domingo, 29 de marzo de 2020
RECUERDAME: CAPITULO 14
SE HABÍA fijado en ella de inmediato. Con un sencillo vestido negro y un discreto collar de perlas, aquella rubia se movía con la elegancia y la dignidad de una duquesa. Pero lo que había capturado su interés no era su estilo sino la indiferencia que vio en sus ojos azules cuando lo descubrió mirándola.
Pedro no estaba acostumbrado a ser ignorado por el sexo opuesto, especialmente en su territorio.
La mujer que iba con ella, con un vestido muy llamativo, parecía la típica turista norteamericana, demasiado enjoyada y llamando demasiado la atención.
—Guárdame el sitio, Paula —le pidió, reuniendo sus fichas—. Voy un momento al lavabo a empolvarme la nariz.
—¿De verdad las mujeres se empolvan la nariz? —preguntó Pedro, colocándose en el sitio que había dejado vacante.
—¿Perdone? —le preguntó la duquesa.
—¿De verdad las mujeres siguen empolvándose la nariz?
—No tengo ni idea —contestó ella—. Y, por cierto, ese asiento está ocupado.
—Por su amiga, ya lo sé. Yo se lo guardaré hasta que vuelva —sonrió Pedro—. ¿No piensa apostar?
—No, estoy aquí para hacerle compañía a Pamela y no tengo fichas.
Pedro empujó una pila de fichas hacia ella.
—Ahora las tiene.
—No puedo aceptarlas. Ni siquiera lo conozco... podría usted ser cualquiera.
Divertido, y picado por su sinceridad, él se presentó:
—Soy Pedro Alfonso, un nombre absolutamente respetable, como podrá decirle cualquiera.
La joven se puso colorada.
—No estaba intentando ofenderlo.
—Ya lo sé.
—Pero no puedo aceptar su dinero.
—No es dinero hasta que gane.
—Pero no pienso apostar porque no tengo ni idea de cómo se juega a esto.
—Yo podría enseñarle.
—No, gracias.
—No lo está pasando muy bien, ¿verdad?
—No —admitió ella—. No estaría aquí si no fuera por mi amiga. No me gustan los casinos.
—¿Y qué sitios le gustan?
—Menos ruidosos y con menos gente.
—Venga conmigo entonces, conozco el lugar perfecto.
La respuesta a tal invitación fue una mirada que hubiese convertido en piedra a un hombre menos decidido.
—No, gracias.
—¿Porque sigue pensando que soy el estrangulador de Portofino?
Ella apretó los labios, pero no pudo disimular una sonrisa.
—Se me había ocurrido, sí.
—Entonces permítame que la saque de su error —Pedro llamó al gerente del casino, un hombre de pelo blanco y aspecto respetable al que conocía de siempre— Federico, ¿te importaría decirle a esta jovencita que soy una persona decente? Parece que no confía en mí.
Federico irguió los hombros.
—El signor Alfonso es uno de nuestros mejores clientes, signora. Le aseguro que está usted en inmejorable compañía.
—¿Y bien?—Pedro sonrió cuando el gerente se alejaba—¿Eso ha hecho que cambie de opinión?
—Admito que me sentiría tentada si no fuera por Pamela. No puedo dejar sola a mi amiga.
Pero Pamela, como Pedro imaginaba, ya había encontrado diversión con un hombre que podría ser su padre y se acercó a la mesa para despedirse.
—Nos vemos más tarde... o mañana, no estoy segura.
—Muy bien —murmuró la duquesa.
Pedro sonrió.
—¿Podemos ir a dar un paseo ahora?
—Me encantaría. Aquí dentro no puedo respirar.
Aunque su objetivo era llevarla al yate, primero la llevó a un restaurante situado en la piazzetta. El camarero, que lo conocía bien, los acompañó hasta una mesa en el patio.
—¿Mejor?—le preguntó.
—Mucho mejor —suspiró ella, quitándose las sandalias de tacón.
Encantado, Pedro se quitó la corbata y desabrochó el primer botón de su camisa
antes de pedir una botella de champán.
Y, afortunadamente, el champán desató su lengua. Le contó que se llamaba Paula Chaves y que era de Vancouver, Canadá. Después de dos años en la universidad había empezado a trabajar como dependiente en una tienda para novias y a los veintidós años había sido ascendida a gerente. Pero encontró el trabajo de sus sueños al convertirse en compradora personal para clientes con mucho dinero y muy mal gusto. Le encantaba la ropa, se hacía muchos de sus vestidos y vivía en un apartamento desde el que se veía el estrecho de Georgia.
Había estado muy unida a sus padres, que habían muerto en los últimos cinco años. Su padre sufrió un aneurisma mientras veía la televisión y murió antes de que pudiesen llamar a la ambulancia. Treinta cuatro meses después, su madre, que sufría de asma, había muerto de una neumonía.
‐Los echo mucho de menos ‐le confesó.
Que ella estuviera en Italia había sido un arreglo de última hora y una especie de regalo de la señora Elliott‐Rhys, una cliente agradecida que, además, era la madre de Pamela.
—La amiga que debía haber venido con ella se rompió una pierna la semana pasada y la señora Elliott‐Rhys me convenció para que viniera con Pamela porque no quería que su hija viajara sola.
—¿Y cuánto tiempo estaréis en Portofino? —le preguntó, tuteándola.
—Cinco días. Volvemos a casa el miércoles.
Perfecto. El tiempo suficiente para pasarlo bien sin temor a ataduras.
—¿Más champán? —sugirió Pedro.
—No, gracias. No me gusta demasiado beber.
—¿Puede uno tomar demasiado de algo tan bueno?
—No lo sé, pero si no te importa prefiero pasear un rato más.
—Como quieras —Pedro se levantó de la silla y se inclinó para ponerle las sandalias, un gesto que Paula agradeció poniéndose colorada.
Fueron paseando por las calles empedradas hasta el puerto y ella no puso ninguna objeción cuando la llevó por la rampa del muelle.
—Ten cuidado. Esos tacones no están hechos para caminar por aquí y no quiero que resbales.
—Me preocupa más que nos detengan —le confió ella, mirando la flotilla de lujosos yates—. ¿Seguro que podemos estar aquí?
—Pues claro. Mi yate está anclado en el puerto.
—Si se parece a alguno de éstos, me temo que no estoy en mi elemento.
—No dejes que te asusten, la mayoría son alquilados —sonrió Pedro. Aunque no se molestó en explicarle que el suyo era el más grande de todos.
Siempre lo anclaba lo más lejos posible del muelle, una decisión inteligente porque cuando sentía la inclinación de salir a navegar era más fácil llegar a mar abierto. Y cuando lo que quería era seducir a una mujer guapa, tenía cierta intimidad.
Y aquella noche definitivamente necesitaba intimidad.
RECUERDAME: CAPITULO 13
La indignidad de la ocasión, ella cubriéndose ante un adversario que la miraba con odio, revivió una vieja desesperación en Paula.
—¿Le importaría pasarme una toalla?
La mujer tomó una toalla de la hamaca más cercana y la tiró despreciativamente al borde de la piscina. Paula, sin decir nada, se cubrió con ella para salir del agua. Como atuendo no podía compararse con el elegante traje de su suegra, pero era mejor que estar desnuda.
—Lamento conocerla en estas circunstancias pero, para evitar que vuelva a ocurrir, tal vez en el futuro sería usted tan amable de no venir por aquí sin avisar con antelación.
—O tal vez en el futuro —oyeron entonces una voz masculina— esperarás que se te invite a venir, madre.
Ah, perfecto, por si el asunto no fuera ya lo bastante humillante, ahora tenía que aparecer Pedro.
Las mujeres de carácter, había leído una vez, nunca escapaban de un reto. Pero Paula, a quien en aquel momento no importaba lo que hicieran las mujeres de carácter, salió corriendo hacia la casa.
Tomando a su madre del brazo, Pedro la llevó hacia la entrada de la villa, intentando contener su rabia.
—¿Estás enfadado?
—Enfadado es decir poco, madre. ¿Qué demonios estás haciendo aquí?
—Te aseguro que mis intenciones eran completamente inocentes. Sólo he pasado para saludar...
—Te dije que no vinieras —la interrumpió él—. ¿Qué le has dicho?
—No tanto como debería.
—No tenías derecho a decir una sola palabra. No debes confundirla. Después de todas mis advertencias, ¿cómo puedes hacerme eso? ¿En qué estabas pensando?
—Que podría haberla juzgado mal y, para complacerte, debería darle otra oportunidad. Eso es lo único que quería cuando vine aquí, pero ella... estaba desnuda en la piscina, luciéndose sin la menor vergüenza. ¿Te lo puedes imaginar?
De manera vívida. Paula parecía una ninfa y si él hubiera llegado antes que su madre se habría quitado la ropa para meterse en el agua con ella.
—¿Dónde está el pecado, madre? Esta es su casa.
—Cualquiera podría haberla visto... el ama de llaves, las criadas. ¿Y qué crees que hubieran hecho?
—Lo que deberías haber hecho tú, marcharte y dejarla en paz.
—Bueno, como no tengo el menor interés en volver a ver ese espectáculo, no pienso molestarla de nuevo.
—No, desde luego que no —Pedro abrió la puerta de su coche—. Siento mucho tener que tomar medidas tan drásticas, pero hasta que mi mujer haya recuperado la memoria te quedarás en tu casa y no vendrás por aquí.
—Ya veo.
—¿De verdad lo ves? ¿Tienes algún interés en saber el daño que podrías haber hecho viniendo aquí? Si le has hablado de Sebastian...
—No le he dicho nada sobre el niño. Pero si me hicieras caso, Paula se marcharía de aquí sin saber que tuvo un hijo...
—Y por eso precisamente no vas a volver aquí hasta que mi mujer recupere la memoria —la interrumpió Pedro.
—¿Y tú, hijo mío? ¿Podrás tú alejarte de ella o volverás a dejarte engañar por sus encantos una vez más?
Su madre se marchó después de eso y Pedro sacudió la cabeza. Sabía que se lo había tomado como un insulto, pero no tenía la menor intención de dejar que saboteara su matrimonio.
Paula no respondió cuando llamó a la puerta de su habitación, pero cuando la encontró sentada en la terraza, con un vestido en varios tonos de rosa, parecía una mariposa posada sobre la silla.
—Bonito vestido —comentó, intentar aliviar la tensión— aunque también me ha gustado mucho el que llevabas antes.
Ella dejó escapar un suspiro.
Siento mucho lo que ha pasado.
—¿Por qué? No eres tú quien ha aparecido aquí sin ser invitada.
—Aun así, me temo que he dado una mala impresión. Y me temo también que he reforzado la mala opinión que tu madre tiene de mí. ¿Qué he hecho para que me odie tanto?
—Casarte conmigo —suspiró Pedro—. A las madres italianas les cuesta aceptar a las mujeres de sus hijos. Pero cambiará de actitud cuando te conozca mejor.
—Tal vez cuando tengamos familia...
Pedro, que estaba tomando un sorbo de vino, se atragantó.
—Posiblemente —consiguió decir—, pero habrá tiempo de preocuparse de eso cuando estés bien del todo.
—Sí, imagino que sí —Paula se mordió los labios—. He estado pensando mucho desde anoche.
—¿Sobre qué?
—Ayer dijiste que llevabas el sector de tu empresa en Norteamérica. ¿Eso incluye Canadá?
—Sí, claro. ¿Por qué?
—¿Has estado alguna vez en Vancouver? ¿Es allí donde nos conocimos?
—He estado en Vancouver, pero no nos conocimos allí.
—¿Entonces dónde?
Pedro vaciló. Menos de diez minutos en su compañía y de nuevo estaba pasando por un campo de minas.
—Tú estabas de vacaciones en Italia.
—¿Sola?
—No, con una amiga.
—¿Dónde en Italia?
—En Portofino.
—¿Tú también estabas de vacaciones?
—Podría decirse que sí. Tengo un yate en Portofino y voy allí a menudo con mis amigos.
—¿Antes de casarte conmigo?
—Claro.
—¿Y nos conocimos en tu yate? ¿Qué estaba haciendo yo allí?
—No, nos conocimos en el casino —Pedro sonrió al ver su cara de sorpresa—. En la mesa de la ruleta.
—¿Qué? Pero si a mí nunca me ha gustado el juego.
Tampoco le gustaba aquella noche, pensó Pedro. Por eso había podido alejarla de la mesa e invitarla a tomar una copa de champán.
Entonces era un mujeriego y le había parecido divertido pasar la noche con una chica tan guapa. Lo que no había esperado era encontrarse atado a ella de por vida.
RECUERDAME: CAPITULO 12
Esa noche soñó con su casa... pero ya no era su casa sino de otras personas. Y ella estaba frente a la tumba de sus padres, con todas sus posesiones guardadas en cajas y baúles.
—Me marcho para no volver —les dijo—, pero siempre estaréis en mi corazón.
Las hojas de los árboles se movían con el viento.
—No puedes irte. Éste es tu sitio.
—Tengo que hacerlo —protestaba ella, señalando una figura en la distancia—. Él me necesita. Me está llamando...
—No —las ramas de los árboles se inclinaron, enredándose a su alrededor, ahogándola, reteniéndola.
Paula despertó bañada en sudor y con el corazón latiendo a mil por hora. La luz del sol llenaba la habitación...
Intentaba agarrarse al sueño, intuyendo que había estado a punto de recordar algo. Con los ojos cerrados, intentaba ver esa imagen lejana, pero las nubes que ocupaban su cerebro desde el accidente se cerraron de nuevo, impidiéndole la visión. Tal vez al día siguiente...
Entonces sonó un golpecito en la puerta. ¿Sería Pedro?
Nerviosa, saltó de la cama y corrió a abrir la puerta.
—Espera un momento —murmuró, pasándose las manos por el pelo. Una vez, su melena habría caído sobre sus hombros, pero ahora no era más que un montón de mechones tiesos, como si hubiera recibido una descarga eléctrica.
Y cuando abrió la puerta no se encontró con su marido sino con Antonia, que llevaba una bandeja con café y fruta fresca.
El ama de llaves sonrió amablemente mientras depositaba la bandeja en una mesa de la terraza. Hablaba en un dialecto italiano tan cerrado que Paula apenas podía comunicarse con ella pero, ayudada por gestos, consiguió entender que el signor había desayunado horas antes y no estaba en la casa.
Paula miró el reloj de la pared, sorprendida al ver que eran casi las once. Ella solía levantarse temprano, pero debía haber estado más cansada de lo que creía.
Con la taza de café en la mano paseó por el jardín, deteniéndose ocasionalmente para admirar el mar o probar las uvas negras y la fruta que le había llevado Antonia.
¿Dónde estaba Pedro?, se preguntaba. ¿Y cuál era el significado de su sueño? ¿Cuánto tiempo tardaría en recuperar la memoria?
Suspirando, decidió darse un baño en la piscina.
Ni siquiera tenía que ponerse un bikini porque estaba sola en la casa y los muros que la separaban de la carretera medían más de tres metros de altura.
Rápidamente, antes de perder el valor, se quitó el camisón y se lanzó al agua.
Era maravilloso, como satén enredándose en sus miembros. Paula recorrió la piscina de lado a lado al menos ocho veces. Luego, agotada por el ejercicio, empezó a flotar, disfrutando de aquella sensación de bienestar.
Pero, de pronto, intuyó que no estaba sola. No sabía por qué, tal vez un reflejo en el agua o que la puertecita que daba a la piscina estaba abierta cuando ella la había cerrado... o el frío repentino en el ambiente, como si una sombra amenazadora se hubiera interpuesto entre ella y el sol. Pero nada de eso importaba; lo que importaba era que alguien la estaba viendo desnuda.
Paula se metió bajo el agua y nadó hacia el lado donde estaba el intruso. Una vez allí, se quedó en una esquina, al lado de los escalones, con los brazos cruzados sobre el pecho y las rodillas levantadas.
—Es un poco tarde para volverse tan modesta, querida —dijo su inesperada visita, quitándose las gafas de sol—. Claro que la modestia nunca ha sido tu fuerte, ¿no?
—Yo... no esperaba compañía —Paula se sentía tan mortificada que desearía que el fondo de la piscina se hundiera, llevándosela con ella.
—Aparentemente, no.
—Imagino que nos hemos conocido antes.
La mujer suspiró.
—Desgraciadamente, sí.
—Ya veo —murmuró Paula. Fuera quien fuera aquella extraña, no era una amiga, desde luego—. Siento decir que no la recuerdo.
—A mí me gustaría decir lo mismo, pero no es así. Yo te recuerdo demasiado bien.
—Y por alguna razón, no le gusto. ¿Puedo preguntarle por qué?
—Tú no eres una de las nuestras y nunca lo serás. Por qué mi hijo te miró dos veces es algo que no entenderé nunca.
¿Aquella mujer era su suegra?
sábado, 28 de marzo de 2020
RECUERDAME: CAPITULO 11
PERUZZI no estaría contento. El neurólogo le había pedido que contestase con sinceridad a las preguntas de Paula, pero sólo sobre las cuestiones que ella quisiera saber. Y le había dicho que no debía tener prisa para retomar la relación...
En teoría, todo eso parecía sencillo. En realidad, aplicar sus consejos era como caminar por un campo minado. Y besarla, Pedro se dio cuenta, era apresurar las cosas. Estaba loco de deseo por una mujer que no lo hubiera reconocido de haberse cruzado con ella por la calle y no sabía cómo contestar a aquella última pregunta.
Buscando tiempo, le dijo:
—¿Por qué crees que no éramos felices?
—Tú mismo me lo dijiste.
Desgraciadamente así era y Pedro deseó haber tenido el sentido común suficiente como para haber cerrado la boca.
—¿Estábamos a punto de divorciarnos? —
insistió ella.
¿Lo estaban? Sólo Paula sabía la respuesta a esa pregunta.
—No —contestó. Después de todo, ninguno de los dos había presentado una demanda, no se había llamado a un abogado para dividir sus posesiones establecer los derechos de custodia de Sebastian.
—¿Entonces cuál era el problema?
—Un matrimonio... —Pedro buscó una respuesta que estuviera cerca de la verdad— pasa por momentos difíciles a veces.
—Pero llevábamos muy poco tiempo casados, deberíamos estar todavía en nuestra luna de miel.
Hablar de la luna de miel y de las circunstancias de su boda no sería seguir el consejo de Peruzzi...
—No creas que porque estuviéramos pasando por un bache nuestro matrimonio era un fracaso. Por cada desilusión había mil alegrías y para mí tenerte de nuevo en casa es la mayor de todas.
—Si te importo tanto, ¿por qué no fuiste a verme al hospital?
—Claro que fui, Paula. Estuve a tu lado día y noche durante semanas después del accidente, rezando para que vivieras.
—Pero luego dejaste de ir. ¿Por qué?
«Porque tenemos un hijo que también estaba hospitalizado y que me necesitaba».
—Tú no sabías que estaba allí y, como no podía hacer nada, me concentré en lo que sí podía hacer.
—¿Te pusiste a trabajar para olvidarte del problema, quieres decir?
—Sí —mintió Pedro porque no podía contarle la verdad.
—¿Y cuando desperté del coma?
—Habría ido a verte inmediatamente, pero el doctor Peruzzi me recomendó que no lo hiciera. No querían que nada interfiriese con tu recuperación.
—¿Desde cuándo ver a un marido interfiere con la recuperación de una mujer?
—Cuando ella no lo recuerda.
—Ah, claro —murmuró Paula.
Pedro decidió llevar la conversación a temas más seguros.
—Aunque te resulte difícil, tenemos que ir despacio. La última vez que hablamos, el doctor Peruzzi me advirtió que no debíamos apresurarnos. Si estuviera aquí ahora, te garantizo que se quedaría horrorizado al ver que no estás en la cama.
—¡Pero hay tantas cosas que debo saber!
—Y tenemos muchos mañanas para descubrirlo. Lo que necesitas ahora es descansar.
Cuando llegaron a la casa, Pedro le dio un casto beso en la mejilla, pero incluso esa caricia lo excitó. La tela del vestido susurraba como una invitación, recordándole la piel suave y cremosa que había debajo. Y el color, tan rosado como la medianoche en el trópico, hacía que sus preciosos ojos pareciesen de color amatista.
—Voy a recordar nuestro matrimonio tarde o temprano, ¿verdad? —le preguntó Paula, con voz temblorosa.
—Sí, seguro que sí.
—¿Me lo prometes?
—Tienes mi palabra —sonrió él—. Que duermas bien. Nos vemos por la mañana.
Cuando Paula desapareció, Pedro entró en su despacho y se sirvió un vaso de grappa. El alcohol le quemó la garganta, pero no logró saciar el deseo que lo consumía.
No había llegado a la cima siendo indeciso, pensó entonces, sino utilizando el sentido común y la habilidad para analizar a los demás Él podía ver la debilidad, detectar la falta de integridad en el oponente. Y, sin embargó, Paula lo dejaba lleno de dudas.
¿Se habría rendido al beso porque lo deseaba tanto como él o era una manera de suplicar su perdón por lo que había pasado antes del accidente?
Cuando habló de cumplir las promesas que se había hecho y él le había dado a entender que no era así, ¿su angustia habría sido sincera o un engaño?
No tenía respuesta alguna. Ni para Paula ni para sí mismo.
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