sábado, 15 de febrero de 2020

TE ODIO: CAPITULO 39





—¿Dónde está la princesa, signor Alfonso?


Pedro, con una llave inglesa en la mano, levantó la mirada. Su equipo había llevado la moto al circuito del Grand Prix y, durante una hora, había estado aliviando su angustia con el motor de una Triumph Bonneville de 1962.


—No sé dónde está —murmuró—. Y me da igual.


Había pensado que le hacía un favor a Valentina dejando que se probase el vestido de Paula. Su secretaria llevaba una hora rogándoselo y estaba harto de oírla. Sólo era un vestido, por el amor de Dios. A Paula le daría igual. Además, ella rara vez se ponía dos veces la misma ropa. La ropa de diseño era un uniforme para ella, como su viejo mono de mecánico o sus trajes de Saville Row.


Pero, por supuesto, Paula los había visto en el dormitorio y había pensado lo peor. Aunque él estaba de espaldas, mirando hacia la ventana. Ni siquiera había querido mirar mientras Valentina se ponía el vestido. Valentina era una buena secretaria, pero no era su tipo de mujer… y aunque lo hubiera sido, jamás habría engañado a Paula.


¿Pero cuándo había confiado en él Paula? Nunca. Nunca lo había creído un hombre decente y de palabra. Pues muy bien, si quería salir corriendo, que lo hiciera.


Él no pensaba seguirla.


—Sólo pregunto si sabe dónde está la princesa porque acaban de decirme que René Durand ha escapado de la cárcel —dijo Bertolli entonces.


Pedro se levantó de un salto.


—¿Qué?


—La policía quería interrogarlo sobre un robo de arte y se escapó mientras lo trasladaban a la comisaría. Seguramente no tiene importancia… ahora estará en Malta o en algún otro sitio del Mediterráneo. No se preocupe, signor Alfonso.
Deberíamos irnos al circuito…


Pedro intentó respirar.


—¿En palacio saben lo de Durand?


—Son ellos los que me han llamado.


—¿Todo el mundo está a salvo?


—Sí —contestó Bertolli—. Pero el coche de la princesa no está en el garaje. Yves y Serge están intentando localizarla…


—Maledizione! —exclamó Pedro, tirando la llave inglesa al suelo antes de subir a la moto—. Ofrécele a la policía nuestra ayuda para capturar a Durand. Si no la aceptan, envía a nuestros hombres de todas formas. Quiero saber dónde está. Quiero que lo encuentren cuanto antes.


—Sí, señor Alfonso.


Mientras se dirigía hacia la verja a toda velocidad, Pedro apretó los dientes.


¡Maldita fuera! ¿Por qué tenía que ser tan obstinada? ¿Por qué no podía confiar en él?


Pero bajo esa rabia su corazón latía a toda velocidad con otra pregunta.


¿Por qué no había salido tras ella?


Paula. Sólo pensar que Durand pudiese haberla retenido lo ponía enfermo.


Cuando pasaba por delante de los paparazis, éstos se apartaron como las hojas del camino, asustados. Una vez en la carretera de la costa, volvió a apretar el acelerador una vez más.




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