jueves, 16 de abril de 2020

CITA SORPRESA: CAPITULO 1





Pedro Alfonso levantó la mirada, irritado, cuando Paula llamó a la puerta de su despacho.


–¿Qué hora es?


Ella miró su reloj.


–Las... diez menos cuarto.


–¿Y a qué hora se supone que debes llegar a la oficina?


–A las nueve.


Paula tenía la cara colorada, pero no de vergüenza, sino porque había ido corriendo
desde el metro a la oficina. Una mirada rápida al espejo del ascensor le confirmó sus
peores miedos: su pelo, normalmente una masa de incontrolables rizos castaños, había
enloquecido con el viento.


No era una buena forma de empezar el día, no. 


Comparada con Pedro, estaba en desventaja. Con el serio traje de chaqueta y la camisa blanca, su nuevo jefe siempre le había parecido un estirado. Tenía una expresión severa, los ojos grises y unas cejas oscuras que solía tener levantadas en un gesto de desaprobación cada vez que se dirigía a ella.


–Sé que llego tarde y lo siento mucho –empezó a decir Paula, sin aliento por culpa de la carrera. 


Después se lanzó a explicar que había tenido que ayudar a una ancianita extranjera perdida en el metro.


–No podía dejarla allí sola, así que la llevé hasta la estación de Paddington.


–Paddington no está de camino a la oficina, ¿verdad?


–Pues no exactamente... –contestó Paula.


–Yo diría que está justo en dirección opuesta –remarcó Pedro.


–Pues yo no diría tanto, pero...


–Así que venías para acá y te diste la vuelta, aunque sabías perfectamente que no llegarías a tiempo a trabajar.


–No podía dejar a la ancianita allí –protestó ella–. La pobre estaba perdida. Como no hablaba bien nuestro idioma, nadie la entendía y los del metro no le hacían ni caso. Y yo me pregunto: ¿cómo se sentiría un londinense si estuviera perdido en el Amazonas y...?


–Mira, Paula, a mí lo único que me importa es que esta empresa funcione –la interrumpió Pedro–. Y no es fácil con una secretaria que aparece a la hora que le da la gana. Alicia llega diez minutos antes de las nueve todos los días y siempre puedo contar con ella.


Sí, sí, podía contar con ella. Pero no había contado con que se rompería una pierna mientras esquiaba, pensó Paula, aunque no lo dijo en voz alta. Estaba harta de oír hablar de Alicia, la perfecta ayudante ejecutiva: discreta, eficiente, vestida de forma elegante y que tecleaba a la velocidad de la luz. Y seguramente también podría leer los pensamientos de Pedro Alfonso, pensó, recordando el día que su jefe se puso a gritar
porque no encontraba un archivo. El escritorio de Alicia, por supuesto, siempre estaba inmaculado. .


Lo único sorprendente era que Alicia se hubiera roto una pierna, dejándolo a su merced durante ocho semanas.


Y no era fácil. Dos secretarias temporales se habían marchado deshechas en lágrimas, incapaces de seguir su ritmo, y a Paula la sorprendía haber durado tanto.


Llevaba allí tres semanas y, por la expresión de Pedro, aquella podría ser la última.


No la sorprendía que las otras hubieran abandonado. Pedro Alfonso siempre estaba
de mal humor y sus sarcasmos no tenían final. 


Si no hubiera estado desesperada, también ella se marcharía.


–Ya te he dicho que lo siento. Aunque no tendría que disculparme por ser solidaria –murmuró, incapaz de encontrar la humildad que, sin duda, a Alicia le daba tan buenos resultados.


Pedro la miró de arriba abajo con sus fríos ojos grises, observando los rizos enloquecidos y la camisa mal abrochada.


–Pago a mi personal por hacer su trabajo. Tú, por otro lado, pareces creer que debo pagarte por aparecer cuando te da la gana y distraer al resto de las secretarias con tus cosas.


Paula contuvo una exclamación. Había hecho lo posible por conocer al resto del personal, pero sin mucho éxito. No parecían gustarles los cotilleos y, en las raras ocasiones en las que pudo entablar conversación, Pedro estaba encerrado en su despacho.


Debía de tener rayos X. en los ojos si la había visto hablar con alguien.


–Yo no distraigo a nadie –protestó, indignada.


–A mí me parece que sí. Siempre estás por los pasillos, cotorreando.


–Eso se llama interacción social –replicó Paula–. Es algo que hacen los seres humanos, aunque tú no sabes nada del tema, claro. En esta oficina, es como trabajar con robots –siguió, olvidando por un momento cuánto necesitaba aquel trabajo.Tengo suerte si me das los buenos días y a veces debo traducirlo porque parece un gruñido.


Pedro arrugó el ceño, un gesto muy habitual en él.


–Alicia nunca se ha quejado.


–A lo mejor a ella le gusta que la traten como a un mueble, pero a mí no. Y no estaría mal que mostrases un poquito de interés por tus empleados de vez en cuando.


Pedro Alfonso la miró, sorprendido.


¿Nunca se lo habría dicho nadie?, se preguntó Paula.


–No tengo tiempo para charlar con mis empleados.


–No se necesita mucho tiempo para ser amable. Sólo tienes que decir algo como: «¿qué tal va, todo?». O «espero que pases un buen fin de semana». No es tan difícil. Y cuando te hayas acostumbrado, podrías probar con frases más complicadas, como: «gracias por tu colaboración».


–No creo que tenga que pronunciar esa frase cuando hable contigo –replicó Pedro–. Y,
francamente, no veo por qué tengo que hacerlo. En caso de que no te hayas dado cuenta, yo soy el jefe. Y si no puedes soportar cómo te trato dímelo y hablaré con el departamento de personal para que busquen otra secretaria.


Paula se mordió los labios. No podía perder aquel empleo. La agencia de trabajo temporal no encontraba gran cosa para ella, y si metía la pata posiblemente la dejarían de lado para siempre.


–Puedo soportarlo. Pero no me gusta.


–No tiene que gustarte, tienes que aguantarlo y en paz. Y ahora, a trabajar. Ya hemos perdido mucho tiempo –dijo él entonces.






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