jueves, 19 de diciembre de 2019

OSCURA SEDUCCIÓN: CAPITULO 24





LAS PALABRAS de Pedro todavía rondaban a Paula a la mañana siguiente mientras se vestía para ir a trabajar. Paula se miró en el espejo de su dormitorio elegante y solitario. Sólo recordar lo que él le había hecho la noche anterior hizo que le temblaran las manos conforme se abrochaba su chaqueta de Armani. Llevaba el cabello recogido en un lustroso moño y, con su traje negro, medias oscuras y botas de tacón parecía una mujer de negocios muy capaz a punto de salir hacia su trabajo. Sólo las ojeras la delataban.


No había dormido en toda la noche. Había salido del armario de la limpieza como si le persiguieran los demonios. Se había marchado de la boda sin ni siquiera despedirse de Emilia y había detenido un taxi con el mismo pánico
que en el baile de dieciocho meses antes.


¿Qué tenía ese Pedro Alfonso que la convertía en una cobarde así?


–Sí, una cobarde –dijo acusadoramente a la mujer aparentemente serena del espejo–. Un fraude total.


Todavía podía sentir las manos de Pedro sobre su cuerpo. Todavía podía sentir su aliento y la fuerza posesiva de su lengua. Paula se miró el rostro: se había ruborizado.


Odiaba a ese hombre.


Pero eso no le impedía desearlo. ¿Cuál era su problema? Sabiendo lo que él le había hecho a su familia, conociendo el tipo de hombre que era, ¿cómo era posible que lo deseara? No poseía ningún autocontrol en lo relativo a él.


Menos mal que nunca volvería a verlo. Ya que Emilia y Nicolas se dirigían a su luna de miel en el Caribe, Pedro regresaría a Asia. Seguramente en aquel momento estaría sobrevolando el Pacífico en su avión privado hacia algún país remoto, para no volver jamás. Así, ella no se vería tentada de nuevo por el hombre más egoísta, arrogante y devastador que había conocido.


Y él nunca sabría que ella tenía una hija suya. 


Se masajeó las sienes. Él no debía enterarse nunca. Y la única forma de asegurarse de ello era mantenerse alejada de él. Paula ya no confiaba en sí misma cuando se encontraba cerca de él, perdía el sentido común. Ya le había entregado su cuerpo, ¿qué impediría que también le desvelara sus secretos? Sólo de pensar en la forma en que él le había quitado las bragas en el interior del armario la noche anterior, elevado su muslo y lamido y penetrado con su lengua...


Se estremeció y apretó los puños. Había sido débil. Y como resultado había herido al pobre Andres. Ella le había enviado una nota disculpándose. Se daba cuenta de que su relación nunca habría funcionado, pero la idea de cómo había terminado todavía la hacía 
ruborizarse de vergüenza.


Oyó al bebé reírse en la cocina, en el piso inferior. A pesar de todo, el corazón se le alegró con aquel sonido. Bajó corriendo y encontró a Rosario disfrutando del desayuno en su trona. La niñera estaba sacando los platos del friegaplatos mientras hacía muecas a la niña para que se riera.


–Buenos días, señora O'Keefe.


–Buenos días, condesa –contestó la regordeta mujer con acento irlandés.


–Y buenos días a ti también, Rosario –dijo Paula limpiándole las mejillas de comida con ternura–. ¿Qué tal el desayuno esta mañana?


Rosario rió feliz agitando su cuchara.


Paula la besó en la frente, presa de una ola de amor. Como siempre, odiaba la idea de apartarse de su hija aunque fueran unas pocas horas. Aunque se debiera a una buena causa.


–No se preocupe por ella, querida –dijo la señora O'Keefe con una sonrisa.


La mujer, viuda, había cuidado de ella desde antes de que naciera Rosario y se ocupaba de la gestión de la casa como si fueran su hija y su nieta.


–Pasaremos una mañana estupenda leyendo cuentos y jugando, luego hará la siesta matutina. Usted no estará fuera mucho tiempo. Ella no tendrá tiempo de echarla de menos.


–Lo sé –dijo Paula como atontada.


Rosario estaría bien. Era ella quien siempre lo pasaba mal lejos de su pequeña.


–Es sólo que ya me aparté de ella anoche durante la boda...


La señora O'Keefe le dio unas palmaditas en el hombro.


–Me alegro de que saliera por ahí. Ya era hora, creo yo. Su marido fue un buen hombre. Yo también lamenté perder al mío. Pero usted ya ha llorado su pérdida durante suficiente tiempo. Al conde no le gustaría verla así. Usted es una mujer joven y hermosa con una hija adorable. Se merece salir una noche a divertirse.


¿A divertirse? Paula recordó a Pedro separándole las piernas, su cálido aliento sobre sus muslos, su lengua saboreándola. Un estremecimiento le recorrió el
cuerpo mientras intentaba apartar ese pensamiento. «Se acabó», se dijo con desesperación. «Él se ha marchado. Nunca volveré a verlo».


Pero no podía dejar de temblar.


Había pasado diez años siendo fiel a Giovanni en un matrimonio convenido.


Fallecido él, ella había descubierto que estaba embarazada de Pedro y no había tenido la oportunidad, ni tampoco la inclinación, de acostarse con nadie más. Tenía veintinueve años y sólo había tenido una experiencia sexual en toda su vida. Sólo un amante. Pedro. No le extrañaba que él ejerciera tanto poder sobre ella.


Paula se puso su abrigo blanco con manos temblorosas. Aunque lo odiaba, no podía resistirse a él. Aquel fuego por él llevaba ardiendo en su interior durante demasiado tiempo, sin ser avivado, pero con las brasas aún calientes bajo las cenizas.


Su única esperanza era que no lo vería más.


Paula se puso sus guantes y bufanda y abrazó a su deliciosa pequeña.


–Estaré de regreso antes de mediodía.


–No tenga prisa, cielo –dijo la señora O'Keefe plácidamente–. Seguramente ella dormirá hasta las dos.


Paula agarró su bolso de Chanel, dio un beso de despedida a su hija, tomó aire profundamente y se marchó. Al salir del edificio contempló los acres de espacio vacío al otro lado de la calle.




miércoles, 18 de diciembre de 2019

OSCURA SEDUCCIÓN: CAPITULO 23




HABÍA deseado ella tanto a alguien alguna vez?


¿Había deseado tanto algo en su vida?


Conforme él la besaba con insaciable fervor, Paula quiso más. Lo abrazó por el cuello y lo apretó contra sí y él respondió jugueteando con su lengua y besándola más profundamente. Ella sintió la fuerza del cuerpo de él en aquella oscuridad y se sintió flotar. Lo deseaba tanto que se moriría si él dejara de besarla en aquel momento...


–No puedo soportarlo, Paula –le susurró él al oído–. No puedo soportar estar sin ti.


Ella sentía sus senos duros, con los pezones erectos contra el pecho de él.


Cada leve movimiento de él provocaba una nueva explosión de placer en sus senos y su entrepierna. Advirtió que él estaba preparado para ella. Cerró los ojos y se rozó con él.


Era como si ella llevara dormida toda su vida, esperando aquello. Su cuerpo entero estaba explotando como una hoguera.


Llevaba esperando a Pedro desde qué había nacido.


–Dime que eres mía –dijo él con voz ronca–. Sólo mía.


Paula abrió los ojos. ¿Qué demonios estaba haciendo en brazos de Pedro¿Cómo estaba permitiéndole que la tocara, que la besara encerrados en un armario de la limpieza? ¿Había perdido la cabeza? ¡Andres estaba esperándola en el banquete de bodas al final del pasillo!


–¡Suéltame! –gritó esforzándose por soltarse–. No te deseo.


Él la obligó a callar con un beso hambriento. 


Cuanto más trataba ella de resistirse, más fuerza empleaba él para convencerla. Hasta que el odio de ella se transformó en una fiera pasión y una necesidad mutua. Lo abrazó por la espalda y lo besó con toda la ira y nostalgia acumuladas durante los últimos dieciocho meses.


–Te odio –le susurró ella–. Te odio tanto...


–Estoy cansado de desearte. Cansado de ansiar lo que no puedo tener – murmuró él en la oscuridad–. He pasado el último año y medio intentando olvidar tu cuerpo junto al mío. Ódiame cuanto quieras, pero voy a poseerte igualmente.


Le besó lentamente el cuello al tiempo que movía las manos sobre sus senos cubiertos por el sedoso vestido.


Entonces ella advirtió que él se arrodillaba ante ella. Durante un instante no la tocó y ella se sintió a la deriva en la oscuridad. Y de pronto las manos de él comenzaron a moverse lentamente sobre sus muslos desnudos.


Ella se estremeció.


Pedro... ¿qué estás...?


Él le hizo callar y le acarició los muslos hasta llegar a la cadera. Recorrió el borde de sus bragas de seda con un dedo. Le levantó la falda del vestido. Y ella sintió el cálido aliento de él en su entrepierna.


–¡Pedro! –exclamó ella ahogadamente.


Él comenzó a besar y lamer sus muslos. Luego sus besos ascendieron. Acercó su mano a las bragas de ella y acarició su húmeda entrepierna. La besó a través del tejido y lo apartó suavemente con los dientes.


Ella contuvo el aliento. Él le bajó las bragas y la acarició con los dedos hasta que ella estuvo empapada.


Y entonces la saboreó por primera vez.


Ella ahogó un grito y se arqueó contra la pared del armario. Se agarró fuertemente a los hombros de él.


–No puedes... no debemos...


Pero él no escuchó. No se detuvo.


Sujetándola con firmeza, le hizo separar las piernas, se puso la rodilla de ella sobre el hombro y la apoyó contra la pared. Ella sintió el aliento de él entre sus piernas y jadeó a la vez que temblaba.


–No –gimoteó, aunque involuntariamente se arqueaba para acoger la boca de él.


Él se inclinó hacia adelante y la saboreó largamente al tiempo que introducía un dedo en su interior. Ella se revolvió contra la pared, sacudiendo la cabeza de lado a lado, mientras él la sujetaba con fuerza.


–Eres tan dulce como el azúcar –susurró él y le dio un largo lametón.


Ella ahogó un grito, pero él no la soltó.


El placer se apoderó de ella, endureciéndole los pezones. Él le apretó con cierta fuerza un seno mientras con la otra mano introducía dos dedos dentro de ella y jugueteaba con la lengua sobre su botón más sensible, dejándola empapada mientras se retorcía gimoteando por un descanso.


–No más, por favor... –lloriqueó ella.


–Di que eres mía –susurró él.


Ella sintió que introducía otro dedo más en su interior, encendiéndola más fuerte y rápidamente con su lengua hasta que ella entrelazó sus manos en el cabello de él, apretándolo contra sí.


–Soy tuya... –gimoteó ella.


Él lamió, chupó y se introdujo en su interior. Ella echó la cabeza hacia atrás y soltó un grito final conforme la oscuridad que la rodeaba se tornaba de pronto en vibrantes colores.


–¿Paula? –preguntó una voz temblorosa de hombre–. ¿Estás ahí dentro?


Mientras ella intentaba recuperar el aliento y el control sobre sus sentidos enloquecidos, vio con horror que la puerta del armario comenzaba a abrirse.


Se bajó de los hombros de Pedro y se recompuso el vestido. Y parpadeó ante la brillante luz al ver a Andres en la puerta del armario.


–¿Paula? –dijo él y miró anonadado a Pedro–. ¿Y usted qué está haciendo aquí?


–He vuelto a robarle el baile –respondió él fríamente.


Paula, acongojada, dio un paso adelante.


–No tenía intención de que esto sucediera, Andres. Lo siento mucho. Perdóname.


Vio que él parpadeaba y tomaba aire profundamente.


–Yo sólo quiero que seas feliz, Paula. Pero ahora veo que nunca serás feliz conmigo –afirmó y tragó saliva–. Adiós, Paula. Buena suerte. Espero que encuentres lo que estás buscando.


Paula le vio alejarse horrorizada.


–Dios mío, ¿qué he hecho? –susurró.


–Era inevitable –aseguró Pedro abrazándola por la cintura y haciéndole girar hasta tenerla frente a él–. Es mejor para él que sepa la verdad.


–¿Qué verdad? ¿Te refieres a que no tengo ningún autocontrol? –replicó ella con una amarga carcajada.


Sacudió la cabeza. Le dolía todo el cuerpo por la vergüenza de lo que acababa de hacer. Lo que había permitido que Pedro le hiciera.


–¿Por qué continúas haciéndome esto? ¿Por qué te lo permito?


El le acarició la mejilla y le habló con voz grave, llena de fuerza.


–Te diré por qué: porque quieres pertenecerme.




OSCURA SEDUCCIÓN: CAPITULO 22



Para su sorpresa, Pedro los dejó marchar. Pero ella acababa de recuperar el aliento en el banquete celebrado en el hotel Cavanaugh cuando vio que él la observaba desde el otro extremo del salón de baile. El mismo salón de baile decorado con las mismas luces blancas, aunque al ser Navidad la decoración consistía en poinsettias rojas y árboles de Navidad. Ella tomó a Andres de la mano cuando los recién casados hicieron su entrada en la sala; se sentó con él durante la cena; le apretó la mano suavemente cuando Emilia y Nicolas compartieron su primer baile como marido y mujer.


Y lo único en lo que Paula pudo pensar durante todo el tiempo fue en la anterior vez que había estado en aquel salón de baile. El hombre que la había besado... y que estaba de nuevo allí.


«No debería agarrarme a Andres así», se regañó. No, cuando no podía dejar de pensar en el peligroso hombre que no dejaba de mirarla. El hombre a quien ella odiaba.


El hombre a quien deseaba desesperadamente.


–¿Bailamos? –le invitó Andres.


Paula casi dio un respingo. A pesar de que tenía agarrada su mano, casi se había olvidado de que Andres se hallaba a su lado. Temiendo que su voz la delataría, asintió y se dejó conducir por él a la pista de baile.


En todo momento sintió que Pedro la miraba. 


Que la deseaba. Que pretendía poseerla.


La orquesta comenzó a tocar una nueva canción y a Paula le dio un vuelco el corazón al reconocer el comienzo de At Last, la misma canción que Pedro y ella habían bailado juntos durante el baile benéfico. La canción que sonaba cuando Pedro la había besado delante de todo el mundo.


¿Cuántos hombres habrían sido tan descarados y tan implacables de desear a una mujer y besarla sin más?


Sintió a Pedro comiéndosela con la mirada desde el borde de la pista y supo que él también estaba recordando. Se ruborizó. Y se detuvo en mitad del resto de parejas danzantes.


–¿Qué ocurre, Paula? –preguntó Andres preocupado–. No tienes buen aspecto.


Ella se apartó. Todo era muy confuso.


–Tan sólo me siento un poco mareada –susurró ella tiritando–. Necesito un poco de aire.


–Iré contigo.


–No, gracias. Necesito un minuto... a solas.


Se giró y echó a correr, desesperada por alejarse de aquel salón y del hotel lo suficiente para poder oxigenarse un poco. Necesitaba que el aire helado enfriara sus ardientes mejillas y congelara su enardecido corazón hasta como estaba antes de que Pedro regresara a Nueva York.


Pero sólo había recorrido medio pasillo cuando Pedro la alcanzó, la metió en un armario de la limpieza y cerró la puerta de un portazo, aislándolos del mundo en la oscuridad.


Pedro, no podemos... –dijo ella entrecortadamente.


–¿Te has acostado con él? –inquirió él secamente.


–¿Con quién?


–Con ese hombre –respondió él con dureza–. Y con todos los otros que babean por ti. ¿Con cuántos hombres te has acostado desde que te dejé?


Ella se puso rígida.


–Eso no es asunto tuyo.


–¡Respóndeme! –le exigió él agarrándola por los hombros hasta hacerle daño– ¿Te has entregado a algún otro hombre?


–¡No! –gritó ella intentando soltarse–. Pero desearía haberlo hecho. Desearía haberme acostado con un centenar de hombres para borrar el recuerdo de tus caricias sobre mi cuerpo.


Él la atrajo hacia sí y la besó, duro e implacable. 


Sus manos se deslizaron por el vestido de seda de ella, acariciándole la espalda al tiempo que apretaba sus senos contra el pecho de él.


A ella le cosquilleó la piel donde él la rozaba. Y se le escapó un suave gemido conforme se derretía en brazos de él.




OSCURA SEDUCCIÓN: CAPITULO 21





–Estás más hermosa que nunca –dijo él.


–Te odio –contestó ella y le dio la espalda.


Ella oyó una risa sensual en voz baja a modo de respuesta y se estremeció.


¿Qué estaba haciendo él allí? ¿Cuánto se quedaría?


«Sólo está aquí por la boda», se dijo. «No está aquí por mí».


Pero aquella manera en que la había mirado...


Había sido como un vikingo contemplando un tesoro largo tiempo perseguido y que había acudido a rescatar. La había mirado como si tuviera intención de poseerla. De hacerla gemir y retorcerse bajo él una y otra vez hasta que ella gritara por la intensidad de su placer indeseado...


La arpista comenzó a tocar la marcha nupcial y los invitados se pusieron en pie y giraron la cabeza para ver a la novia recorriendo el pasillo.


A Paula le temblaron las piernas al levantarse. 


Emilia estaba radiante con su vestido de tul blanco con velo, caminando del brazo de su padre. Ambos sonreían abiertamente.


Durante los últimos dos años, Emilia Saunders había sido más que la secretaria de la fundación para el parque: se había convertido en una buena amiga.


Pero incluso mientras sonreía a Emilia, Paula no pudo dejar de advertir la presencia de Pedro tras ella. Su calidez. Su fuego.


Nada más que el banco de madera le separaba de él. Podría haberle tocado con sólo haber elevado unos centímetros la mano. Pero no necesitaba tocarlo para sentirle con todo su cuerpo.


Percibió su cercanía de nuevo al sentarse en el banco junto a Andres; mientras el oficiante celebraba la boda; y cuando los novios se besaron y salieron felices de la catedral.


Al verlos marcharse y comenzar su nueva vida juntos, Paula sintió una repentina punzada de dolor en el corazón.


Se alegraba profundamente por Emilia. Pero aquel amor sólo aumentaba su sensación de soledad. Ella quería amar así. Quería que su preciosa hija tuviera la familia que se merecía, un hogar y un padre amorosos.


«Mejor no tener padre que un bastardo de corazón de hielo como Pedro Alfonso», se dijo a sí misma con fiereza. ¿Qué haría él si descubría que ella había tenido una hija suya? ¿Exigiría pasar tiempo con Rosario, entrometiéndose en sus vidas? ¿Usaría la custodia de su preciosa hija como un arma contra ella? ¿Presentaría a la pequeña a su interminable sucesión de novias y amantes?


El ya había destruido a sus padres y su hermana, pensó Paula. Ella no le daría la oportunidad de destruir también la vida de su bebé. No podía permitir que él conociera la existencia de Rosario. ¡Especialmente porque él sabría que no podía ser hija de Giovanni!


Andres tomó a Paula de la mano y la condujo por el pasillo hacia el exterior de la catedral. Ella vio a Pedro y una repentina cobardía se apoderó de ella, haciéndola esconderse tras la delgada figura de Andres.


Pedro se detuvo delante de ellos. Sus ojos oscuros pasaron por encima de Andres y se fijaron en los de Paula.


–Te acompañaré al banquete, Paula.


–Aparta, Alfonso –dijo Andres–. ¿No ves que está conmigo?


–¿Es eso cierto? –preguntó Pedro sin desviar la mirada de ella–. ¿Estás con él?


Ella llevaba varios meses saliendo con Andres y todo lo que él había hecho había sido besarle la mano y la mejilla. Había deseado más, pero ella no se lo había permitido. Ella había mantenido la esperanza de que algún día querría que él la besara, de que sentiría algo de pasión. Ella sabía que él sería un buen esposo. Un buen padre. Exactamente lo que Rosario necesitaba.


Pero no tan exactamente.


Paula tragó saliva.


–Sí, estoy con Andres –dijo agarrando la mano de su acompañante con más fuerza–. Así que, si nos disculpas...