jueves, 16 de abril de 2020

CITA SORPRESA: CAPITULO 3






Pedro Alfonso la miró con el ceño fruncido, como era su costumbre.


–¿Con quién hablabas?


Paula no pensaba decirle la verdad y, aunque podría haber inventado un cliente, tenía una gran vena creativa y, por principio, se negaba a elegir la opción más simple. De modo que se lanzó a contarle una historia sobre un contable ficticio que había conocido a Alicia mientras esquiaban. Acababa de llegar de Singapur, se había enterado del accidente y quería saber dónde podía enviarle una tarjeta.


–Le he dicho que puede enviarla a la oficina y que nosotros la enviaremos a su casa – terminó Paula, después de adornar la historia con tantos detalles que casi acabó por creérsela ella misma.


La expresión de Pedro era de total indignación.


–Ojalá no te hubiera preguntado... ¡Acabas de hacerme perder un cuarto de hora!


–Oye, que aquí tampoco hacemos operaciones a corazón abierto –protestó Paula–. No creo que quince minutos sean tan importantes.


–En ese caso, supongo que no te importará quedarte a trabajar una hora más esta tarde –dijo él entonces–. Tenemos un proyecto muy importante entre manos y quiero enviarlo por fax a Estados Unidos antes de mañana.


–Lo siento, no puedo. He quedado.


–¿No puedes llamar para decir que llegarás un poco tarde?


Paula se habría ofrecido a hacerlo por cualquier otra persona, pero Pedro Alfonso le caía cada día peor. Su jefe no hacía ningún esfuerzo por ser amable con ella.


–A mi novio no le haría ninguna gracia –replicó, tan tranquila.


–¿Tienes novio?


Pedro pareció tan sorprendido que a Paula le sentó fatal. No sólo era un antipático sino que la creía incapaz de atraer a un hombre.


–Pues sí –contestó, decidida a convencerlo de que, aunque podría no ser una perfecta secretaria ejecutiva, era una mujer que volvía locos a los hombres–. De hecho, esta noche piensa llevarme a un sitio muy especial. Y tengo la impresión de que va a pedirme que me case con él.


–¿Ah, sí? –murmuró Pedro, sin disimular su incredulidad.


Qué grosero, pensó Paula, indignada. 


Evidentemente, no la veía como la clase de
chica que podía enamorar a un hombre y menos casarse con él.


–Pues sí –replicó, fulminándolo con sus ojos castaños–. Por eso hago trabajos temporales. Desde que conocí a...


Paula buscó un nombre y recordó el del novio de su amiga Isabel. El novio de la mejor amiga normalmente era intocable, pero a Isabel no le importaría prestárselo un rato.


–Guillermo... desde que conocí a Guillermo, me di cuenta de que estábamos hechos el uno para
el otro. Es analista financiero –sonrió Paula–. Así que no quiero un puesto permanente porque a él podrían enviarlo a Nueva York o a Tokio en cualquier momento. Por supuesto, él me dice: «Cariño, no tienes por qué trabajar todos los días», pero a mí me parece importante ser independiente económicamente, ¿no crees?


–Si vives con un analista financiero, no creo que tu sueldo como secretaria temporal signifique gran cosa –murmuró Paula, sin poder disimular una sonrisita irónica.


–Es una cuestión de principios –replicó ella, encantada con la idea de vivir una vida de lujos.


–Pues podrías convertir en una cuestión de principios lo de llegar a tu hora por las mañanas –dijo entonces su jefe–. Ése sería un buen cambio.





CITA SORPRESA: CAPITULO 2




Paula apenas tuvo tiempo de quitarse el abrigo antes de que Pedro Alfonso empezase a dictarle cartas a una velocidad de vértigo sin ofrecerle siquiera un café. Había salido de casa con prisas y, como tuvo que acompañar a la ancianita hasta Paddington, no tuvo tiempo de tomar un mísero café. Y la necesidad de cafeína la ponía de mal humor.


Por eso, cuando sonó el teléfono dejó escapar un suspiro de alivio. ¡Por fin!


Sujetando su dolorida muñeca para que Pedro se diera cuenta de que debía ir más despacio, Paula lo estudió por el rabillo del ojo. Estaba escuchando lo que le decían al
otro lado del hilo, gruñendo como muestra de asentimiento de vez en cuando y dibujando distraídamente cuadraditos negros en el cuaderno.


Ese tipo de cosas revelaba mucho sobre una persona. ¿Qué significaban los cuadraditos negros?, se preguntó Paula. Seguramente que era una persona reprimida.


Eso pegaba mucho con su aire reservado.


Aunque no con su fiera energía. O ,con su boca, la verdad. Tenía una boca de pecado.


Paula apartó la mirada y se concentró en una fotografía que había sobre el escritorio, el único toque personal en aquel austero despacho. Era la foto de una mujer preciosa de pelo oscuro y fabulosos ojos azules, con una niña preciosa en brazos..


Debía de ser la mujer de Pedro, pensó, maravillándose de que su jefe hubiera tenido
el buen humor de pedirle a alguien que se casara con él. Le resultaba difícil imaginarlo sonriendo, besando o incluso sosteniendo un niño en brazos... haciendo el amor era sencillamente imposible.


Qué pensamiento tan raro, se dijo. Entonces notó que los fríos ojos grises de Pedro Alfonso estaban clavados en ella. Había dejado de hablar por teléfono mientras estaba distraída con sus cosas y la miraba con exasperada resignación.


–¿Estás despierta?


–Sí –contestó Paula, tomando el cuaderno de nuevo.


–Léeme el último párrafo.


«Por favor... qué hombre más insoportable». 


Pero aquél no era el mejor día para enseñarle buenas maneras. Su brusquedad la ponía nerviosa y cuando por fin la dejó ir, Paula se vengó con el ordenador, tecleando furiosamente hasta que sonó el teléfono.


–¿Sí? –contestó, demasiado enojada como para molestarse en dar los buenos días.


–Soy Paola.


–Ah, hola Paola.


–¿Qué te pasa? Pareces enfadada.


–Es mi jefe –suspiró Paula–. Es un grosero y un desagradable. Tú creías que trabajar para Celia era horrible, pero te lo digo de verdad, este hombre es un ogro.


–Mientras no sea un canalla, como tu último jefe...


Paula arrugó la nariz al recordar la ignominiosa despedida de su último empleo, donde su jefe no se había molestado en escuchar su versión de la historia porque Sebastián entró primero en el despacho. Sebastián, por supuesto, era un ejecutivo, y ella sólo una secretaria y, por supuesto, en absoluto indispensable.


–No, éste no es un canalla, pero eso no significa que sea fácil trabajar para él.


–¿Es guapo? –preguntó Paola.


–Mucho –contestó Paula–. Serio y tal, pero guapo. Supongo. Si te gustan los tipos tiesos para quienes el trabajo es lo único en la vida... y sé que no te gustan.


–No, Gabriel no es tieso –rió Paola entonces.


Paula sonrió también y, al hacerlo, se sintió un poquito mejor. La transformación de Paola desde que se casó con Gabriel unos meses antes era extraordinaria y compensaba su infausta vida amorosa desde que Sebastian la dejó plantada. Ya ni siquiera le silbaban por la calle.


–Llamo para recordarte la cena de esta noche –estaba diciendo su amiga–. Vas a venir, ¿no?


–Claro que sí –contestó Paula.


–¿Qué? –preguntó Paola al notar cierta vacilación.


–Pues... es que Isabel me dio a entender que querías presentarme a otro amigo. Y ya sabes que no me gustan las citas a ciegas.


–¡No debería habértelo contado! Se lo dije porque la invité a ella también, pero resulta que se va a bailar con Guillermo. Jonathan vendrá a cenar de todas formas, así que no es exactamente una cita a ciegas.


–¿Por qué no me lo habías dicho?


–Porque quería que te portases de forma natural y si te decía que iba a presentarte a alguien...


–Ya –murmuró Paula, poco convencida–. ¿Qué le has dicho de mí?


–Que trabajas como secretaria ejecutiva... ¡y podrías hacerlo si de verdad te pusieras a ello! –suspiró Paola–. Él tiene una asesoría o algo parecido, así que no he querido contarle que estás trabajando como secretaria temporal. Pero además de eso sólo le he dicho la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.


–¡Ah, la verdad! –exclamó Paula, irónica–. ¿Y cuál es la verdad?


–Que eres una chica encantadora, divertida y guapa... y básicamente maravillosa –rió su amiga. Quizá debería pedirle a Paola que hiciera un poco de Relaciones Públicas con Pedro Alfonso, pensó Paula. Entonces se dio cuenta de que también ella estaba haciendo garabatos en el cuaderno.


Al menos no hacía cuadraditos negros, pensó. 


Había garabateado un atardecer tropical, con una palmera y un par de líneas onduladas que, supuestamente, eran las olas del mar golpeando contra la playa. ¿Qué decía eso sobre su personalidad?


Probablemente que era una fantasiosa, de modo que podía ahorrarse el dinero del psicoanalista. Paula ya sabía que era demasiado romántica. La gente llevaba años diciéndole que debía poner los pies en el suelo, que debía dejar de tener la cabeza en las nubes y hacer las cosas que a ella no le salían de forma natural.


Controlando un suspiro, Paula añadió un montón de cocos a la palmera.


–¿Y no se preguntará por qué, siendo tan maravillosa, necesito que mis amigas me
organicen citas a ciegas? ¿Por qué los hombres no caen rendidos a mis pies?


–No lo sé. ¿Por qué no caen rendidos a tus pies?


Ésa era una de las cosas que le gustaban de Paola: que creía de verdad en sus amigas.


Paula dejó el bolígrafo y se apoyó en el respaldo de la silla.


Quizá aquello era una señal para que dejase de soñar que Sebastian iba a convertirse milagrosamente en otra persona; una señal para que pusiera los pies en la tierra de una vez por todas.


–¿Cómo es ese hombre?


–No lo conozco –admitió Paola–. Es un amigo de Gabriel.


–¿Cuántos años tiene? 


–Cuarenta o cuarenta y dos, creo.


–Estupendo. A punto de tener una crisis personal –suspiró Paula, con un cinismo poco habitual en ella.


–Ya ha tenido su crisis –dijo Paola entonces–. Es viudo. Su esposa murió hace unos años y tiene una niña pequeña.


–Ah, qué horror –musitó Paula, sintiéndose culpable por el frívolo comentario–. Pobrecillo.


–Gabriel me ha dicho que adoraba a su mujer, pero han pasado seis años desde el accidente. Por lo visto, no le gusta salir por ahí y como tú siempre te quejas de que no es fácil conocer hombres, Gabriel ha sugerido que organizásemos una cena. Puede que te guste.


–No sé si yo estoy preparada para ser la madrastra de nadie –suspiró Paula–. No sé nada de niños.


–¡Tonterías! Eres muy buena con los animales, con los ancianos... los niños son más o menos lo mismo. Necesitan que alguien cuide de ellos y tú eres la persona más indicada.


–Pero es que yo no quiero salir con alguien triste, con problemas... yo quiero un tío lleno de vida, guapo, elegante. Como Sebastian.


–De eso nada. Tú quieres un hombre bueno. –Paula dejó escapar un largo suspiro.


–¿No puedo salir con un hombre bueno que a la vez sea sexy, guapo y lleno de vida?


–No, porque ya me he casado yo con él –rió Paola–. Oye mira, este hombre lo ha pasado mal, así que debes ser simpática.


–Ya, bueno. ¿Cómo se llama, por cierto? –en ese momento se abrió la puerta del despacho de Pedro–. Uf, aquí está el ogro. Se supone que no puedo usar el teléfono de la oficina para llamadas personales. Te llamo más tarde.




CITA SORPRESA: CAPITULO 1





Pedro Alfonso levantó la mirada, irritado, cuando Paula llamó a la puerta de su despacho.


–¿Qué hora es?


Ella miró su reloj.


–Las... diez menos cuarto.


–¿Y a qué hora se supone que debes llegar a la oficina?


–A las nueve.


Paula tenía la cara colorada, pero no de vergüenza, sino porque había ido corriendo
desde el metro a la oficina. Una mirada rápida al espejo del ascensor le confirmó sus
peores miedos: su pelo, normalmente una masa de incontrolables rizos castaños, había
enloquecido con el viento.


No era una buena forma de empezar el día, no. 


Comparada con Pedro, estaba en desventaja. Con el serio traje de chaqueta y la camisa blanca, su nuevo jefe siempre le había parecido un estirado. Tenía una expresión severa, los ojos grises y unas cejas oscuras que solía tener levantadas en un gesto de desaprobación cada vez que se dirigía a ella.


–Sé que llego tarde y lo siento mucho –empezó a decir Paula, sin aliento por culpa de la carrera. 


Después se lanzó a explicar que había tenido que ayudar a una ancianita extranjera perdida en el metro.


–No podía dejarla allí sola, así que la llevé hasta la estación de Paddington.


–Paddington no está de camino a la oficina, ¿verdad?


–Pues no exactamente... –contestó Paula.


–Yo diría que está justo en dirección opuesta –remarcó Pedro.


–Pues yo no diría tanto, pero...


–Así que venías para acá y te diste la vuelta, aunque sabías perfectamente que no llegarías a tiempo a trabajar.


–No podía dejar a la ancianita allí –protestó ella–. La pobre estaba perdida. Como no hablaba bien nuestro idioma, nadie la entendía y los del metro no le hacían ni caso. Y yo me pregunto: ¿cómo se sentiría un londinense si estuviera perdido en el Amazonas y...?


–Mira, Paula, a mí lo único que me importa es que esta empresa funcione –la interrumpió Pedro–. Y no es fácil con una secretaria que aparece a la hora que le da la gana. Alicia llega diez minutos antes de las nueve todos los días y siempre puedo contar con ella.


Sí, sí, podía contar con ella. Pero no había contado con que se rompería una pierna mientras esquiaba, pensó Paula, aunque no lo dijo en voz alta. Estaba harta de oír hablar de Alicia, la perfecta ayudante ejecutiva: discreta, eficiente, vestida de forma elegante y que tecleaba a la velocidad de la luz. Y seguramente también podría leer los pensamientos de Pedro Alfonso, pensó, recordando el día que su jefe se puso a gritar
porque no encontraba un archivo. El escritorio de Alicia, por supuesto, siempre estaba inmaculado. .


Lo único sorprendente era que Alicia se hubiera roto una pierna, dejándolo a su merced durante ocho semanas.


Y no era fácil. Dos secretarias temporales se habían marchado deshechas en lágrimas, incapaces de seguir su ritmo, y a Paula la sorprendía haber durado tanto.


Llevaba allí tres semanas y, por la expresión de Pedro, aquella podría ser la última.


No la sorprendía que las otras hubieran abandonado. Pedro Alfonso siempre estaba
de mal humor y sus sarcasmos no tenían final. 


Si no hubiera estado desesperada, también ella se marcharía.


–Ya te he dicho que lo siento. Aunque no tendría que disculparme por ser solidaria –murmuró, incapaz de encontrar la humildad que, sin duda, a Alicia le daba tan buenos resultados.


Pedro la miró de arriba abajo con sus fríos ojos grises, observando los rizos enloquecidos y la camisa mal abrochada.


–Pago a mi personal por hacer su trabajo. Tú, por otro lado, pareces creer que debo pagarte por aparecer cuando te da la gana y distraer al resto de las secretarias con tus cosas.


Paula contuvo una exclamación. Había hecho lo posible por conocer al resto del personal, pero sin mucho éxito. No parecían gustarles los cotilleos y, en las raras ocasiones en las que pudo entablar conversación, Pedro estaba encerrado en su despacho.


Debía de tener rayos X. en los ojos si la había visto hablar con alguien.


–Yo no distraigo a nadie –protestó, indignada.


–A mí me parece que sí. Siempre estás por los pasillos, cotorreando.


–Eso se llama interacción social –replicó Paula–. Es algo que hacen los seres humanos, aunque tú no sabes nada del tema, claro. En esta oficina, es como trabajar con robots –siguió, olvidando por un momento cuánto necesitaba aquel trabajo.Tengo suerte si me das los buenos días y a veces debo traducirlo porque parece un gruñido.


Pedro arrugó el ceño, un gesto muy habitual en él.


–Alicia nunca se ha quejado.


–A lo mejor a ella le gusta que la traten como a un mueble, pero a mí no. Y no estaría mal que mostrases un poquito de interés por tus empleados de vez en cuando.


Pedro Alfonso la miró, sorprendido.


¿Nunca se lo habría dicho nadie?, se preguntó Paula.


–No tengo tiempo para charlar con mis empleados.


–No se necesita mucho tiempo para ser amable. Sólo tienes que decir algo como: «¿qué tal va, todo?». O «espero que pases un buen fin de semana». No es tan difícil. Y cuando te hayas acostumbrado, podrías probar con frases más complicadas, como: «gracias por tu colaboración».


–No creo que tenga que pronunciar esa frase cuando hable contigo –replicó Pedro–. Y,
francamente, no veo por qué tengo que hacerlo. En caso de que no te hayas dado cuenta, yo soy el jefe. Y si no puedes soportar cómo te trato dímelo y hablaré con el departamento de personal para que busquen otra secretaria.


Paula se mordió los labios. No podía perder aquel empleo. La agencia de trabajo temporal no encontraba gran cosa para ella, y si metía la pata posiblemente la dejarían de lado para siempre.


–Puedo soportarlo. Pero no me gusta.


–No tiene que gustarte, tienes que aguantarlo y en paz. Y ahora, a trabajar. Ya hemos perdido mucho tiempo –dijo él entonces.






CITA SORPRESA: SINOPSIS






Tenía un cita sorpresa con el jefe...


Paula Chaves tenía un jefe que parecía sacado del mismísimo infierno, quizá fuera guapo, pero se pasaba el día entero pegado a su mesa. Sus amigas decidieron intentar mejorar el difícil momento que estaba pasando concertándole una cita a ciegas con un atractivo viudo. Pero cuando llegó al lugar de la cita descubrió horrorizada que el hombre misterioso no era otro que Pedro Alfonso... ¡su jefe!


Pedro tenía una curiosa proposición que hacerle a Paula: no sólo quería que fuese la niñera de su hija, también quería que se hiciese pasar por su prometida...