sábado, 18 de julio de 2020

UN AMOR EN EL OLVIDO: CAPITULO 38





—No me lo puedo creer —susurró—. De todos los hombres que hay en el mundo, tenía que quedarme embarazada del que más odio. El único hombre al que juré destruir.


—Paula, por favor…


—¡No! —exclamó, apartándose de él—. ¡No me toques!


Con eso, se dirigió hacia la puerta. Se sentía desesperada por poder salir del dormitorio, lejos de las suaves sábanas que aún seguían calientes por la pasión que ambos habían compartido, lejos del aroma de Pedro. Lejos de la inocente y explosiva alegría que había experimentado unos instantes antes.


—No te culpo —susurró él a sus espaldas. Estas palabras la obligaron a detenerse—. Cuando descubrí que eras la hija de Damian, ya sabía que me había enamorado de ti. Por eso te traje aquí a la isla. Pensaba que si te mantenía a salvo, alejada del mundo, no recordarías. Recé para que no lo hicieras nunca.


Paula se dio la vuelta para mirarlo.


—¿Para castigarme? —le preguntó. Sentía ganas de gritar—. ¿Para reclamar tu victoria?


—Para ser tu esposo —admitió él—. Para amarte durante el resto de mi vida.


Paula decidió que no permitiría que las tiernas palabras de Pedro volvieran a engañarla. Se secó las lágrimas y levantó la barbilla.


—No me hables de amor —le espetó con furia—. Mi padre te lo dio todo y tú lo arruinaste sin piedad. Por tu propio beneficio.


—¡Eso no es cierto!


—Jamás dijiste quién fue tu fuente. ¿De quién se trataba?


—Di mi palabra de no revelar nunca su nombre —dijo.


—¡Por qué falsificaste tú mismo esos documentos! —rugió Paula—. Mi padre debería haberte dejado tirado en las callejuelas de Atenas para que murieras allí. Y eso es lo que yo voy a hacer ahora. Te dejo.


Pedro la agarró por los hombros preso de la desesperación.


—Te aseguro que era culpable, Paula. Me imagino las mentiras que te contaría tu padre, pero era culpable. Les robó diez millones de dólares a sus accionistas. Cuando lo descubrí, no me quedó elección. ¡Esas personas merecían justicia!


—¡Justicia, dices! —exclamó. Entonces, le abofeteó el rostro—. Mi padre se merecía tu lealtad —gritó—. En vez de eso, tú lo traicionaste. ¡Mentiste!


—¡No!


—Después de que tú lo arruinaras, se emborrachó por completo y se estrelló con el coche. La muerte de mi madre fue más lenta. Ella regresó a Inglaterra para casarse y asegurarse así de que yo estaría atendida. Sin embargo, a los pocos meses de casarse con mi padrastro, ella se fue a la cama con un frasco lleno de pastillas…


Pedro la soltó y la miró completamente atónito.


—Había oído que murió por un problema de corazón.


Paula soltó una carcajada.


—Problemas de corazón, dices… Mi padrastro la amaba y no estaba dispuesto a dejar que nadie hablara mal de ella ni sobre la manera en que murió. El doctor Bartlett y él elaboraron esa pequeña mentira para la prensa. Sólo tenía treinta y cinco años… Sin embargo, tienes razón. Efectivamente, murió con el corazón roto. Por tu culpa.


—Paula, lo siento. Hice lo que creía que era lo más acertado. Perdóname…


—Jamás te perdonaré. No quiero volver a verte nunca más.


—Eres mi esposa.


—Pediré el divorcio en cuanto regrese a Londres.


—¡Estás esperando un hijo mío!


—Lo criaré yo sola.


—¡No puedes apartarme así de mi hijo!


—Mi hijo estará mejor sin padre que con un canalla traicionero y mentiroso como progenitor —le espetó con los ojos llenos de lágrimas—. ¿Acaso crees que podría confiar en ti? ¿Crees que podría perdonarme si lo hiciera?


—Tu padre fue el único que traicionó e hizo daño a tu familia.


—No tienes pruebas de eso. El único canalla eres tú. ¡Dijiste que me amabas!


—¡Claro que te amo!


—En ese caso, no sabes lo que significa el amor.


—Ahora sí que lo sé —susurró. Extendió la mano y consiguió acariciarle suavemente la mejilla—. Cuando perdiste la memoria, recuperaste tu inocencia perdida y tu fe. De algún modo, me hiciste encontrar la mía. Simplemente te pido que me des la oportunidad de amarte. Ponme a prueba como te venga en gana. Deja que te demuestre mi amor.


Paula creyó ver que Pedro estaba llorando. 


¿Pedro Alfonso llorando?


Imposible. Aquél no era más que otro de sus crueles y egoístas juegos. Pensó en cómo la había engañado para que se casara con él con amabilidad y buenas palabras para castigarla cuando ya estuvieron casados. Se cruzó de brazos.


—Muy bien. Te dejaré que me demuestres que me amas. Renuncia a tu hijo y no te pongas en contacto con nosotros nunca más.


—No me hagas hacer eso, Paula… Cualquier cosa menos eso…


—Si no lo haces, está claro que no me amas —dijo ella con satisfacción.


Entonces, se dispuso a marcharse.


Sin previo aviso, él la agarró y la tomó entre sus brazos. Entonces, la besó.


Aquel beso llevaba la promesa de un amor que podría durar para siempre.


Paula se echó a temblar. Entonces, a pesar de todo, el corazón se le cubrió de una gruesa cortina de hielo. Con fuerza, lo apartó de su lado.


—No vuelvas a tocarme.


Pedro, que seguía desnudó, la miró fijamente. Cuando por fin habló, lo hizo con un voz profunda, gutural.


—Haré lo que me pides anunció. Me mantendré alejado de ti y de tu hijo, pero sólo hasta que tenga pruebas de que tu padre mintió. Cuando tenga algo que tú no puedas negar, regresaré y tú te verás obligada a admitir la verdad.


—En ese caso, quedó completamente satisfecha porque jamás encontrarás esa prueba —dijo ella—. Te doy las gracias. Acabas de darme tu palabra de honor de que permanecerás alejado de mi hijo y de mí para siempre.





UN AMOR EN EL OLVIDO: CAPITULO 37




Cuando Pedro le dijo que la amaba, Paula pensó que se iba a morir de alegría.


Después de tantos meses deseando escuchar esas palabras, por fin había sentido cómo su marido la abrazaba y le decía lo que tanto deseaba escuchar. Había comprendido que una felicidad que ella no había conocido hasta entonces era posible en la vida mortal. Después, él le hizo el amor tan tiernamente, con tan intensa pasión, que pensó que se encontraba en el cielo.


De repente, él la soltó y comenzó a caer al suelo sin que nadie pudiera evitarlo.


Se golpeó contra la tierra sin paracaídas. Su cuerpo y su alma se rompieron en mil pedazos.


—Te acuerdas…


—De todo —confirmó ella.


Tras darse cuenta de que estaba completamente desnuda, tomó una bata de seda que tenía colgada de la puerta del cuarto de baño y, tras ponérsela y atársela, se secó las lágrimas de los ojos antes de volver frente a Pedro.


—¿Era esto una especie de broma pesada para ti? ¿Destruiste a mi familia y luego me encerraste en esta isla como una especie de patética esclava para tu disfrute sexual?


—¡No! ¡No fue así! —exclamó Pedro. Se levantó de la cama y la agarró por los hombros para poder mirarla mejor a los ojos—. ¡Sabes que no fue así!


Contra su voluntad, Paula comenzó a recordar todo lo ocurrido en las últimas semanas juntos, desde que se encontraron en Londres. Con furia, apartó todos los recuerdos. No quería pensar en nada. No podía hacerlo.


Una profunda tristeza se apoderó de ella. Tan sólo unos instantes antes, entre los brazos de su esposo, había experimentado la verdadera felicidad. Se había sentido loca de alegría por el hecho de que él la amara. Por fin conseguía ocupar su lugar en el mundo, entre los brazos de Pedro. Como su esposa. Como la madre de su hijo.


Sin embargo, en aquel instante, se sentía más perdida de lo que nunca había estado. Era peor aún que cuando cumplió los catorce años y perdió a su padre.


Cuando lo perdió todo, incluso a su madre tan sólo unos meses después.


Por él.


Se había pasado once años maquinando para poder vengarse. Para hacer todo lo que pudiera por destruirlo antes de que él pudiera hacerle a alguien el mismo daño que le había hecho a ella.


Desgraciadamente, lo único que había conseguido era traicionar la memoria de su familia. Había fallado a todos a los que amaba.


Siempre se había prometido que sería mejor hija para Arturo Craig cuando hubiera llevado a cabo su venganza. Entonces, en Estambul, mientras se escondía de Pedro, se quedó atónita al enterarse de que su padrastro había muerto. Arturo Craig había fallecido sin saber lo mucho que ella lo quería.


Ya era demasiado tarde. Tragó saliva y contuvo las lágrimas. Era una pena que no hubiera estado conduciendo más rápido cuando las manos se le resbalaron sobre el volante y perdió el control de su Aston Martin. Era una pena que no se hubiera chocado contra un tren en marcha en vez de con un inocente buzón de correos.


Había desperdiciado once años de su vida para nada.


Pedro había conseguido mantener su empresa a pesar de los documentos que ella le había robado. Además, la había engañado para que se casara con él y, lo peor de todo, estaba embarazada de su hijo.


La victoria de su enemigo había sido completa.




UN AMOR EN EL OLVIDO: CAPITULO 36




Pedro llevaba preso de la angustia un mes.


Deseando a Paula, pero sin poder tenerla.


Amándola, pero sin poder decírselo.


Si sólo hubiera sido él quien sufriera, habría podido soportarlo toda una vida, pero ver el dolor reflejado en el rostro de Paula le había hecho cambiar de opinión.


El miedo se había apoderado de él al verla delante del ordenador, donde sabía que terminaría descubriéndolo todo. Las lágrimas que ella derramó suplicaban lo que, por derecho, le pertenecía: el amor y la atención de su esposo.


Ya no había lugar alguno en el que pudieran esconderse. Ya no podía protegerla cuando, por intentarlo, le hacía tanto daño.


No pudo soportarlo más. La tomó en brazos y la condujo al dormitorio. La depositó tiernamente sobre la cama, la cama que deberían haber compartido durante aquel último mes. Ella lo miró. Los ojos le brillaban llenos de lágrimas. Vio que Paula levantaba temblorosamente una mano para acariciarle la barbilla…


Cerró los ojos. Había deseado tan desesperadamente aquel contacto… Durante las últimas cuatro semanas, había tenido que anestesiarse, con ejercicio físico, con alcohol, con su trabajo principalmente, para tratar de superar el deseo constante que sentía hacia su esposa.


Después de tanto esperar, ocurriera lo que ocurriera, ya no podía seguir alejado de ella. Ya no podía resistirse a ella. La deseaba. La necesitaba. La amaba.


Le quitó el inocente vestido rosa y, tras quitarse él mismo la camiseta y los pantalones, los tiró al suelo. Entonces, bebió ávidamente con la mirada la visión que Paula le proporcionaba en braguita y sujetador.


La miró a los ojos y, por fin, pronunció las palabras que llevaba desde hacía tanto tiempo en su corazón.


—Te amo, Paula.


Ella contuvo el aliento. Quería creer lo que acababa de escuchar.


Necesitaba creer.


Entonces, él la besó.


Los labios de Paula lo abrasaron por completo. La amaba con cada latido de su corazón. Lo único que quería hacer era pasarse el resto de su vida amándola, besándola.


Ella se movió debajo de él sobre la blanca colcha que había en la cama. Pedro le tocó la piel bronceada después de tantos días al sol y la adoró con las manos y con la boca. La deseaba tanto…


—Me amas —repitió ella—. ¿De verdad me amas?


—Tanto… Mi corazón será tuyo para siempre.


Pedro le besó la frente, los párpados y la boca. Con un gruñido, le acarició el cuerpo, apretándose contra sus muslos. Cuando por fin la penetró, estuvo a punto de gritar por el enorme placer que experimentó.


Se movió lentamente, dentro de ella, saboreando cada segundo, cada centímetro de posesión, aunque, en realidad, no sabía si él la estaba poseyendo a él o, más bien, era a la inversa.


—Te amo —susurró él.


Vio el gozo del placer escrito en los ojos de Paula y se quedó atónito al saborear de repente la sal de las lágrimas, las suyas.


La abrazó tiernamente, moviéndose profunda y lentamente en el cuerpo de su amada hasta que sintió que ella se tensaba. Hasta que sintió que se convulsionaba.


Ocurriera lo que ocurriera, sabía que no podía evitarlo. Ocurriera lo que ocurriera, rezó para que él pudiera amarla durante toda la vida.


Cerró los ojos y se hundió en ella una última vez. Sintió que Paula alcanzaba el clímax y oyó cómo gemía de placer.


—Te amo —gritó él, justo antes de verterse en ella con un grito de pura felicidad.


Al caer de nuevo sobre la cama, la agarró con fuerza. Paula era su amor, su vida.


Le besó la sien y le acarició suavemente el sudoroso rostro. Rezó para que, de algún
modo, pudieran ser felices.


Durante un instante, pensó que podrían serlo. 


Entonces, sintió que ella se tensaba entre sus brazos. Notó que las manos de Paula lo empujaban para que se apartara.


—¡Apártate de mí! —exclamó. Se bajó de la cama y se puso de pie—. ¡Dios mío!


Pedro miró a su esposa, a la mujer que tan dulcemente había estado acariciando momentos antes. Por el gesto de enojo que había en su rostro, supo que la peor de sus pesadillas se había hecho realidad.


Paula ya no tenía amnesia.


Ella estaba desnuda, frente a él. Temblaba de pura ira. Los ojos azules lo miraban con tanta ira, que Pedro se sorprendió de no morir al instante por el profundo odio que había en aquella mirada.


La belleza perfecta de Paula era en aquellos momentos completamente inalcanzable para él. 


Acababa de perder a la mujer a la que amaba. 


La había perdido para siempre.






viernes, 17 de julio de 2020

UN AMOR EN EL OLVIDO: CAPITULO 35





Diez minutos más tarde, estaba en el dormitorio del ama de llaves, comiéndose una manzana frente a la pantalla del ordenador. Paula ni siquiera había empezado su búsqueda cuando oyó una voz airada a sus espaldas.


—¿Qué diablos te crees que estás haciendo?


Asombrada, Paula se dio la vuelta y vio que, efectivamente, se trataba de Pedro.


—Hola —dijo, tratando de comportarse despreocupadamente a pesar de que el corazón le latía con fuerza en el pecho. Estaba más guapo que nunca con una camiseta negra y unos vaqueros—. Me alegro de verte.


—La señora Papadakis me ha dicho que estabas aquí —le respondió él—. No has respondido a mi pregunta. ¿Qué estás haciendo?


—Dado que sigo sin recuperar la memoria, pensé que podría intentar descubrir algo buscando mi nombre en la red para ver si puedo averiguar…


—No me gusta que vengas aquí…


—No quería molestarte en tu despacho. El ama de llaves me ha permitido utilizar su ordenador. ¿Es que acaso no puedo tener libertad de movimientos en mi propia casa?


Paula se giró para centrarse de nuevo en la pantalla del ordenador, pero él se lo impidió agarrándola por el hombro.


—No lo hagas.


—¿Por qué?


—Deberías estar descansando y no tratando de encontrar un pasado que no importa. Deberías estar decorando la habitación del bebé, centrándote en nuestro futuro juntos y cuidándote por el bien del bebé.


—¿De verdad? Si tú mostraras el más mínimo interés en mí o en el bebé, sabrías que ya he terminado la habitación. Lo hice hace una semana, pero no tienes ningún interés. Llevas un mes evitándome, como hiciste después de que nos casáramos. Y, dado que tú no hablas conmigo, ésta es mi única opción de averiguar por qué — añadió, señalando el ordenador.


—No importa. ¡Déjalo estar!


—No puedo, y menos aún cuando tú no me hablas, cuando no me tocas, ¡cuando ni siquiera me miras!


—Te he dado todo lo que una mujer podría desear. ¿Acaso no te basta?


—Sí. Vivo en una hermosa casa y estoy esperando un niño, pero tú no estás a mi lado. ¿Por qué no puedes decirme la razón?


Pedro abrió la boca para hablar, pero no dijo nada.


—Te estás disgustando por nada —dijo él, después de un instante—. Yo tengo mucho trabajo. Sólo es eso.


—¿No será que ya no me encuentras atractiva? ¿O acaso es que hay otra mujer? —le espetó, atenazada por el miedo.


—¿Es eso lo que crees? —le preguntó—. ¿Crees que te traicionaría de ese modo?


—¿Y qué otra cosa se supone que tengo que pensar cuando tú…?


—Tú eres la única mujer a la que deseo. ¡La única mujer a la que desearé nunca!


—Entonces, ¿por qué? ¡No lo comprendo!


—Este último mes ha estado a punto de acabar conmigo. Cada día que pasa es peor que el anterior. Verte delante de mí sabiendo que no puedo tenerte… ¡Es como caer al infierno una y otra vez!


—Pero si yo estoy aquí —susurró ella sin comprender—. ¿Por qué no quieres tocarme?


—Si lo hago, sé que te perderé.


Esas palabras tenían tan poco sentido, que Paula no pudo evitar echarse a llorar.


—Por favor, Pedro. Te necesito…


Sus miradas se cruzaron. Entonces, Pedro lanzó una maldición y se rindió. La tomó en brazos y la besó, murmurando palabras en griego.


La abrazó tierna y apasionadamente a la vez, en un gesto lleno de anhelo y de arrepentimiento mientras la besaba.


—Paula… Oh, Paula… no puedo apartarte de mí —susurró. Entonces, la miró a los ojos—. Sea lo que sea lo que esto me va a costar, sea lo que sea lo que ocurre, no puedo seguir haciéndote daño.