viernes, 10 de enero de 2020
HEREDERO OCULTO: CAPITULO 29
Pero en esos momentos, con la reforma casi terminada, se puso nerviosa y tuvo ganas de ver cómo había quedado. Quería empezar a imaginarse trabajando allí, metiendo en cajas las delicias que enviaría por correo, supervisando a los trabajadores que tendría que contratar, si es que su idea tenía tanto éxito como esperaba.
Miró un segundo a tía Helena, dejó la cuchara en el cuenco que tenía delante y se limpió las manos en un paño limpio.
–¿Te importa? –le preguntó a Helena.
–Por supuesto que no. Ve, cariño –le dijo esta, acercándose para continuar con las galletas–. Yo terminaré esto y, cuando vuelvas, tal vez vaya a echar un vistazo.
Paula sonrió y le dio un beso a su tía en la mejilla, luego se quitó el delantal y siguió a Pedro. Oyó los martillazos antes de llegar a la puerta del local de al lado, pero ya casi se había acostumbrado, lo mismo que sus clientes habituales.
Pedro le abrió la puerta que comunicaba la panadería con el otro local y apartó la lámina de plástico grueso que habían puesto delante de ella para evitar que pasase el polvo.
Paula entró delante de él y suspiró al mirar a su alrededor. El local estaba precioso. Jamás lo habría imaginado así.
Las paredes estaban llenas de estanterías a varias alturas y de varios tamaños.
Habían arreglado también el suelo y el techo y la pintura hacía juego con la de La Cabaña de Azúcar.
–¡Oh! –gritó Paula.
–¿Tiene tu aprobación? –le preguntó Pedro en tono divertido.
Y ella estaba segura de que se había dado cuenta de que le temblaban las manos y tenía los ojos llorosos de la emoción, pero aun así consiguió decirle en un susurro:
–Es increíble.
Giró sobre sí misma para volver a verlo todo y su asombro creció todavía más. No se paró a pensar cómo había sido posible ni de cuánto habría costado. Solo sabía que disponía de ese local para ampliar el negocio de su vida.
Dio un gritito, abrazó a Pedro y lo apretó con fuerza. Él la rodeó con ambos brazos por la cintura casi inmediatamente.
–Gracias –murmuró Paula–. Es perfecto.
Cuando se apartó, vio que Pedro tenía una expresión extraña en el rostro, pero entonces se acercó a ellos el capataz, tan oportuno como siempre.
–Parece que le gusta cómo ha quedado –comentó con una sonrisa, dirigiéndose a Pedro.
Teniendo en cuenta que Paula todavía estaba abrazando a su exmarido, era fácil llegar a esa conclusión. De repente, sintió vergüenza, se aclaró la garganta y retrocedió para poner una distancia entre ambos.
–Sí, parece que le gusta –respondió Pedro.
–Jamás habría imaginado algo así –les dijo ella a los dos hombres–. A pesar de haber visto los planos, no pensé que iba a quedar tan bien.
–Me alegro de que le guste. Si quiere que hagamos algo más, o que cambiemos algo, hágamelo saber. Estaremos aquí terminando algunos detalles.
Paula no quería cambiar nada, pero mientras los dos hombres hablaban de negocios, se dio un paseo por el local. Admirando, tocando, llenando mentalmente las estanterías e imaginándose trabajando detrás de los mostradores. Le encantaba la moldura de los techos, que era igual que la de la panadería y hacía que sintiese aquel lugar como suyo.
¡Suyo!
Bueno, suyo y de tía Helena. Y de Pedro o del banco, dado que alguien iba a tener que pagarlo.
Aunque se había resistido a atarse de aquel modo a su exmarido, no podía negar que le había dado algo que nadie más le habría dado, y en un tiempo récord.
Oyó pisadas detrás de ella y se giró. Era Pedro.
–Dejarán esto limpio y se marcharán en un par de horas. Y los ordenadores llegarán mañana.
Paula se agarró las manos. Estaba tan emocionada que casi no podía contenerse.
Necesitaría una página web… y alguien que la diseñase y la mantuviese, ya que ella no sabía hacerlo. También necesitaría envases y abrir una cuenta con una empresa de transporte fiable, necesitaría etiquetas y, probablemente,
hasta un catálogo.
Tenía tantas cosas por hacer. Más, tal vez, de las que había pensado.
De repente sintió miedo y notó que le costaba respirar. No podía hacer aquello. Era demasiado. Ella era solo una persona, aunque contase con la ayuda de tía Helena.
–Sé que tienes mucho que hacer –le dijo Pedro, interrumpiendo sus alarmados pensamientos y permitiendo que algo de oxígeno volviese a entrar en sus pulmones–, pero antes de que empieces a preocuparte, hay algo de lo que me gustaría hablar contigo.
Ella respiró hondo y se obligó a relajarse. Cada cosa a su tiempo, iría paso a paso. Había llegado hasta allí y podría seguir adelante… aunque tardase meses en conseguir lo que un Alfonso rico y poderoso había hecho en tan solo una noche.
–De acuerdo.
–Tengo que volver a casa por motivos de trabajo.
–Ah –dijo ella sorprendida.
Se había acostumbrado tanto a tenerlo allí que la noticia la pilló desprevenida. Era irónico, después de lo mucho que había deseado que volviese a Pittsburgh al verlo llegar. En esos momentos, le era difícil imaginarse la panadería, o su vida diaria, sin él.
Intentó no pensar en aquello y asintió.
–De acuerdo. Lo entiendo. Además, ya has hecho más que suficiente durante tu estancia aquí.
Se contuvo antes de darle las gracias porque, en realidad, no le estaba haciendo ningún favor.
Había sido muy generoso, pero no lo había hecho de corazón. Lo mejor sería aceptar lo que le había dado y dejar que se marchase a Pittsburgh antes de que le ocurriese pedirle algo a cambio.
Pedro sonrió y a ella se le aceleró el corazón.
–¿Qué? –preguntó, retrocediendo ligeramente.
–Crees que voy a recoger y me voy a marchar sin más, ¿no?
Sí, esa era la esperanza que había tenido.
–Está bien. Lo entiendo –repitió ella–. Todo esto es maravilloso. Tía Helena y yo nos ocuparemos de empezar el nuevo negocio.
Él sonrió todavía más y Paula sintió miedo.
–Estoy seguro de que lo haréis muy bien, pero el lanzamiento tendrá que esperar a que volvamos.
Paula parpadeó sorprendida e intentó asimilar sus palabras.
–¿A que volvamos?
Pedro asintió.
–Quiero que Dany y tú vengáis conmigo a Pittsburgh para poder presentar al niño a mi familia.
HEREDERO OCULTO: CAPITULO 28
–Te prometo que con tanto jaleo me están entrando ganas de meterme yo en ese horno.
Paula levantó la cabeza de los pequeños montones de masa que estaba salpicando de pasas para mirar a tía Helena, que estaba metiendo una bandeja en el horno industrial. Lo cerró con un golpe seco.
No había sido fácil acostumbrarse a los ruidos y al ir y venir de los obreros. Paula se había disculpado muchas veces con los clientes y
también había puesto un par de carteles pidiendo perdón por las molestias y los ruidos. Por suerte no estaba entrando polvo en la panadería, pero los clientes ya no podían disfrutar tranquilamente de un té y un pastel.
–Terminarán pronto –tranquilizó a su tía, repitiendo la frase que el capataz había estado diciéndole a ella toda la semana anterior.
Teniendo en cuenta que la reforma estaba progresando mucho, tenía la esperanza de que pudiese estar terminada en tan solo una o dos semanas más.
–Y tienes que admitir que es todo un detalle que Pedro esté haciendo todo esto por nosotras.
Tía Helena resopló.
–No te engañes, cariño. No lo hace por nosotras. Lo hace por él mismo, y para tenerte dominada, y tú lo sabes.
Paula no respondió, sobre todo, porque pensaba que su tía tenía razón. No le cabía la menor duda de que Pedro no estaría allí si no tuviese algo que ganar.
Quería estar cerca de Dany y, de hecho, pasaba casi todas las noches en casa de tía Helena con ellas. Pedro ayudaba a dar la cena a Dany, lo bañaba y lo acostaba. Había insistido en que Paula lo enseñase a cambiarle el pañal y lo hacía casi tantas veces como ella. Jugaba con el niño en una manta en el suelo, lo paseaba, lo llevaba al parque, aunque fuese demasiado pequeño para disfrutarlo realmente.
Era todo tan natural, tan… agradable.
Pero tal y como le acababa de recordar tía Helena, no debía olvidar que todo lo que Pedro hacía, lo hacía por algo. Quería conocer a su hijo, cosa comprensible e incluso aparentemente inocente.
Pero también era posible que tuviese otros motivos.
En esos momentos, Pedro estaba utilizando la reforma y la ampliación de la panadería como excusa para estar cerca de su hijo y para ocupar su tiempo mientras Dany se echaba sus frecuentes siestas, pero ¿qué ocurriría después? ¿Qué pasaría cuando decidiese que ya conocía a Dany lo suficiente y quisiese llevárselo a Pittsburgh para que ocupase el lugar que debía ocupar en el árbol genealógico de la familia Alfonso?
¿Qué ocurriría cuando se aburriese de la ampliación de La Cabaña de Azúcar y de la vida de Summerville? ¿Y por qué se molestaba ella en hacerse esas preguntas cuando ya conocía las respuestas?
Durante las dos últimas semanas, Pedro le había recordado más que nunca al hombre del que se había enamorado. Había sido amable y generoso, dulce y divertido. Le abría las puertas para que pasase, se prestaba voluntario a recoger la mesa después de las comidas y llevaba a su hijo a dormir.
Y la tocaba. No de manera abierta ni sexual, solo un roce con los dedos de vez en cuando, en el brazo, en el dorso de la mano, en la mejilla al apartarle un mechón de pelo de la cara y metérselo detrás de la oreja.
Ella intentaba no darle demasiada importancia a aquellos pequeños gestos, pero no podía evitar que se le acelerase el corazón. Tía Helena se había quejado más de una vez de que en casa o en la panadería hacía demasiado frío, pero cuando la presencia y las constantes atenciones de Pedro hacían que a Paula le subiese la temperatura, lo único que podía hacer para luchar contra ello era poner el aire acondicionado.
Pedro empujó las puertas de la cocina y a ella estuvo a punto de caérsele la cuchara que tenía en la mano.
Volvió a subirle la temperatura, notó que se ruborizaba y que empezaba a sudar. Al menos en esa ocasión podría echarle la culpa a los hornos y al trabajo.
–Cuando tengas un minuto –le dijo Pedro–, deberías venir a ver qué opinas. La reforma está casi terminada y los obreros quieren saber si quieres que hagan algo más antes de marcharse.
–Ah –dijo ella, levantando la cabeza.
Había pasado a ver la obra un par de veces, pero no había querido molestar.
Además, Pedro había estado tan pendiente de todo que, en realidad, su presencia y opiniones no habían sido necesarias.
HEREDERO OCULTO: CAPITULO 27
Ella miró a Pedro y después a los trabajadores que había en la calle, otra vez a Pedro, a los trabajadores… Y supo cómo se sentía un animal salvaje cuando iba a cruzar una carretera y, de repente, lo iluminaban los faros de un coche.
–No lo entiendo –dijo, sacudiendo lentamente la cabeza–. Yo no los he contratado. No pueden empezar a trabajar aquí porque todavía no he alquilado el local. No tengo el dinero.
Pedro suspiró.
–¿Por qué crees que estoy aquí, Paula? Además de para pasar tiempo con Dany. ¿Te acuerdas de lo que hablamos anoche?
Paula se acordaba muy bien de todo lo ocurrido la noche anterior. Y se acordaba de que no habían utilizado preservativo, y de que no estaba tomando la píldora, así que podía volver a estar embarazada. El resto de recuerdos estaban un poco más borrosos, en especial, en esos momentos.
Uno de los obreros se acercó a la puerta. Pedro le hizo un gesto con la mano, indicándole que esperase uno o dos minutos, el hombre asintió y volvió a su camión.
–Ya me he ocupado yo, ¿de acuerdo? –le dijo después a Paula–. He hablado con el dueño del local de las reformas que queremos hacer. Estará alquilado a tu nombre, y el contrato incluirá un permiso para realizar las obras que estimemos oportunas para la ampliación de tu negocio. Brian está ocupándose de redactarlo y lo tendrá listo hoy mismo. También me va a dar una copia de la llave, pero, por ahora, necesito la tuya.
–Pero… Si Brian todavía no ha hablado con el señor Parsons, ¿cómo sabes que va a acceder a alquilarnos, a alquilarme el local?
–Paula –le dijo él despacio, con firmeza, como si estuviese hablando con un niño pequeño–. Ya me he ocupado de todo. El local está en alquiler, Brian va a alquilarlo. ¿Qué más necesitas saber?
Paula empezó a entenderlo. Empezó a darse cuenta de cuál era la situación y de que Pedro estaba decidido a quedarse en el pueblo.
–Deja que lo adivine, el dinero no es un problema –dijo, intentando imitar su voz–. Le has dicho a Brian qué es lo que quieres, sin límite de gastos, y él hará todo lo que sea necesario para que puedas salirte con la tuya.
Él le soltó el codo y puso los brazos en jarras, suspiró con frustración.
–¿Qué hay de malo en eso? –quiso saber.
Y ella deseó poder guardar silencio. Deseó que no le importase que estuviese utilizando su dinero y su prestigio para ayudarla a ampliar la panadería.
En el pasado, aquel poder y aquella seguridad habían llegado a impresionarla, en ese momento, la ponían nerviosa.
–No quiero estar en deuda contigo, Pedro–le confesó–. No quiero deberte nada, ni saber que La Cabaña de Azúcar ha crecido y tiene éxito porque has llegado tú al pueblo para ayudarme con tu dinero.
–¿Por qué te importa tanto de dónde proceda el dinero? Lo importante es que vas a tener el espacio suficiente para expandir el negocio.
Ella sacudió la cabeza y se cruzó de brazos, retrocedió un paso.
–No lo entiendes. Claro que importa, porque si llegas aquí con la chequera en la mano y llevándote por delante a quien se interponga en tu camino, entonces ya no es mi negocio. Es otra insignificante adquisición de Alfonso Corporation.
Pedro se cruzó de brazos también.
–No me digas eso. Le pediste a Brian Blake que te buscase un inversor. Así que tu problema no es que yo llegue con la chequera en la mano, sino que es mi chequera.
–Por supuesto –admitió ella con frustración–. Ya hemos pasado por esto antes, Pedro. El dinero, la influencia, que todo el mundo se ponga firme solo porque te apellidas Alfonso.
Paula descruzó los brazos y se llevó las manos a la cara un minuto, intentando calmar sus pensamientos y su ira. Cuando las bajó, pudo hablar con más tranquilidad:
–No me malinterpretes. Al principio, me gustaba. Disfrutaba del nivel de vida que tenía siendo tu esposa. Las fiestas, la ropa, no tener que preocuparme por llegar a fin de mes.
Sí, después de tener que luchar y trabajar duro para salir adelante, había estado bien casarse con un hombre con dinero.
–Pero no tienes ni idea de lo que es ser tu esposa y vivir bajo tu techo sin ser realmente una Alfonso.
Él frunció el ceño, confundido.
–¿De qué estás hablando? Por supuesto que eras una Alfonso. Eras mi esposa.
–Pues no todo el mundo pensaba igual –le dijo ella, recordando todas las ocasiones en las que la madre de Pedro le había recordado que solo se apellidaba Alfonso porque se había casado con él.
–Lo siento –contestó Pedro, alargando los brazos hacia ella, pero bajándolos antes de llegar a tocarla–. Jamás pretendí hacerte sentir una extraña.
Y Paula se sintió culpable al ver dolor en su rostro. Abrió la boca para decirle que había sido su madre la que la había ofendido, pero un golpe en el cristal los sobresaltó a ambos.
El mismo obrero que un rato antes, al parecer, el jefe de la cuadrilla, puso gesto impaciente y se golpeó el reloj.
Pedro le pidió con la mano que esperase un segundo y luego se volvió hacia ella.
–Voy a necesitar la llave.
Ella se humedeció los labios y tragó saliva.
Había estado a punto de tener una conversación adulta y sincera con su exmarido. Había estado a punto de reunir el valor suficiente para contarle la verdad de por qué lo había dejado. En el pasado, había intentado decirle muchas veces cómo la trataban, que la hacían sentirse como a una extraña en su propia casa, pero jamás había sido capaz.
Una parte de ella pensaba que, si Pedro la hubiese querido lo suficiente, si la hubiese entendido, habría comprendido lo que intentaba decirle sin necesidad de expresarle su creciente infelicidad. En esos momentos se dio cuenta de que no podía esperar que nadie le leyese la mente.
Deseó haber tenido la valentía necesaria para habérselo contado entonces.
Tal vez las cosas hubiesen salido de otra manera.
Pero todo aquello era ya agua pasada y su última oportunidad de sincerarse con él acababa de irse al traste gracias a aquel obrero.
Volvió a humedecerse los labios y asintió.
–Iré por la llave –le dijo, dándose la vuelta para volver a la panadería.
jueves, 9 de enero de 2020
HEREDERO OCULTO: CAPITULO 26
Tía Helena y Paula llegaron con Dany a las cinco de la mañana a La Cabaña de Azúcar. Mientras tía Helena y ella se preparaban para abrir, Paula intentó no pensar en Pedro, aunque no pudo evitar preguntarse cómo había podido meterse en semejante lío.
Su vida parecía haberse convertido de repente en un culebrón, y lo peor era que sabía que esas historias eran interminables.
Por desgracia, antes de que pudiese darse cuenta, los vecinos más tempraneros de Summerville estaban entrando en la panadería para desayunar. Incluso antes de que diesen las ocho, pegó la mirada a la puerta, esperando la llegada de Pedro.
Pero dieron las ocho y no apareció. Las ocho y diez, y veinte, las nueve menos cuarto, y no estaba allí.
Tenía que haberse sentido aliviada, pero, en su lugar, empezó a preocuparse.
Pedro no solía llegar nunca tarde, y menos después de haberle advertido que iría a las ocho en punto.
Sirvió cuatro cafés y unos bollos con un ojo clavado en el reloj e intentó decidir si subir a disfrutar de unos minutos de tranquilidad al piso de arriba o llamar al hostal para preguntar por él.
A las nueve y media, no solo había decidido llamar al hostal, sino incluso ir a buscarlo y llamar a la policía si no estaba allí, pero antes de que le diese tiempo a quitarse el delantal y pedirle a la tía Helena que se quedase al frente
de la panadería, oyó la campanilla de la puerta y vio entrar a Pedro con una encantadora sonrisa en el rostro.
Lo cierto era que estaba imponente. En vez de ir vestido con el habitual traje, llevaba unos pantalones de color tostado y una camisa azul con el cuello desabrochado y remangada.
Avanzó entre las mesas como si el local fuese suyo y se acercó a ella.
–Buenos días –la saludó alegremente.
–Buenos días –respondió ella con mucho menos entusiasmo–. Llegas tarde. Me dijiste que vendrías a las ocho.
Pedro se encogió de hombros.
–Tenía que hacer unos recados.
Paula arqueó una ceja, pero no preguntó porque no estaba segura de querer conocer la respuesta.
–¿Tienes un minuto? –le preguntó él.
Paula calculó el número de clientes que había y asintió. Fue hacia la cocina y asomó la cabeza por la puerta.
–Tía Helena, ¿te importaría atender el mostrador un momento? Tengo que hablar con Pedro.
Tía Helena terminó lo que estaba haciendo y salió, limpiándose las manos en el delantal mientras Paula se quitaba el suyo y lo colgaba de un gancho en la pared. Helena miró a Pedro con cautela, pero, por suerte, no dijo nada.
Paula no le había contado lo sucedido la noche anterior con Pedro. Le había hecho un breve resumen de la cena, como si hubiesen estado hablando de la panadería, de temas profesionales. No le había dicho que había subido a su habitación ni que habían perdido el control.
Sabía que eso solo habría servido para que aumentase la animadversión que su tía sentía por Pedro. Había habido una época, hacía poco tiempo, que Paula le había agradecido su protección y tener con quien hablar de todo lo sucedido.
Pero las cosas habían cambiado. Y no necesariamente a mejor. Pedro sabía de la existencia de Dany, estaba decidido a formar parte de su vida y eso significaba que también iba a formar parte de la de ella. Para bien o para mal, tenía que encontrar la manera de hacer las paces con su exmarido, aunque fuese solo para evitar que su vida se convirtiese en un infierno a partir de entonces.
Por eso tenía que evitar hablar mal de él delante de su tía. Probablemente, no debía haberlo hecho nunca, pero se había sentido tan dolida, tan triste, que había tenido que hablar con alguien y tía Helena había sido el hombro perfecto en el que llorar.
Pedro la siguió, agarrándola por el codo, y ambos atravesaron la puerta que daba al local de al lado.
Paula pensó que iban allí solo para poder hablar en privado y se le encogió el estómago de pensar en cuál sería la bomba que le lanzaría su exmarido en esa ocasión, pero en vez de detenerse en el centro del local, Pedro siguió andando y la llevó hasta el escaparate, que daba a la calle.
–¿Tienes llave de esta puerta? –le preguntó, señalando la puerta de la calle.
–Sí. El dueño sabe que estoy interesada en alquilarlo y me deja utilizarlo de vez en cuando como almacén. Además, se lo enseño a otros posibles arrendatarios cuando él no puede hacerlo.
–Bien –respondió Pedro sin soltarle el codo–. Voy a necesitarla.
–¿Para qué?
–Para dejar entrar a esos tipos –le dijo Pedro, inclinando la cabeza en dirección a la calle–. Salvo que quieras que pasen por tu panadería con toda su suciedad y sus aparatos.
Paula siguió su mirada y parpadeó al ver la acera llena de hombres en vaqueros y camisas de trabajo, descargando cajas de herramientas, caballetes de serrar, maderos y varias herramientas para cortar de varios camiones que había aparcados en la curva.
–¿Quiénes son? –preguntó consternada.
–Son de la empresa de construcción.
Paula lo miró confundida y él no tardó en darle una explicación:
–Van a limpiar el local y a empezar a montar las estanterías y los mostradores.
–¿Qué? ¿Por qué?
La expresión de su exmarido pasó de la diversión a la exasperación.
–Forma parte del plan de ampliación, ¿recuerdas? Tenemos que reformar este local para que La Cabaña de Azúcar pueda empezar su distribución por correo, como tú habías pensado.
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