domingo, 29 de marzo de 2020
RECUERDAME: CAPITULO 13
La indignidad de la ocasión, ella cubriéndose ante un adversario que la miraba con odio, revivió una vieja desesperación en Paula.
—¿Le importaría pasarme una toalla?
La mujer tomó una toalla de la hamaca más cercana y la tiró despreciativamente al borde de la piscina. Paula, sin decir nada, se cubrió con ella para salir del agua. Como atuendo no podía compararse con el elegante traje de su suegra, pero era mejor que estar desnuda.
—Lamento conocerla en estas circunstancias pero, para evitar que vuelva a ocurrir, tal vez en el futuro sería usted tan amable de no venir por aquí sin avisar con antelación.
—O tal vez en el futuro —oyeron entonces una voz masculina— esperarás que se te invite a venir, madre.
Ah, perfecto, por si el asunto no fuera ya lo bastante humillante, ahora tenía que aparecer Pedro.
Las mujeres de carácter, había leído una vez, nunca escapaban de un reto. Pero Paula, a quien en aquel momento no importaba lo que hicieran las mujeres de carácter, salió corriendo hacia la casa.
Tomando a su madre del brazo, Pedro la llevó hacia la entrada de la villa, intentando contener su rabia.
—¿Estás enfadado?
—Enfadado es decir poco, madre. ¿Qué demonios estás haciendo aquí?
—Te aseguro que mis intenciones eran completamente inocentes. Sólo he pasado para saludar...
—Te dije que no vinieras —la interrumpió él—. ¿Qué le has dicho?
—No tanto como debería.
—No tenías derecho a decir una sola palabra. No debes confundirla. Después de todas mis advertencias, ¿cómo puedes hacerme eso? ¿En qué estabas pensando?
—Que podría haberla juzgado mal y, para complacerte, debería darle otra oportunidad. Eso es lo único que quería cuando vine aquí, pero ella... estaba desnuda en la piscina, luciéndose sin la menor vergüenza. ¿Te lo puedes imaginar?
De manera vívida. Paula parecía una ninfa y si él hubiera llegado antes que su madre se habría quitado la ropa para meterse en el agua con ella.
—¿Dónde está el pecado, madre? Esta es su casa.
—Cualquiera podría haberla visto... el ama de llaves, las criadas. ¿Y qué crees que hubieran hecho?
—Lo que deberías haber hecho tú, marcharte y dejarla en paz.
—Bueno, como no tengo el menor interés en volver a ver ese espectáculo, no pienso molestarla de nuevo.
—No, desde luego que no —Pedro abrió la puerta de su coche—. Siento mucho tener que tomar medidas tan drásticas, pero hasta que mi mujer haya recuperado la memoria te quedarás en tu casa y no vendrás por aquí.
—Ya veo.
—¿De verdad lo ves? ¿Tienes algún interés en saber el daño que podrías haber hecho viniendo aquí? Si le has hablado de Sebastian...
—No le he dicho nada sobre el niño. Pero si me hicieras caso, Paula se marcharía de aquí sin saber que tuvo un hijo...
—Y por eso precisamente no vas a volver aquí hasta que mi mujer recupere la memoria —la interrumpió Pedro.
—¿Y tú, hijo mío? ¿Podrás tú alejarte de ella o volverás a dejarte engañar por sus encantos una vez más?
Su madre se marchó después de eso y Pedro sacudió la cabeza. Sabía que se lo había tomado como un insulto, pero no tenía la menor intención de dejar que saboteara su matrimonio.
Paula no respondió cuando llamó a la puerta de su habitación, pero cuando la encontró sentada en la terraza, con un vestido en varios tonos de rosa, parecía una mariposa posada sobre la silla.
—Bonito vestido —comentó, intentar aliviar la tensión— aunque también me ha gustado mucho el que llevabas antes.
Ella dejó escapar un suspiro.
Siento mucho lo que ha pasado.
—¿Por qué? No eres tú quien ha aparecido aquí sin ser invitada.
—Aun así, me temo que he dado una mala impresión. Y me temo también que he reforzado la mala opinión que tu madre tiene de mí. ¿Qué he hecho para que me odie tanto?
—Casarte conmigo —suspiró Pedro—. A las madres italianas les cuesta aceptar a las mujeres de sus hijos. Pero cambiará de actitud cuando te conozca mejor.
—Tal vez cuando tengamos familia...
Pedro, que estaba tomando un sorbo de vino, se atragantó.
—Posiblemente —consiguió decir—, pero habrá tiempo de preocuparse de eso cuando estés bien del todo.
—Sí, imagino que sí —Paula se mordió los labios—. He estado pensando mucho desde anoche.
—¿Sobre qué?
—Ayer dijiste que llevabas el sector de tu empresa en Norteamérica. ¿Eso incluye Canadá?
—Sí, claro. ¿Por qué?
—¿Has estado alguna vez en Vancouver? ¿Es allí donde nos conocimos?
—He estado en Vancouver, pero no nos conocimos allí.
—¿Entonces dónde?
Pedro vaciló. Menos de diez minutos en su compañía y de nuevo estaba pasando por un campo de minas.
—Tú estabas de vacaciones en Italia.
—¿Sola?
—No, con una amiga.
—¿Dónde en Italia?
—En Portofino.
—¿Tú también estabas de vacaciones?
—Podría decirse que sí. Tengo un yate en Portofino y voy allí a menudo con mis amigos.
—¿Antes de casarte conmigo?
—Claro.
—¿Y nos conocimos en tu yate? ¿Qué estaba haciendo yo allí?
—No, nos conocimos en el casino —Pedro sonrió al ver su cara de sorpresa—. En la mesa de la ruleta.
—¿Qué? Pero si a mí nunca me ha gustado el juego.
Tampoco le gustaba aquella noche, pensó Pedro. Por eso había podido alejarla de la mesa e invitarla a tomar una copa de champán.
Entonces era un mujeriego y le había parecido divertido pasar la noche con una chica tan guapa. Lo que no había esperado era encontrarse atado a ella de por vida.
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