domingo, 29 de septiembre de 2019
UN ÁNGEL: CAPITULO 37
Los días que siguieron, fueron diferentes. Paula estaba decidida a aprovecharlos al máximo, acumular tantos recuerdos como pudiera, para los años que pasaría después sola. Los demás hacían que no se daban cuenta y no se asombraban de verlos siempre uno en brazos del otro. Ellos hacían casi todo el trabajo, dejándole a ella más tiempo libre del que habían tenido nunca.
Marcos volvió de la clínica, todavía débil y dijo que no se acordaba de nada, pero Paula vio un extraño brillo en sus ojos cuando le dio la mano a Pedro. Todo lo que dijo fue:
—Sabía que eras especial.
Cada día parecía más hermoso que el anterior.
Se habían aficionado a montar los dos juntos a caballo en cuanto tenían un momento libre, disfrutando del aroma de los pinos y el aire fresco del campo de Oregón.
—¿Quieres llevarlo tú? —le preguntó ella mientras sacaba el caballo del establo.
—No, gracias, me gusta tener las manos libres.
Paula se sonrojó y le dio un golpe con las riendas.
Él se rió y montó tras ella en el caballo. Paula estaba cómodamente sentada entre sus piernas y él la abrazó por debajo de sus pechos contra sí. Paula sintió que el calor empezaba a extenderse por todo su cuerpo. Cada día le parecía que tardaban menos en sentir el deseo crecer dentro de ella; a veces le bastaba con una mirada.
Ella dejó escapar un ligero suspiro y oyó a Pedro reír a sus espaldas. Entonces deslizó las manos hasta las caderas y la atrajo contra sí para que viera el efecto instantáneo que su cercanía causaba en él.
—Me pregunto hasta dónde llegaremos esta vez —le preguntó mientras se inclinaba para mordisquearle la oreja.
Ella se rió. Eran tantas las ocasiones en que los paseos a caballo terminaron bruscamente, allí donde el deseo, que parecía estar siempre aguardando bajo la superficie, parecía estallar.
Paula se ruborizó al pensar en los sitios en que habían hecho el amor: cerca de la orilla del río, en un montón de agujas de pino cerca de la casa y una vez, incluso en la parte de arriba del establo de Cricket.
El pensamiento de Pedro parecía seguir el mismo curso, porque sus manos se movieron con más urgencia sobre ella, acariciando sus senos.
Cuando estuvieron fuera del radio de visión de la granja, Paula dejó caer las riendas y dejó que Cricket fuera a donde quisiese. Levantó las manos y las enganchó al cuello de Pedro. Aquel movimiento arqueó su cuerpo, haciendo que sus pechos se presionaran contra las manos de Pedro. Éste gimió, mientras le desabrochaba la blusa.
Llegaron hasta un tranquilo claro del bosque, cerca de donde habían encontrado a Marcos y se bajaron del caballo hasta la suave alfombra de hierba. Se quitaron la ropa, besando y acariciando cada centímetro de piel que dejaban al descubierto, hasta que no pudieron esperar más.
Pedro se puso boca arriba y empujó a Paula encima de él. Ella había perdido su timidez días atrás, colocándose ansiosa sobre él, hasta que lo introdujo dentro de sí con un grito de alegría.
Paula sintió empezar esa sensación alucinante y aceleró el ritmo. Pedro advirtió el cambio y su cuerpo respondió con rapidez. Pronto estaba moviéndose también con energía, arqueándose contra ella con todas sus fuerzas, disfrutando de los gritos que se le escapaban y de la forma en que se asía a él desesperada, mientras lo montaba con tanto cariño. Las primeras contracciones de su cuerpo, alrededor del suyo, dispararon su propio placer y sintió que se saciaba dentro de ella en oleada tras oleada de intenso placer.
—Paula… Pau… Paula…
Tembló mientras ella se derrumbaba, sacudiéndose, encima de él.
—¡Dios mío, te quiero! —dijo ferviente en cuanto pudo volver a hablar—. En todos estos años, he visto a la gente, he visto cómo funcionaba el amor, lo que le hace a las personas… pero nunca lo había sentido. No sabía que podía ser tan ardiente, tan dulce…
Por un momento, Paula se permitió pensar que no se acabaría nunca, que podrían seguir siempre así, que aquel sueño no iba a terminar nunca.
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