sábado, 10 de agosto de 2019

ENAMORADA DE MI ENEMIGO: CAPITULO 20




La brisa procedente del lago era fresca y Paula tenía la piel de gallina. No había visto a Pedro en casi todo el día.


No le estaba evitando porque le diese miedo, sino porque todavía no había decidido qué quería y tenía la sensación de que cuanto más tiempo pasase con él, más se precipitaría en su decisión.


Era la velocidad lo que la asustaba. La hacía sentirse como si estuviese bajando una carretera de montaña en un coche sin frenos. 


Sin control ni manera de detenerlo.


Y si iba a estar con él, necesitaba el control.


Su momento de tranquilidad se vio interrumpido por el ruido de unas puertas abriéndose a sus espaldas.


–¿Has cenado? –le preguntó Pedro, saliendo a la terraza.


–Sí. He tomado algo en el restaurante del hotel.


Otra táctica para evitarlo que había resultado eficaz.


–¿Te ha gustado? 


Ella lo miró y se arrepintió al instante. El corazón se le aceleró.


–Por supuesto que me ha gustado. Aquí todo es maravilloso.


–Me alegra oírlo.


Paula bajó la mirada a su garganta, al movimiento de su nuez, y no pudo evitar imaginarse sábanas de seda, piernas entrelazadas y sus labios en aquel cuello fuerte.


Sacudió la cabeza e intentó tranquilizarse.


Se sentía como si estuviese corriendo. Hacia él. 


Lejos de él. Como si su cuerpo no pudiese contener todo lo que tenía dentro.


De eso era de lo que había estado huyendo. De lo que Pedro le hacía sentir.


Seguía huyendo a pesar de haber decidido que no iba a permitir que el miedo la dominase. 


Deseó ser otra persona. Allí, con aquel hombre que le hacía sentir aquella pasión tan increíble.


Pero no podía. Le dio la espalda y miró hacia el agua.


Volvía a tener el corazón acelerado, pero por otra razón.


No podía ser otra persona y sus cicatrices ya estaban todo lo curadas que podían estar. No lo había aceptado hasta entonces, no había sido consciente de ello.


Siempre había pensado en que ya tendría relaciones o sexo más tarde, pero tenía veinticinco años y todavía no había llegado el momento. Porque en su mente siempre se había imaginado perfecta cuando estuviese con un hombre y, aunque hubiese sabido que eso no podía ocurrir, una parte de ella había albergado aquella insana esperanza.


Pero deseaba a Pedro y era posible que este la rechazase. Como cualquier otro hombre, cualquier otro hombre al que no desease ni la mitad.


Tenía que decidirse. Tenía que dar un paso al frente y disfrutar de la vida. El incendio le había quitado mucho. Y en esos momentos se daba cuenta de que le había dado incluso más de lo que le había quitado.


Llevaba once años alimentando las llamas con su miedo, ayudada por las palabras de su madre, de sus compañeros de clase, pero eso se iba a terminar.


Se giró de nuevo hacia Pedro, segura de que era consciente de la rapidez con la que le latía el corazón.


Dio un paso hacia él, luego otro, y apoyó las palmas de las manos en su pecho. Se quedó así, inmóvil, sintiendo los latidos de su corazón en las manos, dejando que su calor la invadiese.


Levantó una mano hacia la curva de su cuello y él bajó la cabeza ligeramente, ella levantó la suya y lo besó en los labios. Se le aceleró el pulso todavía más, notó que le pesaban más los pechos, que su cuerpo estaba vacío, necesitado de él. De Pedro.


Sabía lo que quería. Lo único que la frenaba era el miedo.


Pedro la abrazó y la apretó contra su cuerpo mientras le devoraba los labios. Ella deseó gritar.


Quería ser querida, quería que la abrazase como si tuviese miedo a perderla, porque era como un bálsamo que podía sanar las heridas invisibles que tenía en su interior.


Sintió lo mucho que Pedro la deseaba. Notó su erección contra el vientre y se apretó contra él, desesperada. Él bajó una mano hasta su trasero y se lo apretó con fuerza.


–Vamos dentro –le pidió Paula.


Él le levantó el vestido y apoyó la mano en la piel desnuda de su muslo. La besó en la frente, en la mejilla, le mordisqueó la oreja.


–No puedo trabajar con lo que tenemos.


–Vamos dentro –repitió ella, que se sentía insegura al aire libre. 


Pedro sonrió.


–Lo que tú quieras.




ENAMORADA DE MI ENEMIGO: CAPITULO 19



-EL DIRECTOR artístico quiere las botas azules. 


Una de las chicas que trabajaban en la sesión de fotos estaba delante de Paula, con las botas color arena que había escogido para el vestido azul en la mano.


Apretó los dientes. Llevaban así todo el día. Le habían dejado dar su opinión acerca de los accesorios, el maquillaje y el peinado, pero el director había dicho después que había que cambiar de modelo, o de zapatos, o de cinturón.


Paula buscó en la bolsa llena de zapatos y encontró unas botas azul cielo de terciopelo.


–Toma, seguro que estas saldrán mejor en las fotografías.


Aunque le costase admitirlo, tal vez fuese cierto.


Solo estaba susceptible por culpa de Pedro


Concretamente, por el modo en que los labios de Pedro la habían marcado, y por su propia cobardía, su miedo.


Por suerte, no lo había visto en todo el día. Salió de debajo de las tiendas que habían puesto en la playa para estar protegidos del sol y se acercó al fotógrafo.


La delgadísima modelo, rubia y con los ojos pintados de negro estaba esforzándose en poner las posturas adecuadas y contornear su cuerpo como si fuese una triste y bonita muñeca.


Paula se emocionó un instante al darse cuenta de que se trataba de Carolina, una modelo muy conocida.


–Está guapa –comentó Pedro a sus espaldas.


Paula no se giró hacia él, si lo hacía, estaba segura de que se derretiría al verlo.


–Sí.


–¿Va todo bien? 


–Sí, casi hemos terminado por hoy. Mañana cambiaremos de escenario y la harán posar en una cascada.


–¿Estás segura de que es una revista dedicada a mujeres? 


Paula sí se giró al oír aquello.


–No se trata de hacer un concurso de camisetas mojadas. Es moda.


–Perdón –le dijo él en tono divertido.


–No es una revista de hombres –añadió Paula.


–De acuerdo.


El director dio por terminada la jornada y Paula echó a andar de nuevo hacia las tiendas. Pedro la siguió.


–¿No tienes… que ir a alguna parte? –le preguntó.


–No, he terminado mis negocios por hoy.


–¿Y qué incluyen esos negocios? 


–Hablar de la perforación de más pozos en pueblos apartados. Y conseguir más ambulancias, unidades móviles, algo que ayude a la gente que vive lejos de las ciudades cuando tienen un problema de salud.


Paula lo miró fijamente.


–Llevas mucho peso sobre los hombros –comentó.


–Y tú también –le respondió él.


–No tanto –le dijo Paula, encogiéndose de hombros–. Quería darte las gracias… 


–¿Por qué? 


–Por no… –empezó, notando que se ruborizaba–. Por esto. Por todo esto.


–Son solo negocios, Paula. Nada más.


–Para ti es más que eso –le replicó Paula sin saber por qué.


–No.


–Lo que has hecho aquí, en Malawi, no son solo negocios.


–No te dejes engañar por un par de actos caritativos, Paula. Una deducción fiscal siempre es una deducción fiscal.


A ella se le encogió el corazón. No lo creía, pero le dolió ver que se ponía a la defensiva, que su rostro se endurecía.


Parecía gustarle hacer el papel de cretino, aunque tuviese mucho más dentro.


Un ejemplo era el modo en que la había tratado la noche anterior. No había intentado sobrepasarse. La había besado con cuidado y firmeza, con generosidad. Y cuando ella se había apartado, la había respetado.


Paula sabía que Pedro utilizaba los mismos métodos que ella había empleado durante los últimos once años.


No permitía que nadie se le acercase.


Aunque se le daba mejor que a ella. Al principio, lo había envidiado por ese motivo, pero ya no estaba tan segura de hacerlo. Era como si tuviese un pie puesto fuera del muro que protegía sus emociones.


Tenía miedo.


Miró a Pedro, estudió su perfil, su cuerpo fuerte y masculino, su postura militar. Era un pecador, eso lo sabía todo el mundo, pero también construía hospitales y pozos de agua.


Y le había enseñado cosas acerca de sí misma que no había conocido hasta entonces.


Paula había entrado en la industria de la moda sin miedo, sin dudarlo, porque era su sueño.


La noche anterior, había deseado a un hombre.


Había deseado tanto a Pedro que temblaba solo de pensarlo. Y había permitido que el miedo la dominase.


Había controlado su vida profesional a pesar de sus cicatrices, ¿por qué no era capaz de controlar otro ámbito distinto de su vida? Había llegado el momento de dejar de tener miedo.


Se había pasado la mitad de la noche despierto, con el cuerpo dolorido, frustrado. Deseaba a Paula. Solo podía pensar en ella desnuda, en sus pezones, rosados y duros, rogándole que los acariciase; en sus labios, suaves y húmedos sobre su cuerpo.


Se había pasado el día entero imaginándose sus ojos azules brillando de deseo por él, y no con el terror con el que habían brillado cuando se había apartado de su lado en la terraza.


Volvería a besarla en el cuello. En la parte en la que la piel era lisa y suave y en la otra también. 


Por primera vez, le pareció extraño no borrar las cicatrices de sus fantasías. No lo hacía porque era ella. Era Paula. Y su cuerpo solo la deseaba a ella.


Cada una de sus marcas la identificaban.


Se excitó al pensar en Paula. Tan suave. Se imaginó con su cuerpo pegado al de él.


Se había marchado de la sesión de fotos antes que ella, que ya debía de haber vuelto a casa. 


Pedro cerró el ordenador y se echó hacia atrás en el sillón de su despacho. No podía concentrarse en nada sabiendo que Paula tenía que estar en la casa.


El deseo que sentía por ella era tan fuerte que lo molestaba.


Era una obsesión. A pesar de que había jurado que no volvería a obsesionarse. Era una debilidad. Una pérdida de control. Prefería olvidarse de que, en el fondo, era débil.


Pero Paula se lo recordaba. Porque despertaba en él un anhelo que no había sentido desde Marie. Entonces lo había llamado amor. Había imaginado que era una excusa suficiente para actuar pensando solo en sí mismo.


–El amor lo vence todo –comentó en tono amargo. El amor era una mentira. Una excusa.


En esos momentos sabía que lo que sentía por Paula era deseo, nada más. Un deseo muy fuerte, básico.


Pero tenía que mantener el control. Ya había visto lo que ocurría cuando no lo hacía.


No podía permitirse el lujo de ceder ante aquel deseo que hacía que le temblasen las manos del esfuerzo que le costaba no bajar a buscarla, a besarla, a hacerle el amor. Tenía que demostrar que era capaz de guardar las distancias. No podía ser de otra manera.


Cuando regresase a Francia, tendría que encontrar a otra mujer. La idea lo calmó todavía más que una ducha de agua fría.




viernes, 9 de agosto de 2019

ENAMORADA DE MI ENEMIGO: CAPITULO 18




Él levantó esa mano y la puso en su mejilla.


Paula lo miró a los ojos. Era más fácil entre penumbras. Pedro deslizó la mano por su cuello, por la parte en la que no tenía la cicatriz, y la hizo estremecerse. Se inclinó y apretó la mejilla contra la de ella; tenía la piel caliente, áspera en la zona de la barba.


Le dio un beso en el hueco de la oreja y ella gimió sin querer. Era increíble. Nunca había sentido un placer igual.


Pedro volvió a besarla, en esa ocasión en la curva del cuello, acariciándola con la punta de la lengua. Luego levantó la cabeza y buscó sus ojos.


Paula deseó pedirle que la besase en los labios, pero, al mismo tiempo, no quiso alterar su plan. 


Quería ver qué era lo próximo que iba a hacer. 


El corazón le retumbaba en los oídos y solo podía sentir deseo.


Él volvió a besarla, esa vez en la esquina de la boca.


Le puso la mano en la cabeza y enterró los dedos en su pelo, aferrándola a él como si no quisiera dejarla marchar. A Paula le encantó ver que podía tener ese efecto en un hombre como aquel. Ver que la deseaba.


Separó los labios sin darse cuenta y se los humedeció con la lengua. Él tomó el gesto como una invitación, de lo que Paula se alegró.


No se lanzó sobre ella de manera brusca, sino muy despacio.


Primero frotó ligeramente la nariz contra la de ella, probó el sabor de sus labios con la lengua. 


Y Paula tuvo miedo a moverse, por si se despertaba de aquel sueño y se daba cuenta de que estaba sola en su apartamento de París.


Él le puso la otra mano alrededor de la cintura y Paula notó el calor y supo que no era un sueño. 


Pedro era real. Y la estaba besando.


Le devolvió el beso con entusiasmo y se estremeció al notar que le metía la lengua caliente en la boca, probándola, saboreándola como si fuese un manjar.


Levantó las manos y lo agarró de los hombros para no caerse.


Él desenredó los dedos de su pelo, le apoyó una mano en la cadera y, con la otra, le acarició los pechos.


–Necesito tocarte –le susurró, dejando de besarla en los labios para llevar su boca al escote y besarla a través de la tela.


Luego llevó una mano a la parte de atrás para bajarle la cremallera.


–Paula –le dijo, con la voz ronca de deseo.


Al oír su nombre y notar que le bajaba la cremallera, ella entró en razón de repente y sintió pánico.


Había sido un sueño. Había estado flotando, pero oír su nombre de labios de Pedro había sido como un jarro de agua fría.


No era la clase de mujer que hacía el amor con un hombre maravilloso bajo un manto de estrellas. No era la clase de mujer que despertaba ese tipo de deseo en un hombre, en ninguno, pero mucho menos en uno como Pedro. Era Paula. Una mujer desfigurada por las cicatrices. Virgen, sin experiencia e insegura. Si Pedro se acostase con ella, se daría cuenta. Vería lo peor de ella, sus miedos, su dolor. ¿Cómo iba a mostrarle aquello? ¿Cómo se lo iba a mostrar a nadie? No se trataba de las cicatrices, sino de las marcas que tenía debajo de la piel, de sus debilidades.


–No –le dijo, bajando los brazos y llevándoselos a la espalda para que no continuase bajándole la cremallera.


–¿No? 


–No puedo. Lo siento, pero no puedo –balbució, con los ojos llenos de lágrimas.


Estaba destrozada. Enfadada. Asustada. Y todavía lo deseaba más que a nada en el mundo, pero no podía tenerlo.


No quería que Pedro viese dentro de ella y conociese sus miedos e inseguridades.


Se dio la vuelta y entró en la casa. Y juró. Había huido. Era una cobarde. Pero estaba demasiado asustada como para no serlo.




ENAMORADA DE MI ENEMIGO: CAPITULO 17




Pero Paula había reaccionado con total sinceridad. Y Pedro no estaba seguro de qué hacer al respecto. Le hacía desear decirle más. 


Le hacía desear llevársela a otra parte, donde no se sintiese tentado a seducir a aquella mujer de aspecto duro, pero, posiblemente, interior frágil.


No, Paula no era frágil. Era dura. Tenía seguridad en sí misma. Solo la había pillado en un momento bajo, uno de esos que tenían todas las mujeres.


Continuó agarrándole la mano mientras subían las escaleras y atravesaban las puertas dobles que daban a la terraza. El techo estaba salpicado de farolillos blancos, que iluminaban con suavidad la cálida noche.


Las vistas del lago eran impresionantes, la mesa, preciosa, pero nada igualaba a la belleza de su acompañante.


Paula se sentó antes de que a Pedro le diese tiempo a retirarle la silla. Se sentía fatal.


–Estás perfecta. Como siempre –le había dicho.


Nunca había sido perfecta. Ni siquiera antes del incendio. Mucho menos después. Pero Pedro había conseguido quitarle la última pieza de la armadura con aquel cumplido, porque aquello era lo que siempre había querido. Que alguien la aceptase como era. Que la amase como era.


Aunque sabía que era un sueño imposible. Ni siquiera ella se quería como era. ¿Cómo iba a quererla un hombre como Pedro? Un hombre tan perfecto físicamente, que salía con mujeres igual de perfectas.


Era imposible.


Pero su mente se había echado a volar al oír aquello.


Tomó la copa de vino que, por suerte, ya estaba llena, y le dio un pequeño trago. Cualquier cosa con tal de distraerse.


–Tiene una pinta estupenda –comentó, por decir algo. Y era cierto que el pescado y las verduras tenían una pinta deliciosa.


–Por supuesto.


–¿Porque solo contratas a los mejores profesionales del mundo? –le preguntó, arqueando una ceja.


–Me traje a los mejores del mundo para que enseñasen a los nativos. Todas las personas que trabajan aquí son de Malawi.


Paula sintió todavía más ternura. Casi podía notar cómo se le estaba derritiendo el corazón.


–¿Cuántos años tenías cuando viniste? –le preguntó, a pesar de saber que no debía hacerlo.


–Ocho años. Pero no viví en la isla, sino en tierra firme, a las afueras de Mzuza. Mi madre trabajaba en un banco. No éramos pobres, como tantas otras personas en este país.


–¿Por qué te trajo aquí tu madre? 


Paula sabía que su hermano se había quedado en Francia con su padre.


–Formó parte del trato –le contó Pedro con voz ronca–. Si se marchaba de Europa, podía llevarme. Si no, jamás volvería a vernos.


–¿Por qué… hizo eso tu padre? 


Él pasó los dedos por la copa de vino y apretó la mandíbula antes de contestar.


–Creo que se sentía herido y quería hacerle daño a mi madre. Supongo que pensó que ella no se marcharía. También tengo entendido que tuvo una aventura, pero yo nunca se lo recriminé. Pienso que, cuando se enamoraron, tal vez fueron un poco idealistas. Ellos fueron capaces de superar las diferencias culturales y de color de piel, pero otros, no. Y hubo mucha tensión.


Pedro se echó hacia atrás y soltó la copa.


–Pensaron que con amarse sería suficiente, pero no fue así. Ahora han cambiado las cosas, claro está. Ya no hay los mismos problemas. Yo nunca los he tenido, y he salido con todo tipo de mujeres, pero por aquel entonces… 


–Así que viniste con tu madre.


–Quería hacerlo. Nunca me he arrepentido de ello.


–¿Y cuando volviste… odiaste a tu padre por lo que había hecho? ¿Por… haberte desterrado? 


–Mi padre es un hombre duro. Exige la perfección y el control en todos los ámbitos de la vida. Así que no lamento que no me educase él, pero tampoco lo odio. Todos actuamos mal en ocasiones, sobre todo, cuando hay pasión de por medio –le respondió con cierta amargura.


Paula se preguntó si estaría pensando en sí mismo, si se arrepentía de la relación que había tenido con la prometida de su hermano. Aunque no quería preguntárselo.


–Es verdad –le dijo, aunque no lo supiese por experiencia.


Su vida siempre había estado desprovista de pasión.


Siempre la había canalizado en el trabajo. 


Aunque en los últimos tiempos le hubiese costado hacerlo.


Era extraño, sentir que ya no estaba volcada solo en su profesión.


En esos momentos, era capaz de apreciar la belleza del lugar en el que estaba, de saborear la comida. Su piel estaba más sensible. Era como si una parte de ella que hubiese estado dormida acabase de despertar.


Había ampliado sus perspectivas, lo mismo que sus deseos.


Pedro la estaba mirando con el mismo brillo en los ojos color miel que en el Baile del Corazón. 


Notó que se le aceleraba el pulso, que le sudaban las palmas de las manos y se le encogía el estómago.


Se levantó de la silla y fue hacia el final de la terraza para observar el lago bajo la luz de la luna. Era precioso, una maravilla de la naturaleza. La hacía sentirse vacía.


Porque, de repente, se había dado cuenta de que no había disfrutado nunca de la belleza de las cosas que la rodeaban. Siempre había vivido con la desesperación de ser mejor, de tener más éxito.


Pedro se colocó a su lado y agarró la barandilla de hierro con su enorme mano. Antes de conocerlo, Paula nunca se había fijado en las diferencias entre la mano de un hombre y la de una mujer. Nunca se había detenido a apreciar el efecto que esa diferencia tenía en ella.