lunes, 20 de abril de 2020

CITA SORPRESA: CAPITULO 16





–Papá? –Ariana esperó hasta que Pedro le dio una larga lista de órdenes a Paula. Estaba sentada en el suelo, con la cabeza del perrito en su regazo.


–¿Estás bien ahí?


La niña asintió vigorosamente.


–Me dijiste que si era buena podíamos ir a comer


–Sí –asintió Pedro, suspicaz.


–Pues no quiero ir a comer a ningún sitio. Quiero que me lleves a una tienda para comprarle
una correa a Derek.


–Ariana, no quiero que te encariñes con ese perro.


–Por favor, papá. Me lo prometiste.


–Yo estaba pensando en llevarte a una pizzería –suspiró Pedro, mirando a Paula como si todo
fuera culpa suya–. Yo creo que debe ser Paula quien se encargue del perro, hija. Después de todo, fue ella quien lo rescató.


–Paula no tiene tiempo de ir a comer –dijo Ariana. Era cierto. Pedro le había encargado tanto trabajo que no tenía tiempo para comer y menos para ir a una tienda de animales.


–No importa. Buscaré una cuerda o algo –suspiró Paula, con cara de mártir–. Salid a comer y no os preocupéis por mí.


Pedro levantó una ceja.


–Sí, claro, eso dará una imagen estupenda de la empresa. Mi secretaria saliendo del despacho
con un perro sujeto de una cuerda.


–Me marcharé cuando se haya ido todo el mundo.


–Papá, por favor, llévame a una tienda de animales –insistió Ariana–. He sido buena ¿verdad Paula? Y el otro día dijiste que todo el mundo debería cumplir sus promesas.


Paula disimuló una sonrisa. Evidentemente, Ariana no necesitaba consejos para manejar a su padre.


–No sé dónde vamos a encontrar una tienda de animales en el centro de Londres –suspiró Pedro.


–En todos los grandes almacenes hay tiendas de animales –dijo Paula.


Su jefe, por supuesto, la fulminó con la mirada. 


Cuando él y su hija salieron a comer, el perrillo
se acercó a Paula. No era muy guapo, pero sus confiados ojos castaños le romperían el corazón a cualquiera. No debería encariñarse demasiado con él porque entonces tendría que quedárselo hasta que encontrase un dueño, pero lo tomó en brazos, incapaz de resistirse.


A la porra la profesionalidad, pensó. Podía seguir escribiendo en el ordenador y acariciando a Derek al mismo tiempo.


Pedro y Ariana volvieron a las tres y media, cargados de comida para perros, juguetes, un collar, una correa...


–Éste es el collar –dijo la niña, orgullosa.


Paula soltó una carcajada. Era de terciopelo rojo, con brillantitos, la clase de capricho que cuesta un dineral.


–Lo eligió tu padre, seguro.


Entonces, por el rabillo del ojo, vio que Pedro casi sonreía. Casi.


–Lo he pagado con mi propio dinero –estaba diciendo la niña.


–Ejem...


–Bueno, yo pagué el collar, pero mi padre ha pagado el resto –admitió Ariana entonces.


–No te preocupes, Pedro. Te devolveré el dinero –dijo Paula, sintiéndose culpable.


–No hace falta. Prefiero olvidarme del asunto lo antes posible. A la hora de comer me gusta
comer, no pasarme dos horas en una tienda de animales, chantajeado por una niña de nueve años.


–Gracias de todas formas –insistió ella, poniéndole el collar–. Mira qué guapo estás, Derek. 


– También hemos comido pizza dijo Ariana.


–Ah, qué suerte. Ya me imaginaba yo que tu padre no te dejaría con el estómago vacío.


–Te hemos traído un bocadillo. Mi papá dijo que tenías que comer algo.


Un bocadillo de queso, beicon y aguacate. Su favorito. ¿Cómo lo había sabido?


Paula lo miró y notó... algo, como si... en fin, no podría definirlo. Algo raro. Como si fuera
humano.


–Gracias –murmuró, con voz entrecortada.


–No quiero que te desmayes de hambre. Aún tenemos mucho que hacer esta tarde –dijo él,
apartando la mirada.


Paula casi se emocionó. Pero no debía hacerlo.


 «No lo hagas, Paula», le había dicho Isabel.


–El informe está casi listo.


–¿Y las cartas? –Terminadas y enviadas.


–Veo que has estado trabajando –murmuró Pedro, sin mirarla.


Vaya, por fin se daba cuenta.


Ariana se pasó la tarde jugando con Derek y, a las cinco, niña y perro estaban agotados.


–Yo creo que deberías llevarla a casa –le dijo a su jefe, esperando que le soltase un «no es asunto tuyo» o algo parecido.


–Ah, es verdad. No me había dado cuenta de que era tan tarde. Sí, será mejor que la lleve a
casa.


–Yo me quedaré un rato para terminar unas cuantas cosas. Como he llegado. tarde...


–Gracias –murmuró Pedro, poniéndose la chaqueta.


–De nada. Y perdona por lo del perro.


–¿Qué vas a hacer con él?


–He pensado llevarlo a casa de mis padres, pero están de vacaciones, así que me lo quedaré
hasta que vuelvan –contestó Paula, pensativa–. Pero claro, tendré que dejarlo solo todo el día... a menos que pueda traerlo a la oficina. No dará ningún problema. Ya has visto qué tranquilo es.


En ese momento Derek se puso a ladrar como un locuelo.


–Normalmente.


Pedro dejó escapar un suspiro.


–Me parece que el problema va a ser Ariana. No quiere separarse de él.




CITA SORPRESA: CAPITULO 15




–No creo que hoy vaya a ganar el premio a la secretaria mejor vestida –suspiró Paula.


–No te pareces a Alicia –comentó Ariana.


–Eso me dice tu padre casi todos los días.


–A mí no me gusta Alicia –dijo Ariana entonces–. Me habla como a una niña pequeña. Y es muy cursi con mi padre.


–¿En serio?


–Sí, le habla así con una voz...


–¿Y tu padre también se pone cursi con ella? –preguntó Paula sin poder evitarlo.


La niña se encogió de hombros.


–No lo sé. Espero que no. Yo no quiero una madrastra. Rosa es un poco rollo, pero la prefiero a ella antes que a Alicia.


–¿Quién es Rosa?


–El ama de llaves.


Pobre Alicia, pensó Paula. No le gustaría estar en su pellejo.


Diez minutos después, Derek estaba debajo de su escritorio, tumbado sobre el periódico.


–Es más rico... –murmuró Ariana–. Ojalá pudiera quedármelo. ¿Tú crees que mi padre me
dejará?


Paula pensó que la respuesta era «no», pero mejor que se lo dijera Pedro personalmente.


–Tendrás que preguntárselo a él. Y yo que tú esperaría a que estuviese de mejor humor.


Pedro apareció entonces con la misma expresión sombría de antes.


–Ariana, puedes ir a sentarte en recepción si quieres. Sé que te gusta hablar con la recepcionista.


–Sólo cuando Alicia está aquí –contestó la niña–. Ademas, Paula me ha dicho que puedo
cuidar de Derek.


–Sí, bueno... yo tengo que hablar con Paula un momento.


–No la molestaré –insistió Ariana–. Yo cuidaré de Derek y así ella podrá trabajar. No te importa, ¿verdad, Paula?


–Claro que no.


–No es a Paula a quien debe importarle –intervino Pedro, impaciente–. Ven a mi despacho... si has terminado de convertir mi oficina en un albergue para perros abandonados, claro.


–Voy, voy –murmuró ella, sabiendo lo que la esperaba.


–¿Te importaría explicarme qué demonios está pasando aquí? –le espetó Pedro en cuanto cerró
la puerta.


Paula se preguntó si debía quedarse de pie con las manos a la espalda, como si estuviera
hablando con el director del instituto. Pero decidió sentarse.


–No pasa nada. No quería llegar tarde, pero ya has visto a ese pobre perrito... alguien debió
de aburrirse de él y lo abandonó. Es que no entiendo cómo la gente puede ser tan cruel...


–Paula, no me interesa –la interrumpió Pedro–. Tengo una empresa que dirigir, por si no te has
dado cuenta. Hemos perdido media mañana con ese perro...


–Ariana está muy contenta cuidando de Derek, así que yo creo que ha sido providencial –lo
interrumpió ella, tomando el cuaderno–. Bueno, podemos empezar cuando quieras.



domingo, 19 de abril de 2020

CITA SORPRESA: CAPITULO 14




Llevaba una semana siendo puntual cuando, una mañana, salió del metro subiéndose el cuello del abrigo. Había empezado a llover y se detuvo un momento para abrir el paraguas.


Normalmente no se habría molestado, pero la lluvia descontrolaba su pelo aún más de lo normal y estaba decidida a no parecer una leona.


Entonces miró su reloj. Tenía tiempo de comprar un café antes de ir a la oficina. El de la máquina era vomitivo.Aceptando con una sonrisa el «bella, bella», del camarero italiano, Paula tomó el recipiente de plástico y se dio la vuelta.


Abrir el paraguas con una sola mano no era tarea fácil, pero después de algunos intentos lo
consiguió. Hacía mucho viento y tuvo que sujetarlo frente a su cara, pero sólo había una
manzana hasta la oficina y tenía la pretensión de llegar seca.


Sin embargo, al dar el primer paso, oyó un gemido, resbaló y cayó de trasero sobre un montón de bolsas de basura.


–¿Se ha hecho daño? –le preguntó una voz masculina.


–No, no, estoy bien. Gracias.


El buen samaritano desapareció y Paula se levantó, furiosa. Se le había caído el café en la falda, tenía las manos sucias, se le habían roto las medias y el paraguas y el pelo... en fin, aquel día podía olvidarse del aspecto profesional.


Cuando miró alrededor vio que las bolsas de basura estaban rotas y, en medio de cáscaras de naranja y mondas de patata, había un perrillo de ojazos enormes.


–Pobrecillo, ¿te he pisado? –murmuró, alargando la mano para acariciarlo. El pobre estaba temblando y no llevaba collar–. Pero si eres un cachorro...


En realidad, no era el perro más bonito del mundo. Un observador desapasionado incluso habría dicho que era una cosa de pelo marrón con las patas muy cortas, pero Paula sólo se fijó en que se le notaban las costillas.


–No pasa nada, cariño. Te vienes conmigo –murmuró. No podía dejarlo allí. Lo mataría un
coche o se moriría de hambre.


Había un mercado cerca de la salida del metro y, con el paraguas roto en una mano y el perro
en la otra, Paula entró a comprar pan, leche y un periódico... en caso de accidentes. Más tarde se
preocuparía del collar. Por allí no había tiendas de animales. Para entonces, estaba tan mojada y tan sucia como el perro y eran las nueve y media.


Y ella quería llegar temprano...


En fin, no lo pudo evitar. Sin hacer caso a la expresión horrorizada de la recepcionista, Paula
subió al ascensor con su preciosa carga en los brazos. Sentía los latidos del corazón del perrillo y el suyo propio se aceleró al pensar en su encuentro con Pedro, pero le daba igual.


Paula abrió la puerta del despacho, respiró profundamente antes de entrar... y se quedó muerta al ver a alguien delante de su ordenador. 


Por un segundo pensó que la habían reemplazado, pero enseguida se dio cuenta de que a esa persona le faltaban unos cuantos años de colegio antes de entrar en el mercado laboral.


La niña dejó de teclear y se quedó mirándola con expresión seria. Llevaba gafas y tenía un
aspecto reservado... y un aire de seguridad aterrador en una niña tan pequeña.


–¿Quién eres?


–Yo soy Paula. ¿Y tú?


Aunque sabía quién era. Habría reconocido la expresión estirada de Pedro en cualquier parte.


–Soy Ariana. Mi papá está enfadado contigo.


–Ya me lo imaginaba –suspiró Paula, dejando al perrillo en el suelo.


–Ha dicho una palabrota.


–¿Dónde está?


–Ha ido a buscar alguien que me cuide y alguien que haga tu trabajo hasta que tú te dignes a
aparecer. ¿Qué significa «dignes»?


–Tu padre ha debido de pensar que llegaba tarde a propósito –suspiró Paula, quitándose el
abrigo. Debería ir a buscar a Pedro y explicarle lo que había pasado, pero el perrito estaba
temblando y era más importante ocuparse de él.


–¿Por qué estás tan sucia? –preguntó la niña.


–Me caí encima de un montón de bolsas de basura.


–Qué asco –Ariana hizo una mueca–. Hueles un poco mal.


Paula se olió la blusa y descubrió el irrepetible aroma de Eau de basure. Genial. Lo que le
faltaba.


–¿El perro es tuyo? 


–Ahora sí.


–¿Cómo se llama?


–No lo sé. ¿Qué nombre crees que debería ponerle? –preguntó Paula, esperando un Toby o
algo parecido.


–¿Es chico o chica?


Buena pregunta. Paula miró donde tenía que mirar.


–Chico.


Alicia parecía fascinada por el perro, aunque no se acercaba mucho.


–¿Qué tal Derek?


–¿Derek?


–¿No te parece un nombre bonito?


–Es un nombre precioso... Derek, me gusta. ¡Derek! –exclamó Paula, chascando los dedos.


El animalillo se sentó torpemente y Ariana sonrió por primera vez. La sonrisa transformaba sus
serios rasgos por completo y Paula se preguntó si ejercería el mismo efecto en su padre. No lo
sabía porque jamás lo había visto sonreír.


Aunque estaba segura de que aquél no iba ser buen día para sonrisas.


–Hola, Derek –sonrió Ariana.


–Deja que te huela antes de acariciarlo.


–Es muy mono.


–No sé si tu padre pensará lo mismo.


Acababa de decir esa frase cuando Pedro entró en el despacho con expresión feroz.


–¡Ah, aquí estás! Cuánto me alegro de que hayas venido.


–Siento haber llegado tarde...


–Pero bueno... ¿te has visto? ¿Qué demonios has hecho?


–¡Por favor, no grites!


La advertencia no llegó a tiempo. Asustado por el vozarrón de Pedro, el perrillo se había orinado en la alfombra.


–¡Mira lo que has hecho! –lo acusó Paula, sacando el periódico para secar la mancha–. No
pasa nada, cariño –murmuró, acariciando al asustado animal–. No voy a dejar que este señor tan malo vuelva a gritarte.


–¿Qué es eso? –exclamó Pedro.


–Eso se llama Derek contestó ella.


–Pero bueno...


–Se llama así, papá –dijo Ariana.


–¿Derek?


–Se lo puso Ariana –murmuró Paula–. Le pega, ¿verdad?


Pedro no le hizo ni caso. De hecho, parecía estar contando hasta diez.


–Paula–dijo por fin–, ¿qué está haciendo ese perro aquí?


–Lo encontré cuando venía a trabajar.


–Pues ya puedes librarte de él. éste no es sitio para un perro.


–Tampoco es sitio para una niña. –Pedro apretó los labios.


–Mi ama de llaves está cuidando de su madre y hoy no hay colegio. No podía dejarla sola en
casa.


–Y yo no podía dejar a Derek en la calle –replicó Paula–. Podría haberlo atropellado un coche.


–Paula, esto es una oficina, no un albergue para animales abandonados. ¡Pensé que estabas
intentando ser más profesional!


–Hay cosas más importantes que ser profesional –dijo ella, tomando al perro en brazos.


–¿Adónde vas? ¡Aún no he terminado!


–Voy a secarlo y a darle un poco de leche. Cuando vuelva, podrás seguir regañándome todo lo que quieras..


–¿Puedo ayudarte? –preguntó Ariana.


–Claro. Tú puedes sujetar a Derek mientras yo lo seco.


–Un momento... –empezó a decir Pedro, incapaz de creer que había perdido el control de la situación. Ariana levantó los ojos al cielo, como una adolescente irritada.


–Papá, no pasa nada.


Después de eso fueron al cuarto de baño, dejando a Pedro Alfonso perplejo





CITA SORPRESA: CAPITULO 13





Paula lo intentó. Harta de oír hablar sobre la inmaculada Alicia, hizo un esfuerzo para vestir
mejor. Nunca estaría cómoda con un traje de chaqueta y su pelo jamás podría ser domado, pero al menos estaba dispuesta a intentarlo. 


Cuando Pedro le daba una de sus contestaciones, se mordía la  lengua. Seguía trabajando y esperaba que se diese cuenta de que estaba haciendo un esfuerzo.


Incluso había practicado un discurso para cuando le diera las gracias por su trabajo.


¡Menuda pérdida de tiempo! En lugar de estar agradecido, Pedro parecía sospechar de su nueva actitud.


–¿Qué te pasa? –le espetó un día.


–Nada –contestó ella.


–Me pone nervioso que seas tan amable. ¿Y por qué vistes así? ¿Tienes una entrevista de
trabajo?


–No. Estoy intentando tener un aspecto más profesional. Pensé que lo aprobarías.


Pedro la miró, irónico. Se le había soltado la coleta y los rizos estaban por todas partes, como
siempre. Su único traje de chaqueta era de un gris aburridísimo y la camisa blanca estaba
arrugada. Era difícil creer que aquel traje salía del mismo armario donde estaba el vestido rojo
que se había puesto para la cena.


–No te va bien ese aspecto... tan serio.


«A algunos no hay forma de agradarles», pensó Paula, resignada.


Y como Pedro no la entendía, decidió volver a portarse como antes, especialmente después de
una charla muy interesante con Paola. Paula le contó, porque no se lo había contado antes, que Pedro era su jefe y descubrió que él se lo había contado a Gabriel al día siguiente.


–¿Dijo algo de mí? –le preguntó a su amiga.


–Creo que se quedó muy sorprendido por tu vestido. No creo que lleves esos escotes a la
oficina, ¿no?


–Claro que no. ¿Qué esperaba, que fuese a cenar con un traje de chaqueta?


Qué hombre. Siempre se estaba quejando de algo.


–Le dijo a Gabriel que yo no era su tipo –le contó a Isabel aquella tarde–. Así que no pienso
seguir siendo amable con él. Además, no agradece mis esfuerzos.


No pensaba ser amable, pero estaba decidida a demostrarle que Alicia no era la única que
podía ser profesional. Cada mañana, intentaba estar en su escritorio antes de que él llegase a la
oficina. Eso significaba levantarse al amanecer, por supuesto, pero valía la pena sólo para ver su
cara de desconcierto.