sábado, 4 de abril de 2020
RECUERDAME: CAPITULO 31
Paula observaba por la ventanilla mientras el avión despegaba, dirigiéndose al Mediterráneo. Pronto la costa de Túnez se perdió en la distancia y el puntito negro que era Pantelleria empezó a hacerse más visible.
Cuando despertó esa mañana había mirado atentamente el rostro dormido de su marido.
Durante el sueño parecía más vulnerable, como si no fuese el formidable magnate que era.
Le gustaba la línea de su mentón y cómo el pelo, normalmente tan bien peinado, caía sobre su frente. Le encantaba la columna de su cuello, las pestañas oscuras, el arco de sus cejas. Y su boca... la forma de los labios, su textura y su asombroso talento para seducirla con ella.
Más que nada, adoraba su fuerza; una fuerza que no tenía que ver con los músculos y sí con el carácter y la personalidad. Paula no recordaba su relación, pero sabía por instinto que podía contar con él. Aunque indudablemente guapo y más sexy de lo que una mujer podía soportar, su belleza llegaba del interior y eso era lo que amaba de verdad.
Amar...
Una palabra que se pronunciaba tantas veces sin tener en cuenta su significado.
Pero en ocasiones la única palabra que servía,aunque no recordase haberla oído nunca de labios de Pedro. ¿Sería posible volver a enamorarse de él en tan poco tiempo o la emoción que sentía estando con Pedro era algo que su corazón recordaba aunque no lo recordase su cerebro?
Él abrió entonces los ojos.
—Buon giorno —murmuró, estirándose—. ¿Qué ocurre? Estás muy pensativa.
—Es que estaba pensando —sonrió Paula.
—¿En qué?
—En lo que me gustaría desayunar.
—¿Se te ha ocurrido alguna idea?
—Sí —murmuró ella, tirando de la sábana y poniendo el dedo exactamente en el punto de su anatomía que deseaba tocar—. Me gustaría comerte a ti.
—Hazme lo que quieras, amore mio. Soy todo tuyo.
Después de empezar así la mañana fueron a ver los famosos mosaicos del museo Bardo.
—No quiero volver a Pantelleria —dijo Paula entonces—. ¿No podemos ir directamente a Milán? Quiero ver nuestra otra casa.
—¿Crees que estás preparada para un cambio tan radical? Milán es una gran ciudad y hubo un tiempo en el que preferías la tranquilidad de la isla.
—No, ya no. Antonia y el resto del servicio son muy amables, pero quiero estar con gente que no me mire como si fuera una enferma. Y que no me trate como si fuera a romperme en cualquier momento. Además, estamos en la segunda semana de octubre y tú mismo dijiste que en la isla no había mucho que hacer cuando terminaba el verano.
—Es verdad —asintió Pedro—. Además, dentro de poco empezará la semana de la moda de Milán y sé que te encantan los desfiles.
La oportunidad de ver diseños creativos e innovadores en la pasarela la llenó de emoción.
—¡Desde luego que sí!
—A lo mejor también podría interesarte en algo más. El próximo sábado celebramos la cena benéfica anual de Parchi per Bambini, la fundación que creó mi bisabuelo, que es tan importante hoy como lo fue en el pasado. Se han construido más de cien patios de juegos en las zonas más pobres, aunque no tantos como nos gustaría, especialmente en el sur. Y la cena será una ocasión de gala. ¿Te apetece ir conmigo?
—Me encantaría —sonrió Paula.
—Piénsalo antes de decir que sí.
—¿Por qué?
—Toda mi familia estará allí y eso podría ser un poco abrumador.
Paula hizo una mueca.
—Ya conozco a tu madre. Pero tendré que enfrentarme con ella tarde o temprano, así que...
—No pensabas lo mismo hace dos semanas.
—Hace dos semanas no había redescubierto mi matrimonio —dijo Paula. Ni había vuelto a enamorarse otra vez de su marido. Pero era demasiado pronto para decírselo—. No soy la misma mujer que hace dos semanas.
—No, es verdad —sonrió él—. De acuerdo, es una cita entonces. Mañana nos iremos a Milán.
Eso la hizo sentir más feliz que en mucho tiempo. Estaba a punto de descubrir la otra mitad de su vida con un poco de suerte, una vida sin las miradas del personal de servicio y sin puertas cerradas con llave.
—Bueno, aquí estamos —Pedro abrió la puerta del ático, al que se accedía a través de un ascensor privado, y le hizo un gesto con la mano.
Paula entró en un espacioso vestíbulo y se detuvo, atónita. Si la casa de la isla era lujosa, aquella residencia era palaciega: brillantes suelos de madera y paredes de cristal en una entrada que podría haber sido un salón de baile.
A un lado, una escalera de caracol llevaba a una galería con una cúpula de cristal que iluminaba toda la estancia.
Aparentemente sorprendido por su silencio, Pedro tocó su brazo.
—Si te preocupa sentirte sola, puedo cancelar mi reunión.
—No, ¿por qué? Este sitio no está embrujado, ¿verdad?
—No que yo sepa.
—Entonces vete a esa reunión, yo estoy perfectamente.
—La reunión no durará más de una hora o dos, pero llama si necesitas algo. Mi ayudante me pasará la llamada de inmediato.
—Muy bien.
—Mientras tanto, sírvete una copa de vino y relájate un poco. Llamé hace un rato para pedir que llenasen la nevera... o mejor aún, échate una siesta. Hemos salido muy temprano de Pantelleria e imagino que estarás cansada.
¿Cansada? No se había sentido más llena de energía en toda su vida.
—Por favor, deja de preocuparte. Estoy perfectamente.
—Muy bien —Pedro la abrazó, sonriendo—. Iremos a comer a algún sitio cuando vuelva —le prometió, el brillo de sus ojos sugiriendo que el almuerzo no era lo único que tenía en mente.
—Venga, vete. Cuanto antes te vayas, antes volverás.
Paula esperó hasta que las puertas del ascensor se cerraron y luego atravesó un arco sujeto por dos columnas de mármol que llevaba al salón... salvo que ese sustantivo no le hacía justicia a la sala que había frente a ella.
RECUERDAME: CAPITULO 30
Pedro sabía que la discusión con su madre estaba detrás de esa respuesta y debería haberse mostrado más comprensivo. Pero la compañía que había creado su bisabuelo estaba perdiendo dinero y había que detener la sangría.
De modo que, en lugar de asegurarle que prefería estar con ella, se oyó decir a sí mismo:
—Bueno, por lo menos podrás llamar al amable señor Gauthier para que te haga compañía si las noches te parecen demasiado largas y solitarias.
Paula lo miró, perpleja.
—¿Qué has dicho?
—Me has oído.
—Sí, te he oído —dijo ella, con los ojos llenos de lágrimas—. Imagino que la mitad de la isla piensa lo mismo.
—Tú no eres la única que está cansada de las separaciones, Paula. Si hubiera querido vivir una vida de soltero no me habría casado.
—Tal vez ése ha sido el error —suspiró ella—. Pero como tienes tan poca confianza en mí, tal vez lo que deberíamos hacer es poner fin a lo que nunca ha sido una historia de amor.
¿Y dejar la puerta abierta para que aquel artista entrase en su terreno? Ni muerto.
—Fueran cuales fueran las razones para nuestro matrimonio, la realidad es que estamos casados y yo he hecho todo lo posible para que funcionara. Tú tienes toda la libertad que quieres para hacer lo que te plazca y yo no tengo la menor intención de divorciarme, Paula.
—Me da igual lo rico y famoso que seas. No pienso seguir sufriendo por el privilegio de ser la esposa de Pedro Alfonso. No quiero estar con un hombre que se casó conmigo por compasión...
—No me casé contigo por compasión, Paula.
—Yo sé muy bien por qué te casaste conmigo: porque creías que era tu obligación.
—Sí, cumplir con mi obligación siempre ha sido importante para mí.
—¿Entonces cómo explicas esto? —tomando una revista de la mesa, Paula le mostró la portada, en la que aparecía Pedro saliendo de un restaurante con una rubia alta y bronceada con un vestido blanco prácticamente invisible.
—No puedo —suspiró él—. Y no voy a mentirte. Cuando estoy trabajando a menudo tengo que cenar con empresarios y sus esposas, muchas de las cuales son muy atractivas. Pero yo no conozco de nada a esta mujer. No sé quién es y
te aseguro que no recuerdo haber hablado nunca con ella.
—Tú y yo tampoco pasamos mucho tiempo hablando la noche que nos conocimos —dijo Paula entonces—, pero eso no impidió que...
—Sé muy bien cómo terminó la noche. Cometí un error y estoy haciendo lo posible por enmendarlo. Pero si estás decidida a tirar la primera piedra, permite que te recuerde que fue tanto culpa mía como tuya. Lo único que tenías que haber hecho era pedirme que parase.
Pedro se marchó después de eso y una hora después estaba en el jet con rumbo a Milán.
Pero al día siguiente recibió una llamada de la policía. Había habido un accidente en Pantelleria: un coche se había salido de la carretera, cayendo por un acantilado a unos cinco kilómetros de su casa. Sebastian había sufrido lesiones poco importantes, pero Paula estaba en coma y el conductor, Yves Gauthier, había muerto
viernes, 3 de abril de 2020
RECUERDAME: CAPITULO 29
Había empezado el primer fin de semana de agosto, cuando volvió a casa después de un viaje de negocios a Australia. El año anterior, cuando se casaron, habían acordado que lo mejor sería que ella se quedase en Milán mientras él estaba de viaje. Su familia estaba cerca y también lo estaba su ginecólogo.
Pero cuando nació Sebastian a finales de enero Paula empezó a pasar más tiempo en Pantelleria, estuviese allí Pedro no.
—Aquí estoy más relajada —le decía— y tengo más tiempo para estar con el niño. Tú estás tan ocupado durante la semana que, de todas formas, apenas nos vemos.
Lo que no dijo, aunque Pedro lo sabía, era que quería escapar de su madre, que no disimulaba su aversión hacia ella.
—Es una muerta de hambre que ha atrapado a nuestro hijo y no la nuera que yo esperaba —había oído que le decía a su padre.
—Tampoco tú eras la nuera que mis padres esperaban —le había recordado Edmundo Alfonso—, pero mi madre por fin te aceptó y sugiero que sigas su ejemplo. Pedro ha elegido a Paula y, por lo que yo veo, está muy contento.
Pero en mayo todo el clan Alfonso se había ido a Pantelleria. Como él, su padre y su cuñado pasaban la semana en Milán y volvían a la isla el viernes por la tarde, dejando a las mujeres haciéndose compañía hasta entonces.
Y ahí habían empezado los problemas
Juliana y Paula se habían llevado bien desde el primer día, pero lo de Paula y su madre era otra historia, como Pedro había descubierto cuando volvió de Australia.
Celeste no perdió el tiempo, arrinconándolo en el jardín en cuanto llegó a la isla.
—No tiene experiencia y debería agradecer mi ayuda —se quejó, refiriéndose a una confrontación que había tenido lugar unos días antes porque, según ella, Paula no hacía bien su papel de madre—. Yo sé lo que es mejor para mi nieto.
—Tienes que dejar de entrometerte, madre —había replicado Pedro—. Y deja de minar la confianza de Paula.
—Deberías agradecerme que la vigilase cuando tú no estás aquí.
—Paula no necesita que nadie la vigile. Yo confío en ella por completo.
—Demasiado, en mi opinión —había replicado su madre.
Cuando iba a dirigirse hacia la casa, enfadado, Celeste sacó el tema de Yves Gauthier, un hombre nuevo en la isla del que Pedro no sabía mucho.
—Es canadiense, como ella, y dice ser artista, aunque nadie ha oído hablar de él. Ha alquilado la casa de Belvisi para el verano, pero no es ningún secreto que mientras estabas fuera ha pasado más tiempo aquí que allí. Según parece, tu mujer y él se han hecho muy buenos amigos.
No me sorprende.
—Son compatriotas y tienen cosas en común —replicó Pedro, negándose a morder el anzuelo—. Y deberías saber que no vale de nada crear problemas donde no los hay, madre. No funcionó cuando lo intentaste con Juliana y Lorenzo y no va a funcionar ahora. Paula es mi mujer y la madre de mi hijo y eso no va a cambiar.
Ella se encogió de hombros.
—Si eso es lo que quieres, de acuerdo. Pero al menos deja que te diga una cosa: me alegro de que hayas decidido pasar una semana aquí porque me creas o no, alguien tiene que recordarle a Yves Gauthier cuál es su sitio. Y su sitio no es tu casa, hijo.
Pedro rió, acusándola de dejarse llevar por la imaginación, pero la semilla de la duda ya había sido plantada.
Empezó a notar que Paula nombraba a Gauthier frecuentemente y que el canadiense parecía haberse hecho un sitio en su círculo social como si fueran amigos de toda la vida.
El nunca había sido un hombre celoso porque las mujeres con las que salía nunca le habían dado razones para serlo. Y que como marido se encontrase ahora a merced de tal debilidad lo avergonzaba y lo enfurecía.
El problema llegó cuando sus padres y él tuvieron que volver urgentemente a Milán para asistir a una reunión con el consejo de administración.
—Pero si acabas de llegar —protestó Paula—. ¿No pueden ir tus padres sin ti?
—No, lo siento. Tenemos un problema en una empresa norteamericana que podría costarnos mucho dinero.
—Pero ya nunca estamos juntos.
—Ven conmigo —dijo él entonces—. Podríamos enseñarle la ciudad a Sebastian, ir de compras, visitar museos.
—Pero si vas a estar todo el día trabajando —suspiró Paula—. No, gracias. Estoy harta de sentirme insignificante. Prefiero quedarme aquí.
RECUERDAME: CAPITULO 28
La llevó a un maravilloso restaurante en el corazón de la Medina. Era un local con arcos mudéjares, antigüedades árabes y lámparas de aceite; un sitio que le recordaba a las películas de espías de los años cuarenta.
Después de descalzarse, sentados sobre almohadones, cenaron un suculento cordero hecho con azafrán, acompañado del tradicional cuscús y un buen vino local. Eso sorprendió a Paula, no sólo por su calidad sino porque lo sirvieran en un país de mayoría musulmana.
—Túnez no es un país tan rígido en sus costumbres como otros países musulmanes —le explicó Pedro—. En la mayoría de los restaurantes sirven vino, al menos en la ciudad, seguramente una costumbre que dejaron los franceses. ¿Cómo está el cordero, por cierto?
—Riquísimo —sonrió ella.
—Tienes que dejar sitio para el postre. Aquí hacen unos pastelillos de miel rellenos de dátiles y almendras que están para chuparse los dedos. Como te gusta tanto el dulce, seguro que quieres probarlos.
—Parece que conoces bien este sitio, de modo que no es tu primera visita.
—No, he estado aquí un par de veces —admitió él—. Cuando estaba soltero, antes de conocerte. Pero estar contigo aquí ahora es mucho mejor.
—Lo estoy pasando muy bien, Pedro.
—Entonces volveremos en otra ocasión e iremos a dar un paseo en camello por el Sahara.
—No sé si me gustaría eso —rió Paula—. Nunca he montado a caballo siquiera.
—Seguro que tampoco has hecho nunca el baile del vientre, pero hay una primera vez para todo —sonrió Pedro señalando el escenario.
Allí acababan de aparecer unas mujeres que empezaron a moverse sinuosamente mientras un cuarteto de músicos vestidos con ropas beduinas tocaban unos instrumentos que a Paula le resultaban extraños.
Las bailarinas llevaban una especie de pantalón de pijama y sujetadores de los que colgaban cuentas doradas que se movían con cada ondulación de sus caderas. En vista de la cantidad de piel visible entre el pantalón y el sujetador, era asombroso que ambas piezas siguieran en su sitio con tanto movimiento.
—¿Quieres que les pregunte si te darían clases? Seguro que no les importaría.
—Muy bien... si tú pruebas la pipa que están fumando esos hombres de allí.
—Lo siento, no fumo.
—Entonces yo no bailo —rió Paula, apoyándose en su hombro.
Salieron del restaurante poco después de las once y Túnez al anochecer era una sorpresa. En lugar de las prisas y los gritos de la mañana, la gente se sentaba en la calle, fuese en un banco, en la acera o en los escalones de sus casas, charlando tranquilamente mientras se recuperaban del intenso calor del día.
Una vez de vuelta en el hotel, Paula se apoyó en la barandilla de la terraza, mirando el Mediterráneo.
—Ha sido una experiencia maravillosa. Como una cena de Las mil y una noches.
Detrás de ella, Pedro bajó la cremallera del vestido para besarla en el hombro.
—Y esta noche en particular aún no ha terminado.
—Si no recuerdo mal, tenemos un asunto que resolver —murmuró.
—¿Ah, sí?
—Ponte algo más cómodo, cara mia, mientras pido una botella de champán.
Pero Paula no necesitaba champán. No necesitaba nada en absoluto salvo a su marido. El champán se calentó, el camisón no salió del armario y Pedro la amó con una imaginación y una sabiduría que la dejaron sin aliento.
Exploraba cada centímetro de su cuerpo, besando sus pies, sus rodillas, sus pechos, jugando con su ombligo, enterrando la cara entre sus piernas...
La hacía temblar, pero cuando pensaba que iba a perder la cabeza volvía a entrar en ella y se apartaba para volver a hacerlo una vez más.
Cuando por fin la poseyó, Paula se contrajo en interminables espasmos de placer que la estremecían de los pies a la cabeza. Y cuando Pedro llegó al orgasmo fue glorioso; un viaje delirante al final de la tierra.
Agotados, cayeron uno en brazos del otro, sabiendo que ocurriera lo que ocurriera en el futuro, aquélla era una noche que no olvidarían nunca.
Paula dormía como una niña, totalmente relajada, su respiración tranquila y pausada, con la mano sobre su pecho.
¿Habría ocurrido un milagro?, se preguntó Pedro. ¿Podría un fin de semana romántico arreglar un matrimonio que había ido degradándose con el paso de los meses, culminando en una terrible pelea que casi le había costado la vida a su mujer?
No había querido contarle por qué habían discutido esa noche, pero él no podría olvidarlo nunca. Los detalles seguían grabados en su memoria, como el sentimiento de culpa y las sospechas.
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