jueves, 16 de abril de 2020

CITA SORPRESA: CAPITULO 2




Paula apenas tuvo tiempo de quitarse el abrigo antes de que Pedro Alfonso empezase a dictarle cartas a una velocidad de vértigo sin ofrecerle siquiera un café. Había salido de casa con prisas y, como tuvo que acompañar a la ancianita hasta Paddington, no tuvo tiempo de tomar un mísero café. Y la necesidad de cafeína la ponía de mal humor.


Por eso, cuando sonó el teléfono dejó escapar un suspiro de alivio. ¡Por fin!


Sujetando su dolorida muñeca para que Pedro se diera cuenta de que debía ir más despacio, Paula lo estudió por el rabillo del ojo. Estaba escuchando lo que le decían al
otro lado del hilo, gruñendo como muestra de asentimiento de vez en cuando y dibujando distraídamente cuadraditos negros en el cuaderno.


Ese tipo de cosas revelaba mucho sobre una persona. ¿Qué significaban los cuadraditos negros?, se preguntó Paula. Seguramente que era una persona reprimida.


Eso pegaba mucho con su aire reservado.


Aunque no con su fiera energía. O ,con su boca, la verdad. Tenía una boca de pecado.


Paula apartó la mirada y se concentró en una fotografía que había sobre el escritorio, el único toque personal en aquel austero despacho. Era la foto de una mujer preciosa de pelo oscuro y fabulosos ojos azules, con una niña preciosa en brazos..


Debía de ser la mujer de Pedro, pensó, maravillándose de que su jefe hubiera tenido
el buen humor de pedirle a alguien que se casara con él. Le resultaba difícil imaginarlo sonriendo, besando o incluso sosteniendo un niño en brazos... haciendo el amor era sencillamente imposible.


Qué pensamiento tan raro, se dijo. Entonces notó que los fríos ojos grises de Pedro Alfonso estaban clavados en ella. Había dejado de hablar por teléfono mientras estaba distraída con sus cosas y la miraba con exasperada resignación.


–¿Estás despierta?


–Sí –contestó Paula, tomando el cuaderno de nuevo.


–Léeme el último párrafo.


«Por favor... qué hombre más insoportable». 


Pero aquél no era el mejor día para enseñarle buenas maneras. Su brusquedad la ponía nerviosa y cuando por fin la dejó ir, Paula se vengó con el ordenador, tecleando furiosamente hasta que sonó el teléfono.


–¿Sí? –contestó, demasiado enojada como para molestarse en dar los buenos días.


–Soy Paola.


–Ah, hola Paola.


–¿Qué te pasa? Pareces enfadada.


–Es mi jefe –suspiró Paula–. Es un grosero y un desagradable. Tú creías que trabajar para Celia era horrible, pero te lo digo de verdad, este hombre es un ogro.


–Mientras no sea un canalla, como tu último jefe...


Paula arrugó la nariz al recordar la ignominiosa despedida de su último empleo, donde su jefe no se había molestado en escuchar su versión de la historia porque Sebastián entró primero en el despacho. Sebastián, por supuesto, era un ejecutivo, y ella sólo una secretaria y, por supuesto, en absoluto indispensable.


–No, éste no es un canalla, pero eso no significa que sea fácil trabajar para él.


–¿Es guapo? –preguntó Paola.


–Mucho –contestó Paula–. Serio y tal, pero guapo. Supongo. Si te gustan los tipos tiesos para quienes el trabajo es lo único en la vida... y sé que no te gustan.


–No, Gabriel no es tieso –rió Paola entonces.


Paula sonrió también y, al hacerlo, se sintió un poquito mejor. La transformación de Paola desde que se casó con Gabriel unos meses antes era extraordinaria y compensaba su infausta vida amorosa desde que Sebastian la dejó plantada. Ya ni siquiera le silbaban por la calle.


–Llamo para recordarte la cena de esta noche –estaba diciendo su amiga–. Vas a venir, ¿no?


–Claro que sí –contestó Paula.


–¿Qué? –preguntó Paola al notar cierta vacilación.


–Pues... es que Isabel me dio a entender que querías presentarme a otro amigo. Y ya sabes que no me gustan las citas a ciegas.


–¡No debería habértelo contado! Se lo dije porque la invité a ella también, pero resulta que se va a bailar con Guillermo. Jonathan vendrá a cenar de todas formas, así que no es exactamente una cita a ciegas.


–¿Por qué no me lo habías dicho?


–Porque quería que te portases de forma natural y si te decía que iba a presentarte a alguien...


–Ya –murmuró Paula, poco convencida–. ¿Qué le has dicho de mí?


–Que trabajas como secretaria ejecutiva... ¡y podrías hacerlo si de verdad te pusieras a ello! –suspiró Paola–. Él tiene una asesoría o algo parecido, así que no he querido contarle que estás trabajando como secretaria temporal. Pero además de eso sólo le he dicho la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.


–¡Ah, la verdad! –exclamó Paula, irónica–. ¿Y cuál es la verdad?


–Que eres una chica encantadora, divertida y guapa... y básicamente maravillosa –rió su amiga. Quizá debería pedirle a Paola que hiciera un poco de Relaciones Públicas con Pedro Alfonso, pensó Paula. Entonces se dio cuenta de que también ella estaba haciendo garabatos en el cuaderno.


Al menos no hacía cuadraditos negros, pensó. 


Había garabateado un atardecer tropical, con una palmera y un par de líneas onduladas que, supuestamente, eran las olas del mar golpeando contra la playa. ¿Qué decía eso sobre su personalidad?


Probablemente que era una fantasiosa, de modo que podía ahorrarse el dinero del psicoanalista. Paula ya sabía que era demasiado romántica. La gente llevaba años diciéndole que debía poner los pies en el suelo, que debía dejar de tener la cabeza en las nubes y hacer las cosas que a ella no le salían de forma natural.


Controlando un suspiro, Paula añadió un montón de cocos a la palmera.


–¿Y no se preguntará por qué, siendo tan maravillosa, necesito que mis amigas me
organicen citas a ciegas? ¿Por qué los hombres no caen rendidos a mis pies?


–No lo sé. ¿Por qué no caen rendidos a tus pies?


Ésa era una de las cosas que le gustaban de Paola: que creía de verdad en sus amigas.


Paula dejó el bolígrafo y se apoyó en el respaldo de la silla.


Quizá aquello era una señal para que dejase de soñar que Sebastian iba a convertirse milagrosamente en otra persona; una señal para que pusiera los pies en la tierra de una vez por todas.


–¿Cómo es ese hombre?


–No lo conozco –admitió Paola–. Es un amigo de Gabriel.


–¿Cuántos años tiene? 


–Cuarenta o cuarenta y dos, creo.


–Estupendo. A punto de tener una crisis personal –suspiró Paula, con un cinismo poco habitual en ella.


–Ya ha tenido su crisis –dijo Paola entonces–. Es viudo. Su esposa murió hace unos años y tiene una niña pequeña.


–Ah, qué horror –musitó Paula, sintiéndose culpable por el frívolo comentario–. Pobrecillo.


–Gabriel me ha dicho que adoraba a su mujer, pero han pasado seis años desde el accidente. Por lo visto, no le gusta salir por ahí y como tú siempre te quejas de que no es fácil conocer hombres, Gabriel ha sugerido que organizásemos una cena. Puede que te guste.


–No sé si yo estoy preparada para ser la madrastra de nadie –suspiró Paula–. No sé nada de niños.


–¡Tonterías! Eres muy buena con los animales, con los ancianos... los niños son más o menos lo mismo. Necesitan que alguien cuide de ellos y tú eres la persona más indicada.


–Pero es que yo no quiero salir con alguien triste, con problemas... yo quiero un tío lleno de vida, guapo, elegante. Como Sebastian.


–De eso nada. Tú quieres un hombre bueno. –Paula dejó escapar un largo suspiro.


–¿No puedo salir con un hombre bueno que a la vez sea sexy, guapo y lleno de vida?


–No, porque ya me he casado yo con él –rió Paola–. Oye mira, este hombre lo ha pasado mal, así que debes ser simpática.


–Ya, bueno. ¿Cómo se llama, por cierto? –en ese momento se abrió la puerta del despacho de Pedro–. Uf, aquí está el ogro. Se supone que no puedo usar el teléfono de la oficina para llamadas personales. Te llamo más tarde.




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