viernes, 20 de diciembre de 2019
OSCURA SEDUCCIÓN: CAPITULO 27
Ambos subieron a la tercera planta, que Paula había alquilado para su fundación.
Albergaba dos despachos, uno para Emilia y otro para Paula, y una recepción con sala de espera.
Sara, la recepcionista, se quedó sin aliento cuando vio a Pedro. Él le sonrió con desenfado y Paula pudo ver el efecto que provocaba en la joven, como si no hubiera visto un hombre en su vida. Por alguna razón, eso incomodó a Paula.
–Buenos días, Sara –saludó–. ¿Tienes la lista preliminar?
Transcurrieron unos segundos hasta que la recepcionista advirtió su presencia.
–¿Cómo? Sí que la tengo, Paula. Aquí está.
–Éste es Pedro Alfonso –anunció Paula antes de encaminarse a su despacho con la lista en la mano–. Ha venido a extender un cheque, luego se marchará.
–Hola, señor Alfonso –saludó Sara con una risa tonta.
Paula quiso abofetearla. Sarah Wood tenía una carrera universitaria en Económicas por Barnard, pero con una simple sonrisa de Pedro se había transformado en una tonta babeante.
–¿Necesita un bolígrafo?
–No, gracias, señorita...
–Llámeme Sara –dijo la guapa rubia con un suspiro.
–No, gracias, Sara. He visto un bolígrafo un poco más allá.
Paula entró en su despacho y tiró su abrigo, bufanda y guantes sobre el sofá de cuero. Se obligó a desviar su atención de Pedro y Sara y leer los nombres de la lista. Para empezar, tenía que llamar a la señora Van Deusen y la señora Olmstead; las dos expertas en sociedad se ofenderían si no lo hacía.
Oyó a Sara reír tontamente de nuevo. Paula rechinó los dientes y sujetó sus papeles con más fuerza. Si oía a Sara tontear una vez más con Pedro, ¡no se haría responsable de las consecuencias!
–¿Por qué tienes un parque para bebés aquí?
Paula se giró de un respingo y vio a Pedro en su puerta observando el parque en una esquina de la habitación. ¡Maldición! Antes de aprender a gatear, Rosario había desarrollado un intenso rechazo a estar confinada y Paula se la había llevado a la oficina algunas horas a la semana. Había olvidado que el parque seguía allí, ¡y lleno de juguetes!
Pedro entró en el despacho y observó todo con curiosidad.
–¿Es para Emilia? Desde luego, no pierdes el tiempo. Ayer descubrieron que ella está embarazada.
Paula se enjugó el sudor de la frente.
–¿Emilia? Sí, claro, es para su bebé.
Y no era mentira, ya que el lujoso y apenas usado parque sería trasladado al despacho adyacente una vez que Emilia regresara de su baja por maternidad.
Si regresaba. Si no decidía quedarse de ama de casa y madre en su encantador hogar en Connecticut con un marido que la amaba y cuidando de su numerosa familia...
–¿Paula?
Ella parpadeó mientras aquellos pensamientos se evaporaban.
–¿Qué?
El sostenía la chequera en una mano.
–¿Cuánto necesitas?
–¿Para qué?
–Para el parque.
Ella lo miró de hito en hito.
–¡Cierto! –exclamó e inspiró hondo–. Nuestro próximo acto para recaudar fondos es un baile de disfraces el día de San Valentín. Tú ya no estarás en Nueva York, por supuesto.
«Y menos mal», pensó ella.
–Pero si quieres comprar una entrada y donar tu asiento, serían mil dólares. O si quisieras patrocinar una mesa entera...
–No lo has entendido –la interrumpió él posando sus manos sobre los hombros de ella–. ¿Cuánto necesitarías para terminar con esta actividad de recaudar fondos?
–¿A qué te refieres?
–¿Qué cantidad cubriría lo que falta?
Ella negó con la cabeza.
–Pero a ti no te importa este parque. Me lo dijiste tú mismo. Dijiste que los niños te daban igual.
–Y así es.
–Entonces, ¿por qué lo haces?
–Tú simplemente dime lo que necesitas para ser libre. Dame una cifra.
Ella se humedeció los labios, repentinamente secos.
–¿Estás intentando comprarme, Pedro?
–¿Funcionaría?
Ella tragó saliva.
–No.
–Entonces parece que no me queda otra alternativa que ser honesto –dijo él y le acarició la mejilla–. Quiero que te marches de Nueva York. Conmigo.
¿Marcharse... con él? Paula notó que se le disparaba el corazón.
–¿Y por qué querría yo hacer eso?
–Estoy cansado de intentar olvidarte, Paula –admitió él suavemente–. Cansado de perseguirte en sueños. Te quiero a mi lado. Y ya que yo no puedo quedarme, debes venir tú.
–Eso es una locura, Pedro. Nosotros no nos soportamos...
El la hizo callar con un beso al tiempo que la apretaba fuertemente contra sí.
Paula sintió que el suelo se movía bajo sus pies. Cuando él se retiró por fin, ella estaba tan mareada que lo único que sabía era que quería seguir para siempre en brazos de él.
¿Seguir para siempre en brazos de él? ¿Qué demonios le ocurría?, se reprendió. ¡Ella odiaba a Pedro! El había destruido a su familia. ¿Iba a darle la oportunidad de que arruinara también la vida de su bebé? ¿Dónde estaba su lealtad? ¿Y su sentido común?
Además, si él descubría la existencia del bebé, nunca la perdonaría. Tal vez incluso intentara quitarle a Rosario.
–No, gracias –dijo ella poniéndose rígida y dando un paso atrás para crear distancia–. No me interesa viajar contigo. Me gusta estar en mi casa. Y, por si lo has olvidado, tú y yo no tenemos nada en común excepto una rosaleda y un armario de la limpieza.
–Paula...
–Márchate, Pedro –insistió ella dándole la espalda a pesar de que el corazón le dolía de nostalgia–. Mi respuesta es no.
El se quedó de pie en silencio unos instantes y luego dio media vuelta y salió.
jueves, 19 de diciembre de 2019
OSCURA SEDUCCIÓN: CAPITULO 26
PAULA ACABÓ su fragante café con abundante crema y azúcar servido en una taza con decoraciones en oro de veinticuatro kilates. El dueño del exclusivo local francés se disponía a rellenar la taza, pero ella la tapó con una mano.
–Gracias, Pierre, es suficiente para mí.
–Oui, madame –respondió el hombre–. Hemos echado de menos a mademoiselle Rosario hoy. ¿Se encuentra bien?
A Paula casi se le atragantó el café. Sintió la mirada de Pedro sobre ella.
–Se encuentra muy bien. Simplemente hoy no ha podido venir.
–Me alegro de oírlo, madame –dijo el hostelero y, tras una reverencia, se retiró.
–¿Quién es Rosario? –inquirió Pedro. A Paula le castañetearon los dientes. Cuando Pedro le había dado a elegir el lugar para desayunar, ella había escogido su restaurante preferido. Había creído que así se sentiría lo suficientemente tranquila y fuerte para poder hacerle frente.
¿Cómo no había pensado en que Pierre les servía el brunch a Rosario y a ella todos los domingos? El adoraba a la pequeña. Siempre le regalaba figuras hechas con servilletas.
Nerviosa, Paula se metió en la boca lo que le quedaba de gofre.
–Rosario es una amiga –farfulló.
Una buena amiga, de hecho. Su joya más preciada, el bebé más bonito del mundo, que acababa de aprender a gatear.
Paula se tragó el gofre y se puso en pie tan rápidamente que la servilleta se le cayó al suelo.
–Ya he terminado. Marchémonos.
Casi esperaba que Pedro insistiera en que se quedaran allí. O aún peor: que la rodeara con sus brazos y la llevara a una habitación de hotel. Pero él no lo hizo. Tan sólo pagó la cuenta, tomó a Paula de la mano y la acompañó adonde su chófer les esperaba.
Conforme el Rolls-Royce discurría lentamente entre el tráfico matutino, ella comenzó a respirar con normalidad de nuevo. ¿Realmente iba a ser tan fácil? ¿Milagrosamente, él la dejaría en paz, tal y como había prometido?
–Es aquí –anunció ella al conductor, aliviada al ver el edificio decimonónico donde se encontraba su pequeña oficina en el West Side.
¡Lo había conseguido!
–Adiós, Pedro –se despidió, al tiempo que abría la puerta–. Gracias por el desayuno. Buena suerte en Asia.
–Espera –dijo él agarrándole la muñeca. Ella inspiró hondo, medio temblando, y se giró hacia él.
–Invítame a entrar –le pidió él.
–¿A mi oficina? ¿Para qué?
El le dirigió una sonrisa traviesa que la encendió a pesar del clima helado.
–Quiero ayudarte.
–¿Ayudarme? ¿Cómo? –susurró ella.
–Quiero hacer una donación para tu parque.
¿El mismo parque que él se había esforzado en destruir? ¡Qué cara más dura!
La ira se apoderó de ella.
–¡Mentiroso bastardo! –le espetó–. ¿Realmente me consideras tan estúpida que creo que quieres ayudarme?
Él resopló y esbozó una medio sonrisa.
–Ahora entiendo por qué no te está resultando fácil recaudar fondos.
–A los auténticos donantes no les hablo así, como comprenderás. ¡Pero tú no hablas en serio!
Él clavó la mirada en la de ella sin asomo de sonrisa.
–¿Qué necesitarías para convencerte de que sí hablo en serio?
Ella se mordisqueó un labio. Necesitaba fondos para el parque. Aún les faltaban veinte millones y sería un milagro si ella conseguía reunir esa cantidad para marzo, cuando se decidiría la empresa que se ocuparía de llevar a cabo el proyecto.
Pero más importante que conseguir dinero para el parque era que Pedro se marchara de Nueva York antes de que descubriera que ella tenía una hija suya.
Por supuesto que podía rechazarle. Pero cada vez que había escapado de él sólo había conseguido que él la persiguiera con más ahínco.
¿Y si ella no salía corriendo? ¿Y si, al contrario, le daba exactamente lo que él quería? ¿Acaso no perdería el interés? La única razón por la cual él continuaba persiguiéndola era porque ella se le resistía. Acostumbrado a que todas las mujeres se rindieran a sus pies, su odio debía de resultarle una intrigante novedad.
Pero si ella hubiera querido ser su novia, Pedro habría puesto pies en polvorosa al instante. Lanzarse en sus brazos sería la manera más fácil de librarse de él. Pero esa idea la aterrorizaba. No podía hacerlo.
Tendría entonces que aplacar las sospechas de él, aceptar su dinero y rezar para que se marchara, decidió.
–De acuerdo –dijo ella–. Puedes entrar en mi oficina el tiempo necesario para extender tu cheque.
–Muy generoso por tu parte –comentó él saliendo del Rolls-Royce.
OSCURA SEDUCCIÓN: CAPITULO 25
Ella había comprado aquella casa el año pasado motivada por su emplazamiento. Nadie había comprendido por qué ella querría vivir en el Far West Side de Manhattan, lejos del más exclusivo barrio del Up-per East Side donde habitaban la mayoría de sus amigos. Pero aquél era el único lugar de la ciudad en el que se sentía como en casa.
El parque aún no terminado de su hermana se hallaba cruzando la calle, ofreciendo el silencio del invierno en la radiante mañana nevada. Los raíles y viejos almacenes habían sido eliminados. El parque esperaba la llegada de la primavera cuando la tierra helada bajo la nieve se ablandaría y podrían plantarse césped, flores y árboles. El acto benéfico del día de San Valentín costearía gran parte de eso.
–Buenos días.
Ella casi saltó del susto al ver a Pedro al pie de las escaleras de su casa. Fue como ver a un fantasma. Ella ya se había hecho a la idea de que él se encontraría muy lejos de allí.
Tragó saliva.
–¿Qué estás haciendo aquí?
Los ojos de él brillaron al mirarla y ella sintió que el corazón se le aceleraba y se ruborizaba. El la encendía por completo.
–Estaba esperándote.
Él subió los escalones y le tomó la mano.
Incluso a través de los guantes ella sintió cómo el tacto de él la abrasaba.
–¿No regresabas a Asia? –murmuró ella.
Él la recorrió con mirada hambrienta.
–No hasta esta tarde.
Ella estaba tan segura de que él se habría marchado... Pero en aquel momento, con su mano sujeta por la de él, lo único en lo que podía pensar era en lo mucho que se alegraba de verlo y lo embriagador que era estar cerca de él de nuevo.
Entonces se acordó de Rosario. Tenía que llevarse a Pedro de allí.
–Debo irme a trabajar –dijo ella soltándose y bajando rápidamente los escalones.
–No sabía que trabajabas.
–Sigo recaudando fondos para el parque –explicó ella deteniéndose en la acera y mirando a ambos lados de la calle desierta–. No es tan fácil como podrías pensar.
–Estoy seguro –dijo Pedro con cierto tono de diversión–. ¿Qué haces? ¿Mirar antes de cruzar la calle?
–Espero a que pase un taxi –respondió ella molesta.
–Nunca conseguirás un taxi a estas horas de la mañana. ¿Dónde está tu chófer?
–Era un gasto innecesario. Prescindí de él cuando tuve...
«Cuando tuve el bebé».
Ella tosió, sonrojándose.
–Últimamente trabajo más desde casa.
–Yo puedo ayudar –dijo Pedro señalando el Rolls-Royce negro que esperaba a una discreta distancia–. Mi chófer puede llevarte a donde necesites.
Ella apretó los dientes.
–Yo no soy uno de tus ligues, Pedro, esperando a que los ayudes. Puedo conseguir mi propio taxi. Él levantó las manos, rindiéndose.
–Adelante.
Ella miró a un lado y otro de la calle desierta.
Pasaron algunos coches. Hizo señas a varios taxis que pasaron, pero ya llevaban pasajero. Y advirtió la diversión de Pedro. Lo miró con el ceño fruncido y rebuscó en su bolso. Él le hizo detenerse. –Deja que te acerque.
Ella se detuvo mientras el calor la invadía con aquel simple roce. ¿Por qué él tenía aquel efecto sobre ella?
–¿Me llevarás directamente al trabajo?
–Sí, lo prometo –afirmó él acariciando un mechón de pelo que había escapado del moño–. En cuanto desayunemos.
¿Desayunar? ¿Era ésa una metáfora para un acto sexual ardiente y feroz? Paula se humedeció los labios.
–No tengo hambre.
Él le dirigió una sonrisa que le hizo estremecerse.
–Creo que mientes.
Ella contuvo el aliento mientras intentaba recuperar el control.
–Ya te lo he dicho, necesito ir a trabajar.
–Y yo te acercaré. Después del desayuno.
–¿Te refieres a un desayuno en un restaurante? ¿Con comida?
–Así suelen ser los desayunos –dijo él con un brillo travieso en la mirada, como si supiera lo que ella estaba pensando, e hizo una seña hacia la casa–. A menos que quieras invitarme a entrar.
Él deslizó un dedo en la muñeca bajo el guante, encendiendo a Paula.
–Prefiero la idea de que tú me prepares algo.
Ella tragó saliva y miró hacia su casa, donde su hija estaba jugando con la señora O'Keefe. En cualquier momento la viuda podría salir con Rosario para su paseo matutino. ¡Tenía que llevarse a Pedro de allí!
Se giró hacia él bruscamente, soltándose.
–Si te preparara el desayuno, le echaría kilos de sal.
Él le acarició la barbilla con suavidad.
–No lo dices en serio.
–¡Considérate afortunado si no es matarratas!
Él sonrió ampliamente.
–Eres toda una mujer, Paula.
–Y tú eres una rata. Ni se te ocurra meterme a empujones en otro armario de la limpieza.
–No más armarios, lo juro.
Pero mientras ella exhalaba aliviada, él terminó con voz grave:
–La próxima vez que te posea, Paula, será en mi cama.
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