viernes, 27 de marzo de 2020

RECUERDAME: CAPITULO 5





AUNQUE no exactamente charlatán, cuando Paula le preguntó por el sitio al que se dirigían, el auxiliar de vuelo se mostró menos reservado que el personal del hospital.


Se llama Pantelleria —respondió, mientras le servía el almuerzo


Eso me han dicho, pero el nombre no me resulta familiar.


Es una isla, conocida también como La perla negra del Mediterráneo. 


¿En Italia?


—Sí, signora. A unos cien kilómetros de Sicilia y a menos de ochenta de Túnez.


—Hábleme de ella.


—Es una isla pequeña y aislada con vientos muy fuertes. La carretera que la rodea es un desastre, pero las uvas son dulces, el mar de un azul transparente... se puede bucear en él. Y los atardeceres son magníficos.


Sonaba como un pequeño paraíso. O una prisión.


—¿Vive mucha gente?


—Aparte de los turistas, muy pocos.


El hombre se irguió, como si estuviera en un desfile militar


¿Puedo ofrecerle algo de beber, signora? 


Paula sonrió, intentando sacarle alguna otra revelación.


¿Qué solía beber?


Pero su esfuerzo no sirvió de nada.


Tenemos vino, zumos, leche y agua mineral con gas. O, si quiere, puedo hacerle un café.


—Agua mineral —suspiró Paula, pensando que quien fuera a recibirla al aeropuerto tendría que darle alguna respuesta porque estaba empezando a cansarse de aquella conspiración de silencio.


Pero todas las preguntas que quería hacer desaparecieron de su mente cuando el jet aterrizó y vio al hombre que estaba esperándola.


Si Pantelleria era la perla negra del Mediterráneo, él debía ser el príncipe de diamantes: alto, bronceado, de hombros anchos y tan guapo que Paula tuvo que apartar los ojos cuando apretó su mano.


—Ciao, Paula. Soy tu marido —le dijo—. Me alegro mucho de volver a verte y de que te encuentres tan bien.


El pelo negro bien cortado, el mentón cuidadosamente afeitado... llevaba unos pantalones de lino, una camisa azul y un reloj Bulgari en la muñeca. Por comparación, ella debía parecer una expatriada y fuera de lugar al lado de aquel extraño tan elegante.


Y él debía pensar lo mismo porque cuando miró sus ojos grises en ellos vio el mismo brillo de compasión que la había perseguido cuando era adolescente.


Desesperados por darle a su hija lo que ellos no habían tenido, sus padres se habían gastado todos sus ahorros para enviarla a uno de los mejores colegios privados de Vancouver, sin darse cuenta de la angustia que su sacrificio provocaba en Paula. Sus compañeras, todas hijas de familias ricas, la criticaban sin piedad y esos comentarios le habían dejado más cicatrices que el accidente de coche.


«Pobrecita, ¿has visto qué dientes tiene? Es normal que se esconda detrás de tanto pelo».


«Me siento mal por no invitarla a mi fiesta, pero es que no pegaría nada».


Una ortodoncia le había dejado unos dientes perfectos años después y, sonriendo ahora para disimular la timidez que sentía cuando se encontraba en desventaja, Paula le dijo:
—Tendrás que perdonarme, pero he olvidado tu nombre.


Debían ser las palabras más absurdas que había pronunciado nunca, pero él sonrió también. 


—Pedro.


—Pedro—repitió Paula, copiando su entonación, como si de ese modo el nombre pudiera resultarle familiar. Pero no fue así.


Él señaló el coche que estaba esperándolos, un Porsche Cayenne Turbo, que Paula sabía era carísimo.


—Vamos al coche, el viento es infernal.


Sí, lo era. Su pelo, o lo que quedaba de él, se levantaba como un campo de trigo y tenía la frente cubierta de sudor. Y, aunque el vuelo no había durado más que un par de horas, la angustia de lo que la esperaba la había dejado agotada.


Como Pedro no parecía muy inclinado a hablar, Paula fue mirando el paisaje por la ventanilla, rezando para que algo despertase algún recuerdo, por pequeño que fuera.


A la izquierda había viñedos protegidos por muros de piedra y grupos de arrugados olivos abrazaban la tierra como si haciéndolo pudieran evitar que el fuerte viento los enviase al mar.


A la derecha, unas olas de color turquesa acariciaban rocas volcánicas de color negro. De ahí el nombre de la isla, sin duda.


Poco después pasaron por un encantador pueblo de pescadores, con casitas pequeñas en forma de cubo, pegadas unas a otras y con grandes canalones en los tejados.


—Para retener el agua de la lluvia —le explicó Pedro cuando le preguntó por qué—. Pantelleria es una isla volcánica con muchos manantiales, pero el sulfuro que contiene el agua hace que no sea potable.


Esa información tampoco despertaba recuerdo alguno, de modo que Paula se vio obligada a seguir haciendo preguntas si quería llegar a su destino teniendo alguna referencia.


—El auxiliar de vuelo me dijo que la isla era muy pequeña.


—Sí.


—Entonces tu casa no estará muy lejos.


—Nada está muy lejos aquí. Pantelleria sólo tiene catorce kilómetros y medio.


—¿Entonces llegaremos pronto?


Sí.


—Tengo entendido que yo vivía aquí antes del accidente.


Paula vio que él apretaba los labios.


—Sí.


Un hombre de pocas palabras, desde luego. 


—¿Cuánto tiempo llevamos casados?


Poco más de un año.


¿Y somos felices?


Pedro se puso visiblemente tenso.


—Aparentemente, no.


Sorprendida, Paula giró la cabeza para mirarlo.


¿Por qué no?


Él se encogió de hombros, apretando el volante con más fuerza. Tenía unas manos preciosas, grandes y elegantes. Pero no llevaba alianza.


—Nuestra situación no era... la ideal.


Paula hubiera querido preguntarle qué significaba eso, pero había tal reserva en su tono que decidió seguir mirando por la ventanilla.


Poco después, Pedro tomó un camino vecinal que llevaba hasta un grupo de casas sobre una colina. Por algún método que no podía imaginar, unas puertas de hierro forjado se abrieron cuando el coche se acercaba y volvieron a cerrarse después, silenciosamente.



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