martes, 12 de mayo de 2020

SU HÉROE. CAPÍTULO 42





—¡No tenías derecho!


—¿Y qué querías que hiciera, Paula? ¿Palmearle la espalda y enviarla de nuevo a la fiesta? ¿Entregártela para que pudieras machacarla en medio de un mar de papeles de envolver regalos?


Los papeles de los regalos ya habían desaparecido. Eran las siete y ya había oscurecido. La casa estaba recogida y todo el mundo se había ido. Pedro y Paula estaban en el salón, que se encontraba lleno de los regalos que le habían hecho a Paula para el niño. El escenario resultaba bastante incongruente como fondo de su enfado.


—¡Es mi guerra! —dijo Paula—. ¡Connie me ha traicionado a mí, no a ti! No tenías derecho a hacer lo que has hecho. ¡Me has negado la oportunidad de mirarla a los ojos, de oír lo sucedido de su propia boca y de decirle lo que pienso de su supuesta amistad! ¡En lugar de ello, te has enfrentado a ella, la has amenazado y la has echado de mi casa sin ni siquiera avisarme!


Movió la cabeza como si le pareciera absurdo seguir hablando.


—¿Tienes idea de lo obsesionada que estás con controlarlo todo? —casi gritó Pedro—. ¡Estaba tratando de protegerte! ¡Eso es lo único que trato de hacer!


—No es un problema de control.


—Ah, ¿no? ¿Y el cuarto del niño? ¿Y los libros sobre cómo cuidar a los bebés? ¿Y los libros sobre las dietas?


—Sí, todo eso tiene que ver con mi necesidad de controlar las cosas, pero eso ya lo sé. ¡Y me río de ello aunque siga haciéndolo, porque en estos momentos me ayuda! Pero esto no tiene nada que ver. Este es un problema de conclusión, de terminación, de desenlace, o como quieras llamarlo, Pedro. O Alfie —el tono de Paula rezumaba sarcasmo—. Estás empezando a hacer una costumbre de negarme la posibilidad de dar una conclusión a las cosas que suceden en mi vida, y te equivocas si crees que con ello me estás ayudando o me estás evitando problemas. Si yo soy una obsesa del control, tú tienes una necesidad exagerada de proteger. Puede que para ti eso no sea un problema, ¡pero sí lo es para mí!


—Te protejo porque para eso me pagan. Tú lo aceptaste y, de hecho, lo necesitas.


—¡Haces mucho más de lo que te exigiría el sueldo que cobras, Pedro! —Los ojos de Paula destellaron—. Pero cuando te he dejado hacerlo, como las ocasiones en que he escuchado tus consejos sobre cómo ser un buen padre, o cuando estuve en la fiesta de tu iglesia, te has vuelto contra mí y me has fustigado como si estuviera tratando de conseguir algo de ti. Eres tú el que envía los mensajes contradictorios.


Pedro solo fue capaz de pensar en lo guapa que se ponía cuando se enfadaba. Era tan... eléctrica, magnética, tan bella...


—Aquí va otro mensaje contradictorio para ti —dijo, y avanzó para besarla con más certeza, confianza y decisión de la que nunca había sentido con ninguna mujer.


¿Había besado alguna vez a una mujer tan enfadada? Normalmente solían ser las mujeres las que lo besaban a él, después de una detallada planificación y estrategia de la que solo se hacía consciente más tarde. No le gustaba aquella premeditación, aquella falta de naturalidad.


Sin embargo, lo que estaba sucediendo en aquellos momentos era tan diferente, y tanto mejor...


Los ojos de Paula brillaban y sus mejillas estaban sonrosadas. Llevaba el pelo revuelto en torno al rostro porque se había estado pasando las manos por él y echándolo atrás mientras alzaba su testaruda barbilla. No apartó su mirada de él mientras se acercaba, como retándolo.


Y él aceptó el reto sin dudarlo.


—Si crees que esto va a suponer alguna diferencia —dijo ella, siseando como un gato.


El brusco giró de su cabeza hizo que los labios de Pedro se posaran en la comisura de sus labios. Sabía a moras, a bizcocho y a crema. 


Pedro tomó en la mano su barbilla y le hizo volver la cabeza en su dirección.


El titubeante «no» de Paula le hizo entreabrir los labios y Pedro los selló con su boca.


—Di eso con convicción y puede que pare —murmuró sin apartarse de ella.


—Lo digo con convicción. No va a suponer ninguna diferencia. Sigo enfadada.


—Pero me estás devolviendo el beso.


—Sí, te estoy devolviendo el beso —dijo Paula, y le rodeó el cuello con los brazos a la vez que le mordisqueaba el labio inferior con los dientes y luego curaba la supuesta herida con la punta de la lengua. Ambos tuvieron que inclinarse para superar al bebé —. No está suponiendo ninguna diferencia. Estoy enfadada.


—¿Qué piensas hacer al respecto?


—Besarte hasta que te disculpes.


—Puedo aguantar más que tú.


—Muy bien. No tengo prisa.


Nada de lo que decía ninguno de los dos tenía demasiado sentido.


—¿Entonces qué? —preguntó Pedro.


—Entonces voy a llamar a Connie para organizar un encuentro con ella.


—¡No!


—No voy a permitir que me impidas hacer lo que necesito hacer. Puedes besarme todo lo que quieras.


—Eso pienso hacer —murmuró él.


—Pero no te engañes creyendo que eso va a cambiar como son las cosas entre nosotros.


Una ducha de agua fría no habría sido más efectiva que las palabras de Paula. Pedro se apartó.


—¡No llames a Connie! —dijo—. No lo hagas, por favor.


—¿Por qué no?


—Porque vas a tener un bebé dentro de ocho días.


—¿Acaso me consideras una niña incapaz de enfrentarse a sus propias batallas? ¡Deja de hacerme esto, Pedro!


—¡Tú tienes más clase, Paula! Eso es lo que estoy diciendo. No le des la satisfacción de averiguar cuánto te ha afectado lo que ha hecho. ¿Quieres pelearte con ella como una gata?


—¿Crees que ese es mi estilo?


—¡No! Claro que no. Pero puede que sea el de ella. Hasta tal punto eres mejor persona que Connie, que no puedo soportar la idea de que respires su mismo aire.


Paula miró a Pedro con la cabeza ladeada, más tranquila de lo que tenía derecho a estar.


—Me pregunto si eso es lo más bonito que me has dicho nunca —una sonrisa curvó sus labios e iluminó sus ojos—. Creo que sí.


—¿Recuerdas que mañana por la tarde tienes programada una visita a la maternidad del hospital? —dijo Pedro, tratando de controlar la extraña y temblorosa sensación que se había apoderado de él —. ¿Y que tu padre quería que te acompañara para comprobar las medidas de seguridad?


—Sí, lo recuerdo. Tengo una cita con el tocólogo antes y también quiero que me acompañes y te quedes. En la sala de espera —puntualizó Paula —, Quiero tu protección, Pedro. Pero no necesito que me protejas de amigos traidores.


Pedro se encogió de hombros para ocultar su pánico. ¡Claro que Paula necesitaba aquello!


¿O tendría razón ella?, se preguntó de pronto. 


¿Sería aquella una necesidad meramente suya?




SU HÉROE. CAPÍTULO 41





Pedro no sabía quién estaba haciendo más ruido, si los hombres que se hallaban en el sótano viendo el partido en la televisión, o las mujeres en el salón riendo y gritando.


—Si queréis más cerveza, ya sabéis donde está —dijo a ocho espaldas masculinas. Acababa de empezar el tercer cuarto del partido y estaban realmente concentrados.


Alguno murmuró un distraído «gracias», pero casi todos lo ignoraron. Lo cierto era que ni los maridos ni los novios de las amigas de Paula parecían tener ningún motivo siniestro para estar allí aquel día.


Hacía dos semanas que Pedro había hecho cambiar las cerraduras y desde entonces no había habido evidencia de que alguien hubiera entrado en la casa. Pero Paula había recibido otros dos anónimos. Debido a cómo estaban redactados, Pedro seguía pensando que debía tratarse de algún joven estudiante que no era tan sofisticado como creía, pero la policía había ampliado el círculo de sus investigaciones y aún no había averiguado nada.


Volvió a subir discretamente. En la cocina, Bridget preparaba canapés fríos y calientes con la ayuda de su hija Tamara, de veintitrés años. Ambas mujeres le sonrieron y le ofrecieron picar algo. Parecían muy ocupadas y satisfechas y no resultaban nada sospechosas.


Cuando se encaminaba hacia el dormitorio de Paula oyó su voz procedente del salón.


—¡Oh, Catrina! ¡Esto es precioso! ¡Muchas gracias!


Estaba desenvolviendo los regalos, que Stefania había ido amontonando en un lateral de la mesa según iban llegando los invitados. Incluyendo a Paula, había catorce mujeres en la fiesta.


El cuarto del bebé estaba en completo silencio, así como el estudio. Tras comprobar que el dormitorio de Paula estaba vacío, Pedro estaba a punto de salir cuando oyó un ruido procedente del baño. La puerta estaba cerrada.


Al oír ruido de agua cayendo al lavabo pensó que para eso estaban los baños y volvió al salón.


Al pasar junto al baño de invitados vio que la puerta estaba abierta. Aquello le hizo preguntarse por qué estaría utilizando alguien el baño del dormitorio de Paula si aquel estaba vacío.


Fue a la cocina a por otro canapé de Bridget y se apoyó en el marco de la puerta mientras lo comía. Desde allí tenía controlada una gran zona del salón a través de las dobles puertas que daban al comedor. Se había aprendido la lista de invitados de memoria y podía ver a todo el mundo excepto a Catrina Callahan, a Ana Hazelwood y a Connie Alexander. Era posible que dos de ellas estuvieran sentadas en la parte del salón que no podía ver.


Después detuvo su mirada en Paula.


Tenía un aspecto magnífico. Llevaba el pelo suelto y sus ojos brillaban. Llevaba un vestido de color rosa brillante, un color frivolo y femenino que normalmente desdeñaba como ejecutiva de la empresa de su padre. La suavidad que irradiaba aquel día conmovió a Pedro. ¿Sería porque en aquellos momentos solo estaba pensando en el bebé, y no en todos los demás problemas que había en su vida?


Al tratar de imaginar el aspecto que tendría cuando tomara por primera vez a su bebé en brazos sintió tal necesidad de estar presente en aquel momento que se asustó. Pero su mente se llenó de pronto de imágenes asociadas a su pasado, imágenes que hablaban de compromiso, de ataduras, de infelicidad, de fracaso.


Oh, no, en realidad no quería estar presente para ver la expresión de Paula cuando tomara a su hijo en brazos por primera vez. Le asustaba demasiado todo lo que iba unido a ello.


Volvió a recorrer el pasillo, atento a la posibilidad de que alguno de los hombres subiera del sótano, pero oyó un coro de voces masculinas que sugería que estaban totalmente centrados en el partido. A él no le habría importado verlo, pero últimamente habían cambiado algunas de sus prioridades gracias a Paula, y su bienestar era más importante que cualquier partido de fútbol.


El baño de su habitación seguía ocupado. Ya no se oía ruido de agua. En lugar de ello, Pedro percibió el sutil clic de la puerta de un armario al cerrarse, el sonido de un cajón al abrirse.


Esperó.


Los sonidos continuaron un par de minutos más y luego se oyó el de la cerradura. La puerta se abrió y apareció Connie. Por un momento, su rostro perfectamente maquillado la traicionó, pero enseguida sonrió.


—Hola, Pedro —dijo, y trató de pasar junto a él. 


Pedro se limitó a apoyar una mano en el marco de la puerta. Su tamaño y fuerza hicieron el resto.


—¡Por favor, Pedro! —Connie dejó escapar una risita nerviosa—. Quiero ver cómo desenvuelve Paula el regalo que le he hecho.


Pedro se volvió sin decir nada y cerró la puerta del dormitorio. Luego apoyó ambas manos en sus caderas como si fuera un gorila de discoteca y miró atentamente a Connie sin decir nada. Le daría uno o dos minutos, y estaba bastante seguro de que ella misma se ocuparía de cavar su propia tumba. Si no era así, él la cavaría por ella.


Como esperaba, Connie le ahorró el esfuerzo.


—No es lo que piensas —murmuró tras un tenso silencio.


—Dime lo que pienso.


—Que le estoy robando.


—No tienes aspecto de necesitar robar.


—¡Exacto! —Connie parecía aliviada—. Tú estás en esto profesionalmente, Pedro—su tono de voz adquirió un matiz casi seductor—. Admito que yo solo soy una aficionada, pero mi actividad es perfectamente válida. Lo único que estoy haciendo es buscar alguna evidencia para apoyar la solicitud de Benjamin Deveson para obtener la custodia de su hijo, si es que decide llevar el caso a juicio. Lleva meses sopesando sus opciones y quiere más información.


—¿Información sobre qué?


—Oh, ya sabes. Evidencias de empleo de drogas, de una personalidad inestable, de múltiples parejas sexuales... Dada tu profesión, supongo que lo comprenderás, Pedro. Pero lo cierto es que todas tus medidas de seguridad han hecho que esto resultara mucho más complicado de lo que esperaba. Pero seguro que los abogados de Paula tendrán gente intentando obtener la misma basura que los de Benjamin.


—¿Supuestos amigos íntimos suyos, tal vez?


Pedro no se había sentido tan enfadado en su vida, pero ella ni siquiera parpadeó.


—Paula lo dejó plantado —dijo—. ¡Yo lo conocí primero! ¡Incluso los presente, por Dios santo! ¿De dónde se saca Paula el derecho a asumir que estoy de su lado?


—Tal vez lo ha asumido porque así se lo has hecho creer tú. ¿Y qué me dices de las ruedas pinchadas, las pintadas y las cartas?


—Yo no tengo nada que ver con eso.


Pedro ya lo había imaginado, pero tenía que preguntarlo.


—No sé quién fue —continuó Connie—. ¡Yo jamás le habría hecho algo así a Paula! —Dijo, pero arruinó su poco convincente actuación al añadir—: Además, ya no tiene por qué preocuparse por el asunto de la custodia. La muchacha está tan limpia que podríamos utilizarla de mantel. Creo que Benjamin olvidará el asunto ahora, cosa que me conviene —sonrió—No quiero tener al bebé de Paula rondando a mi alrededor cuando me vaya a vivir con él.


—Gracias por informarme —dijo Pedro entre dientes —. Ahora ya puedes irte.


Sin añadir nada más, la tomó del brazo, se lo dobló tras la espalda y le hizo salir de la habitación.


—Me estás haciendo daño —gimoteó Connie. 


—Te aseguro que si te estuviera haciendo daño lo notarías de verdad —murmuró Pedro.


—¿A dónde me llevas?


—A la puerta. Vas a irte al infierno sola. Y te aseguro que si me entero de que vuelves a aparecer en la vida de Paula haré que la policía te arreste tan rápido que ni te enterarás de lo que te está pasando.


—¿Con qué cargos? ¿Con qué evidencia?


—Hace más de una semana que hay cámaras ocultas por toda la casa.


No era cierto, porque Paula no se lo había permitido, pero su enfado dio a sus palabras una convicción que Connie no se atrevería a cuestionar. Y si era lo suficientemente estúpida como para volver a por más, el se ocuparía personalmente de que pasara el resto de su vida arrepintiéndose.


Cuando cerró la puerta tras Connie, tuvo que apretar los puños para que dejaran de temblarle y no pudo moverse durante unos minutos.


Su necesidad de proteger a Paula era tan intensa que le asustaba. Estaba molesto consigo mismo por no haber investigado a Connie más concienzudamente. Se había asegurado de que no era una de las inversoras de la empresa de Benjamin y de que no tenía antecedentes, pero nada más. También había investigado los negocios de Benjamin hasta donde había podido, pero aquella no era su especialidad.
Inquieto, y aún enfadado, volvió a la cocina y probó otro de los canapés de Bridget. Lo comió sin saborearlo mientras escuchaba de nuevo la animada voz de Paula procedente del salón.


lunes, 11 de mayo de 2020

SU HÉROE. CAPÍTULO 40




A pesar de todo, tuvo que entrar en casa de Paula.


En teoría, aquello no debería haber sido ningún problema. Ya había estado otras muchas noches allí, comprobando cerraduras y ventanas, escuchando los mensajes de su contestador.


Pero, de algún modo, aquella noche fue diferente. El ambiente de cada cuarto parecía cargado con la intensa conciencia que tenían el uno del otro.


Mientras lo seguía y observaba, Paula sintió que no podía soportarlo más.


—Hace tiempo que todo esto no es necesario, Pedro. Para algo se cambiaron las cerraduras. Todo lo que ha sucedido a partir de entonces ha tenido lugar en el aparcamiento del trabajo.


—Voy a comprobar tu habitación —fue todo lo que dijo él.


Paula lo siguió, molesta por su tozudez, y tropezaron en el umbral de la puerta cuando él se volvió de repente a hacerle una pregunta que no llegó a surgir de sus labios.


Sus labios...


Los ojos de Paula se cerraron automáticamente en cuanto Pedro alargó los brazos hacia ella para sujetarla. Buscó a ciegas el contacto de su boca y la encontró volviendo el rostro justo cuando él apoyaba las manos en sus hombros.


—¿Por qué es tan difícil resistir esto? —murmuró él.


—Porque es muy agradable...


—Eso no basta.


—Lo sé. ¡Pero deja de decírmelo! ¡Deja que tenga unos minutos en los que nada importe excepto lo que quiero, lo que quiero ahora!


Paula tomó el rostro de Pedro entre sus manos y devoró su boca. Una sensación muy femenina de triunfo y calor se apoderó de ella cuando sintió su inmediata respuesta y entendió el alcance de lo que le estaba haciendo. Pedro no tenía por qué pretender que todo era cosa de ella. Ambos estaban sintiendo lo mismo. Ambos se sentían consumidos por la misma pasión.


La boca de Pedro se abrió, ardiente, hambrienta. Los pezones de Paula se excitaron al instante.


—¡Oh, sí, Pedro! —su respiración era cada vez más agitada.


—¿Quieres que te lleve a la cama, Paula? —Pedro apartó su boca de la de ella y señaló la cama—. Ahí está. Muy cerca. Y, hayas oído lo que hayas oído, te aseguro que se puede disfrutar mucho aunque tu embarazo esté tan avanzado. Si no quieres, dímelo ahora, antes de que sigamos.


La cama estaba cubierta con una antigua colcha que la madre de Paula había rescatado en un armario en casa de su abuela. Había hecho que la restauraran, pero era muy frágil y Paula la cuidaba mucho. Aquella misma tarde, antes de acudir a la fiesta, había estado a punto de sentarse en ella para ponerse las medias.


Pero al final no lo había hecho. Nunca lo hacía.


Pero alguna otra persona no había tenido el mismo cuidado.


Se quedó paralizada al comprobar la evidencia.


—Tengo la sensación de que vas a decir no —Pedro seguía rodeándola con sus brazos y Paula pudo sentir su palpable excitación, reflejo de la que ella misma sentía—. Y debería sentirme feliz al respecto —añadió, pero no se sentía feliz.


—Alguien ha estado aquí —dijo Paula, tensa.
Pedro apartó de inmediato sus manos de ella.


—¿Cómo lo sabes?


—Por la colcha de la cama. Yo nunca me siento en ella. Es demasiado frágil. Pero alguien lo ha hecho. Aquí mismo, junto a la mesilla. Se ve que no está lisa y una de las costuras se ha soltado un poco. No estaba así cuando me he ido de casa.


—No hay evidencia de que haya entrado nadie.


—Estoy totalmente segura.


—No estoy diciendo que estés equivocada. Lo que digo es que tiene que tratarse de alguien que haya tenido acceso a tu llave desde que cambiamos las cerraduras y que conozca el código de la alarma. Además, se ha tomado muchas molestias para que no notaras que ha estado aquí. Lo de la colcha es realmente sutil. Yo no me habría fijado en ese detalle.


—Tienes razón. Es muy raro, ¿verdad? ¿Cómo es posible que alguien capaz de pincharme las ruedas del coche luego se dedique a andar de puntillas por mi casa? —Paula no pudo contener un estremecimiento—. ¡No tiene sentido!


Pedro pasó un brazo por sus hombros. La química entre ellos había desaparecido, se había evaporado por completo a causa del inquietante descubrimiento.


—Creo que hemos enfocado erróneamente este asunto desde el principio —dijo —. No es una sola persona la que está haciendo esto. Son dos —masculló una maldición—. Pero me equivoqué en mi teoría sobre el adolescente, y es muy posible que me esté equivocando en esto. A pesar de todo, estoy seguro de que son dos personas distintas.


—¿Y se supone que eso debe hacer que me sienta mejor? —dijo Paula en tono irónico—. Hay dos personas acechándome, revisando mis cosas... —volvió a estremecerse—. ¿Mis cajones? ¿Mis armarios?


Guardaba gran parte de su ropa en un vestidor adyacente al dormitorio, pero había una antigua cómoda en este en la que guardaba su ropa interior. Se apartó de Pedro y fue a revisarlo. 


Abrió los cajones por turnos y encontró en todos ellos la sutil evidencia de unas manos extrañas en sus prendas, manos que habían sido muy cuidadosas, pero no lo suficiente.


No dijo una palabra, pero Pedro pudo leer su expresión.


—Supongo que a veces tiene sus compensaciones ser tan ordenada. Yo podría tardar meses en darme cuenta de que unos pájaros habían anidado en el cajón donde guardo mis calzoncillos.


—Es peor así —Paula habló en un susurro—. Preferiría que hubieran sacado todo y lo hubieran desperdigado por el suelo. De este modo resulta mucho más... personal.


Alzó una mano y rodeó con los dedos el brazo de Pedro. Necesitaba sentir su vigor, su fuerza masculina. Él apoyó su mano en la de ella.


—¿Qué quieres hacer? Cambiaremos las cerraduras de nuevo, por supuesto, y el código de la alarma, y tendrás que vigilar cuidadosamente tus llaves. No debes hacer ninguna copia. Cambia las horas a las que suele venir Bridget para que solo limpie cuando tú estés en casa. No invites a amigos. Puedo organizar una vigilancia de veinticuatro horas dentro y fuera de tu casa. También podrías irte a casa de tu padre.


—No.


—¿No a cuál de las cosas?


—A todas excepto al cambio de cerraduras y de código. Me niego a permitir que esto me derrote —Paula respiró profundamente antes de añadir—: Solo quiero que hagas una cosa más.


—Dime de qué se trata.


—Quiero que ayudes a mi hermana a organizar la fiesta del bebé.


—¿Qué?


—Ella no va a poder ocuparse de todo desde París. Solo faltan dos semanas y quiero hacer algunos cambios. No quiero que solo vengan mujeres, como es la costumbre. Quiero que también asistan sus maridos y sus novios —mientras hablaba, vio que Pedro iba comprendiendo lo que pretendía—. Puedes instalar una televisión en el sótano para que puedan ver un partido de fútbol, beber cerveza y jugar al póquer, o algo parecido. Le pediré a Bridget que venga para ayudar a servir la comida y le sugeriré que traiga a un par de familiares suyos para que la ayuden.


—¿Estás segura? —la voz de Pedro sonó ronca y tensa—. ¿Quieres tender una trampa?


—Más bien quiero que tengas oportunidad de observar sin que se note demasiado. Sí, estoy segura.


—¿Sabes lo que estás diciendo?


—Sí. Y es lo mismo que estás pensando tú. Tiene que ser alguien que conozco, alguien a quien considero un amigo.