viernes, 17 de abril de 2020
CITA SORPRESA: CAPITULO 5
Iba a llegar tardísimo. Para variar. La puntualidad era otra de las resoluciones de
fin de año que no parecían ir como esperaba.
–Perdón, perdón, perdón –se disculpó Paula cuando por fin llegó a casa de Paola a las diez–. Sé que llego tarde, pero por favor no te enfades conmigo. Es que ha sido uno de esos días...
–Siempre es uno de esos días para ti, Paula –suspiró su amiga, intentando ponerse seria.
–Lo sé, lo sé, pero estoy intentando mejorar –le aseguró Paula con su mejor sonrisa. Entonces bajó la voz–. ¿Ha llegado ya? ¿Cómo es?
–Un poco estirado... no, reservado sería la palabra. Pero es muy agradable y tiene una sonrisa preciosa. Además, a mí me parece muy atractivo.
–¿De verdad?
–De verdad.
Un viudo atractivo. A lo mejor su suerte estaba cambiando.
–¿Tiene bigote?
–No.
–¿Tiene barriga?
–¡No! Entra de una vez.
Respirando profundamente, Paula se alisó la falda del vestido y siguió a su amiga hasta el salón.
–Aquí está Paula–anunció Paola.
Pero Paula se había quedado paralizada al ver al hombre que estaba de pie frente a la chimenea, charlando con Gabriel y Jonathan. Se había vuelto y estaba segura de que su expresión de horror era un reflejo de la suya.
Pedro Alfonso.
–¡Paula! –exclamó Gabriel, abrazándola–. ¡Tarde como siempre!
–Ya me ha regañado Paola –murmuró ella, rezando para haber visto mal, para que
cuando levantase la mirada el hombre que estaba a su lado fuese un extraño que se
parecía a Pedro; un hombre a quien le gustaba el aspecto agitanado y desaprobaba
seriamente la puntualidad. O las dos cosas.
Pero no. Paula descubrió que no había duda.
Allí estaba Pedro Alfonso, como si se hubiera convertido en piedra.
Claramente aturdido por tener una cita a ciegas con su secretaria.
Mortificada, Paula consideró sus opciones: no haber nacido nunca era la primera; que se la tragase la tierra, la segunda.
¿Podría hacer como que se desmayaba?
Probablemente no, pensó. Ella no era de las
que se desmayaban.
De modo que no le quedaba más remedio que enfrentarse con él.
CITA SORPRESA: CAPITULO 4
Una pena que la vida real no se le diera tan bien como las historias inventadas, pensaba Paula mientras iba en el autobús. Sería estupendo llegar a casa y que hubiese un hombre esperándola, un hombre forrado de dinero que estuviera loco por ella y que le dijese: «No tienes por qué soportar a tipos como Pedro Alfonso».
Paula dejó escapar un suspiro mientras limpiaba el cristal con la manga. Había mucha gente corriendo por Piccadilly para resguardarse de la lluvia y todos parecían saber a dónde iban. ¿Por qué ella era la única que parecía ir saltando de un charco a otro?
Treinta y dos años... ¿y qué tenía? Ni trabajo fijo, ni casa propia, ni novio. Lo único que había conseguido en los últimos años era engordar cinco kilos. Ni siquiera las dietas le funcionaban. Para ella comer era lo único que aliviaba el dolor de haber perdido a Sebastian y su trabajo antes de Navidad. Un golpe terrible.
Fortificada por Isabel y Paola... y cuatro copas de champán, Paula había decidido que todo cambiaría antes de Año Nuevo. Iba a poner su vida en orden. Conseguiría un trabajo mejor y un novio mejor, se juró a sí misma. Perdería los cinco kilos y empezaría a ir al gimnasio.
Pero todas esas cosas parecían más fáciles con una copa de champán en la mano.
Había llegado febrero y sus resoluciones para el nuevo año seguían sin cumplirse ni remotamente.
Al menos debería haber encontrado un buen trabajo, pero el mercado no parecía estar para muchos trotes. Y los trabajos temporales no pagaban lo suficiente como para que una pusiera su vida en orden. Paula estaba a punto de aceptar un trabajo de camarera cuando Alicia se rompió una pierna.
Al día siguiente, se prometió a sí misma, compraría el periódico para buscar un buen trabajo, iría al gimnasio y se haría una ensalada con cero calorías.
El día siguiente sería el primero de su nueva vida.
Cuando llegó a su apartamento, Isabel estaba comiendo tostadas en la cocina, con el pelo lleno de rulos. Desde que Paola se casó, Isabel, Paula y su antipático gato compartían casa.
Gato, ése era su nombre, estaba esperando al lado de la nevera y Paula sabía que no podría sentarse antes de darle la comida porque era más que capaz de destrozarle los tobillos a arañazos. De modo que sacó una latita de la carísima comida para felinos y llenó su plato antes de quitarse el abrigo.
–Pensé que ibas a salir –le dijo a Isabel, mirando las tostadas con envidia.
Su amiga podía comer todo lo que le diese la gana sin engordar un solo kilo.
«Metabolismo», solía decir cada vez que otras chicas, menos afortunadas, se quejaban.
Además, era muy guapa; una rubia de ojos azules con piernas kilométricas que siempre estaba alegre. Lo peor de Isabel, y Paula y Paola estaban de acuerdo, era que no se la podía odiar.
–Sí, voy a salir, pero Guillermo piensa llevarme a un restaurante carísimo de esos modernos donde seguro que las porciones son minúsculas, así que he pensado tomar algo antes. Además, tengo hambre.
Afortunada Isabel, que iba a salir con el guapísimo Guillermo, mientras ella tenía que
conocer a un pobre viudo. Paula dejó escapar un suspiro. Qué típico. Sin pensar, puso
un trozo de pan en el tostador.
–Lo lamentarás –le advirtió su amiga, con la boca llena–. Gabriel suele cocinar para un
regimiento. Además, ¿no estabas a régimen?
–No tiene sentido estar a régimen cuando tienes que ir a cenar –replicó Paula, quitándose el abrigo–. Además, tenemos que comernos todo lo que hay en la nevera antes de volver a llenarla con cosas sanas.
Contarle que había tomado prestado a Guillermo fue una buena excusa para tomar una tostada con mantequilla sin que su amiga se metiera con ella.
–No iba a decirle a Pedro Alfonso que tengo una cita a ciegas con un viudo.
–¿Un viudo?
–Pues sí, un viudo con una niña pequeña. No creo que vaya a ser una cena precisamente divertida –lijo Paula, suspirando.
–A lo mejor es muy guapo –sonrió Isabel.
jueves, 16 de abril de 2020
CITA SORPRESA: CAPITULO 3
Pedro Alfonso la miró con el ceño fruncido, como era su costumbre.
–¿Con quién hablabas?
Paula no pensaba decirle la verdad y, aunque podría haber inventado un cliente, tenía una gran vena creativa y, por principio, se negaba a elegir la opción más simple. De modo que se lanzó a contarle una historia sobre un contable ficticio que había conocido a Alicia mientras esquiaban. Acababa de llegar de Singapur, se había enterado del accidente y quería saber dónde podía enviarle una tarjeta.
–Le he dicho que puede enviarla a la oficina y que nosotros la enviaremos a su casa – terminó Paula, después de adornar la historia con tantos detalles que casi acabó por creérsela ella misma.
La expresión de Pedro era de total indignación.
–Ojalá no te hubiera preguntado... ¡Acabas de hacerme perder un cuarto de hora!
–Oye, que aquí tampoco hacemos operaciones a corazón abierto –protestó Paula–. No creo que quince minutos sean tan importantes.
–En ese caso, supongo que no te importará quedarte a trabajar una hora más esta tarde –dijo él entonces–. Tenemos un proyecto muy importante entre manos y quiero enviarlo por fax a Estados Unidos antes de mañana.
–Lo siento, no puedo. He quedado.
–¿No puedes llamar para decir que llegarás un poco tarde?
Paula se habría ofrecido a hacerlo por cualquier otra persona, pero Pedro Alfonso le caía cada día peor. Su jefe no hacía ningún esfuerzo por ser amable con ella.
–A mi novio no le haría ninguna gracia –replicó, tan tranquila.
–¿Tienes novio?
Pedro pareció tan sorprendido que a Paula le sentó fatal. No sólo era un antipático sino que la creía incapaz de atraer a un hombre.
–Pues sí –contestó, decidida a convencerlo de que, aunque podría no ser una perfecta secretaria ejecutiva, era una mujer que volvía locos a los hombres–. De hecho, esta noche piensa llevarme a un sitio muy especial. Y tengo la impresión de que va a pedirme que me case con él.
–¿Ah, sí? –murmuró Pedro, sin disimular su incredulidad.
Qué grosero, pensó Paula, indignada.
Evidentemente, no la veía como la clase de
chica que podía enamorar a un hombre y menos casarse con él.
–Pues sí –replicó, fulminándolo con sus ojos castaños–. Por eso hago trabajos temporales. Desde que conocí a...
Paula buscó un nombre y recordó el del novio de su amiga Isabel. El novio de la mejor amiga normalmente era intocable, pero a Isabel no le importaría prestárselo un rato.
–Guillermo... desde que conocí a Guillermo, me di cuenta de que estábamos hechos el uno para
el otro. Es analista financiero –sonrió Paula–. Así que no quiero un puesto permanente porque a él podrían enviarlo a Nueva York o a Tokio en cualquier momento. Por supuesto, él me dice: «Cariño, no tienes por qué trabajar todos los días», pero a mí me parece importante ser independiente económicamente, ¿no crees?
–Si vives con un analista financiero, no creo que tu sueldo como secretaria temporal signifique gran cosa –murmuró Paula, sin poder disimular una sonrisita irónica.
–Es una cuestión de principios –replicó ella, encantada con la idea de vivir una vida de lujos.
–Pues podrías convertir en una cuestión de principios lo de llegar a tu hora por las mañanas –dijo entonces su jefe–. Ése sería un buen cambio.
CITA SORPRESA: CAPITULO 2
Paula apenas tuvo tiempo de quitarse el abrigo antes de que Pedro Alfonso empezase a dictarle cartas a una velocidad de vértigo sin ofrecerle siquiera un café. Había salido de casa con prisas y, como tuvo que acompañar a la ancianita hasta Paddington, no tuvo tiempo de tomar un mísero café. Y la necesidad de cafeína la ponía de mal humor.
Por eso, cuando sonó el teléfono dejó escapar un suspiro de alivio. ¡Por fin!
Sujetando su dolorida muñeca para que Pedro se diera cuenta de que debía ir más despacio, Paula lo estudió por el rabillo del ojo. Estaba escuchando lo que le decían al
otro lado del hilo, gruñendo como muestra de asentimiento de vez en cuando y dibujando distraídamente cuadraditos negros en el cuaderno.
Ese tipo de cosas revelaba mucho sobre una persona. ¿Qué significaban los cuadraditos negros?, se preguntó Paula. Seguramente que era una persona reprimida.
Eso pegaba mucho con su aire reservado.
Aunque no con su fiera energía. O ,con su boca, la verdad. Tenía una boca de pecado.
Paula apartó la mirada y se concentró en una fotografía que había sobre el escritorio, el único toque personal en aquel austero despacho. Era la foto de una mujer preciosa de pelo oscuro y fabulosos ojos azules, con una niña preciosa en brazos..
Debía de ser la mujer de Pedro, pensó, maravillándose de que su jefe hubiera tenido
el buen humor de pedirle a alguien que se casara con él. Le resultaba difícil imaginarlo sonriendo, besando o incluso sosteniendo un niño en brazos... haciendo el amor era sencillamente imposible.
Qué pensamiento tan raro, se dijo. Entonces notó que los fríos ojos grises de Pedro Alfonso estaban clavados en ella. Había dejado de hablar por teléfono mientras estaba distraída con sus cosas y la miraba con exasperada resignación.
–¿Estás despierta?
–Sí –contestó Paula, tomando el cuaderno de nuevo.
–Léeme el último párrafo.
«Por favor... qué hombre más insoportable».
Pero aquél no era el mejor día para enseñarle buenas maneras. Su brusquedad la ponía nerviosa y cuando por fin la dejó ir, Paula se vengó con el ordenador, tecleando furiosamente hasta que sonó el teléfono.
–¿Sí? –contestó, demasiado enojada como para molestarse en dar los buenos días.
–Soy Paola.
–Ah, hola Paola.
–¿Qué te pasa? Pareces enfadada.
–Es mi jefe –suspiró Paula–. Es un grosero y un desagradable. Tú creías que trabajar para Celia era horrible, pero te lo digo de verdad, este hombre es un ogro.
–Mientras no sea un canalla, como tu último jefe...
Paula arrugó la nariz al recordar la ignominiosa despedida de su último empleo, donde su jefe no se había molestado en escuchar su versión de la historia porque Sebastián entró primero en el despacho. Sebastián, por supuesto, era un ejecutivo, y ella sólo una secretaria y, por supuesto, en absoluto indispensable.
–No, éste no es un canalla, pero eso no significa que sea fácil trabajar para él.
–¿Es guapo? –preguntó Paola.
–Mucho –contestó Paula–. Serio y tal, pero guapo. Supongo. Si te gustan los tipos tiesos para quienes el trabajo es lo único en la vida... y sé que no te gustan.
–No, Gabriel no es tieso –rió Paola entonces.
Paula sonrió también y, al hacerlo, se sintió un poquito mejor. La transformación de Paola desde que se casó con Gabriel unos meses antes era extraordinaria y compensaba su infausta vida amorosa desde que Sebastian la dejó plantada. Ya ni siquiera le silbaban por la calle.
–Llamo para recordarte la cena de esta noche –estaba diciendo su amiga–. Vas a venir, ¿no?
–Claro que sí –contestó Paula.
–¿Qué? –preguntó Paola al notar cierta vacilación.
–Pues... es que Isabel me dio a entender que querías presentarme a otro amigo. Y ya sabes que no me gustan las citas a ciegas.
–¡No debería habértelo contado! Se lo dije porque la invité a ella también, pero resulta que se va a bailar con Guillermo. Jonathan vendrá a cenar de todas formas, así que no es exactamente una cita a ciegas.
–¿Por qué no me lo habías dicho?
–Porque quería que te portases de forma natural y si te decía que iba a presentarte a alguien...
–Ya –murmuró Paula, poco convencida–. ¿Qué le has dicho de mí?
–Que trabajas como secretaria ejecutiva... ¡y podrías hacerlo si de verdad te pusieras a ello! –suspiró Paola–. Él tiene una asesoría o algo parecido, así que no he querido contarle que estás trabajando como secretaria temporal. Pero además de eso sólo le he dicho la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.
–¡Ah, la verdad! –exclamó Paula, irónica–. ¿Y cuál es la verdad?
–Que eres una chica encantadora, divertida y guapa... y básicamente maravillosa –rió su amiga. Quizá debería pedirle a Paola que hiciera un poco de Relaciones Públicas con Pedro Alfonso, pensó Paula. Entonces se dio cuenta de que también ella estaba haciendo garabatos en el cuaderno.
Al menos no hacía cuadraditos negros, pensó.
Había garabateado un atardecer tropical, con una palmera y un par de líneas onduladas que, supuestamente, eran las olas del mar golpeando contra la playa. ¿Qué decía eso sobre su personalidad?
Probablemente que era una fantasiosa, de modo que podía ahorrarse el dinero del psicoanalista. Paula ya sabía que era demasiado romántica. La gente llevaba años diciéndole que debía poner los pies en el suelo, que debía dejar de tener la cabeza en las nubes y hacer las cosas que a ella no le salían de forma natural.
Controlando un suspiro, Paula añadió un montón de cocos a la palmera.
–¿Y no se preguntará por qué, siendo tan maravillosa, necesito que mis amigas me
organicen citas a ciegas? ¿Por qué los hombres no caen rendidos a mis pies?
–No lo sé. ¿Por qué no caen rendidos a tus pies?
Ésa era una de las cosas que le gustaban de Paola: que creía de verdad en sus amigas.
Paula dejó el bolígrafo y se apoyó en el respaldo de la silla.
Quizá aquello era una señal para que dejase de soñar que Sebastian iba a convertirse milagrosamente en otra persona; una señal para que pusiera los pies en la tierra de una vez por todas.
–¿Cómo es ese hombre?
–No lo conozco –admitió Paola–. Es un amigo de Gabriel.
–¿Cuántos años tiene?
–Cuarenta o cuarenta y dos, creo.
–Estupendo. A punto de tener una crisis personal –suspiró Paula, con un cinismo poco habitual en ella.
–Ya ha tenido su crisis –dijo Paola entonces–. Es viudo. Su esposa murió hace unos años y tiene una niña pequeña.
–Ah, qué horror –musitó Paula, sintiéndose culpable por el frívolo comentario–. Pobrecillo.
–Gabriel me ha dicho que adoraba a su mujer, pero han pasado seis años desde el accidente. Por lo visto, no le gusta salir por ahí y como tú siempre te quejas de que no es fácil conocer hombres, Gabriel ha sugerido que organizásemos una cena. Puede que te guste.
–No sé si yo estoy preparada para ser la madrastra de nadie –suspiró Paula–. No sé nada de niños.
–¡Tonterías! Eres muy buena con los animales, con los ancianos... los niños son más o menos lo mismo. Necesitan que alguien cuide de ellos y tú eres la persona más indicada.
–Pero es que yo no quiero salir con alguien triste, con problemas... yo quiero un tío lleno de vida, guapo, elegante. Como Sebastian.
–De eso nada. Tú quieres un hombre bueno. –Paula dejó escapar un largo suspiro.
–¿No puedo salir con un hombre bueno que a la vez sea sexy, guapo y lleno de vida?
–No, porque ya me he casado yo con él –rió Paola–. Oye mira, este hombre lo ha pasado mal, así que debes ser simpática.
–Ya, bueno. ¿Cómo se llama, por cierto? –en ese momento se abrió la puerta del despacho de Pedro–. Uf, aquí está el ogro. Se supone que no puedo usar el teléfono de la oficina para llamadas personales. Te llamo más tarde.
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