domingo, 22 de septiembre de 2019

UN ÁNGEL: CAPITULO 13




El tiempo que pasaron en el pueblo no fue ni tan mal como temía, ni tan bien como esperaba. Vio las miradas que le dirigían a Paula, los saludos fríos de aquellos que no la ignoraban del todo, pero la mayoría de la gente parecía desconfiada en lugar de enemiga, poco amigable, en lugar de malvada. Y la mayoría parecía mirarlo a él con desagrado, intentando averiguar cómo encajaba en la imagen que tenían de ella y de lo que hacía allí. Se dio cuenta de que no estaban seguros. Eso le dio esperanzas. Mientras no tuvieran una idea fija, podrían cambiar de opinión.


Paula se detuvo en la pequeña oficina de correos, para recoger el de la granja. La mujer que estaba detrás del mostrador saludó con una sonrisa.


—Gracias, Lucia.


—De nada, bonita. ¿Cómo estás?


—Bien, gracias —Paula le presentó a Pedro, que estaba feliz de que hubiera alguien amable con ellos.


—Bienvenido, Pedro. Yo soy Lucia Morgan, notaría, encargada del correo y de todo un poco. ¿Esperas correspondencia?


—No.


De repente aquella sílaba sonaba muy triste y Pedro se sintió incómodo. No quería decirlo así y tampoco sentir lo que lo invadía. Siempre vivo estuvo solo; estaba acostumbrado y no le molestaba. ¿O sí?


—...Siento lo que Frank te dijo el otro día.


Aquello sacó a Pedro de sus pensamientos.


—No es culpa tuya. Sé que no le gusta la idea del refugio.


—Es que se cree todas esas cosas horribles que se oyen ya sabes, sobre los traumas y eso, y la gente que se vuelve loca y se pone a disparar a todo el mundo.


—Lo sé, Lucia. Y no puedo decirles que eso no pasa.


—Pero yo me acuerdo de tu hermano y de Gary Swan, descansen en paz. Si las cosas hubieran sido distintas, los dos podían estar ahora contigo. Nunca le harían daño a nadie.


—No, es cierto. Y tampoco lo harían los hombres que están ahora conmigo. Sólo intentan superar la horrible experiencia por la que tuvieron que pasar.


—Eso es lo que intento decirle a Frank, pero ya sabes cómo es mi marido. Es un cabezota.


—Sigue intentándolo, Lucia. Puede que al fin lo comprenda.


—Lo haré, pero créeme, él no está detrás de ese problema que tienen con el ayuntamiento. Puede que no le guste lo que estás haciendo, pero nunca se opondría de esa manera.


—Lo sé. Tenemos que ir a ver al doctor Swan, así que será mejor que nos vayamos. Gracias, Lucia.


—¿Qué te dijo su marido? —le preguntó Pedro de camino a la tienda de comestibles.


—Lo de siempre. Admite que necesitan un lugar a donde ir, pero no quiere que sea aquí.


—¿Eso es todo?


—Él no es el que hace las llamadas, si eso es lo que estás pensando. Es un cabezota, pero no un vicioso.


—Sólo estaba comprobando. ¿Qué quiso decir sobre el ayuntamiento?


—Alguien se quejó y dijo que deberían cerrar la granja porque estamos en un área que no está marcada para lo que hacemos.


—Lo que haces es algo único. ¿Cómo va a haber una zona para ello?


—Exacto. Tendremos que luchar en el pleno de este mes, pero no sé qué va a pasar. El alcalde Baraum tampoco es muy amigo nuestro.


—No te preocupes. Todo irá bien, Pau


—¿Por qué me llamas así? —dijo ella, parando de golpe.


Pedro se dio cuenta de que había cometido un error.


—Yo… oí llamarte así a uno de los chicos. Pero si no te gusta, no volveré a…


—No, es que… Andres solía llamarme así.


—Lo siento… no sabía que estaba… reservado.


—No, no me importa si tú me llamas así.


Le abrió la puerta de la tienda y luego estuvo dando vueltas mientras ella compraba. Pensó que la cajera los miraba demasiado, pero le preocupaba más un grupo de muchachos de trece a catorce años que estaban en una esquina. Miraban a Paula con avidez y discutían entre ellos. Pedro vio que Paula se ruborizaba al oír lo que decían, mientras pagaba en el mostrador.


La mujer tomó el dinero como si fuera falso. Allí era palpable la enemistad sobre la que le habían advertido. Pero pensó que mientras fueran sólo unos pocos, podría vencerlos. Él se encargaría de eso. Fue hacia la puerta a esperarla.


Uno de los chicos, arropado por el grupo, se dio la vuelta para mirar a Paula y cuando habló era evidente que era para que ella lo oyese:
—¡Eh, miren chicos, allí está! Me gustaría probarla, ¿a vosotros no?


Mientras Paula se sonrojaba, Pedro se dio la vuelta y los miró. Ellos no le prestaron atención, no se dieron cuenta de que iba con ella.


—Sí —continuó el chico—. Mi viejo dice que se acuesta con todos los que están con ella.


Pedro se puso tenso y avanzó hacia ellos. Paula recogió la bolsa y corrió hacia él.


—No, Pedro, déjalo. Seguro que ni siquiera entiende lo que está diciendo. Son sólo unos niños.


—También Jack el Destripador fue un niño.


—No es culpa suya. Sólo… sólo repite lo que oye decir a sus padres. Por favor, Pedro, no quiero ningún problema. Sólo serviría para empeorar las cosas.


El chico se había callado en cuanto se dio cuenta de que no se trataba de una mujer sola. 


Fue retrocediendo hasta que casi se apoyó en una pila de latas de sopa.


Paula aguantó la respiración mientras miraba a Pedro. Había algo físico y primitivo en él, con cada músculo en tensión, mirando fijamente al chico que se ponía cada vez más nervioso. 


Entonces aspiró y la tensión desapareció. Sólo la mirada suplicante en los ojos de Paula y la juventud del chico lo detenían. Hacía mucho tiempo que no había tenido que usar la violencia física, pero ahora deseaba hacerlo. Tenía ganas de tomar a aquel crío por los talones y sacudirlo. 


Nunca antes sintió una furia como aquella. Eso lo sorprendía y se dio cuenta de que era mejor salir de allí antes de terminar cediendo a ese impulso nervioso.


Pero cuando abría la puerta para que ella saliera, vio que la tendera les dirigía una mueca de asco y el chico volvió a la carga, sin darse cuenta de que Pedro podía oírlo todavía:
—¡Ya le he dicho a esa lo que pensamos de las de su clase!


Cuando Pedro estuvo seguro de que Paula no lo veía, miró por encima del hombro. La pila de latas de sopa se derrumbó encima del chico, en tanto que la mujer, que cerraba la caja, se pilló los dedos. Antes de llegar a la camioneta, tuvo que contenerse para no reír a carcajadas.


Paula no dijo nada hasta que detuvo la camioneta en el estacionamiento de la pequeña clínica en las afueras del pueblo. Apagó el motor y lo miró.


—Gracias.


—¿Por qué? ¿Por no arrancarle la cabeza a ese idiota?


—No. Por querer hacerlo.


Él se sorprendió y luego echó a reír.


—De nada. Pero eso no significa que no lo haga más adelante, si no empieza a tener algo de cerebro.


—¿Quieres venir a conocer al doctor Swan?


—Sí. Me encantaría.


—¿Te importaría… no decirle lo que ha pasado?


—¿Por qué?


—Intenta con todas sus fuerzas que la gente cambie de forma de pensar con respecto a nosotros. Le entristecería saber que no sirve de nada.


—Al menos con un par de personas.


—No quiero que se preocupe. Ya ha hecho mucho por nosotros. Le hizo a Willy un montón de pruebas y nos da la medicina casi gratis. Y siempre nos apoyó a Andres y a mí.


—De acuerdo. Ni una palabra —dijo abriendo la puerta. Pero Paula no se movía—. ¿Qué te pasa?


—Yo… no era verdad.


—¿Qué?


—Lo que dijo Billy el chico de la tienda.


Él se echó hacia atrás, furioso y dolido. Se suponía que no debía sentir cosas como aquella, pero no pudo evitarlo.


—Debería cortarte la cabeza por lo que acabas de decir. ¿De verdad crees que acepto todo eso?


—No… sólo quería…


—Calla —dijo, asiéndole las manos—. No pasa nada. Te entiendo. Pero no seas tonta. Sé quién eres, Paula Chaves y lo que eres. Y ningún niño idiota diciendo tonterías va a cambiar eso.


Paula lo miró y luego las manos que cubrían las suyas: La sensación de calma y de seguridad volvió a inundarla. Pensó que debería haberlo sabido. Debería haber confiado en él. ¿Por qué siempre que lo tocaba se sentía de aquella forma, tan tranquila y segura?



UN ÁNGEL: CAPITULO 12




—Yo tampoco puedo ir —dijo Kevin pasándose una mano por el escaso pelo rubio—, tengo que ir a cortar la alfalfa.


—Ni yo, tengo que hacer un montón de cosas en la casa —anunció Sara.


—Y yo voy a terminar la puerta del granero, ahora que Pedro me ha enseñado cómo hacerlo —dijo Mateo.


—Me parece que te toca a ti, Pedro —comentó Aaron en tono alegre.


—No se te olvide recoger la medicina de Willy, Paula —agregó Sebastian.


—Claro que no. Y no tenéis que buscar excusas para no acompañarme. No lo necesito. No me hace falta ayuda para llevar un frasco de pastillas.


—Pero recuerda que prometiste no ir nunca al pueblo sin llevar a Cougar contigo y ha salido con Marcos no sé a dónde —dijo Sebastian—. Y a ti no te importa, Pedro ¿verdad?


—¿Qué, sustituir a Cougar? Claro que no.


—No tienes porqué, de verdad, sólo voy a Riverglen, no a Beirut —declaró Paula poniéndose colorada.


—A veces no hay mucha diferencia —dijo Mateo.


Paula se rindió entonces, pero a regañadientes. Le parecía que se traían algo entre manos y que Pedro y ella no eran más que unos peones en ese juego.


—Lo siento —le indicó mientras cruzaban la puerta de la granja—. No hacía falta que vinieras, pero ellos son…


—Están preocupados por ti. Igual que haces tú por ellos.


—Lo sé, pero hay algo más. Creo que han maquinado todo esto.


—Ya lo sé.


—¿Sí?


—Ha sido bastante… obvio.


—¡Oh! —dijo poniéndose roja.


—No te avergüences, Paula, se preocupan por ti y se sienten culpables de que no pases el tiempo necesario con gente de tu misma edad.


—¿Como tú?


—Parece que eso es lo que han decidido.


—Lo siento.


—No lo lamentes. Eso me halaga.


—¿Por qué? Tú podrías estar con la mujer que quisieras.


"No exactamente", se dijo en voz baja, aunque lo que expresó a Paula fue:
—Tú eres muy importante para ellos, Paula. Me halaga que confíen en mí cuando se trata de ti.


—¡Oh!


Ella volvió a mirar a la carretera y él se dio cuenta de que le había hecho daño sin querer. 


Iba a tocarla, pero al recordar lo que sintió mientras la abrazaba, se detuvo. "Lo siento Paula", pensó, "Me gustaría… ¡Diablos! Ya no sé lo que quiero".


—La camioneta está realmente bien —dijo ella para llenar el vacío—. Gracias.


—De nada. Con el depósito lleno, podrías ir hasta Portland y volver sin parar para echar gasolina.


—Eso son casi quinientos kilómetros.


—Sí.


Pedro, esta camioneta nunca ha recorrido esa distancia sin rellenar el depósito.


—He hecho algunos arreglos. Creo que ahora será capaz de hacerlo.


Ella parecía dudar, pero al menos no discutió si iba a ir a Portland o no. Sonrió interiormente. Iba a divertirse más de lo que imaginaba. Miró por la ventana para disfrutar de los verdes campos de Oregón.




sábado, 21 de septiembre de 2019

UN ÁNGEL: CAPITULO 11




Paula se ruborizó, pensando algo que decir. Pero no se le ocurrió nada y se quedó callada. 


Entonces, en el silencio, fue consciente de que estaban en su cama, de que tenía la mano apoyada en su hombro, en su hombro desnudo. 


Él sólo llevaba sus vaqueros gastados y suaves y ella estaba descansando sobre su pecho, en su ancho, musculoso y desnudo pecho. El calor de su cuerpo parecía invadirla, haciendo que se relajara. Su piel era suave y no tenía vello que pudiera interferir con sus caricias. 


Involuntariamente flexionó los dedos, acurrucándose contra él mientras rozaban su piel.


Se preguntó cómo sería acariciarlo, si deslizaba la mano por su vientre, qué sentiría al enredar los dedos en el vello que empezaba a nacer a la altura de su ombligo. Cómo sabría su piel si se inclinaba para besarlo…


De pronto se alegró de que no pudiera verle la cara. Aunque probablemente podría sentir el calor de sus mejillas, esperaba que no averiguara la razón.


Entonces vio las placas rectangulares que estaban justo sobre su mano. Agradecida por la distracción, las tocó. Estaban calientes por el calor de su cuerpo. Muy calientes. Pero no eran inflexibles, como esperaba del metal. Le era muy difícil explicar cómo las sentía con el tacto.


—¿Qué son?


—Una… una herencia familiar, más o menos —dijo, un poco tenso.


Ella las tomó y se dio cuenta de que eran como las placas de identificación para perros. Les dio la vuelta para ver qué decían, pero era difícil leer aquella letra.


—¿Qué dice?


—Sólo mi nombre. Y… fecha de nacimiento.


Las levantó a la luz. Ahora que lo sabía podía descifrar las letras y números entrelazados.


Pedro, aquí dice veintinueve de junio de mil ochocientos cincuenta.


—Ha habido un Pedro Alfonso por allí desde hace mucho tiempo.


—Y me imagino que todos han nacido en esa fecha.


—Claro —su tono era divertido, pero había un fondo de seriedad en lo que decía que le hizo dudar.


—¿Incluido tú?


—Es el día de San Pedro.


—¿Por eso te llamas Pedro?


—Sí. 


—¿Pero por qué placas para perros?


Pedro era el líder de los ejércitos celestiales ¿no?


—Uy —dijo ella riéndose—. Alguien tiene un afilado sentido del humor.


Pedro se echó a reír. Era exactamente lo que él pensaba.


—Pero en esa época no tenían placas de identificación de perros, ¿verdad?


—No lo sé. Éstas sólo… me las dieron.


—¿Así que este Pedro Alfonso fue el primero?


—Por lo que yo sé, sí.


—Debe ser bonito saber conocer tus antepasados desde hace tanto tiempo. Yo no conozco… ¿qué es esto?


Sujetaba la segunda placa, inclinándola hacia la luz.


—Es un dragón —agregó, respondiendo a su propia pregunta—. Deja que lo averigüe… 


Pedro tuvo que luchar contra uno, ¿no?


—Eso cuenta la leyenda.


—Es una lástima que ya no queden dragones. Tú sólo puedes llevar a cabo milagros pequeños.


—¿Qué quieres decir?


—Mira todo lo que has hecho aquí en sólo una semana. Pensé que haría falta un milagro para arreglar todas esas cosas, pero estaba equivocada. Sólo hacía falta que vinieras tú.


—Sólo necesitabas un par de manos más. Y todavía no hemos acabado.


—No creo que falte mucho, a la velocidad que haces las cosas. Parece que te las arreglas para hacer al menos tres cosas a la vez.


—¿Qué otra cosa puedo hacer? —sonrió, encogiéndose de hombros—. Como has dicho ya no quedan dragones que matar.


—Si los hubiera… —se interrumpió al darse cuenta de que iba a decir una tontería.


—¿Sí?


—Sólo iba a decir que el nombre que te han puesto es muy apropiado.


—No creo. Pedro era un ángel. Yo ni siquiera trabajo para la misma gente. No podría. No soy precisamente angelical —bromeó.


—Sólo tomaste prestado el nombre, ¿no?


—Sí. Pero no encaja muy bien conmigo. Al contrario que el tuyo.


—¿El mío?


—Sí. ¿No lo sabías?


—¿El qué?


—Paula es la forma femenina de Pablo, ¿no? Significa "la que es pequeña".


—No lo sabía.


—Ahora ya lo sabes. Y encaja.


—No mucho.


—Haces un trabajo imposible aquí, estás siendo aterrorizada por algún loco imbécil y nunca le has dicho nada a nadie, ni has pedido ayuda. ¿No te parece bastante?


—Ese hombre estaba intentando asustarme y lo ha conseguido. Eso no es valentía.


—Pero tú sigues adelante.


—No tenía más remedio. Alguien tenía que hacerlo. No podía dejar a todo el mundo plantado, sólo porque estaba asustada.


—Paula, Paula… —dijo abrazándola—. ¿Qué crees tú que es la valentía?


—No es sentirse aterrorizada por un par de llamadas telefónicas.


—No. Es estar asustada del todo y sin embargo, seguir adelante. Todo aquel que diga que no ha tenido miedo nunca, o es un mentiroso, o un cobarde y los que siguen adelante a pesar del miedo, son héroes.


—Haces que todo parezca tan… fácil. Me haces ver las cosas de una manera que nunca había visto antes.


—Para eso están los amigos.


Amigos. ¿Era un amigo? A ella le parecía así. 


Quizá Aaron tenía razón cuando le dijo que necesitaba a alguien de su edad.


—No me había dado cuenta de que necesitaba un amigo.


—Has estado trabajando muy duro durante demasiado tiempo.


—Tenía que hacerlo. Por Andres.


—¿Tu hermano?


Ella dijo que sí con la cabeza y al hacerlo frotó la mejilla contra su pecho. El calor brotó de aquel pedazo de piel. Por un momento a Pedro le fue difícil respirar. ¿Qué le estaba pasando? Estaba confundido.


—Háblame de él.


—Yo lo quería mucho. Tenía catorce años más que yo, pero creo que eso nos hacía estar más unidos. Mis primeros recuerdos son de él jugando conmigo y llevándome delante de él en el caballo.


—Buenos recuerdos.


—Sí. Intento concentrarme en ellos en lugar de los otros. Yo tenía seis años cuando fue a Irak y quedé destrozada. Era mi adorado hermano mayor, el que me mimaba y lo echaba muchísimo de menos. Debía haber vuelto locos a mis padres.


—Esperaron mucho tiempo para tener otro hijo —dijo, con cuidado.


Ella se estaba abriendo a su confianza y no quería presionarla.


—No pensaban que pudieran tener más. Mi madre tuvo a Andres a los diecinueve años y luego no pudo volver a embarazarse. Eso le rompió el corazón. Quería una casa llena de niños. Cuando se enteró de yo que estaba en camino, estaba feliz.


—No hay mayor alegría en el mundo que la de aquellos que desean un niño cuando se enteran de que van a ser padres.


Paula se le quedó mirando.


—Eso es lo que mi madre decía siempre. ¿Cómo lo sabías?


—¿Quién no lo sabe?


—De todas formas, quedé desolada cuando él se fue. Esperaba ansiosa el correo, aunque no entendiera del todo lo lejos que estaba, o por qué estaba allí. Pero nunca olvidaré aquel día, dos años más tarde, cuando recibieron un telegrama diciendo que había desaparecido —dijo con un escalofrío—. Nos pusimos tan contentos cuando nos enteramos que lo encontraron con vida… No nos importaba nada más. Incluso cuando volvió a casa en una silla de ruedas. Estaba vivo. Eso era lo único que importaba.


—Pero Andres no pensaba lo mismo.


—Cierto. Odiaba estar en aquella silla. Siempre había sido muy activo. Intentaba no demostrarlo, especialmente ante mamá y papá, pero…


—Pero no ante ti.


—Necesitaba alguien con quien hablar y yo estaba allí. Mi padre se pasaba el día trabajando y mamá tuvo que ponerse a trabajar en el pueblo también, porque las facturas eran muy elevadas y el gobierno no les pagaba todo lo que ellos querían que tuviese. Andres sabía que era por él y se sentía muy mal. Yo tenía sólo diez años cuando él volvió a casa, pero me acuerdo que cada vez temía más por él. Tenía miedo de dejarlo solo, de que no fuera a estar allí cuando yo volviera. Entonces no me daba cuenta, pero creo que adivinaba lo que estaba pensando.


—¿Sobre el suicidio?


—El doctor Swan intentó que buscara ayuda, pero él no quería. Sólo se deprimía más y más. Se quedaba sentado sin hacer nada durante horas, en la habitación en la que tú duermes ahora. Un día lo encontré con una de las pistolas de papá. Estaba mirándola, tocándola, pero me asustó tanto que corrí y se la quité. Estaba cargada y podía haberse disparado y creo que eso lo asustó porque podía haberme herido. No volvió a hacerlo. Luego, cuando yo tenía unos trece años, cambió. Se le ocurrió la idea de un lugar, un lugar para chicos que no habían recibido la atención que necesitaban porque no estaban heridos físicamente. Un lugar en el cual vivir, lejos del mundo que los odiaba… entonces era mucho peor que ahora para estar con otros que entendieran… hasta que pudieran volver a sobrevivir en el mundo.


—Un sueño puede hacer que un hombre recobre las ganas de vivir.


—Lo hizo. Empezó a pensar de nuevo en el futuro, en lo que quería hacer, dónde encontraría el terreno, cómo lo haría autosuficiente para que no dependiera del mundo… Siempre hablaba de lo horrible que era no tener la posibilidad de elegir. A ellos se las habían quitado cuando los reclutaron y nunca se las devolvieron.


—¿Qué pasó?


—Todo iba saliendo bien, planeando, diseñando… Pero luego, nuestros padres murieron en un accidente. Eso lo destrozó. Aguantó durante un par de años, quizá por mí. No quería dejarme sola. Pero se fue poniendo peor. Al final, el doctor Swan tuvo que internarlo en el hospital. No… no duró mucho después de eso.


Pedro sabía que había mucho detrás de aquellas palabras. Él sabía el horror que siente una niña de quince años teniendo que identificar los cuerpos de sus padres porque la silla de ruedas no podía entrar en aquel edificio. Sabía lo que tuvo que luchar para mantener la granja que fue su hogar, teniendo que trabajar porque la pensión no daba para todo, terminar el colegio, llevar la granja y cuidar de Andres, todo al mismo tiempo. Sabía lo deprisa que tuvo que crecer una chica de diecisiete años, viendo cómo su querido hermano se deterioraba ante sus ojos y le gritaba que lo ayudara a terminar con el dolor.


—Así que tú construiste este sueño para él —dijo, abrazándola y sintiendo su cansancio—. Lo construiste e hiciste que funcionara. Estaría tan orgulloso de ti, Paula.


—Eso espero… —dijo, sintiendo una repentina 
laxitud que se apoderaba de todos sus sentidos. 


Él cambió el tono de su voz, como si fuera una niñera, sintiendo cómo ella se quedaba dormida poco a poco.


—Lo estaría. Como todos nosotros, cariño. Has hecho todo el trabajo y ya es hora de que te detengas y te des cuenta de que eres una mujer y una mujer muy hermosa. No vuelvas a pensar que eres una niña que parece un chico, Pau.
"Sí, Andres".


A través de un borroso sueño, Paual oyó la voz de su hermano. Quería preguntar, pero no le 
quedaban fuerzas, sólo para algunas palabras.


—¿De verdad estás orgulloso de mí, Andres?


—Muy orgulloso, pequeña Pau —dijo la voz que amaba y recordaba tan bien.


El viejo apodo, tan familiar, qué sólo su hermano utilizaba, resonó dulcemente en sus oídos. Y con un suspiro de contento, se durmió en un sueño tranquilo y profundo.


Pedro la abrazó durante mucho tiempo, escuchando su respiración pausada mientras estudiaba sus bien delineados rasgos: la nariz respingada llena de pecas, la delicada línea de la mandíbula, las espesas pestañas. Ella lo estaba afectando de una manera desconocida.


La abrazó hasta que se dio cuenta, con un ligero sobresalto, de que lo hacía más por él mismo que por ella. Y entonces fue consciente del calor de sus pechos que llegaba hasta él a través de la camiseta con la que ella dormía. Y aquella sensación que lo tenía confundido empezó a hacerse incómoda y deseaba hacer algo para que desapareciera. Haciendo que deseara tocarla, acariciarla…


Sorprendido, se deslizó fuera de la cama, arropándola. Su mente no entendía. ¿Qué demonios era todo aquello? No estaba previsto. 


Nunca le ocurrió antes. Instintivamente se llevó las manos a las placas del cuello. Nada. ¿Qué pasaba? ¿Lo habían dejado solo?


Y cuando estaba a punto de lanzar un mensaje para despertarlos a todos, si es que estaban durmiendo, se detuvo. No estaba seguro de lo que quería preguntar, o si quería hacerlo. Ni siquiera sabía si quería saber la respuesta. Soltó las placas y se quedó allí de pie mucho tiempo, mirando a la delgada figura que dormía acurrucada en la enorme cama.


Sólo el sonido de la puerta trasera abriéndose y los pasos de Cougar que volvía de su ronda nocturna, lo sacaron de su ensimismamiento.


—Cuídala —susurró al animal mientras salía de la habitación.


Y aunque había conseguido que Paula encontrara el sueño profundo que tanto necesitaba, él era incapaz de dormir y pasó despierto la mayor parte de la noche.