domingo, 29 de septiembre de 2019

UN ÁNGEL: CAPITULO FINAL




Cuando volvieron del paseo a caballo, se encontraron el coche de policía al lado de la casa. Walter estaba apoyado en la valla y Paula vio que los miraba especulando. Cuando se bajó del caballo, el oficial tenía la expresión de haber llegado a una conclusión que no le gustaba, pero su voz era amable.


—Lo hemos atrapado, Paula.


—Gracias a Dios. ¿Era Henry?


—No. Al principio pensé que lo era, pero estaba equivocado. De todas formas, empecé a comprobar algunas otras cosas. Quizá a causa de ese instinto que mencionaste.


—Sabía que tenías olfato —dijo Pedro.


—Sí, puede que tengas razón. El caso es que eso fue lo que me hizo seguirle la pista a Ray.


—¡Ray! —exclamó Paula, sorprendida.


—Sí. Ray Claridge. Encontré el cuchillo que usa para matar a los animales, sangre en la parte de atrás de su camioneta… y una pistola bajo el asiento. Todavía no tengo las pruebas de balística, pero es el mismo calibre de la que hirió a Marcos. Además, Ray confesó cuando se dio cuenta de que lo habíamos atrapado. También admitió las llamadas telefónicas.


—¿Pero por qué? Él nunca se quejó de los chicos. Parecía que no le importaba que estuviéramos aquí.


—Temía que si el pueblo llegaba a aceptarlos, podrían fijarse en él y empezar a recordar. Me imagino que tú eras muy joven entonces…


—¿De qué estás hablando? ¿Por qué quería Ray hacernos daño? Yo no me acuerdo muy bien de él. Sólo que no se llevaba muy bien con mi hermano, siempre estaba hablando mal de él a sus espaldas. Pero se fue del pueblo cuando yo era pequeña para trabajar en el norte y hace poco que volvió.


—No se fue a trabajar —dijo Walter—. Se fue porque lo habían reclutado para ir a Irak y escapó a Canadá. Volvió con el programa de amnistía. Tenía miedo de que si la gente del pueblo empezaba a ver a los hombres del refugio como los valientes que son, puede que cambiaran de idea y no aceptaran lo que él hizo. Además, siempre odió a tu hermano y a Gaston Swan.


—¿Pero por qué?


—Porque todo el mundo los admiraba. Tenía celos de los dos cuando estaban vivos y mucho más después de su muerte. Una noche que estuvieron bebiendo, Henry le dijo lo que te había hecho —dijo Pedro.


Paula se puso colorada y miró a Walter, quien estaba mirando a Pedro sorprendido.


—Ray no tenía valor para luchar cara a cara, así que tramó su plan para asustarte a ti y hacer que echaran la culpa a Henry. Creyó que tú eras vulnerable y que podría dominar a Henry a causa de lo que sabía. Pero todo se le fue de las manos cuando Marcos lo encontró merodeando en la granja y Ray le disparó.


—¿Cómo sabes todo eso? —preguntó Walter, alucinado.


—Bueno… he estado dándole vueltas.


—Quizá deberías ser policía.


—No, gracias, no tengo tu fortaleza. Buen trabajo, Walter.


Confundido, Walter le dio las gracias. Cuando se fue, Paula se dio cuenta de lo que aquello significaba.


—¿Has terminado tu trabajo aquí?


—Todavía nos queda una semana, nos lo prometieron.


Paula quería aprovechar al máximo aquel tiempo. 


Casi nunca dormían. Hablaban, paseaban, montaban a caballo durante horas y hacían el amor hasta que quedaban agotados. Una noche, sabiendo que no quedaba mucho tiempo, Pedro le hizo el amor una y otra vez, hasta que ella se quedó temblando, hasta que una explosión de placer se mezclaba con la siguiente y con la siguiente hasta que ella cayó exhausta entre sus brazos.


Cuando se despertó, vio la cadena de oro una vez más alrededor del cuello de Pedro.


—¡No! ¡Todavía no!


—Paula.


—Lo siento, Pedro. Pensé que estaba preparada para esto, pero no lo estoy.


—Lo sé Pau lo sé. Yo tampoco lo estoy.


—¿Lo sabías anoche?


—No, quizá lo presentí. Debería haber imaginado que no iban a dejarnos en paz. Te quiero, Paula. Siempre te querré.


—Te quiero Pedro. Siempre te querré. Cuando te vayas, viviré de los recuerdos. Son más dulces que la vida de la mayoría de la gente.


—Paula, no habrá ningún recuerdo. Cuando yo me vaya… me olvidarás.


—Eso es imposible, Pedro.


—Sí, me olvidarás. Recordarás lo que ha pasado, pero no a mí. Así es como esto funciona. Y créeme, será mejor para ti.


—¿Cómo puedes decir eso? —preguntó horrorizada.


Él le asió las manos y deseó que aquello no hubiera ocurrido.


—Escúchame. Lo que hemos tenido ha sido especial, diferente. Tú misma lo has dicho. Si te dejaran con esos recuerdos, pasarías el resto de tu vida buscando algo que pudiera igualarlos. 


Eso es imposible, Paula y estarías siempre sola. Y tú no has nacido para estar sola.


—Por favor, Pedro, no. Sólo quiero lo que me quedará de ti. Si no, será como si nunca nos hubiéramos conocido…


Ella se dio cuenta de la mirada extraña en sus ojos y comprendió que él sí la recordaría.


—¡No! ¡No pueden hacerte eso! ¡No pueden hacerte pasar por ese infierno! Si esos seres son tan maravillosos como tú dices, no pueden hacerte eso. Tiene que haber una forma de hacer que tú me olvides también.


—¿Quieres que te olvide?


—No puedo soportar imaginar tu sufrimiento. Prefiero perderlo todo, el refugio, mi hogar… incluso preferiría que Ray me hubiera disparado con esa pistola antes que verte sufrir así. Tiene que haber alguna forma de que te hagan olvidar.


—Dios mío, Paula —dijo Pedro, abrazándola y acariciándola intentando aliviar su dolor.


—¿Qué? —preguntó Paula de pronto—. ¿Qué has dicho?


—No he dicho nada.


—Pero he oído… Ahí está otra vez, ¡no has sido tú! Alguien me está llamando.


Pedro dijo una palabrota y asió las placas.


—Eres tú. Cállate, la estás asustando.


—Lo siento, Pedro. Dile que quiero hablar con ella.


—¿Para qué?


—Por favor, Pedro.


Suspiró y miró a Paula.


—Quieren hablar contigo.


—Bien, tengo unas cuantas cosas que decirles.


—Levanta la mano —dijo Pedro entrelazando sus dedos con los de ella con las placas doradas entre ambos—. Cierra los ojos, así es más fácil. Sólo piensa las palabras.


—Paula.


—Sí.


—Hola. Queríamos…


—No me importa lo que quieran.


—¿Perdón?


—Lo que quiero es que correspondan a la fe que Pedro tiene en ustedes. Si fueran todo lo que él cree que son, no lo harían pasar por todo esto.


—¿Quieres decir que prefieres que se olvide de ti?


—Sí.


—De nuestras observaciones durante todo este tiempo, hemos deducido que es muy raro que una mujer quiera ser olvidada. ¿Por qué?


—Porque lo quiero. Y prefiero que me olvide a ser la causa de su dolor.


—Ya veo.


Aquella fue una voz distinta y Pedro se puso en tensión al oírla. Le dijo a Paula que era el gran jefe.


—Siempre fuiste excepcional, Pedro. Y la elección de tu pareja es una prueba más. Ella es tan extraordinaria como tú. Pero claro, hace falta una mujer extraordinaria para que un hombre renuncie a la inmortalidad, ¿verdad?


—¿Lo soy? —preguntó Paula.


—Eso parece. Nos has ayudado mucho, hijo. Y te has ganado esto de sobra. Si es lo que quieres…


El sí que les mandó, fue instantáneo, sin dejar lugar a dudas.


—Buena suerte, Pedro. A los dos. Paula, tú has ganado y debo decir que nunca he disfrutado tanto perdiendo una batalla. Si Pedro no te hubiera elegido, creo que te habría reclutado si hubiera tenido oportunidad. Adiós hijos.


La conexión se interrumpió y los dejó asombrados por el éxito. Las placas empezaron a desaparecer en medio de una luz dorada.


Pedro miró despacio a su mano cerrada, sintiendo un extraño peso, como si las placas estuvieran todavía allí. Y al mirar, vio en la palma de su mano un par de anillos de oro que brillaban con una luz extraña. Paula miró alrededor, como si esperara ver aparecer a sus benefactores.


—Un regalo final. ¿Quieres casarte conmigo, Paula?


—Por supuesto. ¿Cómo podría rechazar al hombre que ha renunciado por mí a la inmortalidad?


Mientras se abrazaban, se oyó en la lejanía una especie de risa flotando en el viento.





UN ÁNGEL: CAPITULO 37




Los días que siguieron, fueron diferentes. Paula estaba decidida a aprovecharlos al máximo, acumular tantos recuerdos como pudiera, para los años que pasaría después sola. Los demás hacían que no se daban cuenta y no se asombraban de verlos siempre uno en brazos del otro. Ellos hacían casi todo el trabajo, dejándole a ella más tiempo libre del que habían tenido nunca.


Marcos volvió de la clínica, todavía débil y dijo que no se acordaba de nada, pero Paula vio un extraño brillo en sus ojos cuando le dio la mano a Pedro. Todo lo que dijo fue:
—Sabía que eras especial.


Cada día parecía más hermoso que el anterior. 


Se habían aficionado a montar los dos juntos a caballo en cuanto tenían un momento libre, disfrutando del aroma de los pinos y el aire fresco del campo de Oregón.


—¿Quieres llevarlo tú? —le preguntó ella mientras sacaba el caballo del establo.


—No, gracias, me gusta tener las manos libres.


Paula se sonrojó y le dio un golpe con las riendas. 


Él se rió y montó tras ella en el caballo. Paula estaba cómodamente sentada entre sus piernas y él la abrazó por debajo de sus pechos contra sí. Paula sintió que el calor empezaba a extenderse por todo su cuerpo. Cada día le parecía que tardaban menos en sentir el deseo crecer dentro de ella; a veces le bastaba con una mirada.


Ella dejó escapar un ligero suspiro y oyó a Pedro reír a sus espaldas. Entonces deslizó las manos hasta las caderas y la atrajo contra sí para que viera el efecto instantáneo que su cercanía causaba en él.


—Me pregunto hasta dónde llegaremos esta vez —le preguntó mientras se inclinaba para mordisquearle la oreja.


Ella se rió. Eran tantas las ocasiones en que los paseos a caballo terminaron bruscamente, allí donde el deseo, que parecía estar siempre aguardando bajo la superficie, parecía estallar.


Paula se ruborizó al pensar en los sitios en que habían hecho el amor: cerca de la orilla del río, en un montón de agujas de pino cerca de la casa y una vez, incluso en la parte de arriba del establo de Cricket.


El pensamiento de Pedro parecía seguir el mismo curso, porque sus manos se movieron con más urgencia sobre ella, acariciando sus senos.


Cuando estuvieron fuera del radio de visión de la granja, Paula dejó caer las riendas y dejó que Cricket fuera a donde quisiese. Levantó las manos y las enganchó al cuello de Pedro. Aquel movimiento arqueó su cuerpo, haciendo que sus pechos se presionaran contra las manos de Pedro. Éste gimió, mientras le desabrochaba la blusa.


Llegaron hasta un tranquilo claro del bosque, cerca de donde habían encontrado a Marcos y se bajaron del caballo hasta la suave alfombra de hierba. Se quitaron la ropa, besando y acariciando cada centímetro de piel que dejaban al descubierto, hasta que no pudieron esperar más.


Pedro se puso boca arriba y empujó a Paula encima de él. Ella había perdido su timidez días atrás, colocándose ansiosa sobre él, hasta que lo introdujo dentro de sí con un grito de alegría.


Paula sintió empezar esa sensación alucinante y aceleró el ritmo. Pedro advirtió el cambio y su cuerpo respondió con rapidez. Pronto estaba moviéndose también con energía, arqueándose contra ella con todas sus fuerzas, disfrutando de los gritos que se le escapaban y de la forma en que se asía a él desesperada, mientras lo montaba con tanto cariño. Las primeras contracciones de su cuerpo, alrededor del suyo, dispararon su propio placer y sintió que se saciaba dentro de ella en oleada tras oleada de intenso placer.


—Paula… Pau… Paula…


Tembló mientras ella se derrumbaba, sacudiéndose, encima de él.


—¡Dios mío, te quiero! —dijo ferviente en cuanto pudo volver a hablar—. En todos estos años, he visto a la gente, he visto cómo funcionaba el amor, lo que le hace a las personas… pero nunca lo había sentido. No sabía que podía ser tan ardiente, tan dulce…


Por un momento, Paula se permitió pensar que no se acabaría nunca, que podrían seguir siempre así, que aquel sueño no iba a terminar nunca.





UN ÁNGEL: CAPITULO 36




—¿Por qué han esperado tanto tiempo? —preguntó Walter.


—Estábamos demasiado preocupados por Mateo —contestó Paula.


Le habían contado al policía sólo lo básico incluyendo las llamadas de teléfono, pero nada más.


—¿Estás seguro de que no sabes quién es?


—No tengo idea, sólo que tiene que ser el mismo de las llamadas.


—No sé si podremos probarlo. Si es que lo encontramos alguna vez.


Paula abrió la boca y la volvió a cerrar. No tenía ninguna duda de que Pedro sabía quién era, aunque no se lo quiso decir, para que no se delatara.


—¿Dónde se encontraron los animales muertos? —preguntó Pedro.


—En tres o cuatro sitios distintos. Uno en la carretera, otro cerca del río.


—En sitios en que serían encontrados casi de inmediato, donde no suele haber ningún ganado —señaló Pedro.


—Sí, eso parece…


—¿Había sangre?


—Ahora que lo mencionas, no mucha, pero puede que hubieran sido heridos en otro sitio y hubieran ido a morir allí. ¿Pero esto qué tiene que ver con lo de anoche?


—¿Y si no hubiera sido un animal? ¿Y si alguien hubiera querido que pensáramos que fue Cougar para causar problemas a Paula y al refugio?


—¿Te refieres al que disparó anoche y al de las llamadas?


—Eso lo explica todo, ¿no? Si los animales hubieran sido matados en un lugar y luego transportados a otro, no sería muy difícil hacer que las heridas pareciesen producidas por un animal. En especial si pensaba que no las examinaríamos con mucha atención.


—Puede ser. Pero estamos como antes. Y hasta ahora, se me ocurre una docena de personas que podrían estar interesados en cerrar la granja.


—Sólo necesitamos una.


—Quizá debería hablar con Henry —dijo Walter.


—Eres un buen policía Walter. Y lo bastante listo para ver más allá de lo evidente.


Ahora que sabía su secreto, Paula veía todo con claridad. Vio cómo brillaban los ojos azules y Walter parecía confundido. Aquello duró unos momentos hasta que Pedro volvió a hablar:
—Lo encontrarás, Walter. Sólo sigue tu instinto.


—Sí… seguro. Será mejor que me vaya.


Cuando se fue, Paula miró a Pedro con curiosidad.


—¿No podías habérselo dicho?


—Sí, pero es mejor que lo averigüe por sí mismo.


—Pero tú le dijiste por dónde empezar, ¿verdad?


—Sólo le di un empujoncito en la dirección adecuada.


Paula miró a las placas que se había vuelto a poner por la mañana.


—Has visto tantas maravillas, ¿verdad, Pedro? Me gustaría… que tuviéramos tiempo para que me contaras todas las cosas que has visto.


—Tiempo. Vamos a conseguir un poco de tiempo, Paula, si estás segura de lo que quieres. Pero al final puede que sea peor. Tiene que haber un final, Paula. No puedo dejarlo.


—Ya lo sé. Y ya te he dicho que prefiero estar contigo el tiempo que me dejen, antes que toda mi vida con otra persona. Te quiero, Pedro.


—Paula yo también te quiero —dijo abrazándola—. Creo que será mejor que hable con los jefes.


—¿Ahora? Si están enfadados, diles que es culpa suya.


—Lo haré. ¿Vienes conmigo?


—¿Puedo?


La tomó de la mano y empezó a andar hacia el pequeño claro entre los árboles. Se sentaron en la hierba. Él la miró para tranquilizarla, antes de asir las placas.


Pedro ¿estás bien? Nos has tenido preocupados. Sentimos la pérdida de energía y pensamos que te habíamos perdido.


—Estoy bien, gracias por ayudarme. Marcos se pondrá bien.


—Bien Pedro, estás un poco raro.


—Estoy bien, pero muy cansado.


—Lo sabemos Pedro. Hemos sido injustos contigo. Te hemos puesto bajo demasiada tensión y es natural que hayas imaginado sentir un cierto cariño por…


—No es sólo cariño y no estoy imaginando nada.


—Entiendo que esos… deseos son muy fuertes en los humanos. Pero podemos arreglarlo.


—Esto no tiene solución. No sé cómo ha ocurrido, pero la amo.


Pedro, sabemos que eso es imposible.


—Pues no es verdad. Y ella me pide que les diga que es culpa de ustedes.


Silencio. Aunque no lo preguntaron Pedro contestó a lo que estaban pensando:
—Sí, rompí esa norma también. Me vio con Marcos y tuve que decírselo. De todas maneras, no importa.


—Puede que tengas razón. ¿De verdad ha dicho ella eso? Entonces es que te ha creído. Es muy raro.


—Sí. Ella no es una persona común.


—Podríamos traerte aquí para ajustar algunas cosas. Quizá no sea nada.


—No es cuestión de ajustar. Durante todos estos años ha funcionado por una sola razón: porque no había conocido a Paula. Dijiste que ella era tan especial como parecía. No me culpes ahora si yo también lo creo.


—No te estamos echando la culpa, Pedro. Es que no sabemos qué hacer.


—Yo te diré lo que vais a hacer. Vais a darme las vacaciones que me habíais prometido.


—Claro que sí. En cuanto hayas terminado. ¿Adónde te gustaría ir?


—A ningún sitio. Me quedo aquí.


—Sabes que eso no puede ser.


—Entonces abandono.


—Tampoco puedes hacer eso. Ya sabes lo que eso significa, Pedro.


—Sí, lo sé.


—¿Significa ella tanto para ti? ¿Volverías a ese horrible agujero en la tierra sabiendo que vas a morir?


—Estaría igual de muerto si me alejara de ella ahora.


—Sabes que luego tendrías que vivir con todos esos recuerdos. ¿Merece la pena?


—Merece cualquier cosa.


No contestaron. Esperó un rato y no oyó nada. 


Sabía que estaba regateando con su vida, pero también que no le sacarían de allí antes de terminar el trabajo. Esperó. Todavía nada. De repente se puso furioso. Durante todos esos años hizo lo que le pedían, sin pedir nada a cambio, ni siquiera un descanso.


Se puso de pie, quitándose la cadena. Se dejó llevar por la ira y arrojó las placas tan lejos como pudo. Éstas giraron en el aire, elevándose hacia el sol y luego con una explosión de luz, desaparecieron.


Pedro cerró los ojos, cayó sentado en la hierba: sus fuerzas habían desaparecido en cuanto las placas volvieron a su verdadero dueño. Pensó que estaba en la mina e iba a morir, pero cuando abrió los ojos, se encontró frente a la cara de Paula.


—Todavía estoy aquí —susurró—. Pensé que me habían devuelto a la mina.


Paula lo miró asombrada. Cuando él le dijo que no podía abandonar, no se había dado cuenta que la razón era que le costaría la vida. Se puso pálida.


—No podían haberte hecho eso, después de todo lo que has hecho por ellos. Y… ¿Arriesgaste tu vida por mí?


—No tenía elección, te quiero. No sabía qué iban a hacer ellos, pero tenía que intentarlo. Pero todavía estoy aquí y tenemos un mes para los dos.


—¡Oh, Pedro! —dijo abrazándole.


—Me gustaría que fuera para siempre, Paula.