lunes, 11 de mayo de 2020

SU HÉROE. CAPÍTULO 40




A pesar de todo, tuvo que entrar en casa de Paula.


En teoría, aquello no debería haber sido ningún problema. Ya había estado otras muchas noches allí, comprobando cerraduras y ventanas, escuchando los mensajes de su contestador.


Pero, de algún modo, aquella noche fue diferente. El ambiente de cada cuarto parecía cargado con la intensa conciencia que tenían el uno del otro.


Mientras lo seguía y observaba, Paula sintió que no podía soportarlo más.


—Hace tiempo que todo esto no es necesario, Pedro. Para algo se cambiaron las cerraduras. Todo lo que ha sucedido a partir de entonces ha tenido lugar en el aparcamiento del trabajo.


—Voy a comprobar tu habitación —fue todo lo que dijo él.


Paula lo siguió, molesta por su tozudez, y tropezaron en el umbral de la puerta cuando él se volvió de repente a hacerle una pregunta que no llegó a surgir de sus labios.


Sus labios...


Los ojos de Paula se cerraron automáticamente en cuanto Pedro alargó los brazos hacia ella para sujetarla. Buscó a ciegas el contacto de su boca y la encontró volviendo el rostro justo cuando él apoyaba las manos en sus hombros.


—¿Por qué es tan difícil resistir esto? —murmuró él.


—Porque es muy agradable...


—Eso no basta.


—Lo sé. ¡Pero deja de decírmelo! ¡Deja que tenga unos minutos en los que nada importe excepto lo que quiero, lo que quiero ahora!


Paula tomó el rostro de Pedro entre sus manos y devoró su boca. Una sensación muy femenina de triunfo y calor se apoderó de ella cuando sintió su inmediata respuesta y entendió el alcance de lo que le estaba haciendo. Pedro no tenía por qué pretender que todo era cosa de ella. Ambos estaban sintiendo lo mismo. Ambos se sentían consumidos por la misma pasión.


La boca de Pedro se abrió, ardiente, hambrienta. Los pezones de Paula se excitaron al instante.


—¡Oh, sí, Pedro! —su respiración era cada vez más agitada.


—¿Quieres que te lleve a la cama, Paula? —Pedro apartó su boca de la de ella y señaló la cama—. Ahí está. Muy cerca. Y, hayas oído lo que hayas oído, te aseguro que se puede disfrutar mucho aunque tu embarazo esté tan avanzado. Si no quieres, dímelo ahora, antes de que sigamos.


La cama estaba cubierta con una antigua colcha que la madre de Paula había rescatado en un armario en casa de su abuela. Había hecho que la restauraran, pero era muy frágil y Paula la cuidaba mucho. Aquella misma tarde, antes de acudir a la fiesta, había estado a punto de sentarse en ella para ponerse las medias.


Pero al final no lo había hecho. Nunca lo hacía.


Pero alguna otra persona no había tenido el mismo cuidado.


Se quedó paralizada al comprobar la evidencia.


—Tengo la sensación de que vas a decir no —Pedro seguía rodeándola con sus brazos y Paula pudo sentir su palpable excitación, reflejo de la que ella misma sentía—. Y debería sentirme feliz al respecto —añadió, pero no se sentía feliz.


—Alguien ha estado aquí —dijo Paula, tensa.
Pedro apartó de inmediato sus manos de ella.


—¿Cómo lo sabes?


—Por la colcha de la cama. Yo nunca me siento en ella. Es demasiado frágil. Pero alguien lo ha hecho. Aquí mismo, junto a la mesilla. Se ve que no está lisa y una de las costuras se ha soltado un poco. No estaba así cuando me he ido de casa.


—No hay evidencia de que haya entrado nadie.


—Estoy totalmente segura.


—No estoy diciendo que estés equivocada. Lo que digo es que tiene que tratarse de alguien que haya tenido acceso a tu llave desde que cambiamos las cerraduras y que conozca el código de la alarma. Además, se ha tomado muchas molestias para que no notaras que ha estado aquí. Lo de la colcha es realmente sutil. Yo no me habría fijado en ese detalle.


—Tienes razón. Es muy raro, ¿verdad? ¿Cómo es posible que alguien capaz de pincharme las ruedas del coche luego se dedique a andar de puntillas por mi casa? —Paula no pudo contener un estremecimiento—. ¡No tiene sentido!


Pedro pasó un brazo por sus hombros. La química entre ellos había desaparecido, se había evaporado por completo a causa del inquietante descubrimiento.


—Creo que hemos enfocado erróneamente este asunto desde el principio —dijo —. No es una sola persona la que está haciendo esto. Son dos —masculló una maldición—. Pero me equivoqué en mi teoría sobre el adolescente, y es muy posible que me esté equivocando en esto. A pesar de todo, estoy seguro de que son dos personas distintas.


—¿Y se supone que eso debe hacer que me sienta mejor? —dijo Paula en tono irónico—. Hay dos personas acechándome, revisando mis cosas... —volvió a estremecerse—. ¿Mis cajones? ¿Mis armarios?


Guardaba gran parte de su ropa en un vestidor adyacente al dormitorio, pero había una antigua cómoda en este en la que guardaba su ropa interior. Se apartó de Pedro y fue a revisarlo. 


Abrió los cajones por turnos y encontró en todos ellos la sutil evidencia de unas manos extrañas en sus prendas, manos que habían sido muy cuidadosas, pero no lo suficiente.


No dijo una palabra, pero Pedro pudo leer su expresión.


—Supongo que a veces tiene sus compensaciones ser tan ordenada. Yo podría tardar meses en darme cuenta de que unos pájaros habían anidado en el cajón donde guardo mis calzoncillos.


—Es peor así —Paula habló en un susurro—. Preferiría que hubieran sacado todo y lo hubieran desperdigado por el suelo. De este modo resulta mucho más... personal.


Alzó una mano y rodeó con los dedos el brazo de Pedro. Necesitaba sentir su vigor, su fuerza masculina. Él apoyó su mano en la de ella.


—¿Qué quieres hacer? Cambiaremos las cerraduras de nuevo, por supuesto, y el código de la alarma, y tendrás que vigilar cuidadosamente tus llaves. No debes hacer ninguna copia. Cambia las horas a las que suele venir Bridget para que solo limpie cuando tú estés en casa. No invites a amigos. Puedo organizar una vigilancia de veinticuatro horas dentro y fuera de tu casa. También podrías irte a casa de tu padre.


—No.


—¿No a cuál de las cosas?


—A todas excepto al cambio de cerraduras y de código. Me niego a permitir que esto me derrote —Paula respiró profundamente antes de añadir—: Solo quiero que hagas una cosa más.


—Dime de qué se trata.


—Quiero que ayudes a mi hermana a organizar la fiesta del bebé.


—¿Qué?


—Ella no va a poder ocuparse de todo desde París. Solo faltan dos semanas y quiero hacer algunos cambios. No quiero que solo vengan mujeres, como es la costumbre. Quiero que también asistan sus maridos y sus novios —mientras hablaba, vio que Pedro iba comprendiendo lo que pretendía—. Puedes instalar una televisión en el sótano para que puedan ver un partido de fútbol, beber cerveza y jugar al póquer, o algo parecido. Le pediré a Bridget que venga para ayudar a servir la comida y le sugeriré que traiga a un par de familiares suyos para que la ayuden.


—¿Estás segura? —la voz de Pedro sonó ronca y tensa—. ¿Quieres tender una trampa?


—Más bien quiero que tengas oportunidad de observar sin que se note demasiado. Sí, estoy segura.


—¿Sabes lo que estás diciendo?


—Sí. Y es lo mismo que estás pensando tú. Tiene que ser alguien que conozco, alguien a quien considero un amigo.




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