domingo, 16 de febrero de 2020

TE ODIO: CAPITULO 41




—¿Mi hijo?


Paula vio cómo la sangre desaparecía de su rostro.


—Sí, es cierto. Tuvimos un hijo y…


Pedro apartó la mano y dio un paso atrás, como si el suelo de cemento se estuviera hundiendo bajo sus pies.


—Tenía que decírtelo —murmuró Paula.


—No —Pedro se apartó cuando ella quiso tocarlo—. No puede ser mi hijo. Tiene nueve años. Tú no podrías… no podrías haberme mentido durante todo ese tiempo.


—Por favor, escúchame…


Él se volvió, sus ojos ardiendo de rabia.


—Tu hermano necesitaba un heredero para el trono, así que le diste a tu hijo…


—¡No, no es así como ocurrió!


—¡Le diste a mi hijo! —gritó él—. Me lo robaste. Te libraste de él como si no significara nada para ti. ¿Qué clase de madre eres?


—¿Crees que me gustó hacerlo? —replicó Paula—. Darles a mi hijo me rompió el corazón. Que Alexander me llame tía Paula en lugar de mamá ha sido una agonía para mí durante todos estos años…


—¿Cómo pudiste? —repitió Pedro, sacudiendo la cabeza.


—No sabía que estuviera embarazada cuando rompí contigo. Pero éramos muy jóvenes y lo teníamos todo en contra. Me daba miedo casarme contigo. La diferencia de clases… sabía que se reirían de ti en San Piedro. Tú no sabes lo que significa pertenecer a una casa real. Tendrías que haberte olvidado de tu libertad…


—¿Y a cambio entregaste a nuestro hijo?


—Cuando supe que estaba embarazada… —empezó a decir Paula con voz temblorosa— intenté volver contigo. Convencí a mi madre para que te diese una oportunidad. Fue entonces cuando volvimos al apartamento y te vi con esa mujer.


—¿Ésa es tu excusa para haberme mentido durante diez años? —le espetó él, incrédulo—. ¿Porque busqué consuelo en un revolcón sin importancia?


—¡Pensé que no podía confiar en ti!


—Porque era demasiado peligroso, ya. El hijo de un delincuente. Pensaste que debías proteger a mi hijo… de mí.


—Tenía miedo. Contártelo significaba arriesgar el trono de Alexander, su custodia, su propia vida. ¿Esperabas que me olvidase de todo eso?


—¡Me has robado a mi hijo!


—Lo siento, intenté decírtelo cuando volví a verte, pero… cuanto más tiempo pasaba contigo más miedo tenía de que me odiases si te lo contaba.


—Y no te equivocabas —dijo Pedro—. Porque nunca te perdonaré. Nunca. Abandonaste a nuestro hijo y no contándome la verdad me obligaste a mí a abandonarlo. Me has mentido durante diez años y has dormido conmigo estas semanas guardando ese secreto… cada beso, cada sonrisa ha sido una mentira.


—Cometí un error —intentó explicarle Paula—. Era muy joven, estaba asustada… tener un hijo sin estar casada era algo imperdonable para una persona como yo…


Pero Pedro no estaba escuchándola.


—No quiero oír nada más.


—Por favor, perdóname. Tienes que perdonarme. Tienes que entender lo que sentí.


Él alargó una mano hacia su pelo, como para consolarla. Incluso ahora, después de saber lo que había hecho, su instinto le pedía que la consolara cuando la veía llorar. Pero en el último segundo, apartó la mano.


—Sigues sin creer lo de Valentina, ¿verdad? Sigues pensando que me acosté con ella.


—Dime la verdad, Pedro. Quizá podría respetarte si me contases la verdad…


—¿La verdad? —repitió él, irónico—. ¿Para qué voy a molestarme? Tú ya has tomado una decisión en lo que respecta a mí.


—¿Qué quieres que crea? Te vi en el dormitorio…


—Espero que confíes en mí. Que me creas, eso es lo que espero. Pero ahora veo que eso es imposible. Dios mío, tengo un hijo. Un hijo que cree que lo he abandonado…


—Pedro…


—¿El chico lo sabe?


—No, ya te he dicho que me cree su tía. Alexander adoraba a sus padres, sigue llorando por ellos.


Él la miró, incrédulo.


—¿Y va a tener que vivir como un huérfano…?


—¿Qué quieres que haga, que le cuente que tuve que entregárselo a mi hermano y que los padres que lo quisieron toda su vida no son sus padres? ¿Crees que eso es mejor?


—La verdad siempre es mejor.


—¿Tú nunca me has contado una mentira?


—Nunca, Paula —contestó él, mirándola a los ojos.


Ella tragó saliva.


—No te has hecho una vasectomía, ¿verdad?


Pedro la miró, sin entender.


—¿Qué clase de pregunta es ésa?


—No has usado preservativo —murmuró Paula—. Pensé que hablabas de broma cuando dijiste que querías dejarme embarazada, pero…


—No, te dije la verdad desde el principio. Quería casarme contigo, quería dejarte embarazada y… pero afortunadamente he fracasado, ¿no? Menos mal. Seguramente tú le entregarías ese niño al primero que pasase.


—¿Cómo puedes decir una cosa así?


Le dolía tanto el corazón que no podía respirar.


—Eres preciosa, Paula. Pero eso también es una mentira. No eres preciosa. Eres un monstruo. Saber que tengo un hijo contigo me pone enfermo.


—Pedro…


—Basta —la interrumpió él—. Tengo que irme. La prueba está a punto de empezar.


—¡No! Olvídate de la carrera, Pedro. Quédate, tenemos que hablar…


—No pienso rendirme. Ni por ti ni por nadie. Esto es lo que hago. Es quien soy. No tengo una esposa que entorpezca mi camino, por eso soy el más rápido del mundo. Estoy solo y gano solo.


—No puedes marcharte así…


—¿Ah, no? ¿Por qué no?


—Porque te quiero, Pedro.


Él apretó los labios.


—En ese caso, hay algo que puedes hacer por mí, Paula. Puedes hacer la maleta e irte de mi casa, y espera una llamada de mi abogado para solicitar la custodia de Alexander.


Después, apretando el acelerador, desapareció a toda velocidad.




sábado, 15 de febrero de 2020

TE ODIO: CAPITULO 40




Pero unos minutos después, el Mini pasó en dirección contraria y Pedro dio la vuelta a tal velocidad que dejó marcas en el asfalto. Llegó a su lado cuando estaba ya en San Cerini y bajó de la moto, dejándola tirada en el suelo.


—¡Paula!


Ella estaba pálida, temblorosa. Antes de que pudiese decir una palabra, Pedro la tomó entre sus brazos.


—No me acosté con Valentina —murmuró, acariciando su pelo—. No la toqué siquiera.


—Quiero creerte —dijo ella—. Quiero creerte, de verdad.


—Pues créeme. Tú eres la única mujer para mí.


Paula intentó sonreír, pero esa sonrisa no lo engañó ni por un segundo.


—Estoy bien, de verdad.


—¿Por qué has llorado?


—¿Por qué? Es que tengo una alergia…


—Paula… dime qué te pasa.


Ella se apartó tan violentamente que estuvo a punto de caer al suelo, pero Pedro la sujetó. No pesaba nada. Durante los últimos días apenas había probado bocado.


No tenía apetito, decía. Debería haber insistido para que comiese más… ahora se daba cuenta de que todo lo que concerniese a Paula, incluso su salud, debería ser su responsabilidad.


—¿Qué es? Dímelo.


Cubriéndose la cara con las manos, Paula cayó sobre su pecho, llorando. Y Pedro la abrazó, acunándola como si fuera una niña. Entonces se dio cuenta de cuánto le importaba aquella mujer.


Tanto como para protegerla de todo y de todos.


Aunque no confiase en él, aunque no confiase nunca en su palabra. Ella era la única persona que nunca le mentiría.


La mujer a la que podría amar.


—¿Alguien te ha hecho daño? ¿Ha sido Durand?


—¿Durand? ¿Por qué dices eso?


—No, por nada —contestó Pedro. Ya habría tiempo para explicárselo más tarde—. ¿Dónde has ido?


—A ver a Mariano.


—¿A Mariano? ¿Por qué?


—Para aceptar su proposición de matrimonio —contestó Paula.


Pedro miró las herramientas tiradas en el suelo, donde él las había dejado. Todo estaba igual que unos minutos antes. ¿Cómo era posible que el resto de su mundo se hubiera venido abajo?


—Muy bien. Márchate si quieres.


—No he podido hacerlo —dijo Paula entonces—. Ni siquiera pude atravesar la verja. No quiero casarme con Mariano. Te quiero a ti, Pedro.


Su corazón, que se había quedado helado dentro de su pecho, abruptamente empezó a latir otra vez. De nuevo podía sentir sus brazos, sus piernas, la sangre corriendo por sus venas.


Paula no quería dejarlo.


Confiaba en él.


—Entonces, ¿me crees? ¿Crees lo que te he contado sobre Valentina?


Ella estiró los hombros como si hubiera tomado una decisión firme y lo miró a los ojos.


Al fin iba a decir que confiaba en él, que sabía que nunca iba a mentirle…


El futuro se abría para ellos dos. No era demasiado tarde. Quizá no eran los chicos inocentes que habían sido diez años antes en Nueva York, pero daba igual.


Porque ahora los dos sabían lo raro que era, lo precioso que era eso que había entre ellos.


—Mereces saberlo —empezó a decir Paula, bajando la cabeza. Cuando volvió a mirarlo, sus ojos de color caramelo estaban llenos de emoción—. Pase lo que pase, mereces saberlo.


—¿Qué tengo que saber?


—No puedo mantenerlo en secreto por más tiempo. No tengo derecho a hacerlo.


—¿Qué?


—Alexander no es mi sobrino, Pedro, es mi hijo —Paula tomó sus manos para ponerlas sobre su pecho—. Alexander es hijo tuyo.






TE ODIO: CAPITULO 39





—¿Dónde está la princesa, signor Alfonso?


Pedro, con una llave inglesa en la mano, levantó la mirada. Su equipo había llevado la moto al circuito del Grand Prix y, durante una hora, había estado aliviando su angustia con el motor de una Triumph Bonneville de 1962.


—No sé dónde está —murmuró—. Y me da igual.


Había pensado que le hacía un favor a Valentina dejando que se probase el vestido de Paula. Su secretaria llevaba una hora rogándoselo y estaba harto de oírla. Sólo era un vestido, por el amor de Dios. A Paula le daría igual. Además, ella rara vez se ponía dos veces la misma ropa. La ropa de diseño era un uniforme para ella, como su viejo mono de mecánico o sus trajes de Saville Row.


Pero, por supuesto, Paula los había visto en el dormitorio y había pensado lo peor. Aunque él estaba de espaldas, mirando hacia la ventana. Ni siquiera había querido mirar mientras Valentina se ponía el vestido. Valentina era una buena secretaria, pero no era su tipo de mujer… y aunque lo hubiera sido, jamás habría engañado a Paula.


¿Pero cuándo había confiado en él Paula? Nunca. Nunca lo había creído un hombre decente y de palabra. Pues muy bien, si quería salir corriendo, que lo hiciera.


Él no pensaba seguirla.


—Sólo pregunto si sabe dónde está la princesa porque acaban de decirme que René Durand ha escapado de la cárcel —dijo Bertolli entonces.


Pedro se levantó de un salto.


—¿Qué?


—La policía quería interrogarlo sobre un robo de arte y se escapó mientras lo trasladaban a la comisaría. Seguramente no tiene importancia… ahora estará en Malta o en algún otro sitio del Mediterráneo. No se preocupe, signor Alfonso.
Deberíamos irnos al circuito…


Pedro intentó respirar.


—¿En palacio saben lo de Durand?


—Son ellos los que me han llamado.


—¿Todo el mundo está a salvo?


—Sí —contestó Bertolli—. Pero el coche de la princesa no está en el garaje. Yves y Serge están intentando localizarla…


—Maledizione! —exclamó Pedro, tirando la llave inglesa al suelo antes de subir a la moto—. Ofrécele a la policía nuestra ayuda para capturar a Durand. Si no la aceptan, envía a nuestros hombres de todas formas. Quiero saber dónde está. Quiero que lo encuentren cuanto antes.


—Sí, señor Alfonso.


Mientras se dirigía hacia la verja a toda velocidad, Pedro apretó los dientes.


¡Maldita fuera! ¿Por qué tenía que ser tan obstinada? ¿Por qué no podía confiar en él?


Pero bajo esa rabia su corazón latía a toda velocidad con otra pregunta.


¿Por qué no había salido tras ella?


Paula. Sólo pensar que Durand pudiese haberla retenido lo ponía enfermo.


Cuando pasaba por delante de los paparazis, éstos se apartaron como las hojas del camino, asustados. Una vez en la carretera de la costa, volvió a apretar el acelerador una vez más.




TE ODIO: CAPITULO 38




—Embarazada.


Paula susurró esa palabra, incrédula, las manos temblorosas sobre el volante del Mini mientras salía de palacio. Había querido confiar en Pedro y casi se había convencido a sí misma de que podía hacerlo.


Pero él le había mentido.


¿O no? Paula intentó recordar… él nunca había dicho que se hubiera hecho una vasectomía. Sólo había dicho que nunca se encontraría embarazada y sola.


Eso, de repente, tenía un significado muy distinto.


«Estoy planeando seducirte, dejarte embarazada y casarme contigo».


No le había mentido. Le había contado la verdad desde el principio.


Pero ella no había querido darse cuenta.


¿Podría casarse con él?, se preguntó. Lo amaba y estaba esperando un hijo suyo.


¿Podía confiar en que cumpliera con sus obligaciones como príncipe consorte?


¿Podía confiar en que le fuera fiel?


Sin dejar de hacerse preguntas llegó a la villa, pero no encontró a Pedro en su estudio.


—Creo que está en sus habitaciones, Alteza —le dijo una de las criadas.


—Grazie.


Quizá estaba echándose una siesta, pensó. Y sería lógico porque apenas habían dormido por la noche. Apenas habían dormido una sola noche desde que estaban juntos. Paula sonrió, pensando en darle la noticia como había soñado hacerlo diez años antes…


—No te preocupes, no volverá hasta mañana.


Era la voz de Pedro. Paula se detuvo abruptamente en la puerta.


—¿Estás seguro? —oyó la voz de Valentina, su secretaria.


—Pues claro que sí —contestó él, impaciente—. Paula no lo sabrá nunca. Y aunque lo supiera, a ella le gusta compartir. Así que ven aquí. Esto es lo que quieres, ¿no? Estoy cansado de oírte suplicar. ¿Quieres que espere fuera mientras te quitas la ropa?


—No —suspiró la mujer—. No hace falta.


Paula no quiso oír una palabra más. Con el corazón en la garganta, empujó la puerta y entró en la habitación. La secretaria estaba frente al vestidor, con unos zapatos de tacón y un sujetador que empujaba sus enormes pechos casi hasta su barbilla.


Pedro estaba sentado frente a la ventana, con el ordenador sobre las piernas. Sin duda esperando que Valentina se desnudase para «entretenerlo».


—Paula —dijo él, sorprendido—. Llegas temprano. —Pedro se aclaró la garganta—. Espero que no te importe, pero Valentina…


—Oh, no me importa —se oyó decir a sí misma con una voz que no parecía suya—. ¿Cómo has podido? ¿Cómo has podido hacerme esto?


—No —dijo Pedro entonces—. No, Paula, espera…


Pero ella no podía esperar. Sollozando, se dio la vuelta y corrió escaleras abajo.


Cuando entró en el coche, el águila de piedra de la entrada parecía reírse de ella. Sólo en aquel momento se daba cuenta de su error.


Ella era el dragón muerto que sostenía bajo sus garras, como había imaginado el primer día.


—¡Paula! —oyó la voz de Pedro.


Pero no esperó. No podía esperar. Pisó el acelerador y salió de la villa.


Se casaría con Mariano. Cumpliría con su deber.


Y no quería volver a ver a Pedro Alfonso en toda su vida.


Poco después se detenía frente a la villa de los Von Trondhem con la intención de hablar con Mariano.


Pero no podía… no podía casarse con otro hombre. A pesar de lo que Pedro le había hecho, no podía traicionarlo como él la había traicionado.


Sollozando, Paula se inclinó sobre el volante y lloró hasta que no le quedaron lágrimas.