miércoles, 8 de julio de 2020
UN AMOR EN EL OLVIDO: CAPITULO 6
Siempre observada por Pedro, examinó el dormitorio, tratando desesperadamente de encontrar algo que le dijera lo que necesitaba saber. Abrió las puertas del armario y deslizó las manos por las prendas que colgaban de las perchas.
La ropa era como la habitación. Ropa apropiada para una mujer que deseaba la atención de los demás y sabía cómo mantenerla.
Se echó a temblar.
Abrió más puertas y tocó cada artículo ligeramente con las manos.
Zapatos de tacón de aguja. Un bolso de Gucci. Una maleta de Louis Vuitton.
Encontró su pasaporte y lo hojeó, buscando respuestas que no encontró. Zanzíbar, Bombay, Ciudad del Cabo…
—Veo que no bromeabas —dijo—. Viajo constantemente. En especial durante los últimos tres meses.
—Sí, lo se…
Paula echó el pasaporte en la maleta junto a algunas de aquellas seductoras prendas y zapatos que le resultaban completamente ajenos, como si pertenecieran a otra persona.
Se apoyó contra la cama y miró a su alrededor.
—Aquí no hay nada.
—Te lo dije.
Con desolación, recorrió la librería con la mirada. Tenía revistas de moda, de hacía muchos años, y unos cuantos volúmenes sobre etiqueta y encanto personal.
Encima de éstos, había otro libro cuyo título la hundió por completo. Cómo atrapar a un hombre.
—Nunca has tenido problema con eso —comentó él.
Paula sintió que el corazón estaba a punto de rompérsele al ver que Pedro era capaz de hacer bromas. Agarró el libro y se lo lanzó a él.
Pedro lo atrapó sin dudar.
—Mira, Paula. No importa…
—Claro que importa. ¡Todas estas cosas me dicen quién soy! —exclamó, señalando el armario—. Acabo de descubrir que era la clase de chica a la que sólo le preocupaban las apariencias, que no le hacía ni caso a un padrastro que la adoraba y que jamás se preocupaba por regresar a casa en Navidad —añadió, con los ojos llenos de lágrimas—. Además, dejé que muriera solo. ¿Cómo puedo haber sido tan cruel?
Llena de desolación, tomó una polvorienta fotografía. En ella, se veía a un hombre guiñando el ojo con descaro, una hermosa mujer de cabello oscuro que reía de alegría y, entre ambos, una niña regordeta que sonreía a la cámara.
Paula miró a los adultos que aparecían en la fotografía durante un largo tiempo, pero no pudo recordar nada. Tenían que ser sus padres, pero no se acordaba de ellos.
¿Sería cierto que no tenía alma?
—¿Qué has encontrado?
—Nada. No me ayuda —respondió ella, arrojando la fotografía sobre la cama.Entonces, se cubrió el rostro con las manos—. No me acuerdo de ellos. ¡No puedo!
Pedro cruzó la habitación y la agarró por los hombros.
—Yo apenas conocí a mis padres, pero eso no me ha hecho daño.
—No es sólo el pasado —susurró ella—. ¿Por qué ibas tú a querer estar con una persona como yo, sin personalidad alguna y sin corazón?
Pedro no respondió.
—Ahora, es demasiado tarde —añadió—. He perdido a mi único familiar. No tengo hogar.
—Tu hogar es el mío.
Paula lo miró, sin saber si podía creerlo.
—Deja que te lo demuestre —añadió, acariciándole lentamente los brazos.
Ella se enfrentó al impulso de acercarse a él, de apretarse contra su pecho.
Sacudió la cabeza y respiró profundamente.
—No puedo.
—¿Por qué?
—¡No quiero que te cases conmigo por pena!
Pedro la envolvió lentamente con los brazos, deslizando las manos sobre la seda del vestido y dejando que ésta le acariciara deliciosamente el cuerpo.
—Te aseguro que lo último que siento por ti es pena.
Paula cerró los ojos y, muy a su pesar, se inclinó hacia delante.
Ansiaba sentir más caricias. Quería notar su calor, su tacto… Pedro la abrazó más estrechamente. Ella aspiró el aroma que emanaba del cuerpo de él y la calidez que se desprendía de sus ropas.
—Vente conmigo —susurró—. Vente conmigo a Atenas y conviértete en mi esposa.
Paula sintió la dureza del cuerpo de Pedro contra el suyo. Era mucho más alto que ella, más poderoso. Le acarició suavemente las caderas, recorriéndole la espalda mientras los senos de Paula se aplastaban contra su pecho.
Ella tragó saliva y se echó a temblar.
—No puedo marcharme así. Necesito recuperar la memoria, Pedro. No puedo dejarme llevar sin saber quién soy. No me puedo casar con un desconocido, aunque tú seas el padre de mi hijo…
—En ese caso, te llevaré al lugar en el que nos conocimos. Al lugar en el que empezó todo —susurró él sin dejar de mirarle los labios—. Te mostraré el lugar en el que te besé por primera vez.
—¿Y cuál es?
—Venecia…
—Venecia —repitió ella. Sabía que debía negarse. Sabía que debía quedarse en Londres y consultar al especialista que el doctor Bartlett le había recomendado, pero no pudo pronunciar ni una palabra.
Permaneció atrapada en sus sueños románticos.
Atrapada en él.
Pedro levantó una mano para acariciarle suavemente el labio inferior con el pulgar.
—Ven a Venecia —dijo—. Te lo enseñaré todo —añadió mientras le enmarcaba el rostro con las manos—. Y luego, te casarás conmigo.
UN AMOR EN EL OLVIDO: CAPITULO 5
Paula agarró con fuerza la manga de Pedro y apretó el rostro contra la impoluta camisa.
—No tengo a nadie —susurró—. Ni padres. Ni hermanos. A nadie.
Pedro la miró y le hizo levantar la barbilla para poder ver cómo las lágrimas llenaban aquellos maravillosos ojos azul violeta.
—Me tienes a mí.
Paula tragó saliva y examinó el rostro de Pedro como si estuviera tratando de encontrar sentimientos detrás de la expresión de su rostro.
Él trató de reflejar preocupación y admiración, amor por ella, sin sentir realmente nada de ello.
Paula suspiró. Entonces, una suave sonrisa se le dibujó en los labios.
—Y a nuestro hijo —dijo.
Pedro asintió. Efectivamente, su hijo era la razón por la que tenía que asegurarse que el control que ejercía sobre Paula fuera absoluto. La razón por la que tenía que conseguir que creyera que sentía algo hacia ella.
No era diferente de lo que, en una ocasión, ella le había hecho a él.
Conseguiría que creyera que podía confiar en él.
Haría que aceptara casarse con él. Y entonces…
En el momento en el que estuvieran casados, la finalidad de su vida sería conseguir que ella recordara la verdad. Estaría a su lado cuando Paula por fin rememorara todo. Contemplaría cómo la sorpresa se apoderaba de su rostro.
Entonces, la aplastaría. La venganza consiguió alegrar su corazón.
«No se trata de venganza, sino de justicia», se dijo.
Se inclinó hacia delante y la estrechó con fuerza en el asiento trasero del Rolls-Royce.
—Paula —dijo, enmarcándole el rostro entre las manos—. Quiero que te cases conmigo.
¿Casarse con él?
«Sí», pensó Paula mientras observaba extasiada el hermoso rostro de Pedro. Al sentir cómo las fuertes manos de él acariciaban la suavidad de su piel, experimentó una calidez que le llegó hasta los senos y más allá.
¿Cómo podía ser un hombre tan masculino, tan guapo y tan poderoso al mismo tiempo? Pedro representaba todo lo que su vacía y asustada alma podía desear. Él la protegería. La amaría. Haría que su vida fuera completa.
«Sí, sí, sí».
Sin embargo, cuando estaba a punto de pronunciar las palabras, algo se lo impidió. Algo que no podía comprender le hizo apartar el rostro de las caricias de Pedro.
—¿Casarme contigo? —preguntó mirándolo a los ojos. Sintió que los latidos del corazón se le aceleraban—. Si ni siquiera te conozco.
Pedro parpadeó. Paula comprobó que él estaba sorprendido. Entonces, frunció el ceño.
—Me conociste lo suficientemente bien como para concebir a mi hijo.
Paula tragó saliva.
—Pero no me acuerdo de ti. No sería justo casarme contigo. No estaría bien.
—Yo me crié sin padre. No tengo intención de que mi hijo tenga que soportar eso. Daré un apellido a nuestro hijo. No puedes negármelo.
¿Negárselo? ¿Cómo podía una mujer negarle algo a Pedro Alfonso?
«Sin embargo, no me parece bien».
Respiró profundamente y apartó la mirada. Miró por la ventanilla y comprobó que habían dejado atrás las afueras de Londres para adentrarse en la dulce y verde campiña.
—Paula…
Miró a Pedro. Era tan guapo y tan poderoso… Su gesto indicaba que estaba claramente decidido a salirse con la suya, pero algo en su interior la obligaba a resistirse.
—Gracias por pedirme que me case contigo —dijo ella—. Es muy amable por tu parte, pero aún faltan meses para que nazca mi niño…
—Nuestro niño.
—Y yo no puedo convertirme en tu esposa cuando ni siquiera me acuerdo de ti.
—Ya veremos.
El silencio se apoderó de ellos durante lo que restaba de viaje. Por fin, el coche se apartó de la carretera y tomó un sendero. Paula vio por fin una mansión situada en la base de las colinas, cuya silueta se reflejaba en un amplio lago.
—¿Es ésa la casa de mi padrastro?
—Sí.
El coche fue avanzando por los jardines de la casa hasta que, por fin, se detuvo en la entrada. Paula contuvo el aliento y estiró el cuello para poder verla bien. No se creía lo que veía.
—¿Y yo he vivido aquí?
—Sí. Y ahora es tuya, junto con una gran fortuna.
—¿Y cómo lo sabes tú?
—Tú te enteraste ayer, cuando asististe a la lectura del testamento.
—¿Pero cómo lo sabes tú? —insistió ella.
—Me aseguraré de que recibes una copia del testamento. Vamos —dijo, invitándola a entrar en la casa. En el interior, cinco sirvientes esperaban en el vestíbulo, acompañados por la que debía de ser el ama de llaves.
—Oh, señorita Chaves… —susurró la mujer sollozando sobre el delantal—. Su padrastro la quería mucho. ¡Se alegraría tanto de ver que por fin regresa usted a casa!
¿Casa? Pero si no era su casa. Aparentemente, llevaba años sin poner el pie en aquella casa.
—Era un buen hombre, ¿verdad? —preguntó. Decidió cambiar de tema al ver el rostro entristecido del ama de llaves.
—Sí que lo era, señorita. El mejor. Y la quería a usted como si fuera hija suya de verdad, aunque en realidad no lo fuera. Y, además, estadounidense. Se alegraría tanto de ver que por fin ha regresado después de tanto tiempo…
—¿Tanto ha sido?
—Seis o siete años. El señor Chaves siempre la invitaba a que viniera por Navidad, pero usted…
El ama de llaves interrumpió de nuevo sus palabras y volvió a secarse una vez más las lágrimas con el delantal.
—Pero nunca lo hice, ¿verdad?
La anciana negó tristemente con la cabeza.
Paula tragó saliva. Aparentemente, había aceptado el dinero de su padrastro y había dejado que él pagara sus facturas mientras ella se divertía por todo el mundo, pero ni siquiera había tenido la amabilidad suficiente como para volver a visitarlo.
Y había muerto.
—Lo siento —susurró.
—Deje que la acompañe a su habitación. La encontrará exactamente igual que la dejó la última vez que estuvo aquí.
Poco después, en la oscuridad de su dormitorio, seguida siempre por Pedro, Paula apartó las cortinas y, al volverse a ver su dormitorio, ahogó un grito de desolación.
Todo era rojo y negro. Moderno. Sexy. De mal gusto.
UN AMOR EN EL OLVIDO: CAPITULO 4
Paula embarazada.
Aún no se lo podía creer. No era de extrañar que ella se hubiera estrellado con el coche. Sólo pensar que iba a perder su figura y que no iba a poder ponerse todos los modelos de diseño que poseía debía de haberla desquiciado. Meses enteros sin poder beber champán, sin trasnochar con todos sus ricos, guapos y superficiales amigos. Paula seguramente debió de sentirse furiosa.
Pedro no le confiaría el cuidado de una planta, y mucho menos el de un niño. Ni siquiera parecía tener instinto maternal. No podría querer a un niño. Era la persona menos cariñosa que Pedro había conocido nunca.
Lentamente, abrió los ojos. Hacía poco más o menos una hora que sabía lo del niño, pero estaba completamente seguro de una cosa.
Tenía que protegerlo.
—Entonces, no vivo en Inglaterra —dijo ella, de repente. Al mirarla, Pedro vio que ella tenía un aspecto triste y abatido—. ¿No tengo casa?
—Vives en hoteles —respondió, fríamente—. Ya te lo he dicho. Viajas constantemente.
—Entonces, ¿cómo consigo tener trabajo?
—No tienes trabajo. Te pasas los días comprando y asistiendo a fiestas por todo el mundo. Eres una heredera. Una mujer bella y famosa.
—Estás bromeando…
—No —dijo él, sin entrar en detalles. No podía explicarle cómo sus disolutos amigos y ella se pasaban el tiempo viajando, bebiéndose todas las bebidas de cada hotel de lujo en el que se alojaban antes de pasar al siguiente. Si lo hubiera hecho Paula podría haber notado el desprecio en su voz y cuestionar así la naturaleza de sus verdaderos sentimientos.
¿Cómo era posible que lo hubiera atrapado en sus redes una mujer como ella?
¿Qué locura se había apoderado de él para terminar convirtiéndose en su esclavo?
¿Cómo podía asegurarse de que su hijo jamás se viera descuidado, herido o abandonado por ella después de que recuperara su memoria?
De repente, se le ocurrió un nuevo pensamiento.
Si ella no podía recordarlo a él, si no podía recordar quién era ella ni lo que había hecho, eso significaba que no tenía ni idea de lo que estaba a punto de venírsele encima. No tendría defensa alguna.
Una lenta sonrisa le frunció los labios. Preparó un nuevo plan. Se lo quitaría todo, incluso el hijo que llevaba en las entrañas. Y ella ni siquiera lo vería venir.
—Entonces, vine aquí para el entierro de mi padrastro —dijo ella suavemente— pero no soy británica.
—Tu madre lo era, según creo. Las dos regresasteis a Inglaterra hace algunos años.
—¡Mi madre! —exclamó ella más contenta.
—Murió —le informó él secamente. Entonces, recordó que se suponía que él estaba enamorado de ella. Tenía que hacérselo creer si quería que su plan tuviera éxito—. Lo siento mucho, Pau, pero, por lo que yo sé, no tienes familia.
—Oh…
La tomó entre sus brazos y la estrechó con fuerza contra su pecho.
Le dio un beso en la parte superior de la cabeza.
A pesar de su estancia en el hospital, el cabello le olía a vainilla y azúcar, los aromas que siempre asociaría con ella. El olor hizo que el cuerpo se le tensara inmediatamente de deseo.
No entendía por qué no podía dejar de desearla después de todo lo que ella le había hecho.
Había estado a punto de arruinarlo, ¿cómo era posible que su cuerpo aún siguiera anhelando su contacto? ¿Acaso era un hombre sin honor ni orgullo?
Claro que los tenía, pero el modo como ella tenía de actuar, incluso comportándose de un modo tan inocente, lo atraía como si fuera una llama. Recordó la fiera pasión que ardía dentro de ella y que él era el único hombre que la había saboreado…
«¡No!». No pensaría en ella en la cama. No la desearía. Demostraría que tenía control sobre su cuerpo.
martes, 7 de julio de 2020
UN AMOR EN EL OLVIDO: CAPITULO 3
Pedro observó con ojos entornados a Paula mientras la acompañaba al Rolls-Royce negro que los estaba esperando frente a la puerta del hospital. No estaba fingiendo la amnesia. A pesar de su incredulidad inicial, Pedro ya no tenía dudas. Paula no tenía ni idea de quién era él o de lo que ella había hecho. Y estaba embarazada de él. Eso lo cambiaba todo.
La ayudó a entrar en el coche con delicadeza.
Ella no tenía equipaje. Uno de sus hombres había llevado el destrozado Aston Martin al taller mientras el otro se había ocupado del asunto del buzón. Paula llevaba puesto el vestido de seda negra y el bolso negro que había llevado al entierro de su padrastro el día anterior.
El vestido negro se le ceñía a los pechos y a las caderas cuando caminaba. La seda relucía con cada uno de sus movimientos al igual que el oscuro y lustroso cabello, que en aquella ocasión llevaba recogido en una coleta.
No llevaba maquillaje. Eso le daba un aspecto diferente. Pedro jamás la había visto sin lápiz de labios, aunque con su delicada piel, gruesos labios y brillantes ojos azules, no lo necesitaba para conseguir que todos los hombres, cualquiera que fuera su edad, se volvieran para mirarla en la calle. Cuando ella se giró y lo miró, sonriendo dulcemente, Pedro tuvo que reconocer que distaba mucho de ser inmune a
sus encantos.
—¿Adónde vamos? —le preguntó ella—. No me lo has dicho.
—A casa —replicó él mientras la hacía entrar en el coche y cerraba la puerta.
A él, el modo en el que reaccionaba su cuerpo le resultaba irritante… y turbador a la vez. No le gustaba. La odiaba. Cuando la vio por primera vez en el hospital, Paula tenía un aspecto pálido y enfermo que distaba mucho de la vivaz y voluptuosa mujer que él recordaba.
Dormida tenía un aspecto inocente, mucho más joven de los veinticinco años que tenía. Parecía muy menuda. Frágil.
Pedro había ido a Londres para destrozar su vida. Llevaba tres meses soñándolo. Sin embargo, ¿cómo podía vengarse de ella si Paula no sólo no recordaba lo que le había hecho sino que, además, estaba embarazada de él?
Apretó los puños y se dirigió hacia el otro lado del coche. Aunque sólo estaban en septiembre, el verano parecía haber abandonado repentinamente la ciudad. En el cielo, había unas nubes bajas y grises y caía una pertinaz lluvia. Se montó a su lado y Paula, inmediatamente, se volvió para seguir preguntándole:
—¿Dónde está nuestra casa?
—Mi casa está en… Atenas —dijo mientras cerraba la puerta.
—¿En Atenas? —preguntó ella, boquiabierta.
—Allí es donde yo vivo y tengo que cuidarte. Me lo ha ordenado el médico — añadió, con una tensa sonrisa.
—¿Y yo vivo allí contigo?
—No.
—¿No vivimos juntos?
—A ti te gusta viajar —respondió él con ironía.
—Entonces, ¿dónde está mi ropa? ¿Y mi pasaporte?
—Seguramente en la finca de tu padrastro. Mis empleados recogerán tus cosas y se reunirán con nosotros en el aeropuerto.
—Pero… Yo quiero ver mi casa. El hogar de mi infancia. ¿Dónde está?
—La finca de tu padrastro está en Buckinghamshire, según creo. Sin embargo,
no creo que ir allí de visita te vaya a ayudar. Pasaste allí una noche antes del entierro. Pero hace mucho tiempo que ese lugar no es tu hogar.
—Por favor, Pedro. Quiero ver mi casa…
Él frunció el ceño y contempló el suplicante rostro de Paula. Parecía haber cambiado mucho. Su amante de antaño jamás le habría suplicado nada. De hecho, ni siquiera la recordaba pronunciando la palabra «por favor». Excepto…
Excepto la primera noche que se la llevó a su cama, cuando, tras derribar todas sus defensas, Pedro descubrió que la mujer más deseada del mundo era, en contra de todo lo esperado, virgen. Mientras la penetraba, ella lo miró con una callada súplica en los ojos y él pensó… casi pensó…
Apartó aquel recuerdo violentamente. No pensaría cómo había sido el pasado con ella. No pensaría en cómo ella había estado a punto de hacerle perder todo, incluso la cabeza.
—Muy bien, te llevaré a tu casa, pero solo para recoger tus cosas. No podemos quedarnos.
El encantador rostro de Paula se iluminó. Parecía tener muchos menos años sin maquillaje, muchos menos que los treinta y ocho años que él tenía.
—Gracias.
Otra palabra que jamás le había escuchado antes.
Se reclinó en los suaves asientos de cuero beige del coche mientras el chófer atravesaba la ciudad para dirigirse al norte del país. Observó la lluvia durante un rato y luego cerró los ojos.
Se sentía tenso y cansado por el ajetreo de los últimos dos días.
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