sábado, 10 de agosto de 2019

ENAMORADA DE MI ENEMIGO: CAPITULO 19



-EL DIRECTOR artístico quiere las botas azules. 


Una de las chicas que trabajaban en la sesión de fotos estaba delante de Paula, con las botas color arena que había escogido para el vestido azul en la mano.


Apretó los dientes. Llevaban así todo el día. Le habían dejado dar su opinión acerca de los accesorios, el maquillaje y el peinado, pero el director había dicho después que había que cambiar de modelo, o de zapatos, o de cinturón.


Paula buscó en la bolsa llena de zapatos y encontró unas botas azul cielo de terciopelo.


–Toma, seguro que estas saldrán mejor en las fotografías.


Aunque le costase admitirlo, tal vez fuese cierto.


Solo estaba susceptible por culpa de Pedro


Concretamente, por el modo en que los labios de Pedro la habían marcado, y por su propia cobardía, su miedo.


Por suerte, no lo había visto en todo el día. Salió de debajo de las tiendas que habían puesto en la playa para estar protegidos del sol y se acercó al fotógrafo.


La delgadísima modelo, rubia y con los ojos pintados de negro estaba esforzándose en poner las posturas adecuadas y contornear su cuerpo como si fuese una triste y bonita muñeca.


Paula se emocionó un instante al darse cuenta de que se trataba de Carolina, una modelo muy conocida.


–Está guapa –comentó Pedro a sus espaldas.


Paula no se giró hacia él, si lo hacía, estaba segura de que se derretiría al verlo.


–Sí.


–¿Va todo bien? 


–Sí, casi hemos terminado por hoy. Mañana cambiaremos de escenario y la harán posar en una cascada.


–¿Estás segura de que es una revista dedicada a mujeres? 


Paula sí se giró al oír aquello.


–No se trata de hacer un concurso de camisetas mojadas. Es moda.


–Perdón –le dijo él en tono divertido.


–No es una revista de hombres –añadió Paula.


–De acuerdo.


El director dio por terminada la jornada y Paula echó a andar de nuevo hacia las tiendas. Pedro la siguió.


–¿No tienes… que ir a alguna parte? –le preguntó.


–No, he terminado mis negocios por hoy.


–¿Y qué incluyen esos negocios? 


–Hablar de la perforación de más pozos en pueblos apartados. Y conseguir más ambulancias, unidades móviles, algo que ayude a la gente que vive lejos de las ciudades cuando tienen un problema de salud.


Paula lo miró fijamente.


–Llevas mucho peso sobre los hombros –comentó.


–Y tú también –le respondió él.


–No tanto –le dijo Paula, encogiéndose de hombros–. Quería darte las gracias… 


–¿Por qué? 


–Por no… –empezó, notando que se ruborizaba–. Por esto. Por todo esto.


–Son solo negocios, Paula. Nada más.


–Para ti es más que eso –le replicó Paula sin saber por qué.


–No.


–Lo que has hecho aquí, en Malawi, no son solo negocios.


–No te dejes engañar por un par de actos caritativos, Paula. Una deducción fiscal siempre es una deducción fiscal.


A ella se le encogió el corazón. No lo creía, pero le dolió ver que se ponía a la defensiva, que su rostro se endurecía.


Parecía gustarle hacer el papel de cretino, aunque tuviese mucho más dentro.


Un ejemplo era el modo en que la había tratado la noche anterior. No había intentado sobrepasarse. La había besado con cuidado y firmeza, con generosidad. Y cuando ella se había apartado, la había respetado.


Paula sabía que Pedro utilizaba los mismos métodos que ella había empleado durante los últimos once años.


No permitía que nadie se le acercase.


Aunque se le daba mejor que a ella. Al principio, lo había envidiado por ese motivo, pero ya no estaba tan segura de hacerlo. Era como si tuviese un pie puesto fuera del muro que protegía sus emociones.


Tenía miedo.


Miró a Pedro, estudió su perfil, su cuerpo fuerte y masculino, su postura militar. Era un pecador, eso lo sabía todo el mundo, pero también construía hospitales y pozos de agua.


Y le había enseñado cosas acerca de sí misma que no había conocido hasta entonces.


Paula había entrado en la industria de la moda sin miedo, sin dudarlo, porque era su sueño.


La noche anterior, había deseado a un hombre.


Había deseado tanto a Pedro que temblaba solo de pensarlo. Y había permitido que el miedo la dominase.


Había controlado su vida profesional a pesar de sus cicatrices, ¿por qué no era capaz de controlar otro ámbito distinto de su vida? Había llegado el momento de dejar de tener miedo.


Se había pasado la mitad de la noche despierto, con el cuerpo dolorido, frustrado. Deseaba a Paula. Solo podía pensar en ella desnuda, en sus pezones, rosados y duros, rogándole que los acariciase; en sus labios, suaves y húmedos sobre su cuerpo.


Se había pasado el día entero imaginándose sus ojos azules brillando de deseo por él, y no con el terror con el que habían brillado cuando se había apartado de su lado en la terraza.


Volvería a besarla en el cuello. En la parte en la que la piel era lisa y suave y en la otra también. 


Por primera vez, le pareció extraño no borrar las cicatrices de sus fantasías. No lo hacía porque era ella. Era Paula. Y su cuerpo solo la deseaba a ella.


Cada una de sus marcas la identificaban.


Se excitó al pensar en Paula. Tan suave. Se imaginó con su cuerpo pegado al de él.


Se había marchado de la sesión de fotos antes que ella, que ya debía de haber vuelto a casa. 


Pedro cerró el ordenador y se echó hacia atrás en el sillón de su despacho. No podía concentrarse en nada sabiendo que Paula tenía que estar en la casa.


El deseo que sentía por ella era tan fuerte que lo molestaba.


Era una obsesión. A pesar de que había jurado que no volvería a obsesionarse. Era una debilidad. Una pérdida de control. Prefería olvidarse de que, en el fondo, era débil.


Pero Paula se lo recordaba. Porque despertaba en él un anhelo que no había sentido desde Marie. Entonces lo había llamado amor. Había imaginado que era una excusa suficiente para actuar pensando solo en sí mismo.


–El amor lo vence todo –comentó en tono amargo. El amor era una mentira. Una excusa.


En esos momentos sabía que lo que sentía por Paula era deseo, nada más. Un deseo muy fuerte, básico.


Pero tenía que mantener el control. Ya había visto lo que ocurría cuando no lo hacía.


No podía permitirse el lujo de ceder ante aquel deseo que hacía que le temblasen las manos del esfuerzo que le costaba no bajar a buscarla, a besarla, a hacerle el amor. Tenía que demostrar que era capaz de guardar las distancias. No podía ser de otra manera.


Cuando regresase a Francia, tendría que encontrar a otra mujer. La idea lo calmó todavía más que una ducha de agua fría.




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