sábado, 4 de abril de 2020

RECUERDAME: CAPITULO 32





Las paredes estaban pintadas de blanco, en contraste con las cortinas de damasco de color granate. Había muchos cuadros, algunos retratos, otros hermosos paisajes. Y un piano de cola en una esquina, su pulida superficie negra
reflejando la luz que entraba por los ventanales. 


El resto de los muebles eran antigüedades italianas, con los sofás y sillones tapizados en brocado de color crema. En la pared del fondo había una chimenea y a su izquierda dos puertas francesas que daban acceso a una terraza con una fabulosa vista del Duomo.


Dos arcos a ambos lados de la chimenea daban paso a un comedor formal lo bastante grande como para doce personas. Una magnífica araña de cristal colgaba del techo, sus prismas de cristal brillando bajo la luz del sol. Una puerta conectaba esa habitación con la magnífica cocina, con electrodomésticos de última generación.


En el piso de arriba había tres dormitorios, cada uno con su correspondiente cuarto de baño. Una cama con dosel ocupaba el lugar de honor en el dormitorio principal, con altos ventanales y cortinas de seda azul.


Aparte del confort y el lujo, lo que más interesó a Paula fue una fotografía con marco de plata que encontró sobre el escritorio. Eran Pedro y ella en una fiesta, los dos vestidos de noche.


Aunque la fotografía sólo capturaba sus cabezas, las solapas del esmoquin eran visibles, así como el colgante de plata y topacio que llevaba ella.


Pedro sonreía con gesto de confianza, pero la suya era la expresión de un ciervo cegado por los faros de un coche.


—Entonces tenía más pecho —murmuró, entristecida— y mucho más pelo.


Paula entró en el vestidor y se quedó perpleja. 


Había incontables vestidos de diseño, zapatos de tacón, sandalias plateadas y botines de edición limitada con bolsos a juego. Todo llevaba la etiqueta de los diseñadores que ella adoraba,
pero que nunca había esperado tener. Que lo tuviese ahora era, evidentemente, gracias a Pedro. Lo increíble era que hubiese borrado todo aquello de su memoria.


La chica que había crecido en una casita en Vancouver había llegado muy lejos y, una vez, tal lujo la hubiese intimidado. Ahora esas telas, esos colores, parecían darle la bienvenida como los fríos azules y grises de la villa de Pantelleria no habían podido hacerlo. Se sentía en su hogar, segura, a salvo. La dueña de su casa, sin sombras oscuras sobre su cabeza.


Agradecida a Pedro por haber aceptado volver a Milán y por darle a su matrimonio otra oportunidad, intentó encontrar una manera de mostrarle su agradecimiento. Quería que fuese algo que no dependiera del dinero, un regalo sencillo que saliera del corazón.


Y, una vez de vuelta en la cocina, encontró la inspiración que necesitaba.


Cuando era adolescente uno de sus intereses, aparte de la moda, había sido la cocina. Solía ayudar a su madre con la cena de los domingos, pero como esposa de Pedro nunca había podido hacer siquiera una tostada. Al menos, no en las últimas semanas. Pero a partir de aquel día todo estaba a punto de cambiar.


Pedro le había dicho que habían llenado la nevera, de modo que allí tendría los ingredientes necesarios... pero una rápida mirada reveló que sólo había vino, queso, fruta y poco más. Sí, también había naranjas y plátanos en un cuenco sobre la encimera y varias cajas de galletas, pero con eso no podría hacer nada, de modo que decidió salir a comprar.


Encontró lo que buscaba en una callecita en la plaza del Duomo: una tienda de delicatessen con unas cuantas mesas bajo un toldo y un surtido fantástico de productos alimenticios de primera calidad.


Una hora después estaba de vuelta en casa, de modo que tenía una más para prepararlo todo. Y consiguió terminar unos minutos antes de que Pedro volviese de la oficina.


—¿Qué es todo esto? —le preguntó, admirando la mesa que había puesto en la terraza, con un mantel verde, platos de porcelana y rosas blancas en un florero.


Paula le dio una copa de vino blanco.


—He hecho la comida —sonrió, orgullosa de sí misma—. Y he pensado que, como hacía tan buen día, sería estupendo comer en la terraza.


—Pero dije que te llevaría a comer a algún sitio.


—He decidido ahorrarte el esfuerzo.


Pedro sacudió la cabeza.


—Las mujeres de los Alfonso no cocinan para sus maridos.


—Ésta sí —rió Paula, llevándolo a la mesa—. Siéntate y disfruta del vino mientras te sirvo.


—Pero tenemos criados para eso.


—No, hoy no —dijo ella, corriendo a la cocina para dar los últimos toques al plato principal.


Pedro la siguió y se apoyó en la encimera, observándola, divertido al verla echando almendras molidas sobre pechugas de pollo cubiertas de una salsa de estragón.


—No sabía que fueras tan buena cocinera.


—Al contrario que tú, yo no crecí rodeada de criados. Mi madre me enseñó a cocinar. Y limpiar también...


—No, de eso nada, hasta ahí podíamos llegar.


—¿Siempre has sido tan mandón o que yo demuestre cierta independencia hace que te salga la testosterona por todos los poros?


—¿Eso es lo que estoy haciendo?


—Bueno, digamos que estás siendo un típico machito italiano. No me sorprendería nada que de un momento a otro empezaras a darte golpes en el pecho.


—¡Pero bueno!


—Si vas a ponerte tan pesado, ayúdame a cortar el pan, anda.


La próxima vez me daberás ponerme un delantal —bromeó Pedro.


No sería mala idea —rió Paula, quitándose el delantal de flores para ponérselo a él.


Pero Pedro se dio la vuelta para tomarla por la cintura.


Has ido demasiado lejos, principessa. Es hora de que te dé una lección.


Paula intentó apartarse, pero él no la dejó.


¿Sabes lo que es hacer el amor sobre la encimera de la cocina?


Imagino que no será muy cómodo.


Su marido la besó con tal pasión que a Paula se le doblaron las rodillas.


Entonces deja de tentar a la suerte y sírveme la comida. Tu castigo puede esperar hasta más tarde.




No hay comentarios.:

Publicar un comentario