lunes, 17 de febrero de 2020

TE ODIO: CAPITULO 45




—Buenas noticias —le dijo Durand desde el borde del acantilado—. Tu amante ha decidido pagar. Debes importarle mucho. Si alguien me hubiera pedido cien millones de euros por mi amante, le diría que estaba loco.


Paula intentó levantar la cabeza para decirle que se fuera al infierno, pero no le quedaban fuerzas. Después del accidente, Durand había usado un coche robado para llevarla hasta la playa y la había atado a una roca en el sitio donde Pedro y ella habían hecho el amor. 


Menuda ironía, pensó.


—¿Entonces me va a soltar?


Tenía que soltarla. Tenía que sobrevivir por su hijo…


—A lo mejor. Si el dinero llega a mi cuenta de Suiza antes de que suba la marea… —Durand se encogió de hombros—. Pero seguramente no. Es más fácil dejarte donde estás. No quiero testigos.


Paula quería suplicar por su hijo, pero sabía que, aunque le dijera que estaba embarazada, no tendría piedad de ella.


Si le hubiera hecho caso a su madre, que insistía en que fuera siempre con sus guardaespaldas…


Pedro te matará por esto…


Pero no pudo terminar la frase porque una ola chocó contra la roca a la que estaba atada.


—No te preocupes, no quiero separaros —contestó el hombre, marcando un número en su móvil—. En cuanto tenga el dinero, le enviaré contigo… ah, el dinero ha llegado ya, estupendo. ¡Alfonso ha pagado! —Durand cerró el móvil, soltando una carcajada—. Me temo que ya no te necesito, ma chérie. Seguro que ahora desearías que me hubiera llevado ese Monet, ¿verdad?


Paula tuvo que cerrar la boca para no ahogarse cuando otra ola, más alta que la anterior, la cubrió casi por completo. No podía ver ni oír nada y tosió, buscando aire…


Pero cuando abrió los ojos vio que se había producido el milagro. Pedro había aparecido por entre unos árboles y, como una furia, había tirado al ex guardaespaldas al suelo. Pero Durand metió la mano en el bolsillo de su chaqueta para sacar una pistola.


—Llegas tarde, bastardo italiano. El dinero es mío…


Pedro golpeó la pistola con el pie. Los dos hombres lucharon, rodando por el borde del acantilado. René Durand era un contrincante duro y no le importaba pelear sucio, pero Pedro no parecía sentir sus puñetazos.


—¡Deberías haber ido a por mí! —le gritó, golpeando su cabeza contra la tierra—. Bastardo… ¿por qué no has ido a por mí, cobarde?


—¡Pedro! —gritó Isabelle—. ¡Estoy aquí abajo, date prisa!


Las olas seguían llegando hasta la roca y cada vez tenía menos tiempo para hablar.


—Salva a… nuestro hijo.


Luego, al ver que otra ola, ésta más alta que todas las anteriores, estaba a punto de cubrirla, llevó aire a sus pulmones.


—¡Paula! —gritó Paolo. Tirando a Durand a un lado como un muñeco de trapo, se lanzó pendiente abajo, agarrándose a las raíces y las ramas que encontraba en su camino. Pero sabía que no llegaría a tiempo. La marea había subido del todo.


Ella iba a morir. Ella y su hijo.


—Te quiero —susurró Paula, sabiendo que no podría oírla.


Una última ola la golpeó, cubriéndola por completo. Contuvo el aliento todo lo que pudo y sintió que Pedro intentaba soltar las cuerdas que la sujetaban a la roca.


Quería decirle que lo amaba, que lamentaba haber perdido tantos años, que lamentaba haber elegido la obligación por encima del amor…


Pero era demasiado tarde. Demasiado tarde para todo. Su cuerpo tomó el control y abrió la boca para respirar, el agua entrando en su garganta…


Sus pulmones se colapsaron y, de repente, todo se volvió negro.




TE ODIO: CAPITULO 44





Ella lo había traicionado no contándole la verdad sobre Alexander, sí. Pero él había cometido tantos o más errores.


«No te has hecho la vasectomía, ¿verdad?».


No le había prestado mucha atención a esa pregunta, pero ahora era evidente lo que significaba. No había fracasado. La había dejado embarazada. Paula iba a tener un hijo suyo… otro hijo. Y todo eso estaba en peligro porque él había sido demasiado orgulloso como para admitir la verdad.


—La quieres —dijo Mariano entonces—. Pensé que estabas jugando con ella, pero estás enamorado.


—Sí —admitió Pedro. Pero no había querido amarla. El amor significaba sufrimiento y él estaba decidido a vivir solo para siempre. Se había hecho millonario para no tener que depender de nadie. Se había convertido en el piloto más rápido del circuito para que nadie pudiese llegar a él…


Pero no había servido de nada. A pesar de sus esfuerzos, se había enamorado.


Otra vez.


Y nunca se había sentido tan perdido.


Nervioso, sacó el móvil de su chaqueta.


—Creo que Durand puede haberla retenido.


—¿Durand? ¿Su antiguo guardaespaldas?


—Es más que eso, me temo —suspiró Pedro. Pero antes de que pudiese llamar a la policía, sonó su móvil. Era un número sin identificar.


—¿Sí?


—Tengo algo que usted valora mucho.


Pedro reconoció enseguida la voz de Durand.


—Si le haces daño, te juro que te mato. Ni los buitres podrán encontrar tus huesos.


—Apunte este número. ¿Está listo?


Pedro sacó un bolígrafo de su chaqueta y miró alrededor, buscando un papel. Al no encontrarlo le hizo un gesto a Mariano para que levantase el brazo.


—¿Qué…?


—Dime —Pedro anotó el número en la manga del mono blanco de su hermanastro.


—En cuanto reciba el dinero en mi cuenta —anunció el ex guardaespaldas— le diré dónde puede encontrarla.


Y después colgó.


—¿Qué pasa? —preguntó Mariano.


—Paula ha sido secuestrada.


—¿Qué?


—Ponte en contacto con la policía ahora mismo —Pedro le tiró el móvil—. A ver si pueden localizar la llamada.


—Pero… ¿dónde vas?


Tenía una intuición. Había oído un griterío de gaviotas mientras hablaba con Durand. Un ruido que parecía hacer eco sobre las rocas…


—Creo que sé dónde puede estar.


—Iré contigo.


—No, podría equivocarme. Necesito que me ayudes, Mariano. Llama a la policía, a la guardia de palacio, a cualquiera que encuentres… ¡Bertolli! Llama a los hombres. Sigue las órdenes del príncipe Mariano hasta que yo vuelva. Pero antes… haz una transferencia a esta cuenta. De ingreso inmediato —Pedro señaló los números escritos en la manga del mono blanco.


—Sí, señor Alfonso —murmuró Bertolli, atónito.


Tomando el manillar de su moto, Pedro se abrió paso entre la multitud.


—¡La policía llegará enseguida! —le gritó Mariano desde la carpa—. Deberías esperar.


—No puedo.


—Están de camino.


«Olvídate de la carrera, Pedro», le había suplicado Paula. «Quédate, tenemos que hablar». Y él le había dado la espalda. La había amenazado, la había insultado…


¿Podría perdonarlo algún día?


¿Y sería él capaz de salvar a la mujer que amaba? ¿De salvar al hijo que esperaba?


«Te quiero, Paula», le dijo, en silencio. «Espérame, voy para allá».


—¿Qué esperas conseguir solo? —le preguntó Mariano.


Pedro subió a la moto y puso la mano sobre el acelerador.


—Espero llegar antes —contestó. Y, con un rugido del motor, dio comienzo a la carrera para la que se había entrenado durante toda su vida




domingo, 16 de febrero de 2020

TE ODIO: CAPITULO 43





—Espero que estés contento —dijo Mariano.


Pedro paseaba de un lado a otro bajo la carpa de los pilotos. Había comprobado el motor de su máquina por enésima vez, pero intuía que algo no iba bien, no sabía qué.


—Estoy encantado —contestó—. Otra oportunidad para ganarte.


Su hermanastro se cruzó de brazos.


—Me refería a Paula.


Pedro seguía furioso por la noticia de que tenía un hijo. Un niño de nueve años al que había abandonado gracias a Paula.


—No quiero hablar de eso —murmuró—. Ah, por cierto, si vuelves a acusarme de hacer trampas en el circuito, te parto la cara.


Mariano suspiró.


—Eres despiadado en el mundo de los negocios y también en el circuito. No puedes esperar que no me pregunte…


—Gano honestamente.


Mariano apretó los labios. Su mono de piloto de un blanco angelical en contraste con el de Pedro, negro y rojo, como un diablo.


—Estoy empezando a creerlo.


—Genial. Y ahora, ¿te importaría marcharte de aquí y dejar que me concentre para la carrera?


—¿Dónde está Paula? —preguntó Mariano, mirando de un lado a otro, como si esperase que la tuviera escondida—. Sólo quiero decirle que no estoy enfadado con ella.


—Haciendo la maleta, supongo —contestó Pedro.


Durante esas semanas el vestidor se había llenado con su ropa: bonitos vestidos, elegantes blusas, delicada ropa interior. Cuando volviese a San Cerini, todo eso habría desaparecido. 


Volvería a un vestidor vacío y a una casa vacía.


Mejor, se dijo a sí mismo. Paula había dicho que lo amaba. ¿Amarlo? Ni siquiera lo respetaba. Se lo había demostrado más veces de las que podía contar.


Pero Mariano estaba sacudiendo la cabeza…


—Me ha dejado un mensaje diciendo que no podía casarse conmigo y que estaría aquí, animándote.


Pedro tragó saliva.


—¿Cuándo te dejó ese mensaje?


—Hace una hora.


Incluso con tráfico, ya debería haber llegado. Pedro asomó la cabeza por la puerta de la carpa.


—¿Bertolli?


—¿Sí?


—¿Has visto a la princesa?


—No, pero la carrera está a punto de empezar. Tiene que colocarse en la línea de salida.


—Buena suerte. Te veo en la meta —se despidió Mariano.


—Espera un momento —le dijo Pedro, volviéndose hacia Bertolli—. ¿La policía ha encontrado a Durand?


—No, todavía no. Por lo visto, se ha esfumado. ¿Quiere que envíe más hombres?


Pedro sintió algo parecido a un agujero en el estómago.


Durand.


Paula.


Los dos habían desaparecido…


—Tiene que colocarse en la línea de salida —insistió Bertolli—. Van a descalificarlo…


—Que me descalifiquen. Sólo es una carrera.


Murmurando algo en italiano, Bertolli desapareció.


Si algo le pasaba a Paula, no se lo perdonaría nunca, pensó Pedro. Había prometido protegerla, lo había jurado. Y había fracasado. 


No supo protegerla del fotógrafo en la playa de Anatole. No se había fijado si los guardaespaldas seguían con ella cuando se marchó de la villa. No le había advertido que Durand había escapado de la cárcel…


Había intentado dejarla embarazada sin su consentimiento.


Quizá Paula hacía bien en no confiar en él. Se había portado como un canalla.





TE ODIO: CAPITULO 42




Se lo había jugado todo… y había perdido. No. Paula se llevó una mano al abdomen. No se lo había jugado todo. No le había contado que estaba embarazada.


«Eres un monstruo. Saber que tengo un hijo contigo me pone enfermo».


Paula se cubrió la cara con las manos y un sollozo escapó de su garganta. No quería tener otro hijo con ella. Muy bien. Nunca sabría que el niño era suyo. Se marcharía, desaparecería de San Piedro y él no sabría nunca…


Pero no podía hacer eso. Alexander. Dios Santo. 


Para hacerle daño a ella, Pedro iba a solicitar la custodia del niño. Destruiría la vida de su hijo…


—¿Alteza?


Paula se volvió al oír una voz de mujer. 


Valentina Novak estaba tras ella.


—¿Qué quiere?


—Sólo quería decirle… que lo siento.


—¿Lo siente?


—Únicamente quería probarme su vestido. Ha sido una bobada, lo sé. No debería, pero… —Valentina se mordió los labios, nerviosa—. Es que usted tiene una vida tan perfecta. Sólo quería probármelo para ver…


—¿Una vida perfecta? —repitió Paula, irónica—. ¿Qué parte de mi vida envidias? ¿Los paparazis que me persiguen por todas partes, los consejeros que me dicen lo que tengo que hacer o ese palacio en el que hace frío hasta en verano y no se puede tocar nada por miedo a romperlo?


—Me refería a Pedro. Yo daría lo que fuera por tener a un hombre que me quisiera como él la quiere a usted.


Paula apartó la mirada.


Pedro no me quiere.


—¿Cómo que no? Está loco por usted, cualquiera puede verlo.


—No me quiere y no me ha querido nunca. Él mismo me lo ha dicho.


—A lo mejor lo ha dicho con palabras, pero… ¿qué le dice con sus actos?


Un torrente de imágenes apareció en la cabeza de Paula. La risa de Pedro, sus besos, cómo la abrazaba por las noches. Cómo insistía en que hiciera realidad sus deseos, desde aprender a cocinar a montar en moto. Cómo la enseñaba a enfrentarse con sus miedos, cómo la protegía…


«Siempre te protegeré, Paula».


«Yo siempre digo la verdad, aunque duela».


De repente, se le doblaron las rodillas. Durante todo ese tiempo había temido que la traicionase… pero no la había traicionado, no le había mentido.


La amaba y era ella quien lo había traicionado. 


No sólo una vez, sino varias.


Cada vez que callaba sobre Alexander.


Cada vez que creía lo peor de él.


Pedro la amaba.


Paula levantó la cabeza entonces. El recuerdo de las reinas guerreras de su estirpe dándole fuerzas.


Había sido una cobarde. Pero eso se había terminado.


Esta vez lucharía. Esta vez le demostraría que estaban hechos el uno para el otro.


—Gracias, Valentina —dijo, casi sin voz—. Gracias por todo.


Sacando el móvil del bolso, marcó el número de Mariano y, cuando saltó el buzón de voz, le dejó un mensaje:
—Lo siento, Mariano, pero debo declinar tu oferta después de todo. Me he dado cuenta de que estoy locamente enamorada de tu hermanastro. Estaré en el circuito, animándolo.


Luego marcó el número de Pedro, pero tampoco contestó. Daba igual. Iría al circuito y le contaría que se había hecho una prueba de embarazo. No habría más secretos entre ellos, nunca.


Haría que Pedro la perdonase. Y si no la perdonaba, seguiría intentándolo. Para siempre, si era necesario.


Y él la perdonaría, tenía que hacerlo. El era su amor, su familia. El padre de sus hijos.


Era su hogar.


Paula subió al Mini, pero no fue capaz de arrancarlo.


—Oh, no…


Se le había olvidado poner gasolina. Miró a su alrededor, nerviosa, y vio la moto de Pedro. Y no lo pensó un momento.


—¿No pensará ir en moto hasta el circuito? —exclamó Valentina.


—Es la única manera de llegar a tiempo —contestó Paula.


—Pero si sólo ha tomado unas cuantas clases… y va a tener que conducir por el borde de un acantilado. ¿No le da miedo?


Ella negó con la cabeza.


—Sólo tengo miedo de perder a Pedro.


Cuando atravesaba la verja se sorprendió al ver que no había paparazis esperando. Sin duda debían de estar en el circuito, fotografiando a todos los famosos que habían acudido al Grand Prix. Bendiciendo su inusual anonimato, condujo a toda velocidad, girando en una curva para tomar un atajo, un lugar secreto para llegar a palacio que sólo conocía la familia real y sus guardaespaldas.


Paula sonrió. Iba a llegar a tiempo. Quizá incluso podría besar a Pedro antes de que empezase la carrera…


Pero en cuanto llegó al camino una fila de afilados clavos pinchó la rueda delantera. La rueda explotó, haciendo que la moto se inclinase bruscamente a la izquierda. Paula levantó las manos para protegerse la cara mientras la máquina, fuera de control, se lanzaba enloquecida hacia un árbol…


Sintió que volaba, que caía. Y, enseguida, un terrible dolor en la parte derecha del cuerpo. Cuando despertó un minuto después estaba tumbada en la hierba.


La cabeza de un hombre apareció entonces sobre ella, bloqueando el sol. Tenía un aspecto sucio como si llevara varios días escondido en el bosque y su rostro estaba en sombra. Pero Paula lo reconoció de inmediato. Había aparecido en sus sueños desde que secuestró a su hijo.


—Hola, Alteza —le dijo René Durand, con una sonrisa aterradora—. Estaba esperándola.