domingo, 22 de septiembre de 2019

UN ÁNGEL: CAPITULO 13




El tiempo que pasaron en el pueblo no fue ni tan mal como temía, ni tan bien como esperaba. Vio las miradas que le dirigían a Paula, los saludos fríos de aquellos que no la ignoraban del todo, pero la mayoría de la gente parecía desconfiada en lugar de enemiga, poco amigable, en lugar de malvada. Y la mayoría parecía mirarlo a él con desagrado, intentando averiguar cómo encajaba en la imagen que tenían de ella y de lo que hacía allí. Se dio cuenta de que no estaban seguros. Eso le dio esperanzas. Mientras no tuvieran una idea fija, podrían cambiar de opinión.


Paula se detuvo en la pequeña oficina de correos, para recoger el de la granja. La mujer que estaba detrás del mostrador saludó con una sonrisa.


—Gracias, Lucia.


—De nada, bonita. ¿Cómo estás?


—Bien, gracias —Paula le presentó a Pedro, que estaba feliz de que hubiera alguien amable con ellos.


—Bienvenido, Pedro. Yo soy Lucia Morgan, notaría, encargada del correo y de todo un poco. ¿Esperas correspondencia?


—No.


De repente aquella sílaba sonaba muy triste y Pedro se sintió incómodo. No quería decirlo así y tampoco sentir lo que lo invadía. Siempre vivo estuvo solo; estaba acostumbrado y no le molestaba. ¿O sí?


—...Siento lo que Frank te dijo el otro día.


Aquello sacó a Pedro de sus pensamientos.


—No es culpa tuya. Sé que no le gusta la idea del refugio.


—Es que se cree todas esas cosas horribles que se oyen ya sabes, sobre los traumas y eso, y la gente que se vuelve loca y se pone a disparar a todo el mundo.


—Lo sé, Lucia. Y no puedo decirles que eso no pasa.


—Pero yo me acuerdo de tu hermano y de Gary Swan, descansen en paz. Si las cosas hubieran sido distintas, los dos podían estar ahora contigo. Nunca le harían daño a nadie.


—No, es cierto. Y tampoco lo harían los hombres que están ahora conmigo. Sólo intentan superar la horrible experiencia por la que tuvieron que pasar.


—Eso es lo que intento decirle a Frank, pero ya sabes cómo es mi marido. Es un cabezota.


—Sigue intentándolo, Lucia. Puede que al fin lo comprenda.


—Lo haré, pero créeme, él no está detrás de ese problema que tienen con el ayuntamiento. Puede que no le guste lo que estás haciendo, pero nunca se opondría de esa manera.


—Lo sé. Tenemos que ir a ver al doctor Swan, así que será mejor que nos vayamos. Gracias, Lucia.


—¿Qué te dijo su marido? —le preguntó Pedro de camino a la tienda de comestibles.


—Lo de siempre. Admite que necesitan un lugar a donde ir, pero no quiere que sea aquí.


—¿Eso es todo?


—Él no es el que hace las llamadas, si eso es lo que estás pensando. Es un cabezota, pero no un vicioso.


—Sólo estaba comprobando. ¿Qué quiso decir sobre el ayuntamiento?


—Alguien se quejó y dijo que deberían cerrar la granja porque estamos en un área que no está marcada para lo que hacemos.


—Lo que haces es algo único. ¿Cómo va a haber una zona para ello?


—Exacto. Tendremos que luchar en el pleno de este mes, pero no sé qué va a pasar. El alcalde Baraum tampoco es muy amigo nuestro.


—No te preocupes. Todo irá bien, Pau


—¿Por qué me llamas así? —dijo ella, parando de golpe.


Pedro se dio cuenta de que había cometido un error.


—Yo… oí llamarte así a uno de los chicos. Pero si no te gusta, no volveré a…


—No, es que… Andres solía llamarme así.


—Lo siento… no sabía que estaba… reservado.


—No, no me importa si tú me llamas así.


Le abrió la puerta de la tienda y luego estuvo dando vueltas mientras ella compraba. Pensó que la cajera los miraba demasiado, pero le preocupaba más un grupo de muchachos de trece a catorce años que estaban en una esquina. Miraban a Paula con avidez y discutían entre ellos. Pedro vio que Paula se ruborizaba al oír lo que decían, mientras pagaba en el mostrador.


La mujer tomó el dinero como si fuera falso. Allí era palpable la enemistad sobre la que le habían advertido. Pero pensó que mientras fueran sólo unos pocos, podría vencerlos. Él se encargaría de eso. Fue hacia la puerta a esperarla.


Uno de los chicos, arropado por el grupo, se dio la vuelta para mirar a Paula y cuando habló era evidente que era para que ella lo oyese:
—¡Eh, miren chicos, allí está! Me gustaría probarla, ¿a vosotros no?


Mientras Paula se sonrojaba, Pedro se dio la vuelta y los miró. Ellos no le prestaron atención, no se dieron cuenta de que iba con ella.


—Sí —continuó el chico—. Mi viejo dice que se acuesta con todos los que están con ella.


Pedro se puso tenso y avanzó hacia ellos. Paula recogió la bolsa y corrió hacia él.


—No, Pedro, déjalo. Seguro que ni siquiera entiende lo que está diciendo. Son sólo unos niños.


—También Jack el Destripador fue un niño.


—No es culpa suya. Sólo… sólo repite lo que oye decir a sus padres. Por favor, Pedro, no quiero ningún problema. Sólo serviría para empeorar las cosas.


El chico se había callado en cuanto se dio cuenta de que no se trataba de una mujer sola. 


Fue retrocediendo hasta que casi se apoyó en una pila de latas de sopa.


Paula aguantó la respiración mientras miraba a Pedro. Había algo físico y primitivo en él, con cada músculo en tensión, mirando fijamente al chico que se ponía cada vez más nervioso. 


Entonces aspiró y la tensión desapareció. Sólo la mirada suplicante en los ojos de Paula y la juventud del chico lo detenían. Hacía mucho tiempo que no había tenido que usar la violencia física, pero ahora deseaba hacerlo. Tenía ganas de tomar a aquel crío por los talones y sacudirlo. 


Nunca antes sintió una furia como aquella. Eso lo sorprendía y se dio cuenta de que era mejor salir de allí antes de terminar cediendo a ese impulso nervioso.


Pero cuando abría la puerta para que ella saliera, vio que la tendera les dirigía una mueca de asco y el chico volvió a la carga, sin darse cuenta de que Pedro podía oírlo todavía:
—¡Ya le he dicho a esa lo que pensamos de las de su clase!


Cuando Pedro estuvo seguro de que Paula no lo veía, miró por encima del hombro. La pila de latas de sopa se derrumbó encima del chico, en tanto que la mujer, que cerraba la caja, se pilló los dedos. Antes de llegar a la camioneta, tuvo que contenerse para no reír a carcajadas.


Paula no dijo nada hasta que detuvo la camioneta en el estacionamiento de la pequeña clínica en las afueras del pueblo. Apagó el motor y lo miró.


—Gracias.


—¿Por qué? ¿Por no arrancarle la cabeza a ese idiota?


—No. Por querer hacerlo.


Él se sorprendió y luego echó a reír.


—De nada. Pero eso no significa que no lo haga más adelante, si no empieza a tener algo de cerebro.


—¿Quieres venir a conocer al doctor Swan?


—Sí. Me encantaría.


—¿Te importaría… no decirle lo que ha pasado?


—¿Por qué?


—Intenta con todas sus fuerzas que la gente cambie de forma de pensar con respecto a nosotros. Le entristecería saber que no sirve de nada.


—Al menos con un par de personas.


—No quiero que se preocupe. Ya ha hecho mucho por nosotros. Le hizo a Willy un montón de pruebas y nos da la medicina casi gratis. Y siempre nos apoyó a Andres y a mí.


—De acuerdo. Ni una palabra —dijo abriendo la puerta. Pero Paula no se movía—. ¿Qué te pasa?


—Yo… no era verdad.


—¿Qué?


—Lo que dijo Billy el chico de la tienda.


Él se echó hacia atrás, furioso y dolido. Se suponía que no debía sentir cosas como aquella, pero no pudo evitarlo.


—Debería cortarte la cabeza por lo que acabas de decir. ¿De verdad crees que acepto todo eso?


—No… sólo quería…


—Calla —dijo, asiéndole las manos—. No pasa nada. Te entiendo. Pero no seas tonta. Sé quién eres, Paula Chaves y lo que eres. Y ningún niño idiota diciendo tonterías va a cambiar eso.


Paula lo miró y luego las manos que cubrían las suyas: La sensación de calma y de seguridad volvió a inundarla. Pensó que debería haberlo sabido. Debería haber confiado en él. ¿Por qué siempre que lo tocaba se sentía de aquella forma, tan tranquila y segura?



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