viernes, 10 de enero de 2020

HEREDERO OCULTO: CAPITULO 27



Ella miró a Pedro y después a los trabajadores que había en la calle, otra vez a Pedro, a los trabajadores… Y supo cómo se sentía un animal salvaje cuando iba a cruzar una carretera y, de repente, lo iluminaban los faros de un coche.


–No lo entiendo –dijo, sacudiendo lentamente la cabeza–. Yo no los he contratado. No pueden empezar a trabajar aquí porque todavía no he alquilado el local. No tengo el dinero.


Pedro suspiró.


–¿Por qué crees que estoy aquí, Paula? Además de para pasar tiempo con Dany. ¿Te acuerdas de lo que hablamos anoche?


Paula se acordaba muy bien de todo lo ocurrido la noche anterior. Y se acordaba de que no habían utilizado preservativo, y de que no estaba tomando la píldora, así que podía volver a estar embarazada. El resto de recuerdos estaban un poco más borrosos, en especial, en esos momentos.


Uno de los obreros se acercó a la puerta. Pedro le hizo un gesto con la mano, indicándole que esperase uno o dos minutos, el hombre asintió y volvió a su camión.


–Ya me he ocupado yo, ¿de acuerdo? –le dijo después a Paula–. He hablado con el dueño del local de las reformas que queremos hacer. Estará alquilado a tu nombre, y el contrato incluirá un permiso para realizar las obras que estimemos oportunas para la ampliación de tu negocio. Brian está ocupándose de redactarlo y lo tendrá listo hoy mismo. También me va a dar una copia de la llave, pero, por ahora, necesito la tuya.


–Pero… Si Brian todavía no ha hablado con el señor Parsons, ¿cómo sabes que va a acceder a alquilarnos, a alquilarme el local?


–Paula –le dijo él despacio, con firmeza, como si estuviese hablando con un niño pequeño–. Ya me he ocupado de todo. El local está en alquiler, Brian va a alquilarlo. ¿Qué más necesitas saber?


Paula empezó a entenderlo. Empezó a darse cuenta de cuál era la situación y de que Pedro estaba decidido a quedarse en el pueblo.
  

–Deja que lo adivine, el dinero no es un problema –dijo, intentando imitar su voz–. Le has dicho a Brian qué es lo que quieres, sin límite de gastos, y él hará todo lo que sea necesario para que puedas salirte con la tuya.


Él le soltó el codo y puso los brazos en jarras, suspiró con frustración.


–¿Qué hay de malo en eso? –quiso saber.


Y ella deseó poder guardar silencio. Deseó que no le importase que estuviese utilizando su dinero y su prestigio para ayudarla a ampliar la panadería.


En el pasado, aquel poder y aquella seguridad habían llegado a impresionarla, en ese momento, la ponían nerviosa.


–No quiero estar en deuda contigo, Pedro–le confesó–. No quiero deberte nada, ni saber que La Cabaña de Azúcar ha crecido y tiene éxito porque has llegado tú al pueblo para ayudarme con tu dinero.


–¿Por qué te importa tanto de dónde proceda el dinero? Lo importante es que vas a tener el espacio suficiente para expandir el negocio.


Ella sacudió la cabeza y se cruzó de brazos, retrocedió un paso.


–No lo entiendes. Claro que importa, porque si llegas aquí con la chequera en la mano y llevándote por delante a quien se interponga en tu camino, entonces ya no es mi negocio. Es otra insignificante adquisición de Alfonso Corporation.


Pedro se cruzó de brazos también.


–No me digas eso. Le pediste a Brian Blake que te buscase un inversor. Así que tu problema no es que yo llegue con la chequera en la mano, sino que es mi chequera.


–Por supuesto –admitió ella con frustración–. Ya hemos pasado por esto antes, Pedro. El dinero, la influencia, que todo el mundo se ponga firme solo porque te apellidas Alfonso.


Paula descruzó los brazos y se llevó las manos a la cara un minuto, intentando calmar sus pensamientos y su ira. Cuando las bajó, pudo hablar con más tranquilidad:
–No me malinterpretes. Al principio, me gustaba. Disfrutaba del nivel de vida que tenía siendo tu esposa. Las fiestas, la ropa, no tener que preocuparme por llegar a fin de mes.


Sí, después de tener que luchar y trabajar duro para salir adelante, había estado bien casarse con un hombre con dinero.


–Pero no tienes ni idea de lo que es ser tu esposa y vivir bajo tu techo sin ser realmente una Alfonso.


Él frunció el ceño, confundido.


–¿De qué estás hablando? Por supuesto que eras una Alfonso. Eras mi esposa.


–Pues no todo el mundo pensaba igual –le dijo ella, recordando todas las ocasiones en las que la madre de Pedro le había recordado que solo se apellidaba Alfonso porque se había casado con él.


–Lo siento –contestó Pedro, alargando los brazos hacia ella, pero bajándolos antes de llegar a tocarla–. Jamás pretendí hacerte sentir una extraña.


Y Paula se sintió culpable al ver dolor en su rostro. Abrió la boca para decirle que había sido su madre la que la había ofendido, pero un golpe en el cristal los sobresaltó a ambos.


El mismo obrero que un rato antes, al parecer, el jefe de la cuadrilla, puso gesto impaciente y se golpeó el reloj.


Pedro le pidió con la mano que esperase un segundo y luego se volvió hacia ella.


–Voy a necesitar la llave.


Ella se humedeció los labios y tragó saliva. 


Había estado a punto de tener una conversación adulta y sincera con su exmarido. Había estado a punto de reunir el valor suficiente para contarle la verdad de por qué lo había dejado. En el pasado, había intentado decirle muchas veces cómo la trataban, que la hacían sentirse como a una extraña en su propia casa, pero jamás había sido capaz.


Una parte de ella pensaba que, si Pedro la hubiese querido lo suficiente, si la hubiese entendido, habría comprendido lo que intentaba decirle sin necesidad de expresarle su creciente infelicidad. En esos momentos se dio cuenta de que no podía esperar que nadie le leyese la mente.


Deseó haber tenido la valentía necesaria para habérselo contado entonces.


Tal vez las cosas hubiesen salido de otra manera.


Pero todo aquello era ya agua pasada y su última oportunidad de sincerarse con él acababa de irse al traste gracias a aquel obrero.


Volvió a humedecerse los labios y asintió.


–Iré por la llave –le dijo, dándose la vuelta para volver a la panadería.



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