viernes, 9 de agosto de 2019
ENAMORADA DE MI ENEMIGO: CAPITULO 17
Pero Paula había reaccionado con total sinceridad. Y Pedro no estaba seguro de qué hacer al respecto. Le hacía desear decirle más.
Le hacía desear llevársela a otra parte, donde no se sintiese tentado a seducir a aquella mujer de aspecto duro, pero, posiblemente, interior frágil.
No, Paula no era frágil. Era dura. Tenía seguridad en sí misma. Solo la había pillado en un momento bajo, uno de esos que tenían todas las mujeres.
Continuó agarrándole la mano mientras subían las escaleras y atravesaban las puertas dobles que daban a la terraza. El techo estaba salpicado de farolillos blancos, que iluminaban con suavidad la cálida noche.
Las vistas del lago eran impresionantes, la mesa, preciosa, pero nada igualaba a la belleza de su acompañante.
Paula se sentó antes de que a Pedro le diese tiempo a retirarle la silla. Se sentía fatal.
–Estás perfecta. Como siempre –le había dicho.
Nunca había sido perfecta. Ni siquiera antes del incendio. Mucho menos después. Pero Pedro había conseguido quitarle la última pieza de la armadura con aquel cumplido, porque aquello era lo que siempre había querido. Que alguien la aceptase como era. Que la amase como era.
Aunque sabía que era un sueño imposible. Ni siquiera ella se quería como era. ¿Cómo iba a quererla un hombre como Pedro? Un hombre tan perfecto físicamente, que salía con mujeres igual de perfectas.
Era imposible.
Pero su mente se había echado a volar al oír aquello.
Tomó la copa de vino que, por suerte, ya estaba llena, y le dio un pequeño trago. Cualquier cosa con tal de distraerse.
–Tiene una pinta estupenda –comentó, por decir algo. Y era cierto que el pescado y las verduras tenían una pinta deliciosa.
–Por supuesto.
–¿Porque solo contratas a los mejores profesionales del mundo? –le preguntó, arqueando una ceja.
–Me traje a los mejores del mundo para que enseñasen a los nativos. Todas las personas que trabajan aquí son de Malawi.
Paula sintió todavía más ternura. Casi podía notar cómo se le estaba derritiendo el corazón.
–¿Cuántos años tenías cuando viniste? –le preguntó, a pesar de saber que no debía hacerlo.
–Ocho años. Pero no viví en la isla, sino en tierra firme, a las afueras de Mzuza. Mi madre trabajaba en un banco. No éramos pobres, como tantas otras personas en este país.
–¿Por qué te trajo aquí tu madre?
Paula sabía que su hermano se había quedado en Francia con su padre.
–Formó parte del trato –le contó Pedro con voz ronca–. Si se marchaba de Europa, podía llevarme. Si no, jamás volvería a vernos.
–¿Por qué… hizo eso tu padre?
Él pasó los dedos por la copa de vino y apretó la mandíbula antes de contestar.
–Creo que se sentía herido y quería hacerle daño a mi madre. Supongo que pensó que ella no se marcharía. También tengo entendido que tuvo una aventura, pero yo nunca se lo recriminé. Pienso que, cuando se enamoraron, tal vez fueron un poco idealistas. Ellos fueron capaces de superar las diferencias culturales y de color de piel, pero otros, no. Y hubo mucha tensión.
Pedro se echó hacia atrás y soltó la copa.
–Pensaron que con amarse sería suficiente, pero no fue así. Ahora han cambiado las cosas, claro está. Ya no hay los mismos problemas. Yo nunca los he tenido, y he salido con todo tipo de mujeres, pero por aquel entonces…
–Así que viniste con tu madre.
–Quería hacerlo. Nunca me he arrepentido de ello.
–¿Y cuando volviste… odiaste a tu padre por lo que había hecho? ¿Por… haberte desterrado?
–Mi padre es un hombre duro. Exige la perfección y el control en todos los ámbitos de la vida. Así que no lamento que no me educase él, pero tampoco lo odio. Todos actuamos mal en ocasiones, sobre todo, cuando hay pasión de por medio –le respondió con cierta amargura.
Paula se preguntó si estaría pensando en sí mismo, si se arrepentía de la relación que había tenido con la prometida de su hermano. Aunque no quería preguntárselo.
–Es verdad –le dijo, aunque no lo supiese por experiencia.
Su vida siempre había estado desprovista de pasión.
Siempre la había canalizado en el trabajo.
Aunque en los últimos tiempos le hubiese costado hacerlo.
Era extraño, sentir que ya no estaba volcada solo en su profesión.
En esos momentos, era capaz de apreciar la belleza del lugar en el que estaba, de saborear la comida. Su piel estaba más sensible. Era como si una parte de ella que hubiese estado dormida acabase de despertar.
Había ampliado sus perspectivas, lo mismo que sus deseos.
Pedro la estaba mirando con el mismo brillo en los ojos color miel que en el Baile del Corazón.
Notó que se le aceleraba el pulso, que le sudaban las palmas de las manos y se le encogía el estómago.
Se levantó de la silla y fue hacia el final de la terraza para observar el lago bajo la luz de la luna. Era precioso, una maravilla de la naturaleza. La hacía sentirse vacía.
Porque, de repente, se había dado cuenta de que no había disfrutado nunca de la belleza de las cosas que la rodeaban. Siempre había vivido con la desesperación de ser mejor, de tener más éxito.
Pedro se colocó a su lado y agarró la barandilla de hierro con su enorme mano. Antes de conocerlo, Paula nunca se había fijado en las diferencias entre la mano de un hombre y la de una mujer. Nunca se había detenido a apreciar el efecto que esa diferencia tenía en ella.
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