miércoles, 22 de abril de 2020

CITA SORPRESA: CAPITULO 22





Paula se desesperaba, preguntándose cómo estarían Pedro y Ariana. No era asunto suyo, se
recordaba a sí misma continuamente, pero no podía dejar de pensar en ellos. Supuestamente,
debía de estar pasándolo bien y conociendo a gente interesante. Un viudo y su hija de nueve
años no eran parte del plan.


Pero cada vez que estaba en la barra de un bar, escuchando cómo el bobo de turno le hablaba
de su coche o su ascenso en el trabajo, recordaba la casa de Wimbledon. Pensaba en Ariana y en Derek, pero sobre todo pensaba en Pedro. Pensaba en cómo su rostro se iluminaba cuando sonreía, en lo diferente que era con una simple camisa de cuadros... y cada vez que pensaba en él se le encogía el corazón.


En la oficina era todavía peor. Cada vez que entraba en su despacho se ponía de los nervios y cada vez que él se acercaba le temblaban las manos y se le caía el bolígrafo o el café.


Alicia volvería en tres semanas y Paula no sabía si estaba deseando marcharse o temía ese
momento. A veces intentaba imaginarse a sí misma trabajando para otra persona, en una oficina diferente, pero era incapaz. No tendría que pasear a un perro a la hora de la comida, no vería a Pedro Alfonso...


No vería a Pedro.


Desde que cenaron juntos la relación había cambiado. Pedro seguía siendo serio, pero más
amable y Paula casi deseaba que volviera a ser antipático. Las cosas eran más fáciles entonces.


El viernes estaba tomando una carta al dictado, pero se distrajo mirando sus manos, sus ojos...


–¿Te pasa algo? –preguntó él.


–No, no, estoy bien –murmuró Paula. Horror, ya no podía hablar con él sin ruborizarse como
una damisela–. Es que estoy cansada. Anoche me acosté tarde... salí con mi amiga Isabel y ya
sabes cómo son estas cosas... se te olvida mirar el reloj.


Quería parecer la típica loquilla que bailaba hasta las tantas de la mañana sin preocuparse por nada más. Una chica cuyo objetivo nunca sería un hombre viudo con una hija de nueve años.


–Ya le dije a Ariana que tú salías mucho, pero le prometí preguntarte de todas formas.


–¿Preguntarme qué?


–Ella te cree una autoridad en asuntos caninos y quiere que le enseñes a entrenar a Derek. Por lo visto, dijiste que le darías algunos consejos –dijo Pedro, como si todo aquello fuera culpa suya.


Le había prometido a Ariana ayudarla a entrenar a Derek, era verdad. Pero ése no era el problema. El problema era cuánto deseaba ir a la casa de Wimbledon.


–Le dije que tendrías cosas que hacer –insistió Pedro al ver que vacilaba.


–No... puedo ir una tarde, no pasa nada. Podríamos ir a pasear por el parque.


¿Por qué había dicho eso? ¿Por qué?


–Ariana estará encantada.


«¿Y tú?», le hubiera gustado preguntar. «¿Tú también estás encantado?».


–¿El domingo te viene bien?


–Estupendamente. Iremos a buscarte a las cuatro. ¿Te parece?


A pesar de que fue regañándose a sí misma hasta que llegó a casa, Paula estaba deseando que llegara el domingo. El sábado por la noche fue a una discoteca con Isabel, pero le resultó
insoportable y se marchó en cuanto pudo, rezando para que su amiga no notase nada raro.


No tuvo suerte.


–¿Qué te pasa, Paula? –le preguntó el domingo por la mañana.


–Nada –contestó ella.


–Pensé que Tobias sería tu tipo. Es muy amigo de Guillermo.


–Sí, era agradable –murmuró Paula, que estaba limpiando la cocina.


–¿Y por qué te ha dado ahora por la limpieza? –preguntó Isabel, suspicaz.


–Por nada. Es que esto está hecho un asco.


–Siempre está así y nunca antes te había preocupado. ¿Es que va a venir alguien?


Pedro y su hija vendrán a buscarme a las cuatro –contestó Paula, sin mirarla.


–¿Tu jefe? ¿El hombre con el que no tenías intención de involucrarte?


–Sí.


–Explícamelo. Que venga a buscarte a casa un domingo, con su hija... ¿no es involucrarte
con él?


–Vamos al parque a pasear con Derek, el perrito que encontré abandonado.


–Ya –dijo Isabel, incrédula.


–Es verdad. Sólo voy porque me siento responsable. Al fin y al cabo, yo lo encontré.


–¿Qué le digo a Tobias si pregunta por ti?


–Que me llame. Estoy deseando salir con él.


–Sí, seguro. Por eso estás limpiando la cocina. ¿Qué vas a ponerte?


Oh, cielos. ¿Qué iba a ponerse? Paula entró en su habitación para mirar en el armario... Desde
luego, algún día tenía que colgar la ropa.


No quería estar hecha un asco, pero tampoco quería dar la impresión de que se había
arreglado. Decidió entonces ponerse unos vaqueros. Le quedaban un poco estrechos, pero se tumbó en la cama para ponérselos, como hacían las modelos de los anuncios. Y eligió un jersey rojo que era su favorito. Aunque Pedro no iba a ver lo que llevaba bajo el abrigo.


A menos que lo invitase a tomar café. Y unas tortitas calientes no estarían mal después de dar
un paseo por el parque...


Paula entró galopando en la cocina para comprobar si había harina y azúcar.


–¿Tenemos sirope de caramelo?


–¿Para qué lo quieres? –preguntó Isabel.


–Para hacer tortitas.


–¿Tortitas? Qué mal te veo. Está en el armario, encima de la cocina.


Paula estuvo toda la mañana organizando cosas y volviendo loca a Isabel mientras intentaba
dejar la casa como un jaspe.


–Ojalá llegue el Pedro ese de una vez –suspiró su amiga.



CITA SORPRESA: CAPITULO 21




Cuando Ariana se fue a la cama, Pedro sugirió que tomasen un café en el salón.


–Es una habitación muy agradable –murmuró Paula.


Antes de inclinarse para encender la chimenea, Pedro cerró las cortinas y encendido una lamparita. Todo demasiado hogareño, pensó ella.


La luz de la lámpara y las llamas de la chimenea daban un ambiente íntimo a la habitación... y
Paula estaba cada vez más nerviosa. Sólo tenía a Pedro como carabina y, a pesar de sus esfuerzos por mantener viva la conversación, la tensión era evidente.


Era culpa de Pedro, decidió. Aquella noche parecía diferente. Era la primera vez que lo veía sin traje de chaqueta. Se había cambiado antes de cenar y, con un pantalón de sport y una camisa de cuadros, parecía más joven, menos serio. Y Paula no podía dejar de mirarlo de reojo.


Después de encender el fuego, Pedro se sentó en el sofá y miró alrededor como si viera la
habitación por primera vez.


–No la usamos a menudo. Es demasiado grande. Normalmente, voy a mi estudio después de cenar.


–Supongo que a veces te sientes solo.


Pero enseguida se arrepintió. ¿Por qué había dicho eso?


–Ya estoy acostumbrado.


Paula carraspeó.


–¿La echas mucho de menos?


–¿A Ana? –Pedro se quedó mirando las llamas de la chimenea–. Al principio fue terrible, pero ahora... a veces creo que he aceptado su muerte y otras la echo tanto de menos que me
duele el alma. Y en cuanto a Ariana... me da rabia que no haya podido crecer con su madre.


–Lo siento –murmuró ella, sin saber qué decir.


–¿Sabes lo que pasó?


–Sí, me lo contaron en la oficina. –Pedro asintió con la cabeza, pensativo.


–Estuvo en coma durante una semana. Yo no podía hacer nada, sólo estar a su lado, darle la
mano y decirle cuánto la quería. Según los médicos, no podía oírme.


–A lo mejor podía sentir tu mano –aventuró Paula, para consolarlo.


–Eso es lo que me decía a mí mismo. Le prometí que cuidaría de Ariana, pero empiezo a
preguntarme si puedo cumplir esa promesa. Es muy duro criar solo a una niña... Ariana a veces se pone difícil y es entonces cuando echo de menos a Ana. Ella era tan tranquila, tan pausada... siempre sabía qué tenía que hacer.


–Pero Ariana parece una niña feliz.


–Gracias a ti.


–¿A mí?


–Nunca la había visto tan contenta y es por culpa de ese perro –sonrió Pedro acariciando al
animal, que estaba tumbado a sus pies–. Mi hija no hace amigos con facilidad. Es una niña muy
reservada. Y muy posesiva conmigo.


–Supongo que es normal.


–Seguramente –suspiró él–. No le gusta que tengamos ama de llaves. Le gustaría que
viviéramos los dos solos. La verdad, incluso he pensado vender la empresa y quedarme en casa, pero ¿qué sería de mis empleados? Algunos llevan más de diez años trabajando para mí... ¿y qué haría yo? Ariana está muchas horas en el colegio y, además, no puedo estar sin hacer nada.


–Claro, entiendo –murmuró Paula.


–La otra opción es casarme, claro. Ariana se está haciendo mayor y... pero no me parece justo casarme sólo para que sea más fácil educar a mi hija.


Parecía tan cansado que Paula tuvo que controlar el impulso de abrazarlo.


Ésa no era la mejor forma de no involucrarse.


–¿Por eso fuiste a cenar a casa de Paola y Gabriel? ¿Estabas buscando una posible madrastra para Ariana?


–En parte –admitió Pedro–. Tengo que conocer gente y pensé que si conocía a alguien
interesante las cosas cambiarían, pero...


–Era yo –sonrió Paula.


–Sí, eras tú.


Se quedaron en silencio durante unos segundos que a Paula le parecieron una eternidad. Era
un silencio cargado de implicaciones. Que ella no era la clase de madrastra que estaba buscando para su hija, que no era lo que esperaba...


–¿Qué estabas haciendo tú allí? –preguntó Pedro.


–Paola es una de mis mejores amigas.


–¿Sabías que yo estaría en esa cena?


–No, sabía que habían invitado a un amigo para presentármelo. Pero no sabía que eras tú.


–No lo entiendo –dijo él entonces.


–¿Qué no entiendes?


–Eres una chica muy guapa. Eres inteligente, divertida... cuando quieres, y evidentemente
tienes muchos amigos. ¿Por qué una chica como tú necesita citas a ciegas?


Paula se encogió de hombros.


–No es tan fácil como crees, especialmente cuando has pasado de los treinta. A esa edad
todos los hombres interesantes están ya comprometidos y una acaba haciendo el ridículo con los que están disponibles.


–¿Y qué pasa con Guillermo, el analista financiero?


–Que es el novio de Isabel, no el mío. Lo dije para impresionarte. Aunque no ha funcionado,
evidentemente.


–No sé... me convenciste durante unas horas –dijo Pedro–. Si no era Guillermo, ¿quién era?


–Se llamaba Sebastian –suspiró Paula, apoyando la cabeza en el respaldo del sofá–. Yo estaba loca por él.. Era un ejecutivo en la empresa en la que yo trabajaba. Era guapísimo y tenía una reputación terrible... pero, por supuesto, ése era parte de su atractivo. Cuando se fijó en mí, no me lo podía creer.


–¿Y qué pasó?


–A Isabel y a Paola nunca les gustó, pero a mí me encantaba. Tenía un carisma, un atractivo
difícil de explicar... Pensé que lo único que necesitaba era el amor de una mujer y que yo sería capaz de cambiárlo, pero me equivoqué –Paula sonrió con cierta amargura–. Hice el idiota.


–Todos cometemos errores –murmuró Pedro.


–La mayoría de la gente aprende de esos errores, pero yo no. Teníamos lo que en las revistas llaman «una relación destructiva». Esperaba durante horas al lado del teléfono, me obsesioné por completo... y Sebastian lo sabía. Sólo aparecía cuando le daba la gana y yo estaba tan contenta de verlo que no me atrevía a echarle en cara... en fin, que se aprovechó de mí. Me pedía dinero, que le hiciera la colada...


–¿En serio?


–Sí, le hacía la colada, cocinaba para sus amigos... Ahora me acuerdo y me pongo mala, pero entonces me parecía la única forma de estar con él.


Debía de parecerle absolutamente patética. Pedro seguramente despreciaría un comportamiento tan humillante, pero era difícil saber lo que estaba pensando.


–¿Y cómo conseguiste cortar con él?


–Una tarde fui a su despacho y lo encontré gritándole a una de las señoras de la limpieza. Fue horrible... era un auténtico monstruo y la pobre mujer estaba asustadísima. Intenté hacerlo entrar en razón, pero entonces me empezó a gritar a mí y acabé diciéndole que iba a denunciarlo por maltratar al personal.


–¿Y qué pasó?


–Me dijo que no me molestase. Que iba a hablar con los jefes para decir que yo lo había molestado. Me dijo: «¿A quién piensas que van a creer, a una secretaria temporal o a un ejecutivo?». Y eso es exactamente lo que hizo. Y me despidieron.


–¿No pudiste hacer nada? –preguntó Pedro.


–El problema es que todo el mundo sabía que yo estaba loca por él y le resultó fácil hacerles
creer que yo prácticamente lo estaba acosando –suspiró Paula.


–Qué horror.


–De todas formas, ya no quería trabajar allí. No quería ni ver a Sebastian. El problema es que no quisieron darme buenas referencias, así que ahora me resulta difícil encontrar un buen puesto. Por eso tuve que apuntarme a una agencia de trabajo temporal. Y por eso tengo que quedarme contigo, hasta que vuelva Alicia. Y esperar que tú des buenas referencias mías.


Era cierto. Si Pedro no le daba buenas referencias ni siquiera la querrían en la agencia.


–¿Por eso has ido a buscar a Ariana al colegio?


–No, qué va. Además, hacer macarrones con queso no es una habilidad profesional muy
solicitada. Sólo espero que admires mi puntualidad y mi nueva dedicación al trabajo.


–Ya veo –murmuró él.


–A partir de ahora no pienso mezclar mi vida profesional y mi vida personal. Por eso acepté
la cita a ciegas en casa de Paola. No estoy buscando una relación seria, sólo alguien para
pasarlo bien.


–Pero me conociste a mí ––dijo Pedro.


Algo en su tono de voz hizo que Paula levantase la cabeza. Él la miraba con su típica expresión indescifrable, pero sus ojos la atraparon. No estaba segura de cuánto tiempo permanecieron así, mirándose en silencio, con el crepitar de la chimenea como única compañía.


Fue Pedro quien apartó la mirada y Paula tuvo que concentrarse para recordar de qué estaban
hablando...


–Ah, sí, de que quería pasarlo bien y no estaba en el mercado para buscar marido.


–Sí, bueno, fue una sorpresa... no es muy divertido encontrarte con tu jefe en una cita a
ciegas.


–No –murmuró él mirando el fuego–. Supongo que no.


Resultó fácil convencer a Pedro de que ella sólo quería pasarlo bien, pero en la práctica...


No tenía problemas para salir de fiesta porque Isabel estaba todo el día en la calle, pero ya no
era tan divertido como antes.




martes, 21 de abril de 2020

CITA SORPRESA: CAPITULO 20




Cuando Pedro volvió a casa encontró a su hija, a su secretaria temporal y al perro en la cocina.


Estaban tan ocupadas que no lo oyeron llegar y se quedó en el quicio de la puerta, observando.


Normalmente Ariana se iba a su habitación para hacer los deberes, pero aquel día estaba
ayudando a Paula a hacer la cena. Y las dos tenían la cara llena de harina.


En realidad, su casa nunca le había parecido más agradable, más hogareña. Paula llevaba
puesto el mandil de Rosa y, al retirarse un rizo de la frente, se manchó de chocolate.


–Menudo perro guardián –dijo entonces, el sarcasmo disimulando una alegría muy particular.


Al oír su voz, Paula y Ariana se volvieron. Derek empezó a ladrar y a mover la cola para darle
la bienvenida.


–Está contento de verte, papá –rió Ariana.


Paula siguió batiendo unos huevos. No tenía porqué ponerse nerviosa. Sólo era PedroPedro con sus ojos fríos y su austera presencia. No había razón para que su corazón se acelerase.


–Hola.


Por el rabillo del ojo vio que se quitaba la chaqueta y se aflojaba la corbata.


–Qué bien huele.


–Paula está haciendo macarrones con queso. Y tengo que tomar una ensalada, pero luego hay
tarta de chocolate. La hemos hecho para ti.


–¿Ah, sí?


Paula se puso como un tomate y siguió batiendo los huevos como si le fuera la vida en ello.


–Ariana me dijo que te gustaba el chocolate.


–Y me gusta.


–Espero que no te importe que haga la cena. Ya que estaba aquí...


–¿Importarme? Te lo agradezco muchísimo.


Parecía menos serio y formidable que nunca, como si la rigidez hubiera desaparecido. Era
lógico; al fin y al cabo estaba en su casa.


Pero ese nuevo Pedro la ponía muy nerviosa.


–La cena estará lista enseguida –murmuró–. Y limpiaré la cocina antes de marcharme.


–Pero te quedarás a cenar con nosotros, ¿verdad?


–¡Tienes que quedarte! –exclamó Ariana.


Paula se lo pensó. En parte quería quedarse, pero...


«No lo hagas», le había dicho Isabel.


–Es que...


–Dijiste que no tenías planes esta noche –le recordó Pedro.


–No, pero...


–Pediré un taxi para que te lleve a casa después de cenar –insistió él–. Por favor, quédate.


¿Qué podía decir?


–De acuerdo –suspiró Paula, encantada a su pesar–. Gracias.


Y entonces Pedro sonrió. Una sonrisa de verdad. Dirigida a ella.


–Soy yo quien debería darte las gracias.


Le temblaban las manos mientras se quitaba el mandil. Nunca lo había visto sonreír de verdad. 


Y la sonrisa iluminaba sus ojos, suavizando el gesto adusto. Además, cuando sonreía le salían unas arruguitas... pero eso no justificaba que le temblasen las rodillas.


Paula tuvo que enfrentarse con la verdad. 


Estaba haciendo justo lo que Isabel le había pedido que no hiciese. Pedro Alfonso le daba pena desde que descubrió su triste historia y estaba empezando a sentirse atraída por él. Lo cual era absurdo.


Estaba harta de enamorarse de hombres inalcanzables y Pedro era el más inalcanzable de todos.


No sólo era un hombre viudo que había estado muy enamorado de su esposa, sino que además era su jefe. Sentirse atraída por él cuando tenía que verlo todos los días era un error gravísimo.


Alicia volvería a trabajar en poco tiempo y entonces, ¿qué sería de ella? Debería salir por ahí para conocer a alguien, no estar en una cocina con el mandil puesto, histérica porque Pedro le había sonreído.


Lo había ayudado aquel día, pero no pensaba involucrarse más. Cenaría con ellos, pensó, y
después se marcharía y ni siquiera volvería a pensar en Pedro Alfonso.