jueves, 19 de diciembre de 2019

OSCURA SEDUCCIÓN: CAPITULO 26




PAULA ACABÓ su fragante café con abundante crema y azúcar servido en una taza con decoraciones en oro de veinticuatro kilates. El dueño del exclusivo local francés se disponía a rellenar la taza, pero ella la tapó con una mano.


–Gracias, Pierre, es suficiente para mí.


–Oui, madame –respondió el hombre–. Hemos echado de menos a mademoiselle Rosario hoy. ¿Se encuentra bien?


A Paula casi se le atragantó el café. Sintió la mirada de Pedro sobre ella.


–Se encuentra muy bien. Simplemente hoy no ha podido venir.


–Me alegro de oírlo, madame –dijo el hostelero y, tras una reverencia, se retiró.


–¿Quién es Rosario? –inquirió Pedro. A Paula le castañetearon los dientes. Cuando Pedro le había dado a elegir el lugar para desayunar, ella había escogido su restaurante preferido. Había creído que así se sentiría lo suficientemente tranquila y fuerte para poder hacerle frente.


¿Cómo no había pensado en que Pierre les servía el brunch a Rosario y a ella todos los domingos? El adoraba a la pequeña. Siempre le regalaba figuras hechas con servilletas.


Nerviosa, Paula se metió en la boca lo que le quedaba de gofre.


–Rosario es una amiga –farfulló.


Una buena amiga, de hecho. Su joya más preciada, el bebé más bonito del mundo, que acababa de aprender a gatear.


Paula se tragó el gofre y se puso en pie tan rápidamente que la servilleta se le cayó al suelo.


–Ya he terminado. Marchémonos.


Casi esperaba que Pedro insistiera en que se quedaran allí. O aún peor: que la rodeara con sus brazos y la llevara a una habitación de hotel. Pero él no lo hizo. Tan sólo pagó la cuenta, tomó a Paula de la mano y la acompañó adonde su chófer les esperaba.


Conforme el Rolls-Royce discurría lentamente entre el tráfico matutino, ella comenzó a respirar con normalidad de nuevo. ¿Realmente iba a ser tan fácil? ¿Milagrosamente, él la dejaría en paz, tal y como había prometido?


–Es aquí –anunció ella al conductor, aliviada al ver el edificio decimonónico donde se encontraba su pequeña oficina en el West Side.


¡Lo había conseguido!


–Adiós, Pedro –se despidió, al tiempo que abría la puerta–. Gracias por el desayuno. Buena suerte en Asia.


–Espera –dijo él agarrándole la muñeca. Ella inspiró hondo, medio temblando, y se giró hacia él.


–Invítame a entrar –le pidió él.


–¿A mi oficina? ¿Para qué?


El le dirigió una sonrisa traviesa que la encendió a pesar del clima helado.


–Quiero ayudarte.


–¿Ayudarme? ¿Cómo? –susurró ella.


–Quiero hacer una donación para tu parque.


¿El mismo parque que él se había esforzado en destruir? ¡Qué cara más dura!


La ira se apoderó de ella.


–¡Mentiroso bastardo! –le espetó–. ¿Realmente me consideras tan estúpida que creo que quieres ayudarme?


Él resopló y esbozó una medio sonrisa.


–Ahora entiendo por qué no te está resultando fácil recaudar fondos.


–A los auténticos donantes no les hablo así, como comprenderás. ¡Pero tú no hablas en serio!


Él clavó la mirada en la de ella sin asomo de sonrisa.


–¿Qué necesitarías para convencerte de que sí hablo en serio?


Ella se mordisqueó un labio. Necesitaba fondos para el parque. Aún les faltaban veinte millones y sería un milagro si ella conseguía reunir esa cantidad para marzo, cuando se decidiría la empresa que se ocuparía de llevar a cabo el proyecto.


Pero más importante que conseguir dinero para el parque era que Pedro se marchara de Nueva York antes de que descubriera que ella tenía una hija suya.


Por supuesto que podía rechazarle. Pero cada vez que había escapado de él sólo había conseguido que él la persiguiera con más ahínco.


¿Y si ella no salía corriendo? ¿Y si, al contrario, le daba exactamente lo que él quería? ¿Acaso no perdería el interés? La única razón por la cual él continuaba persiguiéndola era porque ella se le resistía. Acostumbrado a que todas las mujeres se rindieran a sus pies, su odio debía de resultarle una intrigante novedad.


Pero si ella hubiera querido ser su novia, Pedro habría puesto pies en polvorosa al instante. Lanzarse en sus brazos sería la manera más fácil de librarse de él. Pero esa idea la aterrorizaba. No podía hacerlo. 


Tendría entonces que aplacar las sospechas de él, aceptar su dinero y rezar para que se marchara, decidió.


–De acuerdo –dijo ella–. Puedes entrar en mi oficina el tiempo necesario para extender tu cheque.


–Muy generoso por tu parte –comentó él saliendo del Rolls-Royce.



2 comentarios: