jueves, 19 de diciembre de 2019

OSCURA SEDUCCIÓN: CAPITULO 25





Ella había comprado aquella casa el año pasado motivada por su emplazamiento. Nadie había comprendido por qué ella querría vivir en el Far West Side de Manhattan, lejos del más exclusivo barrio del Up-per East Side donde habitaban la mayoría de sus amigos. Pero aquél era el único lugar de la ciudad en el que se sentía como en casa.


El parque aún no terminado de su hermana se hallaba cruzando la calle, ofreciendo el silencio del invierno en la radiante mañana nevada. Los raíles y viejos almacenes habían sido eliminados. El parque esperaba la llegada de la primavera cuando la tierra helada bajo la nieve se ablandaría y podrían plantarse césped, flores y árboles. El acto benéfico del día de San Valentín costearía gran parte de eso.


–Buenos días.


Ella casi saltó del susto al ver a Pedro al pie de las escaleras de su casa. Fue como ver a un fantasma. Ella ya se había hecho a la idea de que él se encontraría muy lejos de allí.


Tragó saliva.


–¿Qué estás haciendo aquí?


Los ojos de él brillaron al mirarla y ella sintió que el corazón se le aceleraba y se ruborizaba. El la encendía por completo.


–Estaba esperándote.


Él subió los escalones y le tomó la mano. 


Incluso a través de los guantes ella sintió cómo el tacto de él la abrasaba.


–¿No regresabas a Asia? –murmuró ella.


Él la recorrió con mirada hambrienta.


–No hasta esta tarde.


Ella estaba tan segura de que él se habría marchado... Pero en aquel momento, con su mano sujeta por la de él, lo único en lo que podía pensar era en lo mucho que se alegraba de verlo y lo embriagador que era estar cerca de él de nuevo.


Entonces se acordó de Rosario. Tenía que llevarse a Pedro de allí.


–Debo irme a trabajar –dijo ella soltándose y bajando rápidamente los escalones.


–No sabía que trabajabas.


–Sigo recaudando fondos para el parque –explicó ella deteniéndose en la acera y mirando a ambos lados de la calle desierta–. No es tan fácil como podrías pensar.


–Estoy seguro –dijo Pedro con cierto tono de diversión–. ¿Qué haces? ¿Mirar antes de cruzar la calle?


–Espero a que pase un taxi –respondió ella molesta.


–Nunca conseguirás un taxi a estas horas de la mañana. ¿Dónde está tu chófer?


–Era un gasto innecesario. Prescindí de él cuando tuve...


«Cuando tuve el bebé».


Ella tosió, sonrojándose.


–Últimamente trabajo más desde casa.


–Yo puedo ayudar –dijo Pedro señalando el Rolls-Royce negro que esperaba a una discreta distancia–. Mi chófer puede llevarte a donde necesites.


Ella apretó los dientes.


–Yo no soy uno de tus ligues, Pedro, esperando a que los ayudes. Puedo conseguir mi propio taxi. Él levantó las manos, rindiéndose.


–Adelante.


Ella miró a un lado y otro de la calle desierta. 


Pasaron algunos coches. Hizo señas a varios taxis que pasaron, pero ya llevaban pasajero. Y advirtió la diversión de Pedro. Lo miró con el ceño fruncido y rebuscó en su bolso. Él le hizo detenerse. –Deja que te acerque.


Ella se detuvo mientras el calor la invadía con aquel simple roce. ¿Por qué él tenía aquel efecto sobre ella?


–¿Me llevarás directamente al trabajo?


–Sí, lo prometo –afirmó él acariciando un mechón de pelo que había escapado del moño–. En cuanto desayunemos.


¿Desayunar? ¿Era ésa una metáfora para un acto sexual ardiente y feroz? Paula se humedeció los labios.


–No tengo hambre.


Él le dirigió una sonrisa que le hizo estremecerse.


–Creo que mientes.


Ella contuvo el aliento mientras intentaba recuperar el control.


–Ya te lo he dicho, necesito ir a trabajar.


–Y yo te acercaré. Después del desayuno.


–¿Te refieres a un desayuno en un restaurante? ¿Con comida?


–Así suelen ser los desayunos –dijo él con un brillo travieso en la mirada, como si supiera lo que ella estaba pensando, e hizo una seña hacia la casa–. A menos que quieras invitarme a entrar.


Él deslizó un dedo en la muñeca bajo el guante, encendiendo a Paula.


–Prefiero la idea de que tú me prepares algo.


Ella tragó saliva y miró hacia su casa, donde su hija estaba jugando con la señora O'Keefe. En cualquier momento la viuda podría salir con Rosario para su paseo matutino. ¡Tenía que llevarse a Pedro de allí!


Se giró hacia él bruscamente, soltándose.


–Si te preparara el desayuno, le echaría kilos de sal.


Él le acarició la barbilla con suavidad.


–No lo dices en serio.


–¡Considérate afortunado si no es matarratas!


Él sonrió ampliamente.


–Eres toda una mujer, Paula.


–Y tú eres una rata. Ni se te ocurra meterme a empujones en otro armario de la limpieza.


–No más armarios, lo juro.


Pero mientras ella exhalaba aliviada, él terminó con voz grave:
–La próxima vez que te posea, Paula, será en mi cama.



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