sábado, 27 de julio de 2019

INTENTO DE MATRIMONIO: CAPITULO 40




Paula se hallaba sentada en el suelo de la biblioteca, rodeada de una colección de álbumes de fotos que había encontrado en un viejo baúl del ático. La multitud de decisiones que tendría que tomar respecto a su matrimonio la habían puesto de un humor nostálgico. Y le habían hecho desear volver al tiempo en que había sido feliz, cuando su mundo no corría el peligro de romperse en mil pedazos.


Afuera, el sol de la tarde envolvía la superficie azul de la piscina en una blancura cegadora. 


Aquello le recordó el vestido que había lucido durante su primera actuación de baile. Debía de haber tenido unos seis años, casi siete. Por aquel entonces su madre estaba embarazada de Rodrigo. Todavía podía verla sentada en la mecedora del salón con su vestidito de tul sobre las piernas, cosiéndole lo que ella había creído que eran piedras preciosas y no eran más que cristales de colores.


Ahora sabía que su madre ya había estado batallando contra el cáncer por aquellas fechas, pero para Paula aquel había sido un tiempo mágico de amor y de cariño. Apenas un año después estaría al pie de su tumba, agarrada a la mano de su padre mientras lanzaba unas flores sobre su lápida.


Se enjugó las lágrimas. Aquel día no había llorado, ni al otro tampoco. Había transcurrido cerca de un mes cuando una noche se despertó con un fuerte dolor de estómago. Había llamado a gritos a su madre. Solo entonces llegó a asimilar que jamás volvería a verla.


El álbum de fotos resbaló entre sus dedos y cerró los ojos, volviendo a aquel mágico mundo de amor. Pero cuando volvió a abrirlos, la calidez desapareció y retornó el escalofrío. El escalofrío de la realidad.


Había pasado una semana desde la última vez que vio a Pedro. Una semana desde que la noticia de la muerte de Karen Tucker había estremecido su inestable mundo hasta los cimientos. Una semana de especulaciones, de remordimientos, para acabar finalmente aceptando el hecho innegable de que se había casado con un desconocido mentiroso y manipulador.


Su cita con su abogado la había deprimido todavía más. Si Mariano y ella hubieran firmado un acuerdo prematrimonial, el divorcio habría sido mucho más fácil. Imprudentemente, sin embargo, esa opción jamás se le había pasado por la cabeza.


Dudaba que su matrimonio pudiera salvarse después de tanta mentira y de tanto engaño, pero quería estar segura antes de pedirle el divorcio a Mariano. Para ello, había pedido una cita con un consejero matrimonial. Si salía bien, le pediría a Mariano que la acompañara en su segunda visita. Pero tampoco se engañaba. A esas alturas sería necesario un milagro para que pudiera recuperar su confianza en él.


Por si eso fuera poco, Pedro se había deslizado hasta en los más recónditos rincones de su mente. Por las noches, cuando no podía dormir y se sentía sola y confundida, retornaba con toda su fuerza aquel antiguo anhelo. Y lo que sentía por Pedro la asustaba tanto como su matrimonio a punto de desmoronarse. Pedro no era la respuesta a sus problemas, y no podía formar parte de su futuro. Era el pasado. Algo superado, sin posibilidad de vuelta atrás.


Y, lo más importante, se negaba a que Pedro influyera en sus decisiones sobre su matrimonio. No sería justo para nadie. Los recuerdos de la pasión que habían compartido cobrarían aun mayor relevancia enfrentados al fracaso de su matrimonio y a la merma de su propia autoestima. Pero sería una sensación engañosa, y podría tener unos efectos tremendamente destructivos sobre su persona.


Tomó el siguiente álbum, soplando el polvo de la cubierta. En las fotografías de la primera página aparecía con Rodrigo y con su padre, jugando. 


Recordaba bien aquel fin de semana. Por aquel entonces debía de tener diecisiete años, y su hermano diez. Era el primer viaje de Rodrigo a Nueva Orleáns. Al principio había temido que tanta excitación le sentara mal, pero su padre insistió en que podía soportarlo, y al final tuvo razón.


Acarició la fotografía con las yemas de los dedos. Gerardo Dalton. Para sus electores, había sido como un caballero de blanca armadura en combate constante contra el dragón. Para sus enemigos, un adversario tan temible como inteligente. Pero para Paula y para Rodrigo, había sido simplemente papá. «Basta de recuerdos. Es hora de actuar», decidió de pronto. Su padre había logrado recuperarse después de la muerte de la mujer a la que tanto había adorado. Y Paula también podría sobrevivir a aquella tesitura.


Llevó los álbumes a la cocina y los dejó sobre la mesa, para subirlos después al ático. En ese instante sonó el timbre. Nadie excepto Janice solía presentarse sin avisar.


Pero no era Janice. Era Pedro. Con el corazón acelerado, abrió la puerta.


—Hola. Te diría que me alegro de verte, pero me temo que no se trata de una visita de cortesía, ¿verdad?


—No exactamente —su voz era tensa, contenida. Y no hizo el menor intento por sonreír.


—¿Qué pasa? —le preguntó, preocupada.


—Tenemos que hablar. ¿Es un buen momento?


—No si el tema es el asesinato de Karen. Nunca será un buen momento para eso.


—Lo siento, Paula. De verdad que lo lamento —miró detrás de ella—. ¿Está Mariano en casa?


—No. No lo espero hasta dentro de un par de horas.


—Bien. Es de ti de quien quiero hablar. Y me resultaría más fácil si me invitaras a pasar.


Fácil para él, pero difícil para ella. Ya se sentía demasiado vulnerable. Demasiado expuesta.


—Ya te he contado todo lo que sé, Pedro. Si quieres saber algo más sobre Mariano y sobre su relación con Karen Tucker, tendrás que hablar con él. Probablemente tendrás más posibilidades de llegar a algo en claro con él que conmigo —no pudo evitar un tono de amargura.


—No he venido a preguntarte nada, Paula. Tengo información. Y necesito urgentemente compartirla contigo.


Se hizo a un lado para dejarlo pasar y lo guió a la biblioteca, donde había estado mirando los álbumes. La habitación era la misma, pero con Pedro dentro parecía distinta. Como siempre, una inevitable tensión sexual reverberaba entre ellos, una cercanía que trascendía la simple atracción. Paula tomó asiento en un sillón cerca de la ventana, y él se sentó frente a ella.


Al ver su expresión sombría, se temió lo peor. 


Empezaron a sudarle las palmas de las manos mientras su mente saltaba de una posibilidad a otra, todas igualmente inquietantes.


—Tienes alguna nueva evidencia sobre el asesinato de Karen, ¿verdad?


—En realidad, no.


Pero algo había cambiado. Algo que a Pedro le costaba expresar. No se necesitaba ser un genio para adivinarlo.


—Crees que Mariano mató a Karen.


—Creo que pudo haberlo hecho.


Aquella declaración le revolvió el estómago a Paula, provocándole una náusea.


—¿Qué te ha hecho cambiar de idea? El bebé que Karen llevaba en sus entrañas no era suyo. La prueba de ADN lo ha demostrado.


—No se trata del ADN. Sé que lo que voy a decirte te sorprenderá, pero tienes que escucharme con atención. No creo que el bebé, o la aventura que tuvo Karen, tengan que ver con su asesinato. Pero considero posible que Mariano la matara.


—¿Por qué me estás contando todo esto? No sé gran cosa acerca de los procedimientos de la policía, pero para conseguir una orden de detención contra un hombre no creo que sea necesario avisar antes a su esposa.


—Mariano no va a ser detenido. Al menos por el momento.


—Lo que significa que no tienes pruebas de su culpabilidad. ¿Se puede saber a qué has venido entonces, Pedro? ¿Qué es lo que quieres de mí?


—Quiero que te alejes de Mariano.


Lo cual era precisamente lo que quería, pensó Paula. Pero no de esa manera.


—Mi matrimonio no es asunto tuyo, Pedro.


—Creo que puedes estar en peligro —le confesó, soltando un profundo suspiro—. No puedo explicarte más. Ni siquiera debería estar diciéndote esto, pero no puedo quedarme al margen, sin abrir la boca.


—No me hagas esto, Pedro —le espetó de pronto, desgarrada por una punzada de desesperación—. No tienes ningún derecho a venir aquí para hacerme esas insinuaciones. Sí sabes algo que yo debería saber, suéltalo ya.


—Te estoy diciendo lo único que puedo decirte. Creo que deberías alejarte de aquí hasta que todo esto haya terminado. Irte de vacaciones a México, o a Europa. Te lo podrías permitir perfectamente.


—Y qué le diría a Mariano?


—Dile que necesitas un descanso. Que la investigación sobre el asesinato te está afectando. Diablos, no me importa lo que le digas. Cuéntale lo que quieras, lo que a ti le guste escuchar.


—Ese no es mi estilo. Como tampoco lo es rehuir los problemas.


Aunque, a esas alturas, mucho se temía que su matrimonio con Mariano había sido precisamente eso: una huida. Una huida de la muerte de su padre, de la estremecedora convicción de que Rodrigo era el único familiar inmediato que le quedaba.


—Me dijiste que las cosas no iban bien entre vosotros —insistió Pedro—. En el mejor de los casos, se trataría de una separación provisional.


—¿Y en el peor?


—No nos pongamos ahora mismo en lo peor.


Solo que Pedro sí que lo estaba haciendo. 


Paula podía verlo en la sombra que oscurecía su mirada, en su ceño, en sus labios apretados.


—Si quieres que me vaya, tendrás que contarme toda la historia, Pedro. Estoy cansada de mentiras y de medias verdades.


—De acuerdo, Paula. Supongo que mereces conocer las posibilidades que hay. Pero te lo advierto: esto es lo más parecido a un mal sueño que pueda existir en la realidad.


—Aun así, quiero saberlo.


Permaneció perfectamente inmóvil mientras Pedro la ponía al tanto de los escabrosos hechos, esforzándose a duras penas por dominarse al escuchar las gráficas descripciones de los asesinatos que los medios de difusión habían silenciado. Tres mujeres, todas asesinadas de la misma manera, torturadas sin piedad, degolladas, con sus cadáveres dispuestos como si estuvieran posando ante un amante. Y Karen Tucker había muerto de una forma muy similar, haciendo sospechar a la policía que se trataba de la última víctima del asesino en serie.


—No puedes creer en serio que Mariano sea ese desquiciado que ha estado aterrorizando la ciudad.


—Convénceme de lo contrario, Paula. Háblame de tu marido.


—Es médico. Trabaja mucho. Es...


—¿Es manipulador?


—Puede llegar a serlo, pero...


—¿Es un maniático del autocontrol?


—Sí, ya te dije que lo era, pero...


—¿Es desordenado?


—No, todo lo contrario —suspiró—. Siempre quiere que todo esté limpio y ordenado. Nunca se acuesta sin antes asegurarse de que su bata está bien colgada, y sus zapatillas en el lugar exacto en que las suele dejar debajo de la cama.


—Escúchame con atención, Paula. Hoy hemos recibido un informe de una especialista en perfiles criminales del FBI: una profesional de toda confianza. Todo lo que me has dicho acerca de Mariano encaja en su perfil. Los ataques de rabia incontrolada y su obsesión por el orden y la meticulosidad en todos y cada uno de los aspectos de su vida.


Paula sintió un escalofrío. Quería taparse los oídos, ignorar aquellas ridículas acusaciones. 


Pero, en lugar de ello, miraba a Pedro directamente a los ojos.


—¿Qué más dijo esa especialista?


Continuó escuchándolo, odiándolo al mismo tiempo por decirle todas esas cosas, y a Mariano por encajar tan bien en aquel perfil. Pero, por encima de todo, odiándose a sí misma por haberse dejado enredar en aquel horrible escenario de pesadilla.


Sin embargo, podía entender la preocupación de Pedro. Mariano se ajustaba a aquella descripción como la pieza restante de un puzzle. 


Aunque eso no significaba que fuera el asesino múltiple. Probablemente había cientos, miles de personas que respondían al mismo perfil.


—No puede ser Mariano, Pedro. Yo no me he casado con un demente —le temblaba la voz—. ¿Tienes alguna prueba sólida de que realmente hizo todas aquellas cosas tan horribles?


—No.


—Entonces solamente se trata de una simple suposición, o de una corazonada.


—En efecto.


—Él no es culpable, Pedro. Llevo diez meses casada con él. Si hubiera sido capaz de eso, yo lo habría sabido. ¿Sabe Mariano que figura como sospechoso en la investigación sobre el caso del asesino en serie?


—No, y es importante que no lo sepa. Por el bien de la propia investigación.


—Aun así, has venido esta noche a mi casa y me lo has contado, sabiendo que yo podría decírselo.


—Tenía que correr ese riesgo.


—¿Por qué?


Pedro le acarició tiernamente una mejilla con el dorso de la mano. Apenas la tocó, pero la sintió estremecerse.


—Nunca se me ha dado bien expresar los sentimientos. Lo único que sé es que me estaba volviendo loco de imaginarte en esta casa, conviviendo con el monstruo que ha asesinado a todas esas mujeres.


—Te agradezco tu preocupación por mí, Pedro, pero necesito tiempo para pensar en todo esto.


—¿Qué es lo que hay que pensar? Puedes hacer la maleta y marcharte conmigo de aquí ahora mismo.


—No es tan fácil.


—Claro que lo es. Podrías quedarte en mi casa hasta que tomaras una decisión sobre tu paso siguiente.


Marcharse a casa de Pedro. Hubo un tiempo en que aquella invitación la habría llenado de euforia. Incluso en aquel momento deseaba irse con él. Simplemente echar a correr y escapar, tal y como le había dicho. Pero eso significaría meterse de cabeza en otra complicación. Una complicación tan grande que podría destruirla por completo.


—Eres tan testaruda como tu padre —le espetó de pronto Pedro.


—Gracias.


—No pretendía ser un cumplido.


—Ya lo sé.


—Te agradecería que no compartieras lo que te he dicho con nadie, si siquiera con Janice. Cualquier filtración podría echar a perder la investigación en curso.


—No diré una sola palabra.


Pedro se dirigió hacia la puerta con paso cansino, como si durante los últimos segundos hubiera envejecido años. Se volvió para mirarla.


—¿Me llamarás si cambias de idea?


—Te lo prometo —se detuvo frente a él, ansiando poder abrazarlo. Pero si lo hacía, corría el riesgo de no dejarlo marchar aquella noche... sin ella.


—Ten cuidado, Paula —le puso un dedo sobre los labios—. Ten mucho cuidado.


Se quedó en el umbral, viéndolo alejarse por el sendero de entrada. La asustaba la perspectiva de quedarse sola en casa, con las horribles imágenes de los asesinatos de aquellas jóvenes, que parecían haberse quedado grabadas a fuego en su cerebro, como única compañía. 


Pero el asesino no podía ser su marido. Era inconcebible.


Aun así un escalofrío le recorrió la espalda cuando cerró la puerta, dispuesta a volver a ejercer su papel de señora de Mariano Chaves.





INTENTO DE MATRIMONIO: CAPITULO 39



La primera impresión que se llevó Pedro de Darlene Andrews cuando la conoció tres semanas atrás, fue que era demasiado joven y demasiado ingenua para dedicarse a estudiar la mente criminal de Freddie. Pero bastaron unas pocas horas de conversación, mientras compartían la información sobre los crímenes, para convencerlo de que aquella mujer sabía trabajar.


Y lo que les dijo aquel día no hizo sino confirmarlo. Empezó relatando los detalles básicos de los asesinatos, incluido el modus operandi del autor. Luego, pasó a la parte que Corky y Pedro habían estado esperando: el perfil psicológico del hombre que buscaban.


—Esto es lo que tengo —les dijo, ordenando sus notas sobre la mesa—, todo ello fundamentado en un cierto número de indicios, algunos más claros que otros. Creo que estamos buscando a un varón caucasiano, de entre treinta y cinco y cuarenta años. Es atractivo, un seductor. Alguien que puede encandilar a una mujer determinada y convencerla de que vaya con él a un lugar apartado, aislado, donde le inyecta la droga. No tiene por qué ser particularmente fuerte, ya que no utiliza la fuerza física.


—Pero sí para transportar sus cuerpos después de matarlas —apuntó Corky.


—Buena observación. También sabemos que es un maniático de la limpieza. Eso podría indicar que procede de un hogar donde sus padres, sobre todo su madre, tenían un carácter obsesivo. O tal vez justamente lo opuesto. Puede que proceda de una familia desestructurada, problemática, y que de niño sintiera vergüenza de que la conocieran sus amigos.


—¿Crees que es probable que ahora tenga amigos?


—Dudo que esté estrechamente relacionado con nadie, aunque aparente lo contrario. Es un tipo colérico, especialmente con las mujeres, lo que explica el detalle de la tortura. Puede que eso se deba a que se sintió traicionado por una mujer o a que fue maltratado por su madre. Probablemente nunca se ha casado. Es una persona muy inteligente. Y muy controlada.


—¿Podría ser un médico? —le preguntó Corky.


—Sí, un cirujano por ejemplo. Sus incisiones son muy precisas. Y lo sabe todo sobre el ADN, ya que lo usa para contaminar y confundir la investigación.


—Has dicho que es una persona muy controlada —le recordó Pedro—, pero que en ciertos momentos pierde el control. ¿Cuál es el factor que desencadena su rabia?


—Yo diría que pierde los estribos ante personas o situaciones que frustran o defraudan sus planes. Pero se recupera rápidamente, al menos en apariencia.


—¿Crees que los asesinatos están conectados con esos estallidos de rabia? —quiso saber el comisario—. ¿Y que simplemente estalla y mata a alguien antes de que pueda recuperar el control?


—No. Los asesinatos están demasiado bien planeados —en esa ocasión, fue Pedro quien respondió por ella—. Todos excepto el último —se volvió hacia Darlene—. ¿Cómo te parece que encaja el asesinato de Karen con todos los demás?


—Si el hombre que la mató es el mismo que el asesino de las otras tres víctimas, existen dos posibilidades. O algo alteró de manera singularmente intensa su estado mental y emocional, de manera que no pudo evitarlo, o algún factor externo, al margen de su impulso habitual, desencadenó ese asesinato.


—Me inclino por lo último —pronunció Pedro—. ¿Qué puede haber llevado a un hombre inteligente, culto y cualificado a convertirse en un asesino en serie?


—Algo debió de sucederle para disparar su resentimiento. Quizá al fin estalló la rabia que había acumulado con los años. O tal vez llegó a la cumbre del éxito y no le pareció suficiente, como si quisiera buscar un nuevo desafío. En cualquier caso, con cada uno de sus asesinatos ha ido mejorando su modus operandi, perfeccionándolo cada vez más.


—¿Cómo explicas esas obscenas poses en que coloca a sus víctimas después de matarlas? —inquirió Corky.


—Yo diría que las deshumaniza. Y que las dispone así para llevarse una imagen satisfactoria de ellas. Como los fetiches que suelen llevarse la mayor parte de los asesinos en serie.


—O quizá les saca fotos y las guarda —señaló Pedro—, para su colección personal de imágenes pomo.


—Si hablas en serio, entonces deberíamos revisar todas las casas de revelado de la ciudad —sugirió Bailey.


—Eso sería una pérdida de tiempo. Es demasiado inteligente para eso. Usaría una Polaroid.


—O las revelaría él mismo —añadió Pedro, estremecido por una sospecha.


—Exacto —repuso Darlene mientras rebuscaba algo entre sus notas—. La criminología es útil, pero no es una ciencia exacta.


—Has hecho un gran trabajo —la felicitó el comisario.


—Hago lo que puedo.


Pedro ya no los escuchaba. Sus pensamientos habían tomado su propio rumbo. Maldijo para sus adentros. ¿Qué posibilidades había de que la mujer que le había robado el corazón estuviera casada con el desalmado asesino cuya captura tanto lo obsesionaba?


—¿Qué dices tú, Pedro?


Alzó la vista. Todo el mundo lo estaba mirando, esperando a que respondiera.


—Lo siento. Me he distraído.


—Darlene duda seriamente de que nuestro asesino múltiple esté relacionado sentimentalmente con Karen Tucker. ¿Qué opinas tú?


—Yo no lo descartaría.


—¿En qué te basas? ¿En evidencias o en una intuición?


—En las dos cosas. Todavía no sabemos cómo elige a sus víctimas. Puede que tuviera algún tipo de aventura con cada una de ellas, o que al menos experimentara cierta atracción.


—No tengo ninguna objeción a eso —declaró Darlene—. Además, nunca subestimo la intuición de un buen policía.


—Si ese hombre estuviera casado... —apuntó Pedro, incapaz de desterrar de su mente la estremecedora posibilidad que tanto lo torturaba— ¿qué tipo de síntomas o indicios podría advertir su esposa?


—Manía por el orden. Por el control.


—¿Y súbitos ataques de rabia?


—Eso sobre todo.


Pedro permaneció en su silla, pero, para él, aquella reunión había terminado. La ansiedad bullía en su interior mientras las imágenes de los asesinatos cometidos por Freddy desfilaban por su cerebro. Rostros y cadáveres se iban sucediendo, hasta que solamente quedaron unos ojos, mirándolo. Los mismos ojos que lo habían acosado en cientos de noches de insomnio. Los de Paula.


—¿Te encuentras bien, socio? —le preguntó Corky.


—Sí. ¿Por qué?


—Porque no lo pareces.


—Estoy perfectamente. Pero tengo que ocuparme de algo que no puede esperar —y se levantó de la mesa para salir del despacho, sin añadir palabra. No pasó antes por su oficina, sino que se dirigió directamente al coche. Esa vez, una llamada telefónica no serviría de nada.


El hombre al que Paula había jurado amar para siempre podía ser un asesino múltiple. 


Pedro tenía que convencerla de que saliera de aquella casa. Rápido. Antes de que se convirtiera en su próxima víctima.




viernes, 26 de julio de 2019

INTENTO DE MATRIMONIO: CAPITULO 38




Una semana después.


Pedro y Corky estaban sentados en el despacho del comisario mientras el gran jefe revisaba los informes que le habían entregado. El comisario Bailey Cooper era un hombre de unos cincuenta y tantos años, con una barriga que le daba la vuelta al cinturón, bajo y de cabello gris. 


Quitándose las gafas de montura metálica, las dejó descuidadamente sobre un fajo de papeles.


—Parece que vosotros dos os habéis ganado unos cuantos enemigos por culpa de lo del hospital general Mercy.


—¿Quién se ha quejado? —quiso saber Corky—. ¿Javier Castle?


—Entre otros.


—¿Qué otros?


—El alcalde, para empezar. No le gusta que sus contribuyentes más respetados se vean acosados de esa manera. El gobernador también. Su hermano es cirujano de plantilla en el hospital. Y Paula Dalton Chaves es su ahijada.


—¡Políticos! —exclamó Corky—. Siempre se creen que están por encima de la ley. Son los más sinvergüenzas de todos.


—Pero no son asesinos.


—Eso es discutible —terció Pedro.


El comisario se llevó una mano a la frente, enjugándose el sudor.


—Mirad, chicos, sé que el descubrimiento de una jugosa aventura entre uno de estos señores médicos y una enfermera asesinada tiene su morbo, pero estamos buscando a un asesino en serie. Una stripper, una maestra de escuela, una jockey y una enfermera. Decidme por favor cómo encaja todo esto con el hospital general Mercy.


—No encaja —admitió Pedro—, pero carecemos de pista alguna de los tres primeros asesinatos. Todavía no hemos encontrado ningún vínculo entre esas tres víctimas.


—Todavía —replicó el comisario—. Esa es la palabra relevante ahora. Lo que tenéis que hacer es buscar ese vínculo. Si lo encontráis y resulta que os lleva al Mercy, entonces podréis poner patas arriba todo el hospital, si os apetece, y rebuscar en toda la basura que esconda. Hasta entonces, dejad en paz a la plantilla. Sobre todo a los médicos.


—¿Quiere decir que tenemos que dejar en paz a Javier Castle y a Mariano Chaves?


—Eso es lo que más me gusta de ti, Pedro. Enseguida percibes lo obvio. El caso es que tenéis cero puntos para conseguir una orden judicial que obligue a Javier Castle a hacerse la prueba del ADN. No tenéis nada concreto contra ese tipo.


—Pero...


—Estoy enterado del grado de fiabilidad de tus corazonadas. Pero procura presentármelas aderezadas con hechos.


Justo en aquel preciso instante, la especialista en perfiles criminales apareció en la puerta del despacho.




INTENTO DE MATRIMONIO: CAPITULO 37




Mariano cerró la puerta del despacho, volvió al escritorio y marcó el número de Javier Castle. 


Había conseguido dominar los síntomas externos, pero la rabia seguía allí, consumiéndolo, impidiéndole pensar. Deploraba aquellos momentos, aunque lo que más lamentaba era haberse dejado provocar por aquel policía. Respiró profundamente varias veces mientras dejaba sonar el teléfono.


El autocontrol era fundamental. El autocontrol y la apariencia. Una persona no se medía por lo que era, sino por lo que los otros veían en ella. 


Nadie podía conocer el grado de tormento interior que podía albergar el alma de un hombre controlado. A veces ni siquiera él mismo.


Mariano habló brevemente con la secretaria de Javier, y luego esperó a que su colega se pusiera al teléfono. Sabía que la advertencia que estaba a punto de hacerle no serviría de nada. 


Pedro Alfonso iría minándolo poco a poco, como un perro royendo un jugoso hueso, hasta que Javier Castle le soltara la historia completa de su vulgar aventura con la enfermera.


Lo cual era exactamente lo que Mariano estaba esperando que hiciera. Pero antes tenía que asegurarse de que Javier no fuera tan estúpido como para mencionarle la existencia del club.