sábado, 4 de abril de 2020

RECUERDAME: CAPITULO 34





SIN DEJAR de vigilar a Paula, que había entrado en el comedor del brazo de su padre, Pedro llevó a Juliana aparte para preguntarle por Sebastian.


—Ha pasado una semana desde la última vez que lo vi, pero me parecen meses.


—Está bien, no te preocupes —sonrió su hermana—. Lo hemos dejado con Cristina y Marietta porque no tenía sentido traerlos a Milán sólo por una noche, pero Lorenzo acaba de hablar con Marietta y todo va perfectamente. No nos echarán de menos porque volvemos a Pantelleria mañana a primera hora.


Mientras su madre sigue sin recordar su existencia —suspiró Pedro, frustrado— No sé cuánto tiempo puedo seguir así, Juliana. Es mi hijo...


—Pero has recuperado a tu mujer y eso es un progreso, ¿no?


Me digo a mí mismo que sí todos los días. Y parece más feliz esta semana. Sí no fuera porque tenemos un hijo, me olvidaría de todo y empezaría de cero... estoy esperando que ocurra un milagro, que recuerde algo ¿pero quién sabe qué podría significar eso? Paula podría decidir que no quiere saber nada de mí.


Lo dudo mucho. Te mira como una mujer enamorada.


—Aunque fuese verdad, nuestro amor está basado en un engaño. Estoy apartándola de su hijo y si la situación fuese al contrario, estoy seguro de que yo no la perdonaría.


—Estás siguiendo el consejo del médico.


—Sí, lo sé, pero a veces siento la tentación de contarle toda la verdad...


¿Y por qué no lo haces?


Porque eso podría destruirla. Los dos sabemos que Paula no tiene una gran autoestima y, desgraciadamente, la paciencia no es mi fuerte.


Juliana puso una mano en su brazo.


Pues debes estar haciendo algo bien porque Paula tiene un aspecto radiante.


—Por el momento. ¿Pero quién sabe qué pasará cuando recupere la memoria?


Una vez sentados a la mesa, Edmundo se levantó, aclarándose la garganta para llamar la atención de los invitados.


—Esta fecha tiene un especial significado para mí porque era el cumpleaños de mi abuelo —empezó a decir—. Siempre me he sentido orgulloso de él por todo lo que hizo para ayudar a los más desafortunados y aún más orgulloso de que mis hijos continúen apoyando sus proyectos. Pero nunca me había sentido tan feliz como esta noche, mirando alrededor y viendo a mi familia completa otra vez —sonrió, levantando su copa—. Os pido que os unáis a mí en un brindis por una mujer muy especial. Por ti, Paula, para que te recuperes pronto. Te hemos echado de menos.


Su suegro lo hacía con buena intención, estaba segura, pero lo último que Paula deseaba era ser el centro de atención. No le había gustado en el colegio y no le gustaba ahora.


Nerviosa, miró a Pedro, que apretó su mano para darle ánimos. Gracias a él fue capaz de devolverle la sonrisa a su suegro, murmurar unas palabras de agradecimiento y soportar que Celeste apenas pudiera disimular un gesto de desprecio.


De alguna forma, no sabía cómo, Paula consiguió cenar y charlar con todo el mundo... a pesar de que Celeste la observaba como un halcón a punto de lanzarse hacia su presa. Y ayudó mucho que Pedro le sonriera continuamente o que apretase su mano bajo la mesa para animarla.


Después de cenar empezó el baile y Paula se derritió entre los brazos de su marido, el bonito vestido de seda flotando alrededor de sus piernas con cada giro. Con los ojos cerrados, se perdió en el aroma de su colonia masculina, en la fuerza de sus brazos. Le gustaría que la noche no terminase nunca y, al mismo tiempo, quería que terminase cuanto antes para poder estar a solas con él otra vez, animada por los susurros de Pedro y sus promesas.


Pero tan animada estaba que cuando volvió a la mesa, sin querer tiró la copa de vino de Lorenzo y, además de mancharse el vestido, manchó la camisa de su cuñado.


Lorenzo insistió en que había sido culpa suya, aunque no era así y, avergonzada, Paula fue al lavabo de señoras para intentar solucionar el desaguisado.


Pero enseguida descubrió que el vino había calado la seda y era imposible quitar la mancha con agua. Desalentada, miró el elegante cuarto de baño, con sofás blancos y espejos con marco de pan de oro...


Y entonces se abrió una puerta tras ella.


Oh, no, Celeste.


Su suegra se colocó a su lado, lanzando sobre ella una mirada desdeñosa y, sin decir una palabra, empezó a retocarse los labios.


Ha sido un accidente, señora Alfonso.


Parece que tienes muchos accidentes —murmuró ella.


¿Está diciendo que lo he hecho a propósito?


—Creo que eres un imán para el desastre, que te sigue a todas partes. La pena es que esos desastres tocan a otras personas, como mi hijo ha descubierto para su propio pesar.


Paula dejó escapar un suspiro.


¿He hecho alguna vez algo que usted aprobase?


—Antes vestías bien para dar la imagen que debe dar alguien relacionado con la familia Alfonso. Ahora ni siquiera eres capaz de hacer eso.


Aunque Paula era bastante más alta que Celeste, en aquel momento sintió como si encogiera. 


—He intentado ocupar mi sitio...


—Tú no tienes sitio aquí. No eres nadie.


—Tiene razón —replicó Paula—. Yo no nací entre algodones y mis orígenes son humildes, pero mis padres sabían lo que eran la decencia y el respeto y me enseñaron a tratar a todo el mundo con humanidad, algo que usted desconoce. ¿Qué clase de persona rechaza a otra por no haber nacido en una familia rica?
¿Y qué clase de madre es usted para negarse a aceptar a la esposa de su hijo?


Celeste la fulminó con la mirada.


¿Tienes la desvergüenza de decirme cómo debería portarse una madre? Tú, que le has dejado la responsabilidad de...


!Ya está bien!de repente juliana se interpuso entre las dos—. No digas una palabra más. Paula, mia sorella, Pedro me ha enviado a buscarte. Ven conmigo, por favor.


—No pienso ir a ningún sitio hasta que tu madre termine lo que iba a decir.


Mi madre no tiene por qué decir nada. Esto es entre Pedro y tú. Que sea él quien responda a tus preguntas.


Paula asintió con la cabeza.


Pero cuando Juliana abrió la puerta del cuarto de baño, Pedro estaba esperando al otro lado.


Llévatela de aquí. De hecho llévatela de la ciudad antes de que mamá encuentre la manera de terminar lo que ha empezado. Ya ha hecho suficiente daño por una noche.


Pedro la tomó del brazo para llevarla a la entrada del hotel, donde los esperaba el conductor.


—A Linate.


Linate era el aeropuerto donde había aterrizado el jet cuando llegaron de Pantelleria, su prisión.


—¿Volvemos a la isla?


—No —contestó él—. Nos vamos a Portofino, donde empezó todo.


—¿Para qué? Yo voy a seguir siendo la misma —suspiró Paula—. Mírame, Pedro. Nunca tendré un sitio en tu mundo...


Sólo es una mancha en un vestido, no debes disgustarte de ese modo.


—Es mucho más que eso y los dos lo sabemos. Es mi vida, soy yo, disfrazada bajo una capa de dinero y sofisticación para esconder lo que soy de verdad. Tu madre tiene razón, no hay sitio para mí en tu mundo. Deberías dejarme ir y buscar a una mujer de tu estrato social...


—Es demasiado tarde para eso.


—¿Por qué?


Pedro vaciló y Paula se percató de que había hecho eso muchas veces en respuesta a sus preguntas, como si tuviera que pensar cuidadosamente las respuestas.


—¡Dímelo! Si me concierne, quiero saberlo. Tengo derecho a saberlo. 


Muy bien —suspiró él, levantando las manos en señal de rendición—. Pero no hasta que lleguemos a Portofino. Has esperado todo este tiempo para conocer toda la historia, un par de horas más no van a cambiar nada.




RECUERDAME: CAPITULO 33




Las bromas desinhibidas y la pasión de aquel día marcaron el tono de los siguientes. Sin criados monitorizando todos sus movimientos, Paula se sentía más libre y Pedro y ella vivían como un matrimonio normal.


Paula llevaba el albornoz mientras desayunaban y si alguna vez Pedro la sentaba sobre sus rodillas y el café se quedaba frío,ella no se quejaba. Pedro volvía a casa a la hora de comer y a menudo no regresaba a la oficina hasta la tarde porque, de una manera o de otra, acababa distrayéndose.


De vez en cuando salían a cenar y un jueves Paula decidió comprar un vestido para la cena benéfica porque, aunque su vestidor estaba lleno de ellos, casi todos eran de invierno o verano y necesitaba algo de entretiempo. Encontró el vestido perfecto en un atelier en la Via de Montenapoleone, de gasa y seda color marfil, con escote palabra de honor. Como tenía la piel muy clara, en otra ocasión habría elegido un tono más oscuro, pero el color contrastaba con el bronceado que había adquirido en Pantelleria.


No necesitaba accesorios, pero tenía que arreglarse el pelo y pidió hora para el sábado en una exclusiva peluquería donde, además de peinarla, le hicieron la manicura, la pedicura y un masaje facial, todo servido con champán y una bandeja de aperitivos.


Cuántos mimos, pensaba, divertida. Antes se hubiera arreglado el pelo ella misma, pero esa noche era demasiado importante para un trabajo de aficionado.


Quería estar guapa para Pedro y también ganarse el favor de su familia.


Y cuando salió del vestidor unos minutos antes de ir a la cena, supo que sus esfuerzos no habían sido en vano porque Pedro se quedó sin palabras, mirándola como si no la hubiera visto nunca.


—Vaya, vaya —dijo por fin, mirándola de arriba bajo—. Una signora cosi bella e mia!


—¿Eso significa que no te avergüenza presentarme a tu familia otra vez?


—¿Avergonzarme? —Pedro tomó su cara entre las manos para darle un apasionado beso en la boca—. Paula, cara mia, no podría estar más orgulloso de ti.


Su aprobación la animó mientras iban al hotel y la sostuvo cuando le ofreció su mano para entrar en el salón, donde todos los invitados disfrutaban de un cóctel. Estar con él le daba valor para mirar a los extraños a la cara e incluso pudo sonreír cuando la llevó hacia un grupo de gente.


Cuando se acercaban, un hombre de pelo blanco y ojos oscuros como Pedro dio un paso adelante. 


—Mi padre, Edmundo.


—Buona sera, signor —lo saludó ella, horriblemente incómoda siendo el centro
de atención de todo el mundo; sobre todo de 


Celeste, cuya expresión sugería que acababa de ser asaltada por un olor desagradable.


—¿Qué es eso de signor? —sonrió Edmundo—. Puede que tú hayas olvidado que una vez me llamabas padre, pero yo no.


Su amabilidad, especialmente en contraste con la desagradable expresión de Celeste, hizo que los ojos de Paula se empañaran.


—Ah, claro.


—Y mi hermana Juliana —la presentó Pedro, pasándole un brazo por la cintura.


—Paula, cara! —Juliana le dio un abrazo que la dejó sin aire, pero que hizo mucho por restaurar su equilibrio emocional—. Cuánto me alegro de volver a verte. Estás preciosa, ¿verdad, Lorenzo?


—Sí —el hombre alto que iba con ella se inclinó para darle un beso en la mejilla—. Ciao, Paula. Todos te hemos echado de menos.


Durante las presentaciones, la madre de Pedro seguía observándola con desdén.


—No esperaba que vinierais. ¿Estás seguro de que es sensato traerla aquí? — preguntó por fin, con un suspiro tan teatral que seguramente lo habrían escuchado hasta en Pantelleria.


—Ya conoces a mi madre —dijo él, la mirada helada que lanzó sobre Celeste suficiente para hacerla callar.


—Sí —contestó Paula, ofreciéndole su mano—.Me alegro de volver a verla, signora Alfonso.


Ningún abrazo afectuoso por su parte, ni oferta de llamarla «madre». Aunque tampoco lo hubiera deseado Paula. Celeste Alfonso no se parecía en absoluto a la madre a la que ella tanto había querido.


—Me alegra que tu atuendo de hoy sea más apropiado que el que llevabas cuando nos vimos la última vez.


Era evidente que el resto de la familia se alegraba de verla, pero cualquier esperanza que Paula hubiese tenido de hacer las paces con su suegra murió en ese momento. La guerra sólo acababa de empezar.





RECUERDAME: CAPITULO 32





Las paredes estaban pintadas de blanco, en contraste con las cortinas de damasco de color granate. Había muchos cuadros, algunos retratos, otros hermosos paisajes. Y un piano de cola en una esquina, su pulida superficie negra
reflejando la luz que entraba por los ventanales. 


El resto de los muebles eran antigüedades italianas, con los sofás y sillones tapizados en brocado de color crema. En la pared del fondo había una chimenea y a su izquierda dos puertas francesas que daban acceso a una terraza con una fabulosa vista del Duomo.


Dos arcos a ambos lados de la chimenea daban paso a un comedor formal lo bastante grande como para doce personas. Una magnífica araña de cristal colgaba del techo, sus prismas de cristal brillando bajo la luz del sol. Una puerta conectaba esa habitación con la magnífica cocina, con electrodomésticos de última generación.


En el piso de arriba había tres dormitorios, cada uno con su correspondiente cuarto de baño. Una cama con dosel ocupaba el lugar de honor en el dormitorio principal, con altos ventanales y cortinas de seda azul.


Aparte del confort y el lujo, lo que más interesó a Paula fue una fotografía con marco de plata que encontró sobre el escritorio. Eran Pedro y ella en una fiesta, los dos vestidos de noche.


Aunque la fotografía sólo capturaba sus cabezas, las solapas del esmoquin eran visibles, así como el colgante de plata y topacio que llevaba ella.


Pedro sonreía con gesto de confianza, pero la suya era la expresión de un ciervo cegado por los faros de un coche.


—Entonces tenía más pecho —murmuró, entristecida— y mucho más pelo.


Paula entró en el vestidor y se quedó perpleja. 


Había incontables vestidos de diseño, zapatos de tacón, sandalias plateadas y botines de edición limitada con bolsos a juego. Todo llevaba la etiqueta de los diseñadores que ella adoraba,
pero que nunca había esperado tener. Que lo tuviese ahora era, evidentemente, gracias a Pedro. Lo increíble era que hubiese borrado todo aquello de su memoria.


La chica que había crecido en una casita en Vancouver había llegado muy lejos y, una vez, tal lujo la hubiese intimidado. Ahora esas telas, esos colores, parecían darle la bienvenida como los fríos azules y grises de la villa de Pantelleria no habían podido hacerlo. Se sentía en su hogar, segura, a salvo. La dueña de su casa, sin sombras oscuras sobre su cabeza.


Agradecida a Pedro por haber aceptado volver a Milán y por darle a su matrimonio otra oportunidad, intentó encontrar una manera de mostrarle su agradecimiento. Quería que fuese algo que no dependiera del dinero, un regalo sencillo que saliera del corazón.


Y, una vez de vuelta en la cocina, encontró la inspiración que necesitaba.


Cuando era adolescente uno de sus intereses, aparte de la moda, había sido la cocina. Solía ayudar a su madre con la cena de los domingos, pero como esposa de Pedro nunca había podido hacer siquiera una tostada. Al menos, no en las últimas semanas. Pero a partir de aquel día todo estaba a punto de cambiar.


Pedro le había dicho que habían llenado la nevera, de modo que allí tendría los ingredientes necesarios... pero una rápida mirada reveló que sólo había vino, queso, fruta y poco más. Sí, también había naranjas y plátanos en un cuenco sobre la encimera y varias cajas de galletas, pero con eso no podría hacer nada, de modo que decidió salir a comprar.


Encontró lo que buscaba en una callecita en la plaza del Duomo: una tienda de delicatessen con unas cuantas mesas bajo un toldo y un surtido fantástico de productos alimenticios de primera calidad.


Una hora después estaba de vuelta en casa, de modo que tenía una más para prepararlo todo. Y consiguió terminar unos minutos antes de que Pedro volviese de la oficina.


—¿Qué es todo esto? —le preguntó, admirando la mesa que había puesto en la terraza, con un mantel verde, platos de porcelana y rosas blancas en un florero.


Paula le dio una copa de vino blanco.


—He hecho la comida —sonrió, orgullosa de sí misma—. Y he pensado que, como hacía tan buen día, sería estupendo comer en la terraza.


—Pero dije que te llevaría a comer a algún sitio.


—He decidido ahorrarte el esfuerzo.


Pedro sacudió la cabeza.


—Las mujeres de los Alfonso no cocinan para sus maridos.


—Ésta sí —rió Paula, llevándolo a la mesa—. Siéntate y disfruta del vino mientras te sirvo.


—Pero tenemos criados para eso.


—No, hoy no —dijo ella, corriendo a la cocina para dar los últimos toques al plato principal.


Pedro la siguió y se apoyó en la encimera, observándola, divertido al verla echando almendras molidas sobre pechugas de pollo cubiertas de una salsa de estragón.


—No sabía que fueras tan buena cocinera.


—Al contrario que tú, yo no crecí rodeada de criados. Mi madre me enseñó a cocinar. Y limpiar también...


—No, de eso nada, hasta ahí podíamos llegar.


—¿Siempre has sido tan mandón o que yo demuestre cierta independencia hace que te salga la testosterona por todos los poros?


—¿Eso es lo que estoy haciendo?


—Bueno, digamos que estás siendo un típico machito italiano. No me sorprendería nada que de un momento a otro empezaras a darte golpes en el pecho.


—¡Pero bueno!


—Si vas a ponerte tan pesado, ayúdame a cortar el pan, anda.


La próxima vez me daberás ponerme un delantal —bromeó Pedro.


No sería mala idea —rió Paula, quitándose el delantal de flores para ponérselo a él.


Pero Pedro se dio la vuelta para tomarla por la cintura.


Has ido demasiado lejos, principessa. Es hora de que te dé una lección.


Paula intentó apartarse, pero él no la dejó.


¿Sabes lo que es hacer el amor sobre la encimera de la cocina?


Imagino que no será muy cómodo.


Su marido la besó con tal pasión que a Paula se le doblaron las rodillas.


Entonces deja de tentar a la suerte y sírveme la comida. Tu castigo puede esperar hasta más tarde.