sábado, 28 de marzo de 2020

RECUERDAME: CAPITULO 8





Pedro permaneció inmóvil, mirándola con una expresión tan indescifrable que Paula casi perdió el valor y volvió a su habitación. A su suite, en realidad, decorada en tonos suaves, la más lujosa que había visto nunca. El precioso cuarto de baño tenía una ducha de vapor y una bañera lo bastante grande para dos personas. Entre el baño y el dormitorio había un saloncito y fuera, en el jardín, frente al mar, un jacuzzi.


Un oasis de tranquilidad y, sin embargo, Paula no era capaz de encontrarla.


Desde que entró en la casa se sentía embargada por una sensación desoladora.


Se sentía vacía, sola.


Algo horrible había ocurrido allí, algo que iba más allá de un matrimonio con problemas. Y la sensación de que había ocurrido una tragedia, algo que no quería contemplar siquiera, la perseguía. Aquella villa espectacular ocultaba un terrible secreto y Paula estaba decidida a descubrir cuál era.


Y quisiera o no, su marido tendría que revelárselo.


—¿No vas a ofrecerme una copa? —le preguntó, aunque tenía el pulso tan acelerado que apenas podía respirar. Nada nuevo, desde luego. Había vivido gran parte de su vida con un miedo que había aprendido a disimular.


No sé si puedes beber alcohol.


¿Por qué no? ¿Es que era alcohólica?


Pedro rió, un sonido rico, masculino


—No, en absoluto.


—Ah, qué alivio. Por un momento temí que fuera una de esas chicas que ponen a bailar sobre la mesa después de tomar una cerveza.


Yo no sabía que bebieras cerveza. Prefieres el champán y nunca más de una copa o dos. Además, tampoco te he visto nunca bailando sobre una mesa.


¿Entonces por qué no quieres darme una copa?


—No es bueno mezclar la medicación con el alcohol.


No estoy tomando ninguna medicación. Llevo semanas sin tomar una sola pastilla.


Ya veo —murmuró Pedro, pasándose una mano por el mentón—. En ese caso, haremos un trato: vamos a cenar y abriré una botella de tu champán favorito.


—Muy bien. Además, tengo hambre.


—Estupendo —sonrió él—. Si me perdonas un momento, le diré a la cocinera que seremos dos para cenar.


—Sí, claro.


Paula salió al jardín, con las piernas temblorosas, y se dejó caer sobre una hamaca.


Desde allí podía ver una enorme piscina infinity estratégicamente colocada que parecía agarrarse al borde de un precipicio. Una ilusión, por supuesto, que sólo los muy ricos podían permitirse. Pero la profusión de buganvillas alrededor era obra de la Naturaleza.


Pedro volvió unos minutos después con una botella de champán y, después de servirlo, tocó el borde de su copa con la suya.


Salute.


Salute. Y gracias.


¿Por qué?


Por todo lo que has hecho desde que me puse enferma. En el hospital me dijeron que eras tú quien enviaba flores todos los días y quien pagaba las facturas.


—Soy tu marido, Paula.


—Sí, bueno, sobre eso...


—Relájate, cara. No he mencionado nuestra relación como un preludio para exigir mis derechos conyugales.


—Ah —murmuró Paula, tragándose la decepción junto con un sorbo de champán. No quería hacer el amor con un hombre al que no conocía, pero que él se mostrase tan dispuesto a mantener las distancias tampoco era exactamente halagador. Por otro lado, ¿qué 
podía esperar?


—Puede que no recuerde haber estado casada contigo, pero no soy tonta. Sé que parezco un espantapájaros...


—Estás recuperándote de un accidente que casi te costó la vida. No puedes esperar tener el mismo aspecto que antes.


—Pero mi pelo... —Paula tocó los patéticos restos de lo que una vez había sido una preciosa melena.


Cuando Pedro alargó una mano para tomar la suya, el roce provocó una especie de descarga eléctrica en un sitio inmencionable que la hizo cerrar las piernas, como una virgen defendiendo su inocencia.


Afortunadamente, él no podía leer sus pensamientos; o, si podía, no le gustó la dirección que habían tomado porque soltó su mano enseguida.




RECUERDAME: CAPITULO 7





En cuanto las dos mujeres, una tan fornida, la otra tan frágil, desaparecieron por el pasillo hacia las habitaciones de invitados, Pedro fue a su despacho para llamar a Juliana, su hermana, que vivía en la casa de al lado.


¿Ha llegado Paula?


Sí.


—¿Y cómo está? ¿Es tan terrible como esperábamos?


—Está tan frágil... —a Pedro se le rompió la voz—. El viaje la ha dejado agotada. Se ha ido a la cama nada más llegar.


—Pobrecilla. Ojalá pudiera ir a decirle que la quiero mucho y que me alegro de que haya vuelto.


A mí también me gustaría. Y traer al niño para que lo viese, pero lamentablemente aún no es el momento.


—Sí, lo sé.


Pero se me ha escapado que nuestro matrimonio no pasaba por su mejor momento y ésa no es la mejor manera de empezar otra vez —suspiró Pedro.


Podéis volver a empezar si os queréis como antes. La cuestión es... ¿os queréis, Pedro?


Yo no puedo hablar por ella.


—Entonces habla por ti mismo. Sé que te casaste con Paula porque te pareció que era lo más honrado, pero a mí me parecía que todo iba bien.


Hasta que todo empezó a ir mal.


Y ahí estaba el problema. ¿Podrían los dos olvidar lo que había pasado o quizá ya nunca podrían confiar el uno en el otro?


Paula te quiere, Pedro. Estoy segura de eso.


Ojalá yo lo estuviera. Pero no te llamo para cargarte con mis problemas, llamaba para preguntar por Sebastian.


—Estamos todos estupendamente. Marietta es una ayuda enorme. Y en cuanto a Cristina, está encantada con su primo y juega con él todo el tiempo. Además, Sebastian es un niño estupendo; sólo llora cuando tiene hambre o cuando hay que cambiarle el pañal. Es lo único bueno de todo este desafortunado asunto. Y Sebastian es demasiado pequeño como para entender lo que pasa. 


Esperemos que no lo sepa nunca —Pedro hizo una pausa—. ¿Alguien de la familia ha ido a verlo?


—Si te refieres a nuestra madre, sí. Ha venido esta mañana y luego por la tarde otra vez. Insiste en que debería estar con ella y yo insisto en que debe estar conmigo.


—Pensé que había vuelto a Milán con papá. Lo último que Paula necesita en este momento es un encontronazo con ella.


Desgraciadamente, parece decidida a quedarse. Pero no te preocupes, yo puedo lidiar con ella. Y Lorenzo también, así que no dejaremos que se entrometa.


Pedro sabía que era verdad.


—Os agradezco mucho a los dos que me estéis ayudando tanto. Dale un beso a Sebastian por mí, ¿eh? Iría a verlo, pero...


No —lo interrumpió su hermana—. Es importante que esta noche te quedes en casa con Paula. Sería horrible que despertase en medio de la noche y no supiera dónde está.


¿Cuánto tiempo duraría aquello?, se preguntó  después de colgar. El doctor Peruzzi le había aconsejado paciencia, pero él nunca había sido un hombre particularmente paciente. 


Llevaba demasiados días alejado de su trabajo porque no podía concentrarse y pasando las tardes con un vaso de whisky por toda compañía. Demasiadas noches solo en una cama hecha para dos.


Irritado, salió al balcón para respirar un poco de aire fresco. La noche había caído y una docena de lámparas solares colocadas alrededor de la piscina brillaban suavemente en la oscuridad.


Una vez, no mucho tiempo atrás, Paula lo había deseado como la deseaba él. Y, por las noches, en la piscina, hacían el amor con una urgencia que bordeaba la desesperación. Él enterraba su boca en la de Paula por miedo a que alguien la
oyese gritar de placer... él se contenía, esperando prolongar el encuentro hasta que no pudiera más. Y luego se dejaba ir, con una urgencia y un ardor que casi hacían que su corazón se detuviese.


Entonces, ¿por qué estaba allí solo ahora? ¿Por qué Paula estaba durmiendo en una habitación que no era la de matrimonio?


Un sonido rompió el silencio de la noche, más cercano que el murmullo de las olas, un paso tan vacilante que podría haber pensado que era cosa de su imaginación de no ir acompañado por una fragancia que conocía bien: bergamota, junípero y mandarina siciliana con un toque de romero. La fragancia de Paula. Lo sabía porque él mismo la había comprado para ella.


Cuando volvió la cabeza la encontró en el umbral de la puerta, llevando una prenda ancha que la hacía parecer aún más frágil. Nunca le había parecido más etérea, más deseable.


—Pensé que estarías durmiendo.


—No podía dormir.


—¿Demasiadas emociones?


—Tal vez —Paula dio un paso adelante—. O tal vez he dormido demasiado y ya es hora de que despierte.



viernes, 27 de marzo de 2020

RECUERDAME: CAPITULO 6






Un camino bordeado de palmeras enanas llevaba hasta una residencia que, aunque siguiendo lo que parecía el estilo arquitectónico de la isla, era mucho más grande que las demás y tenía un innegable aire de opulencia. De un solo piso, se extendía sobre la finca en una serie de terrazas, con un tejado sobre la zona central.


Pedro detuvo el coche frente a una enorme puerta de madera y apagó el motor.


—¿Es aquí?


—Es aquí —dijo él—. Bienvenida a casa, Paula.


El viento había dejado de soplar y el aroma de los pinos, iluminados ahora con la luz malva del atardecer, llenaba el aire, mezclándose con el olor del mar.


Cerrando los ojos, Paula respiró profundamente, preguntándose cómo podía no recordar aquel sitio.


Pedro se apoyó en el coche, mirándola. Su cuerpo, recortado contra el atardecer, lo sorprendió tanto como cuando la vio bajar del avión. Entonces había querido envolverla en sus brazos, pero recordar la advertencia de Peruzzi lo detuvo. Eso y el miedo de romperle alguna costilla sin querer.


Paula siempre había sido delgada, pero nunca tanto como para que el siroco la tirase al mar si se aventuraba a acercarse al borde de algún acantilado. Tan frágil que parecía casi transparente. El consejo del neurólogo de que fuera paciente era el más lógico en aquella situación. Devolverle la salud era lo primero. Lo demás, su historia, el accidente y los eventos que llevaron a él, tendría que esperar.


Sin darse cuenta, ya le había revelado más de lo que quería, pero no volvería a cometer ese error. No había llegado a la cima de un imperio multimillonario sin aprender a ser discreto cuando era necesario. Y ahora era más necesario que nunca.


—¿Te gustaría quedarte aquí fuera un rato? —le preguntó—. Podrías dar un paseo por el jardín para estirar las piernas.


Ella se pasó los dedos por el pelo, tan corto. 


—No, gracias. Aunque es temprano, estoy muy cansada.


Ven entonces. Le diré al ama de llaves que te acompañe a tu habitación.


—¿La conozco?


No, empezó a trabajar aquí la semana pasada. Su predecesora se marchó a Palermo para estar con sus nietos.


Pedro tomó su maleta del coche y abrió la puerta, dando un paso atrás para dejarla entrar en el vestíbulo.


Paula inspeccionó la enorme araña de cristal suspendida del techo, las paredes blancas, los suelos de mármol negro...


—¿Vives aquí todo el tiempo?


—No, normalmente vengo los fines de semana para relajarme.


—Entonces, ¿a partir de mañana estaré aquí sola?


—No, Paula. Hasta que te sientas un poco más cómoda en la casa me quedaré contigo.


—¿Y dormiremos en la misma habitación?


«¿Eso es lo que quieres?» querría preguntar Pedro. Una vez habían sentido una insaciable pasión el uno por el otro...


—No, tendrás tu propia habitación mientras así lo desees. Pero yo nunca estaré muy lejos, por si me necesitas —contestó, felicitándose a sí mismo por dar una respuesta que no cerraba la puerta a la idea de retomar su relación. Peruzzi estaría orgulloso de él.


—Ah, ya —murmuró Paula—. Bueno, es muy considerado por tu parte. Gracias.


Prego.


¿Mis cosas están aquí?


Sí —le aseguró él—. Todo está exactamente como lo dejaste... mira, aquí llega Antonia, ella te llevará a tu habitación. Pídele todo lo que necesites.


Gracias otra vez por todo lo que has hecho por mí —murmuró Paula.


—No es nada. Que duermas bien, nos veremos por la mañana.



RECUERDAME: CAPITULO 5





AUNQUE no exactamente charlatán, cuando Paula le preguntó por el sitio al que se dirigían, el auxiliar de vuelo se mostró menos reservado que el personal del hospital.


Se llama Pantelleria —respondió, mientras le servía el almuerzo


Eso me han dicho, pero el nombre no me resulta familiar.


Es una isla, conocida también como La perla negra del Mediterráneo. 


¿En Italia?


—Sí, signora. A unos cien kilómetros de Sicilia y a menos de ochenta de Túnez.


—Hábleme de ella.


—Es una isla pequeña y aislada con vientos muy fuertes. La carretera que la rodea es un desastre, pero las uvas son dulces, el mar de un azul transparente... se puede bucear en él. Y los atardeceres son magníficos.


Sonaba como un pequeño paraíso. O una prisión.


—¿Vive mucha gente?


—Aparte de los turistas, muy pocos.


El hombre se irguió, como si estuviera en un desfile militar


¿Puedo ofrecerle algo de beber, signora? 


Paula sonrió, intentando sacarle alguna otra revelación.


¿Qué solía beber?


Pero su esfuerzo no sirvió de nada.


Tenemos vino, zumos, leche y agua mineral con gas. O, si quiere, puedo hacerle un café.


—Agua mineral —suspiró Paula, pensando que quien fuera a recibirla al aeropuerto tendría que darle alguna respuesta porque estaba empezando a cansarse de aquella conspiración de silencio.


Pero todas las preguntas que quería hacer desaparecieron de su mente cuando el jet aterrizó y vio al hombre que estaba esperándola.


Si Pantelleria era la perla negra del Mediterráneo, él debía ser el príncipe de diamantes: alto, bronceado, de hombros anchos y tan guapo que Paula tuvo que apartar los ojos cuando apretó su mano.


—Ciao, Paula. Soy tu marido —le dijo—. Me alegro mucho de volver a verte y de que te encuentres tan bien.


El pelo negro bien cortado, el mentón cuidadosamente afeitado... llevaba unos pantalones de lino, una camisa azul y un reloj Bulgari en la muñeca. Por comparación, ella debía parecer una expatriada y fuera de lugar al lado de aquel extraño tan elegante.


Y él debía pensar lo mismo porque cuando miró sus ojos grises en ellos vio el mismo brillo de compasión que la había perseguido cuando era adolescente.


Desesperados por darle a su hija lo que ellos no habían tenido, sus padres se habían gastado todos sus ahorros para enviarla a uno de los mejores colegios privados de Vancouver, sin darse cuenta de la angustia que su sacrificio provocaba en Paula. Sus compañeras, todas hijas de familias ricas, la criticaban sin piedad y esos comentarios le habían dejado más cicatrices que el accidente de coche.


«Pobrecita, ¿has visto qué dientes tiene? Es normal que se esconda detrás de tanto pelo».


«Me siento mal por no invitarla a mi fiesta, pero es que no pegaría nada».


Una ortodoncia le había dejado unos dientes perfectos años después y, sonriendo ahora para disimular la timidez que sentía cuando se encontraba en desventaja, Paula le dijo:
—Tendrás que perdonarme, pero he olvidado tu nombre.


Debían ser las palabras más absurdas que había pronunciado nunca, pero él sonrió también. 


—Pedro.


—Pedro—repitió Paula, copiando su entonación, como si de ese modo el nombre pudiera resultarle familiar. Pero no fue así.


Él señaló el coche que estaba esperándolos, un Porsche Cayenne Turbo, que Paula sabía era carísimo.


—Vamos al coche, el viento es infernal.


Sí, lo era. Su pelo, o lo que quedaba de él, se levantaba como un campo de trigo y tenía la frente cubierta de sudor. Y, aunque el vuelo no había durado más que un par de horas, la angustia de lo que la esperaba la había dejado agotada.


Como Pedro no parecía muy inclinado a hablar, Paula fue mirando el paisaje por la ventanilla, rezando para que algo despertase algún recuerdo, por pequeño que fuera.


A la izquierda había viñedos protegidos por muros de piedra y grupos de arrugados olivos abrazaban la tierra como si haciéndolo pudieran evitar que el fuerte viento los enviase al mar.


A la derecha, unas olas de color turquesa acariciaban rocas volcánicas de color negro. De ahí el nombre de la isla, sin duda.


Poco después pasaron por un encantador pueblo de pescadores, con casitas pequeñas en forma de cubo, pegadas unas a otras y con grandes canalones en los tejados.


—Para retener el agua de la lluvia —le explicó Pedro cuando le preguntó por qué—. Pantelleria es una isla volcánica con muchos manantiales, pero el sulfuro que contiene el agua hace que no sea potable.


Esa información tampoco despertaba recuerdo alguno, de modo que Paula se vio obligada a seguir haciendo preguntas si quería llegar a su destino teniendo alguna referencia.


—El auxiliar de vuelo me dijo que la isla era muy pequeña.


—Sí.


—Entonces tu casa no estará muy lejos.


—Nada está muy lejos aquí. Pantelleria sólo tiene catorce kilómetros y medio.


—¿Entonces llegaremos pronto?


Sí.


—Tengo entendido que yo vivía aquí antes del accidente.


Paula vio que él apretaba los labios.


—Sí.


Un hombre de pocas palabras, desde luego. 


—¿Cuánto tiempo llevamos casados?


Poco más de un año.


¿Y somos felices?


Pedro se puso visiblemente tenso.


—Aparentemente, no.


Sorprendida, Paula giró la cabeza para mirarlo.


¿Por qué no?


Él se encogió de hombros, apretando el volante con más fuerza. Tenía unas manos preciosas, grandes y elegantes. Pero no llevaba alianza.


—Nuestra situación no era... la ideal.


Paula hubiera querido preguntarle qué significaba eso, pero había tal reserva en su tono que decidió seguir mirando por la ventanilla.


Poco después, Pedro tomó un camino vecinal que llevaba hasta un grupo de casas sobre una colina. Por algún método que no podía imaginar, unas puertas de hierro forjado se abrieron cuando el coche se acercaba y volvieron a cerrarse después, silenciosamente.