sábado, 21 de diciembre de 2019

OSCURA SEDUCCIÓN: CAPITULO 31





CONFORME subían en el ascensor del hotel Cavanaugh hacia la suite presidencial de veinte mil dólares la noche, Pedro se dio cuenta de que estaba temblando. ¡Nunca había deseado tanto a una mujer!


¿Acaso alguna vez había deseado algo tanto?


Se detuvo delante de la puerta de la habitación y miró a Paula, cuyos ojos castaños albergaban una mirada limpia y tranquila.


Sin dejar de mirarla, la tomó en brazos y traspasó así el umbral. Una vez dentro, cerró la puerta de un puntapié. Atravesó con ella en brazos el vestíbulo de suelo de mármol y una enorme araña de cristal, los seis dormitorios secundarios y llegó al dormitorio principal. Allí la dejó suavemente en el suelo. A través de los amplios ventanales se colaba la belleza nevada de Central Park.


Él se quitó el abrigo y le quitó a ella el suyo, la bufanda y los guantes, tirándolos al suelo. 


Empezó a quitarse la camisa negra, pero se distrajo cuando ella empezó a imitarle.


Con la vista clavada en él, Paula se desabrochó lentamente su chaqueta negra, revelando un sujetador de encaje negro. Luego se bajó la cremallera de la falda, que cayó al suelo dejando al descubierto unas bragas de encaje negro y medias negras sujetas con liguero.


Pedro la contempló maravillado. Aquella mujer era joven, moderna, una condesa... y al mismo tiempo una fantasía de tiempos antiguos. 


Cuanto más tiempo pasaba junto a ella, más la deseaba.


Entonces se dio cuenta de que la quería a su lado más de una noche. Por primera vez en su vida, quería que una mujer le acompañara en sus viajes.


Siguió observándola. Ella se quitó sus zapatos de tacón negro y colocó un pequeño pie sobre la cama. Soltó el primer liguero y, sin mirarlo, fue quitándose la media y descubriendo su hermosa pierna.


Pedro se le entrecortó la respiración.


Ella repitió la operación con la otra media. Él se humedeció los labios, incapaz de apartar la mirada.


Por fin ella se giró y lo miró. Inspiró hondo y, por primera vez, él advirtió sus mejillas sonrojadas y sus manos temblorosas. Ella estaba nerviosa.


Aquello resultaba lo más sexy de todo.


Ella entrelazó las manos tras su espalda y lo miró con una sonrisa sensual y un brillo travieso en la mirada.


A él se le aceleró aún más el pulso. ¿Cómo era posible que él hubiera sido el único hombre que había tocado a aquella mujer, la más deseable del mundo?


Una mujer con tanta fuerza y al tiempo tan vulnerable. Tan orgullosa y misteriosa y a la vez tan sincera.


–¿Qué hago ahora? –inquirió ella con timidez.


Era toda la invitación que él necesitaba. Se quitó el resto de su ropa y, con un gemido, la tomó en brazos.


–Ya sigo yo desde aquí.


La depositó suavemente sobre la cama y la besó en la boca mientras le acariciaba los brazos desnudos. Siguió besándole el cuello y recorriendo cada centímetro de su piel con las manos. Ella le devolvió las caricias, al principio con timidez y gradualmente con más confianza. Él se entusiasmó. Pero después de dieciocho meses de deseo frustrado quería tomarse su tiempo, disfrutar de ella al máximo. Poseerla lentamente, hasta que se sintiera completamente saciado de aquella mujer complicada, sexy y misteriosa...


¿Cuánto llevaría eso?


Ella debía acompañarle a Hawai y Tokio. La convencería, no le quedaba otra opción. Un día no iba a ser suficiente. Y se enfrentaría a cualquier hombre que intentara arrebatársela.


Continuó acariciándola y besándole los hombros y el vientre. Le acercó los senos y hundió el rostro entre ellos. Ella gimió suavemente bajo él. 


Él le quitó el sujetador de encaje negro y el liguero. Lentamente, le bajó las bragas y las
tiró al suelo. Ella cerró los ojos. Él la sintió estremecerse bajo sus manos.


Ella estaba en su poder. Aquella idea lo embriagó.


Él la había desvirgado brutalmente en Italia. En ese momento tenía una segunda oportunidad para ser el amante que ella merecía. Él le mostraría lo bueno que podía ser hacer el amor.


La besó ferozmente y ella le correspondió con igual pasión. Luego él se apartó y, tras humedecerse los dedos, los acercó a los senos de ella y comenzó a rodear los pezones hasta llegar a su centro, haciendo que ella ahogara un grito de placer. Entonces él acercó su boca y saboreó cada seno. Luego continuó hacia el vientre de ella mientras con las manos le acariciaba el interior de los muslos haciéndola estremecerse.


Pedro... –farfulló ella.


El la sujetó por la espalda y la atrajo hacia sí. Le hizo separar las piernas y hundió su lengua dentro de ella, disfrutando al verla retorcerse y jadear.


Sonrió. Entonces se puso un preservativo y se colocó sobre ella. Pero no la penetró: comenzó a juguetear. Sintió el cuerpo de ella arqueándose para unirse instintivamente al suyo, pero él se resistió. Gruesas gotas de sudor le bañaban la frente ante el esfuerzo para no penetrarla como su instinto le impelía.


Cuando ya no podía soportarlo más, se fue introduciendo en ella muy lentamente. No quiso cerrar los ojos ante la ola de placer que le invadió: quería observarla a ella. Observar la forma en que contenía el aliento, mordisqueándose el labio inferior; la forma en que parpadeaba, como en un sueño; su hermoso rostro emocionado como si oyera un coro de ángeles; su boca pronunciando en silencio el nombre de él.


La observó en cada lenta acometida, hasta que ella comenzó a tensarse y retorcerse bajo él. Y entonces él aumentó las acometidas. Cada vez más profundamente, más rápidamente. Sin apartar la vista de ella un solo instante.


Cuando ella gritó al alcanzar el orgasmo, sus miradas se encontraron y un relámpago inundó el cuerpo de Pedro, haciéndolo explotar de placer.


Su ángel. Estar con ella no se parecía a nada de lo que había conocido en su vida.


Al terminar, la abrazó y la acarició mientras ella se adormecía sobre su pecho.


Era la primera vez que él deseaba que una mujer pasara la noche en su cama.


Él mismo se vio incapaz de dormirse porque quería contemplar a la mujer con la que acababa de acostarse.


La belleza, la fuerza y la bondad de ella le retenían. Observó sus ojos cerrados y sus labios esbozando una sonrisa bajo el cálido sol del mediodía.


Ella era perfecta, pensó: la mujer perfecta; la amante perfecta; la esposa perfecta.


¿Esposa?


Él nunca se había planteado casarse, pero al mirarla en aquel momento tuvo el repentino deseo de poseerla para siempre. De quedársela para su placer y nada más que el suyo. De asegurarse de que ningún hombre la tocaría. 


Nunca.


Él nunca había deseado a ninguna mujer así. Y siempre había defendido que se mantendría libre. Pero, al encontrarse por primera vez con una mujer que no quería comprometerse con él, lo único que deseaba era conseguirla.


Intentó apartar esos pensamientos. Él no podía casarse, no era de ese tipo de hombres. Y aunque lo fuera, ella no querría casarse con él.


Ella deseaba un hogar, hijos, amor. ¿Qué podía ofrecerle él para compensarla por todo lo que no podía darle?


–Paula –susurró, acariciándole los brazos desnudos.


Ella abrió los ojos y sonrió al verlo. Pedro sintió que el corazón se le aceleraba.


«Cásate conmigo», pensó él. «Renuncia a tu deseo de un hogar, una familia y amor. Entrégate a mí».


–¿Sí? –preguntó ella acariciándole la mejilla y mirándolo con ternura.


Pero él no lograba pronunciar las palabras. 


¿Casarse, él? Era una idea ridícula.


Llevaba toda su vida adulta evitando el compromiso y los lazos emocionales.


No renunciaría a eso por cierta lujuria momentánea.


Pedirle a Paula que le acompañara en sus viajes era más de lo que le había pedido nunca a una mujer. Eso sería suficiente. Tenía que serlo.



OSCURA SEDUCCIÓN: CAPITULO 30




De pronto la atmósfera entre los dos cambió. Se cargó de electricidad. Él paseó un dedo sobre el labio inferior de ella.


–Ven a mi hotel –le susurró–. Ya no puedo esperar más. Te necesito ahora.


«Sí», pensó ella desesperada. Pero entonces se acordó de Rosario y se apartó.


–No puedo.


–Acuéstate conmigo una vez porque tú quieres –le pidió él–. Después de eso, si decides que no me deseas, dejaré de perseguirte. Pero dame una oportunidad para convencerte, para mostrarte cómo podría ser una vida juntos.


Ella lo miró embelesada por sus seductoras caricias. Se sentía mareada, superada. Y sabía que no podría soportar que él se marchara. 


Todavía no. No podría soportar la idea de volver a quedarse sola en el frío invierno. 


Antes necesitaba sentir aquella calidez una vez más...


–Si me acuesto contigo, ¿me dejarás marchar?


–Sí –aseguró él con un hilo de voz–. Si es tu verdadero deseo. Pero voy a hacer todo lo posible para convencerte de que te quedes conmigo, que seas mi amante.


–¿Tu amante? –repitió ella suavemente.


–No te ofrezco amor, Paula. Ni matrimonio. Sé que este fuego entre nosotros no puede durar –añadió él tomándola en sus brazos–. Simplemente, disfrutemos de cada momento que tengamos.


Ella cerró los ojos y apoyó el rostro sobre el abrigo de él. Sentía el viento frío contra su cara, pero el resto de su cuerpo estaba ardiendo.


Él quería placer a largo plazo. Sin compromisos. 


Sin enredos emocionales.


Pero eso no era lo que ella quería de un hombre. No de un marido y menos aún del padre de su hija.


Y a pesar de todo...


Una tarde en la cama con él. Luego él regresaría a Asia y Rosario estaría a salvo para siempre. Él no tenía por qué saber que tenía una hija. Así nunca sentiría la carga de una responsabilidad que no deseaba, ni interferiría en su vida ni en la de su hija. Él podría continuar sus interminables viajes sin volverse a mirar atrás. No tendría la oportunidad de fallar a Rosario como padre. Y ella no se vería obligada a ver cómo él la reemplazaba en su vida con una sucesión de nuevas amantes cuando se cansara de ella.


No estaban hechos el uno para el otro, eso era evidente. Ella quería una familia y un hogar. 


Quería un hombre que la amara a ella y a sus hijos para siempre.


Ella quería una vida como la de Emilia. Pero dado que no podía tener eso...


Una tarde en la cama con Pedro. Una oportunidad para saciar sus ansias de él
y luego ella le olvidaría y comenzaría una vida nueva con su hija. Ella le olvidaría.


El corazón le latía desbocado cuando elevó el rostro y miró a Pedro a los ojos. Él la embriagaba, su poder y belleza masculinos la cegaban. Y se oyó susurrar:
–Necesito estar en casa hacia las dos.


Él inspiró hondo y la abrazó con fuerza mientras le besaba la frente y el cabello.


–No te arrepentirás –le prometió–. Voy a asegurarme de ello.


«Sólo serán unas pocas horas», se dijo Paula. Y cuando él la besó apasionadamente ella supo que grabaría cada caricia en su memoria. 


Aquellas pocas horas le durarían para siempre.


Y luego... ella le dejaría marchar.




viernes, 20 de diciembre de 2019

OSCURA SEDUCCIÓN: CAPITULO 29




LOS COPOS de nieve brillaban como diamantes bajo el sol mientras Pedro contemplaba el amplio campo blanco junto a Paula. No la había tocado en el camino en coche desde su oficina. No habían intercambiado palabra desde que él le había dicho que la deseaba.


En aquel momento, él tenía las manos metidas en los bolsillos de su abrigo negro de lana para contenerse de atraerla hacia sí y besarla. Pero la luminosidad de la nieve y del cielo azul cincelaban su rostro bronceado, su nariz recta y sus pómulos marcados.


Cada vez que Paula lo miraba se encontraba con los ojos de él y se le aceleraba el pulso. Pero él no la tocaba. A cada momento, ella sentía que el espacio entre ambos se reducía y los acercaba inevitablemente. ¿Cuánto tiempo más podría resistir aquello?, se preguntó. Desvió la vista recordándose la lealtad a su difunta familia y su necesidad de proteger a su hija.


Pedro no quería asentarse y criar una familia. 


Quería una amante que dejara de lado todo para dedicarse a disfrutar de los placeres de la vida alrededor del mundo. Ella se imaginó cómo sería esa vida: el lujo; la libertad de no tener ninguna responsabilidad; una vida de aventuras sin límite; dormir en la cama de él cada noche...


Tragó saliva y se obligó a desechar esos pensamientos. Ella era madre. Y aunque no lo hubiera sido, no habría aguantado ese tipo de vida durante mucho tiempo. Ella necesitaba un hogar, un lugar en el mundo al que considerar suyo.


Recordó las palabras de él:
«He conseguido todo lo que un hombre podría desear. Excepto una cosa. Un sueño que no cesa de escaparse entre mis dedos. Y esta vez no voy a permitir que se me escape...».


–Es muy hermoso.


Sobresaltada, Paula miró a Pedro. Sobre la cara norte de una colina nevada, él contemplaba la amplitud vacía del parque. A lo lejos refulgía el río Hudson.


–Aunque no tanto para ti como diez millones de metros cuadrados de oficinas, ¿verdad? –le provocó ella.


El la fulminó con la mirada.


–No tanto para mí como tú –puntualizó él en voz baja–. Lo decía en serio: quiero que estés conmigo. Paula. Hasta que nos hartemos el uno del otro. Da igual cuánto tiempo sea eso. Quién sabe, podría ser para siempre.


A ella se le aceleró el corazón. Y justo cuando creía que no podría soportar un segundo más la intensa mirada de él, él la apartó.


–Nunca me ha gustado esta ciudad. Pero tu parque... –añadió él e inspiró hondo–. Casi se siente uno como en casa.


–¿Tienes un hogar? –le preguntó ella sin pensar.


El la miró y soltó una carcajada seca.


–No, no lo tengo. Pero el lugar en el que estoy pensando se halla en el norte de Canadá –respondió él volviendo a contemplar el parque helado–. Mi padre era transportista, repartía suministros atravesando ríos y lagos helados en invierno. Mi madre lo conoció una vez que hizo heli-ski. Salieron tres veces y no necesitaron más.


–¿Ella era canadiense?


–Estadounidense. La única hija de una rica familia de Nueva York –respondió él y frunció los labios como conteniendo alguna emoción intensa–. Cuando yo tenía siete años vine aquí a vivir con mi abuelo.


Ella lo miró atónita.


–¿Creciste en Nueva York?


El rió forzado.


–Sí. Crecí muy rápido. Mi abuelo era una persona fría. Desheredó a mi madre a los diecinueve años por haberse fugado con mi padre. Nunca le perdonó que se casara con un camionero. Ni tampoco me consideraba a mí digno de ser nieto suyo.


–¡Pero él era tu abuelo! –exclamó Paula–. ¡Seguro que te quería!


Pedro clavó la vista en el parque nevado.


–El decía que había malcriado a mi madre y que no cometería el mismo error al criarme a mí. Despedía a una nueva niñera cada seis meses porque no quería que yo me encariñara demasiado con nadie del servicio. Temía que me ablandara o que revelara mis orígenes de clase baja.


Aquellas palabras, dichas sin asomo de emoción, conmocionaron a Paula.


Pedro...


El se encogió de hombros.


–No importa. Yo he reído el último. He desarrollado una fortuna diez veces mayor a la que él entregó a la beneficencia cuando murió. Me desheredó, por supuesto. El día en que cumplí dieciocho años me marché de Nueva York y él se enfureció. Dijo que había perdido su tiempo educándome, que estaba deseando enviarme de regreso a la cloaca adonde yo pertenecía.


–¡No hablaría en serio!


–¿Eso crees? –dijo él esbozando una sonrisa sin humor–. Dijo que yo debería haber muerto junto con el resto de mi familia. Que debería haber ardido en el fuego.


–¿Así murieron tus padres? ¿Quemados? –susurró ella.


Por un momento Paula creyó que él no iba a contestar. Pero él se giró hacia ella.


–No sólo mi padre. También mi hermano. Las cortinas comenzaron a arder al contacto con la estufa en mitad de la noche. Mi madre me despertó y me sacó de casa. Se suponía que mi padre iba a despertar a mi hermano mayor. Como no salían, mi madre regresó a buscarlos.
Paula contuvo el aliento. Sin pensarlo, posó su mano sobre la de él para ofrecerle consuelo. El no movió la mano, pero sí desvió la mirada.


–Fue hace mucho tiempo. Ya no importa.


–Sí que importa. Sé cómo te sientes –dijo ella conteniendo las lágrimas–. Lo siento mucho.


Él miró la mano fuertemente agarrada a la suya.


–Soy yo quien lo siente, Paula –aseguró él–. Nunca pretendí hacer daño a tu familia cuando me hice con la empresa de tu padre. De haberlo sabido...


Soltó una amarga carcajada y retiró la mano de la de ella.


–Qué demonios, tal vez aun así me hubiera hecho con la empresa. Tienes razón, soy un bastardo egoísta.


Al verlo tan compungido a Paula se le encogió el corazón. Ni siquiera podía hablar.


–Pero tienes que saber una cosa: hacerte el amor en Italia no fue una cuestión de negocios. Tan sólo te deseaba. Te deseaba más allá de todo sentido común. Siempre he sabido que no quería tener hijos, pero perdí tanto la cabeza contigo que se me olvidó usar preservativo.


Él sacudió la cabeza con fiereza.


–¿Sabías que durante los meses posteriores a dejarte estuve esperando que me llamaras para anunciarme que habíamos concebido un hijo?


A Paula se le aceleró el pulso. Quería decírselo. Tenía que hacerlo. Inspiró hondo.


–¿Tan terrible habría sido si yo me hubiera quedado embarazada de ti? – susurró.


El se pasó la mano por el cabello y soltó una amarga carcajada.


–¡Habría sido un desastre! Yo no sería un buen padre. Tanta responsabilidad, tanta presión... Qué suerte para los dos que no te quedaras embarazada, ¿verdad?


Ella reprimió la ridícula esperanza que se había formado en su corazón.


–Sí, una suerte –dijo como atontada.


El contempló la brillante nieve y el interminable campo sin árboles.


–Sé que esto entre nosotros no puede durar. Tienes razón, no somos parecidos. Tú quieres un hogar y yo necesito mi libertad.


Paula contempló aquel hermoso rostro mientras se le partía el corazón.


Y entonces él la miró a los ojos.


–¿Sabes que eres la primera mujer que me ha rechazado en toda mi vida? Te admiré desde el momento en que te vi: tu belleza, tu elegancia, tu orgullo. Suponías un desafío para mí. Al contrario que la mayoría de las mujeres, tú nunca necesitaste que yo te salvara. Y eso fue lo que más admiré de todo.


Paula intentó tragarse el nudo de la garganta.


–No soy tan fuerte como parezco. Desde que murió Giovanni he estado sola.


–¿Sola? ¿Cómo puedes pensar eso? –replicó él asombrado–. ¿No ves que el mundo entero te adora?


Se acercó a ella y le recogió tras la oreja un mechón que el viento había despeinado. No le rozó la piel, pero su cercanía revolucionó todo el cuerpo de Paula.


–Dedicas tu vida a cuidar a otras personas. Eres la mujer más interesante que he conocido. Sexy como pocas. Pero lo que me cautivó fue tu espíritu de lucha. Tu fuerza. Tu honestidad.


¿Honestidad? A Paula empezó a dolerle la cabeza. La enormidad de su secreto le pesaba demasiado.


–Me insultaste a la cara tan alegremente que supe que siempre me dirías la verdad, aunque me doliera –añadió él y se frotó la mejilla–. Especialmente si me dolía.


Paula se ruborizó.


–Me equivoqué al abofetearte aquel día.


–No, me lo merecía –dijo él–. Si yo no le hubiera arrebatado la empresa a tu padre, vuestra vida habría sido muy diferente.


Se hizo el silencio. Ella oyó el graznido de unos pájaros que emigraban al sur.


Oyó el crujido de la nieve bajo los pies de él conforme se daba la vuelta.


Después de tanto tiempo culpándole a él, descubrir que él se culpaba a sí mismo le rompió el corazón a Paula.


–En realidad no fue culpa tuya –se oyó decir a sí misma con un hilo de voz–. Mi padre tenía el corazón débil. El tratamiento de mi hermana era algo experimental. Mi madre era frágil. Tal vez no tuvo nada que ver contigo... No debería haberte culpado.


Pedro cerró los ojos e inspiró hondo. Cuando los abrió, le brillaban, tal vez de lágrimas no derramadas.


–Gracias –dijo él acariciándole la mejilla.


Aquel roce, después de haber estado esperándolo durante largo tiempo, hizo que Paula se estremeciera profundamente y le temblaran las piernas.