viernes, 20 de diciembre de 2019

OSCURA SEDUCCIÓN: CAPITULO 29




LOS COPOS de nieve brillaban como diamantes bajo el sol mientras Pedro contemplaba el amplio campo blanco junto a Paula. No la había tocado en el camino en coche desde su oficina. No habían intercambiado palabra desde que él le había dicho que la deseaba.


En aquel momento, él tenía las manos metidas en los bolsillos de su abrigo negro de lana para contenerse de atraerla hacia sí y besarla. Pero la luminosidad de la nieve y del cielo azul cincelaban su rostro bronceado, su nariz recta y sus pómulos marcados.


Cada vez que Paula lo miraba se encontraba con los ojos de él y se le aceleraba el pulso. Pero él no la tocaba. A cada momento, ella sentía que el espacio entre ambos se reducía y los acercaba inevitablemente. ¿Cuánto tiempo más podría resistir aquello?, se preguntó. Desvió la vista recordándose la lealtad a su difunta familia y su necesidad de proteger a su hija.


Pedro no quería asentarse y criar una familia. 


Quería una amante que dejara de lado todo para dedicarse a disfrutar de los placeres de la vida alrededor del mundo. Ella se imaginó cómo sería esa vida: el lujo; la libertad de no tener ninguna responsabilidad; una vida de aventuras sin límite; dormir en la cama de él cada noche...


Tragó saliva y se obligó a desechar esos pensamientos. Ella era madre. Y aunque no lo hubiera sido, no habría aguantado ese tipo de vida durante mucho tiempo. Ella necesitaba un hogar, un lugar en el mundo al que considerar suyo.


Recordó las palabras de él:
«He conseguido todo lo que un hombre podría desear. Excepto una cosa. Un sueño que no cesa de escaparse entre mis dedos. Y esta vez no voy a permitir que se me escape...».


–Es muy hermoso.


Sobresaltada, Paula miró a Pedro. Sobre la cara norte de una colina nevada, él contemplaba la amplitud vacía del parque. A lo lejos refulgía el río Hudson.


–Aunque no tanto para ti como diez millones de metros cuadrados de oficinas, ¿verdad? –le provocó ella.


El la fulminó con la mirada.


–No tanto para mí como tú –puntualizó él en voz baja–. Lo decía en serio: quiero que estés conmigo. Paula. Hasta que nos hartemos el uno del otro. Da igual cuánto tiempo sea eso. Quién sabe, podría ser para siempre.


A ella se le aceleró el corazón. Y justo cuando creía que no podría soportar un segundo más la intensa mirada de él, él la apartó.


–Nunca me ha gustado esta ciudad. Pero tu parque... –añadió él e inspiró hondo–. Casi se siente uno como en casa.


–¿Tienes un hogar? –le preguntó ella sin pensar.


El la miró y soltó una carcajada seca.


–No, no lo tengo. Pero el lugar en el que estoy pensando se halla en el norte de Canadá –respondió él volviendo a contemplar el parque helado–. Mi padre era transportista, repartía suministros atravesando ríos y lagos helados en invierno. Mi madre lo conoció una vez que hizo heli-ski. Salieron tres veces y no necesitaron más.


–¿Ella era canadiense?


–Estadounidense. La única hija de una rica familia de Nueva York –respondió él y frunció los labios como conteniendo alguna emoción intensa–. Cuando yo tenía siete años vine aquí a vivir con mi abuelo.


Ella lo miró atónita.


–¿Creciste en Nueva York?


El rió forzado.


–Sí. Crecí muy rápido. Mi abuelo era una persona fría. Desheredó a mi madre a los diecinueve años por haberse fugado con mi padre. Nunca le perdonó que se casara con un camionero. Ni tampoco me consideraba a mí digno de ser nieto suyo.


–¡Pero él era tu abuelo! –exclamó Paula–. ¡Seguro que te quería!


Pedro clavó la vista en el parque nevado.


–El decía que había malcriado a mi madre y que no cometería el mismo error al criarme a mí. Despedía a una nueva niñera cada seis meses porque no quería que yo me encariñara demasiado con nadie del servicio. Temía que me ablandara o que revelara mis orígenes de clase baja.


Aquellas palabras, dichas sin asomo de emoción, conmocionaron a Paula.


Pedro...


El se encogió de hombros.


–No importa. Yo he reído el último. He desarrollado una fortuna diez veces mayor a la que él entregó a la beneficencia cuando murió. Me desheredó, por supuesto. El día en que cumplí dieciocho años me marché de Nueva York y él se enfureció. Dijo que había perdido su tiempo educándome, que estaba deseando enviarme de regreso a la cloaca adonde yo pertenecía.


–¡No hablaría en serio!


–¿Eso crees? –dijo él esbozando una sonrisa sin humor–. Dijo que yo debería haber muerto junto con el resto de mi familia. Que debería haber ardido en el fuego.


–¿Así murieron tus padres? ¿Quemados? –susurró ella.


Por un momento Paula creyó que él no iba a contestar. Pero él se giró hacia ella.


–No sólo mi padre. También mi hermano. Las cortinas comenzaron a arder al contacto con la estufa en mitad de la noche. Mi madre me despertó y me sacó de casa. Se suponía que mi padre iba a despertar a mi hermano mayor. Como no salían, mi madre regresó a buscarlos.
Paula contuvo el aliento. Sin pensarlo, posó su mano sobre la de él para ofrecerle consuelo. El no movió la mano, pero sí desvió la mirada.


–Fue hace mucho tiempo. Ya no importa.


–Sí que importa. Sé cómo te sientes –dijo ella conteniendo las lágrimas–. Lo siento mucho.


Él miró la mano fuertemente agarrada a la suya.


–Soy yo quien lo siente, Paula –aseguró él–. Nunca pretendí hacer daño a tu familia cuando me hice con la empresa de tu padre. De haberlo sabido...


Soltó una amarga carcajada y retiró la mano de la de ella.


–Qué demonios, tal vez aun así me hubiera hecho con la empresa. Tienes razón, soy un bastardo egoísta.


Al verlo tan compungido a Paula se le encogió el corazón. Ni siquiera podía hablar.


–Pero tienes que saber una cosa: hacerte el amor en Italia no fue una cuestión de negocios. Tan sólo te deseaba. Te deseaba más allá de todo sentido común. Siempre he sabido que no quería tener hijos, pero perdí tanto la cabeza contigo que se me olvidó usar preservativo.


Él sacudió la cabeza con fiereza.


–¿Sabías que durante los meses posteriores a dejarte estuve esperando que me llamaras para anunciarme que habíamos concebido un hijo?


A Paula se le aceleró el pulso. Quería decírselo. Tenía que hacerlo. Inspiró hondo.


–¿Tan terrible habría sido si yo me hubiera quedado embarazada de ti? – susurró.


El se pasó la mano por el cabello y soltó una amarga carcajada.


–¡Habría sido un desastre! Yo no sería un buen padre. Tanta responsabilidad, tanta presión... Qué suerte para los dos que no te quedaras embarazada, ¿verdad?


Ella reprimió la ridícula esperanza que se había formado en su corazón.


–Sí, una suerte –dijo como atontada.


El contempló la brillante nieve y el interminable campo sin árboles.


–Sé que esto entre nosotros no puede durar. Tienes razón, no somos parecidos. Tú quieres un hogar y yo necesito mi libertad.


Paula contempló aquel hermoso rostro mientras se le partía el corazón.


Y entonces él la miró a los ojos.


–¿Sabes que eres la primera mujer que me ha rechazado en toda mi vida? Te admiré desde el momento en que te vi: tu belleza, tu elegancia, tu orgullo. Suponías un desafío para mí. Al contrario que la mayoría de las mujeres, tú nunca necesitaste que yo te salvara. Y eso fue lo que más admiré de todo.


Paula intentó tragarse el nudo de la garganta.


–No soy tan fuerte como parezco. Desde que murió Giovanni he estado sola.


–¿Sola? ¿Cómo puedes pensar eso? –replicó él asombrado–. ¿No ves que el mundo entero te adora?


Se acercó a ella y le recogió tras la oreja un mechón que el viento había despeinado. No le rozó la piel, pero su cercanía revolucionó todo el cuerpo de Paula.


–Dedicas tu vida a cuidar a otras personas. Eres la mujer más interesante que he conocido. Sexy como pocas. Pero lo que me cautivó fue tu espíritu de lucha. Tu fuerza. Tu honestidad.


¿Honestidad? A Paula empezó a dolerle la cabeza. La enormidad de su secreto le pesaba demasiado.


–Me insultaste a la cara tan alegremente que supe que siempre me dirías la verdad, aunque me doliera –añadió él y se frotó la mejilla–. Especialmente si me dolía.


Paula se ruborizó.


–Me equivoqué al abofetearte aquel día.


–No, me lo merecía –dijo él–. Si yo no le hubiera arrebatado la empresa a tu padre, vuestra vida habría sido muy diferente.


Se hizo el silencio. Ella oyó el graznido de unos pájaros que emigraban al sur.


Oyó el crujido de la nieve bajo los pies de él conforme se daba la vuelta.


Después de tanto tiempo culpándole a él, descubrir que él se culpaba a sí mismo le rompió el corazón a Paula.


–En realidad no fue culpa tuya –se oyó decir a sí misma con un hilo de voz–. Mi padre tenía el corazón débil. El tratamiento de mi hermana era algo experimental. Mi madre era frágil. Tal vez no tuvo nada que ver contigo... No debería haberte culpado.


Pedro cerró los ojos e inspiró hondo. Cuando los abrió, le brillaban, tal vez de lágrimas no derramadas.


–Gracias –dijo él acariciándole la mejilla.


Aquel roce, después de haber estado esperándolo durante largo tiempo, hizo que Paula se estremeciera profundamente y le temblaran las piernas.




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