lunes, 30 de marzo de 2020

RECUERDAME: CAPITULO 17





Al día siguiente, a las dos, había reunido un grupo de amigos y la tripulación del yate iba de un lado a otro sirviendo copas y aperitivos.


Una vez superada su timidez inicial, Paula se mezcló con los invitados, charlando alegremente con todos... a pesar de sus humildes orígenes, se movía y actuaba como si formase parte de la alta sociedad.


—Me caen muy bien tus amigos —le dijo después de cenar, cuando el resto de los invitados, tal vez para darles un poco de intimidad, habían salido a cubierta—. Gracias por presentármelos. Ahora tengo la impresión de conocerte mejor.


Tú también les has caído muy bien, especialmente a Eduardo. No te sorprendas si te pide que salgas con él antes de marcharte de Italia.


¡Como si fuera a decirle que sí!


¿Por qué no? Él conoce la historia de la zona mucho mejor que yo y puede enseñarte sitios que no aparecen en las guías turísticas.


—¿Y a ti no te importaría que saliera con él?


Yo no tengo derecho a decir nada... no eres de mi propiedad.


Paula no pudo disimular su desilusión.


—No, claro que no —murmuró, apartando la mirada—. Pero... me parece que he tomado demasiado el sol y me duele un poco la cabeza. Será mejor que vuelva al hotel.


—¿Estás segura?


Sí.


En ese caso, te acompaño.


Paula no dijo nada más hasta que llegaron al muelle.


Adiós, Pedro.


—Espera un momento. ¿No quieres que te acompañe?


—Puedo ir sola al hotel.


Pero insisto en acompañarte...


No —dijo ella, negando con la cabeza—. No soy una niña, Pedro. Y aunque seguramente tú pensarás que soy poco sofisticada, no soy del todo ingenua. Hemos pasado un buen rato y ya no quieres saber nada de mí. Lo entiendo.


Él se sintió avergonzado.


—No sé cómo responder a eso.


—Entonces te lo pondré fácil: hemos hecho el amor, o lo que sea, por consentimiento mutuo. Ha sido cosa de una noche, así que vamos a despedirnos sin rencores.


Podría no tener experiencia en temas sexuales, pero era una profesional en cuanto a hacer que un hombre se sintiera como un canalla.


—Si te sientes engañada, lo siento muchísimo. En mi defensa debo decir que también tú me has engañado, aunque ésa no fuera tu intención.


—¿Porque no te advertí de que era virgen?


Sí.


—¿Y eso habría cambiado algo?


Por supuesto que sí —contestó él—. No te habría puesto una mano encima, por deseable que te encontrase.


Paula parpadeó varias veces para controlar las lágrimas.


Jamás pensé que lamentaría haber esperado hasta que apareciese el hombre adecuado.


—Lamentablemente, yo no soy el hombre adecuado para ti.


Y yo no tengo intención de ser el juguete de un playboy —Paula se inclinó para darle un beso en la mejilla—. Adiós, Pedro. Gracias por todo.


Estaba equivocada, pensó Pedro, conteniendo el impulso de correr tras ella. Él no veía a las mujeres como juguetes. Sentía un gran respeto por ellas y, en general, siempre mantenía buenas relaciones con sus ex amantes.


Aunque sí buscaba cierto nivel de sofisticación en sus relaciones. Era directo y no hacía promesas que no tuviese intención de cumplir. 


Cuando una aventura terminaba esperaba que ella lo aceptase sin discusiones, sin lágrimas, sin escenas.


Y, por esa razón, una chica encantadora e ingenua no era para él. Al menos no lo había sido hasta que Paula Chaves apareció en su vida.




RECUERDAME: CAPITULO 16




Paula lo hizo, tentativamente, sus dedos cerrándose sobre su miembro con tal suavidad que estuvo a punto de explotar... cuando había planeado llevarla al orgasmo con la lengua.


Eso no iba a pasar. Estaba demasiado cerca del final como para posponer lo inevitable. De modo que, o se arriesgaba a hacer el más completo de los ridículos o le hacía el amor de inmediato, rezando para aguantar lo suficiente.


Eligió esto último. Sentándola sobre un banco acolchado, Pedro se colocó sobre ella, abriendo sus piernas con una rodilla. En un momento de locura la rozó entre las piernas con la punta, pero fue tan excitante sentir su calor que apenas tuvo tiempo de ponerse un preservativo antes de entrar en ella.


Inesperadamente, se encontró con una barrera y sintió que Paula se agarraba convulsivamente a sus hombros. Eso le decía todo lo que tenía que saber y si hubiera tenido algo de integridad se habría apartado. Pero Pedro había pasado el punto sin retorno y, olvidando la decencia, empujó más fuerte y se estremeció dentro de ella unos segundos después.


¿Y ella? 


Paula temblaba, sus ojos como dos oscuras piscinas en la penumbra.


—Mi dispiace —murmuró cuando pudo volver a hablar, acariciando su pelo—. Paula, lo siento... yo no tenía ni idea...


Ella giró la cara para besar su mano.


—No debes lamentarlo. Me alegro de que tú hayas sido el primero.


Maldiciéndose a sí mismo en voz baja, Pedro se levantó y volvió poco después con dos albornoces.


¿Cómo te encuentras? —le preguntó, envolviéndola en uno de ellos—. ¿Te he hecho daño?


No, no —Paula enterró la cara en su pecho como una niña.


Aunque no lo era. ¿O sí? ¿Cómo iba un hombre a saberlo cuando había niñas de catorce años que se vestían como mujeres de veinte?


¿Cuántos años tienes?


Veintiocho.


Él dejó escapar un suspiro de alivio... y de sorpresa.


¿Y has sido virgen hasta los veintiocho años?


Nunca he tenido tiempo para una relación seria.


Pedro empezó a escuchar campanitas de alarma. ¿Pensaría Paula que hacer el amor equivalía a una relación? No, seguro que no. A los veintiocho años no podía estar tan alejada de la realidad.


—La primera vez de una mujer debería ser algo especial. Imagino que yo te he decepcionado.


—No, al contrario —sonrió ella—. Recordaré esta noche mientras viva.


Y así sería, pero no por las razones que él había imaginado.


Un reloj en alguna parte del yate dio la hora y Pedro dejó escapar un suspiro antes de buscar sus labios en un beso lleno de ternura.


—Ha sido una noche muy larga y debes estar agotada —sonrió, inclinándose para tomar el vestido del suelo—. Ven, te diré dónde debes vestirte y luego te llevaré al hotel.


Ah, claro.


La desilusión que había en su voz era evidente, pero Pedro la llevó a uno de los camarotes.


No tienes que darte prisa. Te espero en cubierta.


Ya había arrancado la motora cuando salió del camarote y no perdió un segundo para llevarla a puerto. Estaba deseando despedirse. No porque después de hacer el amor con ella no quisiera volver a verla sino porque se sentía como un gusano y no se atrevía a mirarla a la cara.


Pedro la acompañó a la puerta del hotel Splendido Mare, pero no entró con ella.


Porque si Paula lo invitaba a entrar no sería capaz de negarse.


—Gracias por esta noche tan especial —murmuró, besándola en ambas mejillas—. Que duermas bien, Paula. Buona notte.


—¿A qué hora nos vemos mañana?


—¿Mañana? —repitió él.


Dijiste que ibas a llevarme a navegar, ¿recuerdas?


Desgraciadamente lo había hecho. Si hubiera sido otra mujer se le habría ocurrido alguna excusa, pero Paula lo miraba con tal ilusión que no tuvo corazón para decirle que no.


—¿A las dos en el muelle?


—Estupendo. Nos vemos entonces.


Sí —murmuró Pedro—. A domani.




RECUERDAME: CAPITULO 15





En cuanto subieron a la motora Pedro arrancó y, una vez en el yate, no perdió el tiempo preparando la escena: champán, música suave y alguna luz encendida en cubierta para no tropezar.


Él no vivía en el yate, pero había pasado muchos días allí haciendo un crucero por el Mediterráneo. Y la llevaría a navegar al día siguiente si Paula estaba dispuesta. Mientras tanto, la invitó a bailar.


—Si puedo hacerlo descalza...


Podría desnudarse si le apetecía, pensó Pedro. Aunque, por supuesto, no lo dijo en voz alta. La noche seguía siendo relativamente joven, ya habría tiempo para eso más tarde.


—Claro que sí —contestó, tomándola por la cintura.


Al principio ella se mostraba un poco rígida, pero Pedro había elegido bien la música. Ahora los nombres importantes eran otros, pero para una noche de seducción no había nada como Nat King Cole.


Con un metro ochenta y ocho, era más alto que la mayoría de los italianos, pero también Paula era alta, un metro setenta y siete por lo menos... y eso sin los tacones.


Mientras el encanto eterno de la música los envolvía, ella se relajó lo suficiente como para dejarse llevar. Su pelo olía a bergamota y tomillo, su piel era suave y cálida como el pétalo de una gardenia acariciado por el sol.


Pedro puso una mano en su espalda y la apretó contra su cuerpo para que notase la erección que no se molestaba en esconder... y, al hacerlo, sintió el aliento de Paula sobre el cuello de la camisa, el roce de sus pestañas en la mejilla.


La música terminó y, levantando su cara con un dedo, buscó sus ojos, dejando que el silencio los envolviese; la tensión sexual entre ellos era tan poderosa que, cuando al fin la besó, Paula se derritió entre sus brazos.


Como él nunca aceleraba sus placeres, y sin la menor duda Paula era la promesa de un placer extraordinario, volvió a besar su sien, su nariz, su garganta. Y cuando volvió a buscar su boca, sintiendo que se plegaba ante la suya, supo que tenía la victoria en la mano.


Aun así, no tenía prisa. ¿Para qué apresurarse a comer todo el pastel teniendo toda la noche por delante?


Pedro volvió a besarla, más profundamente esta vez, pasando la lengua por sus labios que se abrieron para él. Sabía a champán, embriagadora, irresistible. Pero él quería más. Mucho más.


Lentamente desabrochó su vestido, que cayó al suelo, alrededor de sus pies. No llevaba sujetador y las braguitas eran tan pequeñas que incluso él, que creía conocer todos los misterios de la ropa interior femenina, no podía imaginar cómo se sujetaban. Pero, metiendo un dedo bajo el elástico, se libró de la prenda de un simple tirón.


Obedientemente, Paula levantó los pies para liberarse del vestido. Con ropa había sido preciosa, desnuda era de quitar el hipo: piernas largas, cintura estrecha y curvas suaves, pura simetría, con una piel tan lustrosa como su collar de perlas.


Y, de repente, mirarla no era suficiente. La deseaba toda y la deseaba con una urgencia que debería haberlo avergonzado.


El deseo de seducirla poco a poco se fue por la borda y Pedro se quitó la ropa a toda prisa, tirándola al suelo. Había pensado besar cada centímetro de su piel hasta que le suplicase que le hiciera el amor y, en lugar de eso, se encontró a sí mismo suplicando, su voz ronca de deseo mientras la urgía a tocarlo tan íntimamente como lo hacia él.





domingo, 29 de marzo de 2020

RECUERDAME: CAPITULO 14





SE HABÍA fijado en ella de inmediato. Con un sencillo vestido negro y un discreto collar de perlas, aquella rubia se movía con la elegancia y la dignidad de una duquesa. Pero lo que había capturado su interés no era su estilo sino la indiferencia que vio en sus ojos azules cuando lo descubrió mirándola.


Pedro no estaba acostumbrado a ser ignorado por el sexo opuesto, especialmente en su territorio.


La mujer que iba con ella, con un vestido muy llamativo, parecía la típica turista norteamericana, demasiado enjoyada y llamando demasiado la atención.


Guárdame el sitio, Paula —le pidió, reuniendo sus fichas—. Voy un momento al lavabo a empolvarme la nariz.


¿De verdad las mujeres se empolvan la nariz? —preguntó Pedro, colocándose en el sitio que había dejado vacante.


—¿Perdone? —le preguntó la duquesa.


—¿De verdad las mujeres siguen empolvándose la nariz?


—No tengo ni idea —contestó ella—. Y, por cierto, ese asiento está ocupado.


—Por su amiga, ya lo sé. Yo se lo guardaré hasta que vuelva —sonrió Pedro—. ¿No piensa apostar?


No, estoy aquí para hacerle compañía a Pamela y no tengo fichas.


Pedro empujó una pila de fichas hacia ella.


Ahora las tiene.


No puedo aceptarlas. Ni siquiera lo conozco... podría usted ser cualquiera.


Divertido, y picado por su sinceridad, él se presentó:
—Soy Pedro Alfonso, un nombre absolutamente respetable, como podrá decirle cualquiera.


La joven se puso colorada.


No estaba intentando ofenderlo.


Ya lo sé.


Pero no puedo aceptar su dinero.


No es dinero hasta que gane.


—Pero no pienso apostar porque no tengo ni idea de cómo se juega a esto.


—Yo podría enseñarle.


—No, gracias.


No lo está pasando muy bien, ¿verdad?


No —admitió ella—. No estaría aquí si no fuera por mi amiga. No me gustan los casinos.


¿Y qué sitios le gustan?


—Menos ruidosos y con menos gente.


Venga conmigo entonces, conozco el lugar perfecto.


La respuesta a tal invitación fue una mirada que hubiese convertido en piedra a un hombre menos decidido.


—No, gracias.


¿Porque sigue pensando que soy el estrangulador de Portofino?


Ella apretó los labios, pero no pudo disimular una sonrisa.


Se me había ocurrido, sí.


Entonces permítame que la saque de su error Pedro llamó al gerente del casino, un hombre de pelo blanco y aspecto respetable al que conocía de siempre Federico, ¿te importaría decirle a esta jovencita que soy una persona decente? Parece que no confía en mí.


Federico irguió los hombros.


—El signor Alfonso es uno de nuestros mejores clientes, signora. Le aseguro que está usted en inmejorable compañía.


¿Y bien?Pedro sonrió cuando el gerente se alejaba¿Eso ha hecho que cambie de opinión?


Admito que me sentiría tentada si no fuera por Pamela. No puedo dejar sola a mi amiga.


Pero Pamela, como Pedro imaginaba, ya había encontrado diversión con un hombre que podría ser su padre y se acercó a la mesa para despedirse.


Nos vemos más tarde... o mañana, no estoy segura.


Muy bien murmuró la duquesa.


Pedro sonrió.


¿Podemos ir a dar un paseo ahora?


Me encantaría. Aquí dentro no puedo respirar.


Aunque su objetivo era llevarla al yate, primero la llevó a un restaurante situado en la piazzetta. El camarero, que lo conocía bien, los acompañó hasta una mesa en el patio.


¿Mejor?le preguntó.


Mucho mejor suspiró ella, quitándose las sandalias de tacón.


Encantado, Pedro se quitó la corbata y desabrochó el primer botón de su camisa
antes de pedir una botella de champán.


Y, afortunadamente, el champán desató su lengua. Le contó que se llamaba Paula Chaves y que era de Vancouver, Canadá. Después de dos años en la universidad había empezado a trabajar como dependiente en una tienda para novias y a los veintidós años había sido ascendida a gerente. Pero encontró el trabajo de sus sueños al convertirse en compradora personal para clientes con mucho dinero y muy mal gusto. Le encantaba la ropa, se hacía muchos de sus vestidos y vivía en un apartamento desde el que se veía el estrecho de Georgia.


Había estado muy unida a sus padres, que habían muerto en los últimos cinco años. Su padre sufrió un aneurisma mientras veía la televisión y murió antes de que pudiesen llamar a la ambulancia. Treinta cuatro meses después, su madre, que sufría de asma, había muerto de una neumonía.


‐Los echo mucho de menos ‐le confesó.


Que ella estuviera en Italia había sido un arreglo de última hora y una especie de regalo de la señora Elliott‐Rhys, una cliente agradecida que, además, era la madre de Pamela.


La amiga que debía haber venido con ella se rompió una pierna la semana pasada y la señora Elliott‐Rhys me convenció para que viniera con Pamela porque no quería que su hija viajara sola.


—¿Y cuánto tiempo estaréis en Portofino? —le preguntó, tuteándola.


—Cinco días. Volvemos a casa el miércoles.


Perfecto. El tiempo suficiente para pasarlo bien sin temor a ataduras.


¿Más champán? —sugirió Pedro.


No, gracias. No me gusta demasiado beber.


¿Puede uno tomar demasiado de algo tan bueno?


No lo sé, pero si no te importa prefiero pasear un rato más.


—Como quieras —Pedro se levantó de la silla y se inclinó para ponerle las sandalias, un gesto que Paula agradeció poniéndose colorada.


Fueron paseando por las calles empedradas hasta el puerto y ella no puso ninguna objeción cuando la llevó por la rampa del muelle.


—Ten cuidado. Esos tacones no están hechos para caminar por aquí y no quiero que resbales.


—Me preocupa más que nos detengan —le confió ella, mirando la flotilla de lujosos yates—. ¿Seguro que podemos estar aquí?


—Pues claro. Mi yate está anclado en el puerto.


Si se parece a alguno de éstos, me temo que no estoy en mi elemento.


—No dejes que te asusten, la mayoría son alquilados —sonrió Pedro. Aunque no se molestó en explicarle que el suyo era el más grande de todos.


Siempre lo anclaba lo más lejos posible del muelle, una decisión inteligente porque cuando sentía la inclinación de salir a navegar era más fácil llegar a mar abierto. Y cuando lo que quería era seducir a una mujer guapa, tenía cierta intimidad.


Y aquella noche definitivamente necesitaba intimidad.