sábado, 9 de noviembre de 2019

PARA SIEMPRE CONTIGO: CAPITULO 13




Paula nunca se había preocupado mucho por la casa. Los muebles eran modernos y tenía una butaca y un sillón de cuero. En el suelo, había una alfombra y en las paredes colgaban los posters de algunas exposiciones y algunas esculturas suyas. En la zona que se suponía que debía estar el comedor, Paula había puesto una mesa de dibujo y utilizaba el espacio como estudio. A veces se llevaba trabajo a casa, pero allí solo hacía los bocetos. Como sus obras eran grandes y de metal, había alquilado un almacén que utilizaba como estudio y donde almacenaba todos los materiales.


Cuando llevó la bandeja con las tazas al salón, vio que Pedro estaba mirando su estudio. Al cabo de un momento, volvió y se sentó junto a ella en el sofá.


—¿Has hecho tú las esculturas, Paula? —preguntó mientras tomaba una taza de café.


Ella asintió.


—La mayoría son de hace muchos años. Ahora hago cosas mucho más grandes. De metal, en su mayoría. Tengo un estudio cerca del río —le explicó—. Voy allí los fines de semana, o cuando tengo un rato libre.


—Esos diseños son muy interesantes —él agarró una de las esculturas y la miró de cerca—. Me gusta el sentido de profundidad y la forma en que las líneas crean una imagen ascendente —dijo él—. ¿Vendes tus obras en una galería?


Paula sonrió y dijo:
—No soy tan buena. En serio.


—Tonterías. Eres muy buena. Tienes mucho talento —insistió él—. Me gustaría ver otras obras tuyas, ¿podría?


Ella se encogió de hombros.


—Por supuesto. Quizá puedas ir a mi estudio un día —añadió.


Estaba segura de que nunca iría. Además, él solo trataba de ser amable, de tener una conversación agradable.


Paula notó que se le había metido un poco de maquillaje en el ojo y trató de quitárselo con un pañuelo.


—¿Estás bien? —preguntó Pedro, y se inclinó hacia ella, preocupado.


—Sí. Sí, no te preocupes —contestó—. No estoy acostumbrada a llevar maquillaje.


—¿Por qué no te lo quitas? —sugirió él—. Te esperaré.


—¿Estás seguro de que no te importa? Tardaré un rato —le advirtió.


—Para nada. Además, he de admitir que me gustas más sin toda esa… porquería en la cara.


—Creo que no hago muy bien el papel de supermodelo, ¿verdad? —dijo ella, convencida de que había hecho el comentario con mala intención.


Él le tomó la mano.


—No, no quería decir eso —le dijo—. Estoy seguro de que te has divertido haciendo que los hombres te miraran, y sin duda, estás preciosa. Pero no necesitas maquillarte, Paula, ni ponerte un vestido así para estar atractiva. Además, creo que no es tu estilo ir como las muñecas Barbie, ¿no?


—No… no lo es —admitió entre risas.


—A mí no me resulta atractivo —añadió él—. Cuando miro a una mujer, me gusta que haya un poco más de misterio. Para mí, la mayoría de las mujeres que han subido al escenario hoy, iban demasiado disfrazadas.


—Debías de ser el único hombre que pensaba eso —contestó ella.


—Bueno —Pedro se encogió de hombros—. Puede que sea anticuado, pero cuando estoy con una mujer, no me gusta que todo el mundo la mire. Hay cosas que hay que guardar para los momentos íntimos, cuando las dos personas están a solas. De otra manera, una relación íntima no sería tan exclusiva, ¿no?


Paula no sabía que decir. ¿Intimidad? ¿Exclusividad? ¿Relaciones? ¿Por qué estaban hablando de esos temas?


—Enseguida vuelvo —prometió ella, y se levantó del sillón.


—No corras. Me quedaré aquí hablando con Lucy.


Ella se rio y se dirigió a su dormitorio. Él le gustaba. Le gustaba mucho. Y estaba allí con ella, en su casa. Esperándola en la habitación contigua. Tal y como lo había imaginado.


Paula se quitó el maquillaje y después, se puso unos vaqueros y un jersey en lugar del vestido. 


Pensó en ponerse las gafas, pero decidió que mejor se dejaba las lentillas. Llevaba poniéndoselas varios días, así que no estaba demasiado incómoda con ellas.


Decidió que hablaría un rato más con Pedro y que después lo convencería para que se fuera. 


Él era muy amable y se iría sin crearle ningún problema.


Cuando Paula regresó al salón, Lucy estaba sentada junto a Pedro, con la cabeza apoyada en su rodilla y los ojos medio cerrados. Él la acariciaba.


—Es una perra estupenda —dijo él.


—Es un pedazo de pan —contestó Paula—. Aunque normalmente no se hace amiga de los extraños con tanta rapidez.


«Hasta los perros lo quieren», pensó ella.


—¿Quieres más café, Pedro? —preguntó y se sentó a su lado. Pronto comenzaría a bostezar para insinuarle que se fuera.


—No, gracias —él se volvió hacia Paula y ella se dio cuenta de que se había desabrochado la corbata y el cuello de la camisa. Se fijó en que su vello oscuro asomaba por la abertura. Sintió que se le secaba la boca y miró a otro lado.


—Me pregunto qué estarán haciendo los otros ganadores en estos momentos —dijo él, y miró el reloj.


—Sí, yo también —dijo ella. Paula se percató de que había tenido suerte de que la comprara Pedro. Parecía que él no tenía ninguna intención de obtener ningún favor especial. Seguro que podía haber terminado con otros hombres que no tenían las mismas intenciones. Recordó la variedad de predadores que había en el cóctel y se estremeció al imaginarse las posibilidades.


—Por cierto… gracias por pujar por mí. Me ha salido bastante bien, creo.


—Ni lo menciones —él sonrió. Después se reclinó en el sofá y colocó las manos detrás de la nuca—. Lo consideraré como el acto de caballerosidad de esta semana —añadió—. Además, la noche aún no ha terminado.


Ella se aclaró la garganta y se sentó un poco más derecha. ¿Se había acercado a ella un poco más… o se lo imaginaba?


—Esta noche te he hecho un favor bastante bueno, Paula. Ahora podías hacerme uno tú a mí.


—¿Yo? ¿Qué estás pensando?


Él se rio.


—En nada indecente, te lo prometo. Quiero que vuelvas a trabajar para mí otra vez. Eso es todo —dijo él—. El alfiler de corbata que hiciste es perfecto.


—Gracias. Me alegro de que te gustara —dijo ella—. Pero no puedo hacer las otras piezas, de verdad, Pedro. Tengo que terminar un gran encargo. Las muestras para una nueva colección. Me han dicho que me centre en ella por completo.


—Sí, eso es lo que me dijo la otra diseñadora… ¿Cómo se llama? ¿Andrea?


—Anita —contestó ella. Así que le habían asignado a Anita para que terminara su encargo. 


Paula se sintió celosa y se asombró por cómo había reaccionado.


—Sí, eso es lo que Anita me dijo. ¿Pero por qué no contestaste a ninguna de mis llamadas?


—Lo siento… he estado muy ocupada esta semana y me enteré de que te habían asignado a otra diseñadora.


Él parecía dolido porque Paula no hubiera contestado a sus llamadas, y ella deseó haberlo hecho, al menos para explicarle la situación.


—Y el jersey. No tenías por qué devolvérmelo. ¿No te gustó?


—Por supuesto que sí. Era precioso. Me encantó —contestó con sinceridad.


—Entonces, ¿por qué me lo devolviste? —preguntó él. Se sentó derecho y se pasó la mano por el pelo. Su cabello parecía suave y espeso, y ella sintió ganas de hacer lo mismo.


Paula miró a otro lado. Le resultaba difícil concentrarse con él tan cerca. Cada uno de sus movimientos, cada una de sus respiraciones, la distraía.


—El regalo era muy extravagante y… completamente innecesario —dijo ella tratando de elegir las palabras con cuidado.


—Los mejores suelen ser así, Paula —contestó él.


Ella se volvió y lo miró a los ojos.


—Lo consideré inapropiado. Teniendo en cuenta nuestra relación.


—¿Quieres decir que no era algo impersonal y propio de una relación de negocios?


—Sí, eso es.


—Bueno, si ya no vas trabajar para mí, entonces ya no tenemos una relación de negocios, Paula. Podías haberte quedado con el regalo.


Pedro puso una sonrisa juguetona y Paula lo miró. Después se puso la mano sobre la frente. La cabeza le daba vueltas.


—No puedo trabajar para ti, Pedro. Ya te he dicho que tengo un encargo especial. Un trabajo que corre mucha prisa.


—Esperaré a que lo termines. Si corre tanta prisa como dices, pronto lo habrás terminado, ¿no?


Al parecer, siempre tenía una respuesta para salirse con la suya.


—Me siento muy halagada. De veras —contestó ella—. Pero los demás diseñadores del departamento también son muy buenos. Estoy segura de que Anita hará exactamente lo que tú quieras.


«Lo que quieras, dentro y fuera de la oficina», pensó Paula.


—Estoy seguro de que es muy buena en su trabajo. Pero no tanto como tú. Y tú no haces exactamente lo que yo quiero, Paula. Tú haces lo que tú quieres… y sale mucho mejor que todo lo que yo había sugerido. Ésa es la diferencia.


—Gracias.


Se sintió atrapada por sus argumentos… y por la atracción que sentía hacia él. No le gustaba la idea de no volverlo a ver. Si no volvía a trabajar para él, no tendría un momento de tranquilidad pensando en él y en Anita.


—Creo que podría hacerte las otras piezas. Solo tengo que convencer a mi jefe de que puedo arreglármelas con los dos encargos a la vez —contestó ella.


—Magnífico. Esperaba convencerte.


—Bueno, te debía un favor, por lo de esta noche.


—Así es. Ya estamos en paz, ¿vale?


Ella asintió. Él seguía mirándola a los ojos y sintió cómo se le aceleraba el corazón. Estaban tan cerca que podía sentir el calor de su cuerpo e inhalar el aroma de su piel.




PARA SIEMPRE CONTIGO: CAPITULO 12





—Bueno, ¿hacia dónde vamos? —preguntó Pedro.


—¿Perdón? —dijo ella.


—¿Cómo vamos a tu casa desde aquí? ¿Vives en la ciudad? —preguntó él.


—Hmm… sí. Sí, no está muy lejos de aquí —contestó ella. Se alegró al ver que Pedro no tenía intención de llevarla a casa de él—. Vivo en Amber Court, cerca de Ingalls Park. ¿Sabes ir hasta allí?


—Ése es un vecindario estupendo. Me encanta —dijo él—. Sobre todo el parque. Voy a pasear o a correr por el camino que rodea al lago.


—Yo también —dijo Paula—. Suelo ir con Lucy. No va al mismo ritmo que yo, pero le encanta.


—¿Lucy? ¿Es una amiga tuya?


Paula iba a explicarle que Lucy era su perra, pero después pensó que si no lo hacía tendría un poco de ventaja sobre él.


—Uh… sí. Una amiga. Una muy buena amiga —contestó—. Vivimos juntas.


—Ah, así que tienes una compañera de apartamento.


¿Era su imaginación, o Pedro estaba decepcionado porque ella no vivía sola? 


Paula contuvo una sonrisa.


—Sí, compartimos el apartamento —en realidad, no mentía—. Es una amiga de verdad. Estoy segura de que me está esperando despierta.


—Es importante tener buenos amigos. Es bueno compartir las experiencias con alguien al final del día, ¿no crees? —preguntó él.


—Sí, por supuesto. Es muy bueno —contestó ella. No estaba pensando en Lucy, sino en él.


Imaginaba llegar a casa y compartir sus experiencias con él. «Qué tontería», pensó. Miró por la ventana y después lo miró a él.


Como el coche era muy pequeño, sus rostros quedaban muy cerca. Él era tan atractivo. Tan fuerte y masculino. Cuando estaba junto a él, Paula sucumbía ante su atractivo y energía, como si una gran corriente la arrastrara hasta el fondo del mar. Él no tenía que hacer nada especial. Ni decir nada. Era… él. Eso era lo que la asustaba.


Cuando llegaron al cruce de Amber Court, ella dijo:
—Es en este cruce. Tuerce a la derecha. Mi casa está en la mitad de la calle, en el número veinte.


Él aparcó el coche y la ayudó a salir. Paula sacó las llaves y abrió la puerta del portal.


—Bueno, supongo que tendrás que irte, así que buenas noches —dijo ella, y se volvió a mirarlo. 


Él estaba muy cerca. Lo bastante cerca como para inclinarse y darle un beso… si quisiera.


Paula dio un paso atrás y lo miró. Después se dio cuenta de que llevaba la botella de champán.


—Oh, toma. Se me olvidaba —le dijo, y se la dio—. Es parte de tu premio.


—Gracias —él tomó la botella, sin dejar de mirar a Paula—. Y no, no tengo que irme. Me gustaría continuar con nuestra cita. Pero no me gusta el champán… ¿la quieres tú?


—A mí tampoco me gusta demasiado. Me da dolor de cabeza.


Él se rio.


—A mí también —sus miradas se cruzaron y ella sintió que le flojeaban las piernas.


—¿Y un café? —le preguntó ella.


—¿El café? Eso nunca me da dolor de cabeza —contestó él.


—No… ¿te apetece tomar uno?


Él se quedó sorprendido. Después, encantado.


—Me encantaría… si no es mucho problema.


—Ningún problema —le aseguró ella, y se encaminó hacia el ascensor.


—¿A tu compañera no le importará? —preguntó Pedro, y miró el reloj—. Es un poco tarde.


—A Lucy no le importará. Le encanta conocer gente nueva.


—Entonces, encantado —contestó él. Subieron en el ascensor hasta la tercera planta. Era casi medianoche, la hora mágica de los cuentos de hadas.


Paula abrió la puerta y oyó que Lucy se acercaba corriendo.


—Hola, cariño —dijo Paula, y se agachó para acariciarla—. ¿Te has vuelto a meter en mi cama, dormilona?


Lucy se interesó por Pedro. Le olisqueó las manos y las piernas y después le dio un lametón para saludarlo.


—Hola, perrita bonita —dijo Pedro, y miró a Paula—. ¿Cómo se llama?


Paula se puso en pie y se estiró el vestido.


—Lucy —dijo sin más. Se mordió el labio inferior y esperó a ver cómo reaccionaba él. Al principio parecía asombrado, después, frunció el ceño, y finalmente, se rio.


—Hola, Lucy —dijo él—. Encantado de conocerte, pequeña.


Paula se rio y se marchó a la cocina para llenar la cafetera. Él tenía buen sentido del humor, y eso le gustaba.
  

—Tienes una casa muy bonita —dijo Pedro, desde la puerta de la cocina—. Me gusta cómo la tienes decorada.



PARA SIEMPRE CONTIGO: CAPITULO 11




Cuando Paula y Rosa llegaron al hotel, el recibidor estaba lleno de gente que acudía a la subasta. Entraron en el salón de baile y fueron a buscar a Silvia a los camerinos.


Después de que Silvia la peinara y la maquillara, Paula se dedicó a pasear por la sala durante el cóctel. Tal y como le habían dicho sus amigas, de pronto sintió que era como un imán para los hombres. Algunos la miraban boquiabiertos. 


Otros, a los que no había visto nunca, intentaban conversar con ella, pero Paula consiguió deshacerse de ellos. Incluso un compañero del departamento de ventas, Roberto Reilly, que siempre alardeaba de ser una máquina con las mujeres, se acercó a ella. 


A Paula, aquello le pareció asombroso, ya que Roberto nunca había mostrado el más mínimo interés por ella. Al cabo de unos momentos, Paula se percató de que su compañero no la había reconocido y tras hablar un rato con él, decidió decirle quién era. Él se quedó impresionado, y Paula encontró su reacción un poco dolorosa. «¿Soy tan horrorosa en la vida real?», se preguntó.


Pero enseguida se olvidó de todo y comenzó a disfrutar de su papel de mujer fatal. En parte, se sentía halagada, en parte divertida y en parte asombrada por cómo reaccionaban los hombres. 


¿Eran tan superficiales que solo necesitaban un poco de maquillaje y un sujetador que realzara los pechos para volverse locos? ¿No había ningún hombre que se sintiera atraído por el tamaño del cerebro de una mujer… y no por el de su busto?


Paula regresó al camerino, convencida de que no iba a conocer a su príncipe azul entre esos solteros. Y menos si todos eran como los que había en el cóctel.


Paula tenía que salir la segunda a la subasta. Se quedó detrás de la cortina, medio mareada, viendo cómo subían las apuestas mientras la primera mujer se movía por el escenario. Solo había tomado una copa de champán, pero como no había comido nada se le había subido a la cabeza.


—… y nuestra próxima jovencita es una empleada de Colette, Inc. Una diseñadora de joyas que se llama Paula Chaves—oyó que decía el presentador. Sabía que era entonces cuando debía salir al escenario, pero no era capaz de moverse.


—Paula, ¿estás bien? —Paula se dio la vuelta y vio que Silvia la miraba preocupada.


No dijo nada, y Silvia la agarró del brazo y le dijo:
—Vamos, Paula, puedes hacerlo.


—Pero, yo… —no le dio tiempo a terminar su respuesta. Silvia le dio un empujoncito y Paula se encontró en medio del escenario.


El presentador la agarró del brazo y la llevó hasta donde estaba el micrófono.


—¿A que es preciosa? —preguntó al público. La gente comenzó a silbar y a jalear, y Paula sintió que se ponía colorada.


—Mira al público, no a tus pies, cariño —le susurró el presentador tapando el micrófono—. Ya sabes, exhíbete un poco.


Paula pensó que el hombre debería estar agradecido porque ella no saliera corriendo. Miró al público y descubrió que gracias a los focos no podía reconocer a nadie. Respiró hondo y sintió que el cierre provisional que se había cosido en el escote estaba a punto de estallar. «Eso haría que comenzara la apuesta», pensó con una sonrisa.


Pero las apuestas ya habían comenzado. 


Paula estaba sorprendida por cómo los dólares aumentaban a cada minuto. Todo por unas horas en su compañía. La cifra ya era muy alta y parecía que todo estaba decidido. De pronto, un nuevo jugador pujó tanto dinero que el público se quedó callado y Paula sintió que se le secaba la boca.


—A la una, a las dos… —dijo el presentador. Nadie pujó más. ¿Quién diablos iba a pagar esa cifra astronómica por ella?—. ¡Vendida! —gritó el presentador—. Muy bien, señor. Tiene un gusto excelente. Puede recoger su premio en los camerinos. Y le deseo que pase una noche estupenda —añadió, lo que provocó que la gente se riera.


Paula salió del escenario muerta de vergüenza y tratando de no tropezar con los centros de flores que decoraban el escenario.


Cuando llegó a los camerinos, alguien le puso una botella de champán en las manos. Era otro premio para su comprador, pero ella apenas se enteró. Se sentía un poco mareada.


Esperó a que llegara el hombre que la había comprado para una noche. Su voz le había resultado familiar, pero no había sido capaz de asociarla con un rostro. ¿Y si era alguien que trabajaba con ella?


De pronto, alguien la agarró por el hombro.


—¿Paula?


Se volvió y se encontró frente a Pedro Alfonso. Iba vestido con un esmoquin negro, una camisa blanca y una corbata color burdeos, y parecía un auténtico millonario.


¿No le había prometido Silvia que él no iba a asistir al evento? Al menos, el hombre que la había comprado aparecería en cualquier momento.


Pedro… —dijo ella—. ¿Qué… qué estás haciendo aquí dentro?


Él sonrió y la miró a los ojos. Paula sintió que se le ponía la piel de gallina.


—Me dijeron que pasara a recoger mi premio. ¿No lo recuerdas? —contestó sin más.


Paula no lo podía creer.


No, no podía ser.


Tenía que haber algún error. Pedro Alfonso no era el hombre que la había comprado.


Pero al mirarlo, se confirmaron todas sus dudas.


—No, tú no… —Paula suspiró y se puso la mano sobre la frente—. Cualquiera menos tú —soltó.


—Paula, eres tan sincera —se rio Pedro—. Me temo que voy a tener que acostumbrarme.


Paula se dio cuenta de lo que había dicho.


—Oh, lo siento. No quería ofenderte —lo miró a los ojos y le tembló la voz. En el escenario estaban subastando a otra mujer. El público comenzó a aplaudir y a silbar de nuevo. 


Paula no podía soportarlo más.


—Vamos. Salgamos de aquí —le susurró Pedro al oído—. Creo que te sentará bien un poco de aire fresco.


La rodeó por la cintura y se abrieron paso entre la multitud. Cuando llegaron al pasillo del hotel, fuera del salón de baile, Paula se detuvo y tomó aire.


—Gracias —le dijo con timidez—. Creo que no estoy hecha para el espectáculo.


Él sonrió y la soltó. «Es todo un caballero», pensó ella, «no se aprovecha de las circunstancias». Aunque tenía que reconocer que le había gustado que la agarrara.


—No sé. Yo creo que lo has hecho muy bien. Estupendamente, diría yo —añadió con tono serio. La miró de arriba abajo y, en su mirada, Paula notó que se sentía atraído por ella.


Por algún motivo, su comentario y su reacción hicieron que Paula se pusiera nerviosa. En lugar de sentirse halagada, estaba enojada. Había pensado que él era distinto a los demás. Pero un poco de lápiz de labios y algo de escote lo habían descubierto.


—Seguro que no me habías reconocido —contestó ella, y se cubrió los hombros con el chal.


—Casi me engañas —admitió él—. Pero supongo que te reconocí justo a tiempo, ¿no?


Paula trató de evitar su mirada.


—Bueno, espero que no te hayas decepcionado, pero solo es un vestido de fiesta. Es más, me lo han prestado. Y un poco de maquillaje. Debajo, está la de siempre —le advirtió.


—Eso espero —dijo él. Se apoyó en la pared, se cruzó de brazos y la observó.


Al final, Paula levantó la vista y lo miró.


—¿Por qué apostaste por mí? —preguntó.


Se sorprendió por lo directa que era su pregunta. Quizá Rosa tenía razón, y gracias a la subasta, había recuperado la confianza en sí misma.


Él arqueó las cejas y consideró la pregunta.


—Es una buena pregunta —contestó. Después no dijo nada durante un buen rato—. Supongo que para que nadie más lo hiciera —admitió—. Parecía que estabas muy incómoda ahí arriba. Que hacías tu papel con valentía, por una buena causa, y todo eso. Pero…


—¿Quieres decir… que decidiste rescatarme?


—No lo había pensado así —contestó él—. Pero supongo que sí.


¿De verdad parecía tan forzada que Pedro se había sentido obligado a rescatarla? Paula se lo agradecía, pero estaba avergonzada.


—En realidad no me gustan estas subastas de personas —dijo él, y Paula sintió que lo decía con sinceridad—. Sé que son por una buena causa, pero ni siquiera tenía pensado asistir.


Ella sabía que eso era verdad.


—Pero lo hiciste.


—Sí, lo hice. Y el resto es historia —sonrió.


Paula respiró hondo. Si él continuaba mirándola de esa manera, estaba perdida.


—¿Y ahora qué hay que hacer? —preguntó ella.


—¿Por qué no me lo dices tú a mí? ¿Te apetece ir a cenar, o a tomar algo a algún sitio?


Ambas alternativas eran igual de aterradoras. Paula no sabía qué decir. Y además no quería parecer desconcertada. Él tenía derecho a pasar la noche con ella. Sobre todo después de la cantidad de dinero que había pagado. Pero no quería ser ella quien decidiera.


—Es tu noche —contestó ella—. Yo solo soy el trofeo que llevas a casa.


No quería que pareciera una insinuación, pero al ver que Pedro se ponía serio se dio cuenta de que sus palabras habían sido un poco provocativas.


—Entonces, te llevaré a casa —dijo él, y le ofreció el brazo—. Mi coche está en la puerta. Tenemos que bajar por el hall principal.


Paula tragó saliva y se agarró a su brazo. ¿Se refería a su casa, o a la de ella? No tenía aspecto de ser un depredador… pero, ¿tampoco iba a pagar tanto dinero por un par de horas de conversación?


—Paula, tienes las manos heladas —comentó él—. ¿Quieres ponerte mi chaqueta?


—No, estoy bien. De veras —le aseguró. 


Estaban de pie en el hall, y Pedro le había dado la ficha de su coche a un botones.


Cuando le llevaron el coche, Pedro la acompañó hasta la puerta del copiloto. Paula nunca había montado en un deportivo. Era una noche de novedades. El coche era tan bajo que solo tenía sitio para el conductor y el copiloto. Paula dejó la botella de champán en el suelo y se sentó en el asiento de cuero.


Pedro arrancó el coche y se dirigió calle abajo. 


Paula trató de disimular su nerviosismo… aunque aún no tenía ni idea de adónde la llevaba