jueves, 14 de mayo de 2020

SU HÉROE. CAPÍTULO 48





La enfermera dejó al bebé sobre el estómago de Paula, aún enrojecido y desnudo. Era grande, con una húmeda mata de pelo negro en la cabeza, y aún seguía llorando. Paula la miró y no dejó de decir « ¡oh!» una y otra vez. Pedro pensó que nunca había escuchado tanta felicidad y una emoción tan musical en la voz de un ser humano.


Pero él no podía compartirlo. Paula no le había pedido que lo hiciera. Aquello hacía que su amor por el bebé careciera de significado, a pesar de que solo hacía unos instantes se sentía exultante de emoción.


«Ni siquiera me ha mirado», pensó. «No me ha tocado desde que ha dejado de necesitar mi brazo. Ni siquiera me había dicho que ya había pensado el nombre para la niña. En todas las conversaciones que hemos tenido no lo ha mencionado. Este no es mi bebé. Paula no me ha pedido que la ame a ella, ni a Lola. ¿Qué diablos hago yo aquí?»


—Necesito salir —murmuró, sin dirigirse a nadie en concreto.


Salió de la habitación tan rápido como pudo. Al principio no supo a dónde se dirigía. Solo estaba escapando. Merodeó por allí un rato, con los ojos enrojecidos a causa de la fatiga. Hacía casi veinte horas que no comía, pero no sentía ningún apetito.


Finalmente, sintiéndose derrotado, su mente cristalizó y se mostró dispuesta a la acción. Solo tenía una cosa que hacer. Lo que debería haber estado haciendo todo el tiempo. Lo único que debería haber estado haciendo.


Su trabajo.




SU HÉROE. CAPÍTULO 47




Pedro se preguntó cuántas veces le habría dicho aquello durante las últimas horas.


Paula le soltó el brazo y él se llevó la mano a la frente. Le dolía la espalda y la cabeza y sentía las articulaciones endurecidas. Como el primer día que se conocieron, bajo los escombros del edificio, tenían gente alrededor y sin embargo estaban solos. Solo ella, él, el bebé que estaba en camino, y un nivel de inevitable y apabullante sinceridad.


Pero para Paula estaba siendo diferente. Había entrado en una zona de dolor que él desconocía y que la consumía, y lo que decía ya no podía calificarse de sincero, sino de salvaje, desesperado e ilógico.


O eso esperaba, porque había dicho en más de una ocasión que lo odiaba.


«Mientras yo le digo que la amo como si no hubiera un mañana».


¿Se había detenido a pensar si era cierto?


El mundo parecía haber desaparecido. Lo único que quedaba era el dolor de Paula, su rostro, su necesidad, su coraje, su desmoronamiento. Se sentía capaz de hacer cualquier cosa por evitarle el sufrimiento, por compartir su inexorable peso. De manera que le había dicho una y otra vez que estaba allí, que nunca la dejaría.


Y que la amaba.


¿Era aquella la mentira más miserable que había salido nunca de sus labios o era cierto?


«Nunca le dije a Barby que la amaba mientras daba a luz», recordó.


Puso un candado en su boca durante todo el parto para que no se le escapara algo que nunca había sido verdad.


Nunca había amado a Barby y se negaba a degradar a ambos diciéndoselo mientras daba a luz. No habría podido hacerlo aunque hubiera querido. Aquel fue el momento en que aceptó lo malo que era su matrimonio.


« ¿Estoy mintiendo a Paula ahora?»


No.


¡No!


Aquellas eran las palabras más sinceras y liberadoras que había dicho en su vida. Le hacían sentirse mareado de felicidad, de esperanza y alivio. Amaba a Paula. Amaba todo lo relacionado con ella. Ya amaba al bebé que estaba a punto de nacer, aunque no fuera suyo. 


El bebé formaba parte de Paula, y eso era más que suficiente.


Ella volvió a agarrarle el brazo y Pedro se preparó para sentir cómo le clavaba las uñas en la carne. Deslizó una mano por la piel interior de su brazo y luego apartó un mechón de pelo húmedo de su frente.


Era tan hermosa... Incluso en aquel estado lo era.


—Te quiero, Paula —dijo cuando notó que empezaba a temblar de nuevo, como si no fuera a tener otra oportunidad.


Ella ni siquiera lo oyó.


—¡Ayúdame! ¡Tengo que empujar!


Tras una hora de intensos esfuerzos asomó la coronilla del niño y la enfermera fue a por el doctor Feldman.


Mientras el médico trabajaba y Paula gritaba, Pedro sintió su propia impotencia como una soga ciñéndose en torno a su cuello. Habría dado un brazo si ello le hubiera facilitado las cosas.


—De acuerdo, empuja ahora, Paula. ¡Fuerte! —dijo el doctor Feldman.


Pedro no quería mirar como trabajaban las manos del médico.


—Más fuerte. Así. ¡Eso es!


El bebé salió disparado como un corcho y aterrizó casi al final de la cama. Paula gimió y empezó a respirar como una atleta después de un maratón. Estaba temblando incontrolablemente.


—¡Es una niña! —dijo el médico. Tras un momento se oyó un fuerte llanto —. Ya está. ¡Una niña preciosa!


—¿Está bien? —preguntó Pedro.


—Está perfectamente. Es preciosa. Solo vamos a darle un poco de oxígeno. ¿Tiene nombre ya?


—Lola, como mi madre —dijo Paula débilmente, y empezó a llorar—. ¡Oh! ¡Oh! ¡Tengo una niñita! ¡Tengo una preciosa niñita!


—Lola —repitió la enfermera—. Es bonito.


—En realidad, mi madre se llamaba Dolores—dijo Paula entre lágrimas —, pero todos la llamaban Lola.





miércoles, 13 de mayo de 2020

SU HÉROE. CAPÍTULO 46




Por algún motivo, el reloj reptante decía que eran las siete de la mañana. La madre de Pedro debía haberse quedado toda la noche con los niños. Paula trató de pensar en aquello, pero no pudo. Ya ni siquiera creía que el resto del mundo existiera.


Cuando cambió el turno, la enfermera que le tocaba le dijo que el anestesista estaría con ella en cuanto se ocupara de una pequeña emergencia que acababa de surgir. Paula no la creyó ni por un segundo. El anestesista no existía.


Pedro la persuadió para que se dieran el paseo número nueve por el pasillo. Ella aceptó, pero lo odió.


—¿No te ayuda?


—¡No! ¡Me duele! Fui a las clases. Estoy respirando como me enseñaron. Se suponía que no iba a doler tanto.


Cuando llegaron los sollozos, Pedro la abrazó y la besó.


—Tranquila. Todo va bien. Te quiero, Paula.
Todo va bien.


Ella no lo creyó. No creía a las enfermeras, así que, ¿por qué iba a creerlo a él? El mundo se estaba acabando, solo que no se lo había dicho a nadie. Quería que el mundo se acabara, porque así dejaría de experimentar aquel dolor.


Cuando volvieron al dormitorio, Pedro se excusó y salió. Tenía que ir al baño. Ella lo odió por ello. 


Estuvo fuera durante tres contracciones, que le parecieron mucho más dolorosas que las otras.


—Todo va bien —dijo él cuando volvió.


—Nada va bien. Quiero que estés aquí. Todo el rato. No pienso portarme como una buena paciente. Me siento mejor cuando me porto mal. ¡No estoy contenta y te odio!


—Tranquila.


—¡He dicho que te odio!


—Y yo te quiero, ¿de acuerdo? Estoy aquí para ti. Para siempre, si me dejas.


—¡Vete! No. No te vayas. Sigue conmigo. ¡Oh, Dios mío! ¿Cuándo va a acabar esto?


La enfermera había vuelto a conectarla al monitor para ver las contracciones.


—Bastante intensas —murmuró —. Aún no has roto aguas, ¿verdad, cariño?


—No.


—Vamos a hacerlo por ti y así se acelerarán las cosas.


Después, el ritmo de las contracciones volvió a aumentar. Apenas había tiempo entre una y otra para tomar aire, y el dolor no cesaba. Al parecer, el anestesista estaba de camino.


Pero ya era demasiado tarde.


—Has dilatado nueve centímetros, Paula. ¡Lo estás haciendo muy bien! —Dijo la enfermera—. Ya se ve la cabeza del bebé. Casi está aquí.


—Mi epidural...


—Ya no hay tiempo para eso, cariño.


—La odio —murmuró Paula cuando la enfermera salió de la habitación.


—Eso ya lo habías dicho antes —dijo Pedro —. Excepto que era una enfermera diferente.


Paula se aferró a su brazo y lo estrujó mientras jadeaba y gritaba.


—Quiero que me rescaten. ¿Recuerdas la noche que nos conocimos? ¿No fue maravilloso cuando nos rescataron?


—Esta vez tendrás que trabajar un poco más por tu cuenta, corazón.


—¡Ayúdame!


—Estoy aquí, cariño. Lo haré. Te quiero, Paula.




SU HÉROE. CAPÍTULO 45




Caminaron por el pasillo de la unidad hasta que Paula se supo cada detalle de la ruta de memoria.


Con cada contracción se planteaba la posibilidad de ponerse la epidural, pero la enfermera le dijo que podía retrasar las cosas, sobre todo con el primer bebé. Sería mejor esperar a que el dolor fuera realmente intenso. Dado el dolor que sentía ya, Paula se preguntó si podría soportar el «realmente intenso».


Pedro trató de distraerla con un comentario sobre lo que ponían en la televisión pero ella no le hizo ni caso. Las manecillas del reloj se habían movido un poco más, pero ya no significaban nada. Las contracciones se habían estabilizado cada tres minutos, pero no estaba dilatando con rapidez.


—Aún te queda mucho —le dijo la enfermera.


—Creo que ahora sí me pondré la epidural —decidió Paula.


—De acuerdo, cariño, pero el anestesista está en plena cesárea y le espera otra a continuación, así que tardará un rato.


Cuando la enfermera salió de la habitación, Paula dijo:
—La odio.


—Vamos a dar otro paseo.


—¡No!




SU HÉROE. CAPÍTULO 44




Estaba empezando a lamentar haber organizado el día tan eficientemente. Sentía una gran pesadez en el abdomen y bastante presión en las piernas, y le habría gustado poder sentarse en lugar de tener que ir a visitar la maternidad.


Era agradable tener a Pedro allí. ¿Por qué no reconocerlo? Era muy agradable.


El problema era que se había acostumbrado a él, a que le abriera las puertas, a que le preguntara si tenía calor suficiente o si tenía sed, a que la protegiera...


De pronto, la pesadez que sentía en el abdomen se transformó en una clase de dolor desconocido para ella. ¿Desde cuándo tenía dentro un tren de mercancías tirando de un vagón de veinte toneladas en dirección a su espalda y sin previa advertencia?


No era una contracción.


No podía serlo.


Las contracciones y el parto tendrían lugar la semana siguiente. Estaba bien.


—¿Estás bien? —preguntó Pedro un rato después, mientras el grupo de mamás embarazadas y papás nerviosos avanzaba por el pasillo para ver uno de los quirófanos disponibles para las cesáreas.


—Sí —contestó Paula alegremente—. Me alegra saber que no trasladan a las pacientes de cuarto si el parto va como es debido.


—Sí, es un hospital muy agradable. Voy a hacer una llamada, ¿de acuerdo?


—Por supuesto.


—No puedo utilizar el móvil en el hospital, así que os alcanzaré cuando termine. No te preocupes.


—Estoy bien —repitió Paula. Segundos más tarde, mientras visitaban la sala de obstetricia, el tren de mercancías volvió a chocar contra su espalda.


No era una contracción. No podía serlo. Pero no era nada agradable. El reloj de pared de la sala le ofreció una información en la que no estaba realmente interesada. Eran las seis menos cuarto. Habían pasado quince minutos desde el primer dolor.


Pedro volvió de hacer su llamada con el ceño fruncido.


—¿Hay algún problema? —preguntó Paula.


—De momento no. Más bien al contrario. Te mantendré informada.


Paula le habría preguntado que qué quería decir, pero en aquel momento llegaron a la sala en que estaban los bebés.


—¡Guau! ¡Bebés! —dijo Pedro, y sonrió mientras miraba a través del cristal —. Hacía tiempo que no los veía tan pequeños.


Paula estuvo a punto de volverse hacia él con una sonrisa en el rostro, pero entonces recordó por qué estaba allí.


—¿Qué te parece esta sala desde el punto de vista de la seguridad, Pedro? —preguntó. Él miró un momento a su alrededor.


—Está bien —contestó—. No hay problemas graves.


Siguió hablando de algunos detalles relacionados con la seguridad, pero Paula no lo escuchó. Su tren de mercancías había vuelto a la carga, pero en aquella ocasión duró más. O tal vez tuvo aquella sensación porque le dolió más. Eran las seis menos siete minutos. Pedro había captado algo en su rostro. Auténtico terror, probablemente. Dijo algo que ella no oyó, porque tuvo que aferrarse a su brazo. Decidió que aquel brazo no iba a ir nunca más a ningún sitio sin ella. En aquellos momentos solo lograba pensar en el brazo de Pedro, que iba a quedarse con ella para siempre.


Debió contestar sin darse cuenta a la pregunta que le había hecho, porque lo siguiente que supo fue que Pedro le estaba gritando... o al menos eso sintió.


—¡No estás bien! ¿Qué te sucede? Me estás dejando el brazo sin circulación. Me ha parecido que...


—No es una contracción —dijo Paula, y al ver que una de las parejas se volvía a mirarla bajó la voz—. No es una contracción.


—¿No?


—Solo es un dolor que viene y va, y eso no es una contracción de parto, ¿no?


—No. Es una de esas contracciones que llaman de Braxton Hicks —explicó Pedro—. Los libros dicen que pueden ser bastante dolorosas.


La enfermera que estaba haciendo de guía miró a Paula con curiosidad y esta le dedicó una brillante sonrisa.


Cuatro minutos después empezó la siguiente contracción y luego siguieron cumpliendo aquel patrón. A las seis menos tres minutos. A las seis y un minuto. A las seis y cinco... Y así hasta que terminó la visita.


—¿Estás lista para ir a casa? —preguntó Pedro.
Parecía haber aceptado que Paula se había apoderado definitivamente de su brazo. Era el mejor brazo del mundo. Más o menos cada cuatro minutos Paula pensaba que moriría sin él.


—No, no lo estoy —contestó.


—Lo suponía. Es el parto, ¿verdad?


—Eso creo.


—¿Y quieres quedarte ingresada?


—Sí —«y no quiero que te vayas», pensó Paula. 


Pero no hizo falta que lo dijera porque Pedro ni siquiera de lo preguntó. Simplemente dijo:
—Vamos a dejarte instalada y luego llamaré a mi madre, ¿de acuerdo?


—De acuerdo.


—Me quedo, Paula. No pienso dejarte.


—Lo sé. Gracias —Paula se aferró al brazo de Pedro como si fuera el osito al que solía abrazar después de una pesadilla cuando tenía seis años.





martes, 12 de mayo de 2020

SU HÉROE. CAPÍTULO 43




—¿Cómo ha ido? —Pedro había estado caminando de un lado a otro de la consulta del tocólogo, inquieto.


—El doctor Feldman dice que todo va bien —contestó Paula —. El latido es fuerte y el bebé aún está creciendo. La cabeza está hacia abajo y bien encajada. Eso significa...


—Sé lo que significa.


—Entonces supongo que sabrás que he empezado a dilatar, ¿no?


—Significa que aún podrías estar esperando tres semanas más.


—Dispuesta a cometer algún asesinato.


—Hablando de asesinatos, aún no te he preguntado si has...


Paula anticipó la pregunta de Pedro.


—Sí, he visto a Connie esta tarde. Y sí, aún conserva todo su pelo.


—Eso está bien.


—No perdí el control —Paula deslizó una mano por el brazo de Pedro, como si estuviera calmando a un niño pequeño. ¿Habría notado que algo lo molestaba? Pedro sintió la tentación de pedirle que lo ayudara a averiguar de qué se trataba—. Me he sentado en mi gran escritorio, en mi gran despacho, con mi abogado presente. He mantenido el control, la he obligado a mirarme a los ojos y he conseguido lo que quería.


—¿Y qué querías? Ayer no me lo dijiste.


—Ayer no parecías muy dispuesto a escuchar. Quería averiguar más de lo que Connie pretendía decirme respecto a lo que está pensando Benjamin, y lo conseguí. Ahora sé cómo están las cosas respecto al bebé. Benjamin no va a volver a los Estados Unidos porque tendría que enfrentarse a la justicia. Dice que puedo visitarlo en Europa si quiero que vea al bebé. «Nada de resentimientos», o algo así. Connie planea reunirse pronto con él. Al parecer, su viaje a Europa antes de las navidades fue para consolidar su relación, aunque me había mentido al respecto, claro está. Y Benjamin «lamenta» las amenazas que he estado recibiendo. Planea ofrecerme alguna clase de acuerdo, pero no voy a aceptarlo, porque el dinero que tiene no es suyo. Y no pienso llevar al bebé a Europa. Estoy sola.


Aquello fue como un nuevo cubo de agua fría para Pedro. Se sentía más emocional respecto a todo aquello que la propia Paula. Pero lo cierto era que Paula aún no había pasado por todo lo que le esperaba. Su bebé aún estaba por nacer. No sabía en qué se estaba metiendo. ¿Sería ese el motivo por el que se sentía tan inquieto?


—¿Y qué sientes al saber que estás sola? —preguntó—. ¿Te importa?


—Es una buena sensación. Dadas las circunstancias, y teniendo en cuenta las opciones, es una buena sensación.


Paula hizo un gesto de dolor que sugería que la sensación no era precisamente buena y se frotó la espalda. Pedro conocía el gesto. Estuvo a punto de ofrecerse a hacerlo él, pero se sentía cauteloso y estaba replanteándose un montón de cosas.


Si por él hubiera sido, Paula no habría visto a Connie aquella mañana, pero las cosas habían salido como ella había querido. El día anterior le había dicho que necesitaba dejar zanjadas las cosas, que no podía quedarse a medias. ¿Sería aquello lo que hacía que aquel día pareciera distinta?


Más calmada, más introspectiva, más feliz.


Sí, parecía feliz, y la felicidad parecía proceder de su interior. Su actitud no era la de «voy a disfrutar de esto aunque me mate», como dos semanas atrás en la fiesta de Año Nuevo de la empresa.


—¿Qué ha cambiado, Paula? —preguntó de pronto, mientras salían de la consulta del tocólogo.


Ella se detuvo y lo miró.


—¿Se nota?


—Sí. Tienes un aspecto magnífico. No pareces tan... tensa.


—¿Crees que es una cuestión de hormonas?


—Más que eso.


—Tienes razón. Lo cierto es que me siento diferente. Supongo que tiene que ser porque ahora sé qué terreno piso y quienes son mis amigos. Benjamin no, desde luego, ni Connie. Eileen, Bridget, Stefania, Carina y los otros. Ellos son mis amigos. Y tú —un instante después, añadió—. ¿No?


—Sí, por supuesto que soy tu amigo —dijo Pedro con suavidad. «Yo nunca te traicionaría», estuvo a punto de añadir, pero en lugar de ello dijo.— Aún está el tipo de los anónimos.


—Ese tipo nunca me ha molestado, Pedro. Lo que sí me ha molestado ha sido que revisen mis cosas íntimas.


Se hallaban junto a unos ventanales desde los que se veía gran parte de la zona centro de Philadelphia.


—Mira —dijo Paula a la vez que señalaba—. Desde aquí se puede ver la parte alta del edificio en que la empresa de Benjamin tenía sus oficinas. Me fijé hace unas semanas. El cartel aún sigue puesto. Tenían seis plantas del edificio y creo que aún no se han alquilado. Debe haber bastante gente a la que no le haga ninguna gracias seguir viendo el cartel.


—Supongo que no —dijo Pedro, sin pensar demasiado en ello.


Al menos al principio.


—La visita a la unidad de maternidad va a empezar en unos minutos —le recordó Paula—. Será mejor que vayamos para allí.


Se encaminaron hacia los ascensores.


—Van a pensar que soy el padre.


—Lo sé. Si quieres se lo aclaramos.


—Da igual. Deja que piensen lo que quieran.


Paula asintió.


—¿Quién necesita preguntas, o miradas raras?