esposa, a la mujer que tan dulcemente había estado acariciando momentos antes. Por el gesto de enojo que había en su rostro, supo que la peor de sus pesadillas se había hecho realidad.
Paula ya no tenía amnesia.
Ella estaba desnuda, frente a él. Temblaba de pura ira. Los ojos azules lo miraban con tanta ira, que Pedro se sorprendió de no morir al instante por el profundo odio que había en aquella mirada.
La belleza perfecta de Paula era en aquellos momentos completamente inalcanzable para él.
Acababa de perder a la mujer a la que amaba.
La había perdido para siempre.
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