sábado, 18 de julio de 2020

UN AMOR EN EL OLVIDO: CAPITULO 36




Pedro llevaba preso de la angustia un mes.


Deseando a Paula, pero sin poder tenerla.


Amándola, pero sin poder decírselo.


Si sólo hubiera sido él quien sufriera, habría podido soportarlo toda una vida, pero ver el dolor reflejado en el rostro de Paula le había hecho cambiar de opinión.


El miedo se había apoderado de él al verla delante del ordenador, donde sabía que terminaría descubriéndolo todo. Las lágrimas que ella derramó suplicaban lo que, por derecho, le pertenecía: el amor y la atención de su esposo.


Ya no había lugar alguno en el que pudieran esconderse. Ya no podía protegerla cuando, por intentarlo, le hacía tanto daño.


No pudo soportarlo más. La tomó en brazos y la condujo al dormitorio. La depositó tiernamente sobre la cama, la cama que deberían haber compartido durante aquel último mes. Ella lo miró. Los ojos le brillaban llenos de lágrimas. Vio que Paula levantaba temblorosamente una mano para acariciarle la barbilla…


Cerró los ojos. Había deseado tan desesperadamente aquel contacto… Durante las últimas cuatro semanas, había tenido que anestesiarse, con ejercicio físico, con alcohol, con su trabajo principalmente, para tratar de superar el deseo constante que sentía hacia su esposa.


Después de tanto esperar, ocurriera lo que ocurriera, ya no podía seguir alejado de ella. Ya no podía resistirse a ella. La deseaba. La necesitaba. La amaba.


Le quitó el inocente vestido rosa y, tras quitarse él mismo la camiseta y los pantalones, los tiró al suelo. Entonces, bebió ávidamente con la mirada la visión que Paula le proporcionaba en braguita y sujetador.


La miró a los ojos y, por fin, pronunció las palabras que llevaba desde hacía tanto tiempo en su corazón.


—Te amo, Paula.


Ella contuvo el aliento. Quería creer lo que acababa de escuchar.


Necesitaba creer.


Entonces, él la besó.


Los labios de Paula lo abrasaron por completo. La amaba con cada latido de su corazón. Lo único que quería hacer era pasarse el resto de su vida amándola, besándola.


Ella se movió debajo de él sobre la blanca colcha que había en la cama. Pedro le tocó la piel bronceada después de tantos días al sol y la adoró con las manos y con la boca. La deseaba tanto…


—Me amas —repitió ella—. ¿De verdad me amas?


—Tanto… Mi corazón será tuyo para siempre.


Pedro le besó la frente, los párpados y la boca. Con un gruñido, le acarició el cuerpo, apretándose contra sus muslos. Cuando por fin la penetró, estuvo a punto de gritar por el enorme placer que experimentó.


Se movió lentamente, dentro de ella, saboreando cada segundo, cada centímetro de posesión, aunque, en realidad, no sabía si él la estaba poseyendo a él o, más bien, era a la inversa.


—Te amo —susurró él.


Vio el gozo del placer escrito en los ojos de Paula y se quedó atónito al saborear de repente la sal de las lágrimas, las suyas.


La abrazó tiernamente, moviéndose profunda y lentamente en el cuerpo de su amada hasta que sintió que ella se tensaba. Hasta que sintió que se convulsionaba.


Ocurriera lo que ocurriera, sabía que no podía evitarlo. Ocurriera lo que ocurriera, rezó para que él pudiera amarla durante toda la vida.


Cerró los ojos y se hundió en ella una última vez. Sintió que Paula alcanzaba el clímax y oyó cómo gemía de placer.


—Te amo —gritó él, justo antes de verterse en ella con un grito de pura felicidad.


Al caer de nuevo sobre la cama, la agarró con fuerza. Paula era su amor, su vida.


Le besó la sien y le acarició suavemente el sudoroso rostro. Rezó para que, de algún
modo, pudieran ser felices.


Durante un instante, pensó que podrían serlo. 


Entonces, sintió que ella se tensaba entre sus brazos. Notó que las manos de Paula lo empujaban para que se apartara.


—¡Apártate de mí! —exclamó. Se bajó de la cama y se puso de pie—. ¡Dios mío!


Pedro miró a su esposa, a la mujer que tan dulcemente había estado acariciando momentos antes. Por el gesto de enojo que había en su rostro, supo que la peor de sus pesadillas se había hecho realidad.


Paula ya no tenía amnesia.


Ella estaba desnuda, frente a él. Temblaba de pura ira. Los ojos azules lo miraban con tanta ira, que Pedro se sorprendió de no morir al instante por el profundo odio que había en aquella mirada.


La belleza perfecta de Paula era en aquellos momentos completamente inalcanzable para él. 


Acababa de perder a la mujer a la que amaba. 


La había perdido para siempre.






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