domingo, 2 de junio de 2019

MELTING DE ICE: CAPITULO 12




Paula condujo hasta el puerto y allí comieron.


Lejos de los confines de su habitación, la tensión sexual se redujo entre ellos, volviendo a hacer gala de presencia única y exclusivamente cuando se quedaban en silencio.


Menos mal que Paula era maravillosa encontrando temas de conversación.


Pedro no le hizo mucha gracia a que una seguidora los interrumpiera.


—La he echado mucho de menos en televisión. ¿Cuándo va volver? —le preguntó la mujer a Paula.


Dándose cuenta de la expresión de Pedro, Paula mantuvo con la mujer una conversación amable, pero breve.


—¿Te suele pasar esto a menudo? —le preguntó Pedro una vez a solas de nuevo.


—Concederles a los televidentes un par de minutos de mi tiempo no me importa.


Pedro no parecía muy convencido.


—¿Por qué te molesta?


—Porque me parece de mala educación. Sería mejor que te escribieran una carta —sugirió en tono cortante.


Por supuesto, Paula comprendía su reacción porque conocía su pasado, pero no estaba dispuesta a permitir que algo tan trivial les estropeara el día.


—¿Lo dices porque tengo el buzón más bonito del mundo?


Pedro no pudo evitar sonreír.


Al verlo sonreír, ella también sonrió.


—¿Te molestan ese tipo de actitudes porque te sientes dado de lado?


Pedro negó con la cabeza.


—Puedo vivir sin ese tipo de atenciones.


—Tal vez puedes vivir sin ningún tipo de atenciones.


—Tal vez —contestó Pedro mirándola divertido, pero alerta.


Paul no veía razón alguna para esconder su interés.


—Hemos hablado un poquito de mí. Háblame ahora de ti —le dijo.


—Puede que no sea el tipo encantador, simpático e interesante que tú crees que soy —contestó Pedro.


—Desde luego, estamos de acuerdo en lo de interesante —murmuró Paula.


Pedro la miró con candidez.


—Te voy a decir una cosa. Me gustaría saber mucho más sobre ti.


Paula sintió que el corazón se le aceleraba.


—Vaya, por fin, tenemos algo en común —contestó Paula levantando su copa para brindar—. Por algo… personal.


Pedro se echó hacia atrás en la silla y cruzó las piernas.


—Desde luego, eres testaruda, ¿eh?


—Has empezado tú —le recordó Paula con una sonrisa—. Te dejo que comiences a hablar cuando tú quieras.


—Gracias.


Tras unos segundos en silencio, Paula no pudo más. Pedro acababa de admitir que le gustaba y que quería saber más sobre ella y lo cierto era que ella también quería saber más sobre él.


—¿No conduces por el accidente?


Pedro dejo de sonreír.


—¿No habías dicho que podía empezar a hablar cuando quisiera?


Paula apoyó los codos en la mesa y se quedó mirándolo. Sí, era una mujer muy curiosa e impaciente.


—Sí conduzco. No me gusta especialmente y prefiero no llevar a nadie, pero, si no me queda más remedio, lo hago, como pudiste comprobar el otro día en tus propias carnes —contestó Pedro—. ¿Algo más?


Paula asintió.


—¿Has vuelto a tener alguna relación seria desde el accidente?


Pedro no la miró, se limitó a tamborilear con las uñas en el lateral de su copa de cristal.


—Si lo que me estás preguntando es si mi cuerpo funciona perfectamente desde el accidente, me parece que no te voy a contestar —le dijo mirándola a los ojos—. No quiero estropearte la sorpresa.


Cualquier otra persona, ante el tono helado de su voz, habría salido corriendo, pero Paula aguantó el chaparrón.


—No te estaba preguntando por eso concretamente —se defendió.


—Te voy a contestar a la pregunta que me has hecho. Después del accidente, sólo he tenido una relación y no duró mucho. Me dijo que era un hombre frío y sin sentimientos.


Paula se relajó un poco porque, durante unos segundos, había creído que había estropeado todo.


—¿Te molestó?


—¿A qué te refieres, a que me dejara o a lo que me dijo?


—A las dos cosas.


Pedro negó con la cabeza y Paula se sintió tremendamente aliviada. Entonces, se sonrieron y algo sucedió entre ellos. Un alto el fuego. 


Habían aceptado su mutua atracción y eventos pasados de sus vidas que no podían cambiarse.


—Vamos a ver tu estadio —dijo Paula agachándose y recogiendo su bolso.


—Hoy es domingo y no habrá nadie trabajando. Estará cerrado.


—Pues lo vemos por fuera.


Para cuando llegaron allí, las nubes habían tapado el sol, así que se pusieron las cazadoras porque hacía viento y caminaron lentamente alrededor de la inmensa estructura.


Pedro le explicó orgulloso la obra que quería hacer, le habló de los setenta y cinco mil asientos de vanguardia y del techo completamente abatible. Paula no estaba especialmente familiarizada con el mundo de rugby, pero le pareció un estadio maravilloso.


—¿Por qué te dedicas a la construcción? —le preguntó.


Le parecía curioso que un deportista se hubiera pasado a la construcción.


—La mayor parte de los deportistas cuando lo dejan se dedican a ser entrenadores o a escribir libros.


Pedro se encogió de hombros.


—Tenía un dinero ahorrado y quería hacer algo con él. Después del accidente, compré una constructora en apuros y le di la vuelta.


—Hace tres o cuatro años te nombraron empresario del año —recordó Paula—. ¿Por qué no fuiste a recoger el premio?


—Porque no lo acepté. Así de simple.


—¿Cuánta gente trabaja para ti?


—No tengo ni idea. Cientos —contestó Pedro levantándose el cuello del abrigo.


—¿Dónde tienes el despacho?


—En la ciudad.


—¿Dónde?


Pedro la agarró de los hombros, la giró hacia la ciudad y señaló un lugar con el dedo. Por Paula, como si hubiera estado señalando la luna, porque al tenerlo tan cerca no podía ni pensar con claridad.


Paula tuvo que hacer un gran esfuerzo para no echar la cabeza hacia atrás y apoyarla en su hombro. Pedro no quería que le metiera prisa, quería llevar él las riendas.


Así que volvieron al coche. Paula iba delante, dando patadas a una piedrecitas y, cuando oyó a Pedro ahogar un grito de sorpresa, levantó la mirada y vio que había una pareja de mediana edad cerca del coche.


—¡Mamá!


La mujer que tenían ante sí sonrió encantada.


—Hola, cariño —le dijo yendo hacia ellos.


Paula vio que el hombre, supuso que sería el padre de Pedro, también se había girado hacia ellos, pero no avanzaba en su dirección.


—¿Qué hacéis por aquí?


Su madre se acercó a él y lo besó en la mejilla. 


Pedro miró a su padre y se metió las manos los bolsillos.


—Solemos venir muy a menudo —contestó su madre intentando ver a Paula—. A tu padre le gusta ver qué tal van las obras.


—Ah —contestó Pedro. De repente, recordó que no estaba solo—. Te presento a…


—¡Paula Summers! —exclamó su madre con una gran sonrisa.


Se trataba de una mujer de poca estatura. 


Desde luego, no se parecía nada físicamente a su hijo, pero aquella sonrisa era la misma que la de Pedro Alfonso, sólo que ella la utilizaba mucho más.


—Ahora se apellida Chaves—murmuró Pedro mientras Paula le estrechaba la mano a su madre.


—Es todo un placer conocerla —le dijo la madre de Pedro—. En casa siempre veíamos su programa. Mis amigas del club de golf se van a morir de envidia cuando les diga que la he conocido.


—Muchas gracias, señora Alfonso —sonrió Paula—. Buenas tardes, señor Alfonso—añadió girándose hacia el padre de Pedro.


El padre de Pedro tampoco era tan alto como su hijo ni tan fuerte, pero Paula sabía que también había sido jugador de rugby de joven. Tenía el mismo óvalo de cara y los mismos ojos verdes. 


Sin embargo, mientras que los de Pedro vibraban de deseo, cólera o cualquier otro sentimiento los de su padre parecían… muertos.


—Tu padre creía que, a lo mejor, ya habrían terminado el lado oeste.


El señor Alfonso gruñó algo y se giró hacia la estructura. La madre de Pedro se puso sigilosamente al lado de Paula y Pedro se colocó al lado de su padre con las manos todavía en los bolsillos.


—¿Qué te parece el estadio? —Le preguntó la madre de Pedro a Paula—. ¿Es la primera vez que vienes a verlo?


—Va a quedar fantástico —contestó Paula con sincero entusiasmo.


La señora Alfonso suspiró aliviada al ver que los dos hombres comenzaban a caminar uno al lado del otro alrededor de la estructura del estadio. 


Pedro se había sacado las manos de los bolsillos y, de vez en cuando, señalaba algo aquí y allá y le explicaba algo a su padre, tal y como había hecho con Paula.


En aquella ocasión, tardaron más en dar la vuelta porque, obviamente, su padre le estaba haciendo más preguntas que ella; aunque también era cierto que Pedro no parecía tan entusiasmado ni orgulloso como cuando le había enseñado el estadio a Paula.


Su madre y ella los seguían de cerca y fue así como Paula se enteró de que los padres de Pedro iban casi todos los fines de semana para ver qué tal iba el estadio a pesar de que vivían a aproximadamente a hora y media en dirección sur.


—¿Cómo os habéis conocido?


—Soy su nueva vecina.


—¿Has comprado la casa de Baxter? Vaya, creía que mi hijo quería hacer algo con ella.


—Sí, así era. Me parece que le he fastidiado los planes —contestó Paula en tono divertido.


Aquello hizo reír a la señora Alfonso.


—Aunque mi hijo tenga ahora una casa impresionante se ha criado en una granja que no era mucho más grande que tu casa.


—Pero espero que estuviera mejor que la mía, que está que se cae. Hoy hemos estado pintando.


—¿Pedro y tú? —se sorprendió la madre de Pedro.


Paula asintió y la mujer sonrió encantada, sorprendiendo a Paula al engancharse de su brazo mientras caminaban.


—No te puedes imaginar cuánto me alegro de que mi hijo tenga por fin una amiga. Hace años que me obligó a dejar de buscarle novia.


—No me meta todavía en el álbum familiar porque a su hijo no le caemos especialmente bien los periodistas.


—No, es cierto —contestó la señora Alfonso apretándole el brazo—. Se lo han hecho pasar mal —añadió bajando la voz—. ¿Sabes lo del accidente?


Paula asintió.


—Me parece espantoso cómo lo trataron los medios de comunicación entonces.


Adrede, ambas comenzaron a caminar más lentamente para quedarse atrás. La madre de Pedro le contó que su hijo era objeto de un inmenso escrutinio al haber sido su padre jugador del equipo nacional. Además, era el jugador más joven que jugaba en la selección.


—Apenas había cumplido los diecinueve años cuando lo seleccionaron. Para él, fue un gran cambio. Mi hijo procedía de una casa normal y corriente y, de repente, se encontró con un montón de fama, dinero y mujeres. Suficiente como para que se le subiera a la cabeza.
Aquel año, el público se cansó de que el equipo no ganara nada y comenzaron a pedir la sangre de los jugadores. Comenzaron a decir que eran unos caprichosos mimados que no hacían nada. 


En aquel entonces, Pedro salía con la actriz de moda del país, Raquel Lee, lo que lo convertía en el objetivo preferido de los paparazzis.


El accidente en el que ella resultó muerta, y del que lo responsabilizaron a él, fue la gota que colmó el vaso en la difícil relación de Pedro con los medios de comunicación.


Paula recordó los recortes que su amiga le había enviado. La mayor parte de ellos eran espantosos. Aunque había sido un accidente en el que Pedro había perdido a su novia, los periodistas no dudaron en pedir su cabeza.


Los hombres se pararon y se giraron. Era obvio que los dos hubieran preferido estar en cualquier otro lugar, pero la señora Alfonso tenía otros planes.


—¿Qué os parece si nos vamos a cenar los cuatro?


Paula dijo que sí.


—Acabamos de comer —se apresuró a contestar Pedro.


La desolación que Paula vio en el rostro del padre de Pedro la dejó paralizada. El hombre no dijo nada.


—Entonces, podríamos ir a beber algo —insistió la señora Alfonso.


Paula nunca había oído a una madre suplicar así.


—Yo me muero por un café. Estoy congelada —se apresuró a contestar.


Pedro no tuvo más remedio que acceder. Eve siguió al coche de los Paula hasta un hotel cercano donde las mujeres pidieron café y bizcocho mientras los hombres tomaban una cerveza.


Al ver que en la cafetería había una mesa de billar, la señora Alfonso animó a su hijo y a su marido a que fueran a jugar.


A Paula le entraron ganas de preguntar por qué la relación entre padre hijo era tan tensa, pero no tuvo que hacerlo porque la madre de Pedro la puso al corriente de todo.


—Solíamos ser una familia muy feliz. Pedro y su hermana, Erica, se llevaban fenomenal y adoraban a su padre. Eran inseparables —añadió mirando a los dos hombres, que jugaban al billar en silencio—. Míralos ahora. Ni siquiera se miran.


—¿Por qué? No creo que su padre culpe a Pedro por lo de…


Su madre negó con la cabeza.


—No hace falta que lo culpe de nada. Nadie de la familia culpa a Pedro de nada. El único que se culpa por lo del accidente es él. La culpa se lo está comiendo vivo. Y, aunque su padre lo echa tremendamente de menos, Pedro se siente como si lo hubiera decepcionado. Hemos intentado durante diez años demostrarle lo orgullosos que estamos de él, porque te aseguro que mi hijo es un buen hombre, Paula, a pesar de que no quiera disfrutar de la vida —añadió suspirando como si se le hubiera roto el corazón—. Pero él no se lo cree. Se empeña en encerrarse en su fortaleza y en no dejar que nadie se acerque. No podemos hacer nada y yo sé que ninguno de los éxitos materiales que alcance cambiará esa situación.


Paula se dio cuenta en el trayecto de vuelta a casa de que Pedro respondía mínimamente a su conversación. Cuando lo invitó a pasar, Pedro declinó la invitación educadamente, diciéndole que tenía trabajo que recuperar, le dio las gracias por la comida y le dijo que se lo había pasado muy bien.


De algún modo, Paula se sintió aliviada ya que le apetecía estar a solas un rato para pensar en todo lo que había averiguado aquel día. Al entrar en casa, vio que tenía mensajes en el contestador. Uno era de Gaston, su antiguo jefe, que le decía que la llamaría más tarde. Parecía nervioso y Paula se preocupó, así que intentó llamarlo, pero comunicaba.


Entonces, encendió la chimenea. La casa se había quedado fría porque había dejado todas las ventanas abiertas para que se fuera el olor a pintura. El dormitorio había quedado precioso. 


Solamente le quedaba por pintar el marco de la puerta y las ventanas y decidió hacerlo al día siguiente. No pudo evitar preguntarse si Pedro iría a ayudarla.


Pedro Alfonso. Un hombre de éxito, rico e increíblemente guapo. ¿Iba a estar encerrado toda la vida en su fortaleza? Una cosa era sentirse atraída físicamente por un hombre y otra muy diferente comenzar a sentir cosas que podían llegar a complicarle la vida.


Paula se dijo que no era asunto suyo conseguir que Pedro saliera del laberinto de culpa en el que él sólito se había metido. Si su familia no lo había conseguido, ¿qué posibilidades tenía ella de hacerlo?




sábado, 1 de junio de 2019

MELTING DE ICE: CAPITULO 11




Paula resopló impaciente porque un mechón de pelo le estaba importunando. Tenía calor y no podía parar de preguntarse por qué no había pintado su habitación dos días atrás, cuando había hecho el baño.


En cualquier caso, se alegraba de ver a Pedro.


La última vez que se habían visto se habían despedido de manera un tanto extraña, pero el generoso regalo y el hecho de que se hubiera presentado en su casa le sugería que estaba interesado en tener algo más con ella.


—¿Cómo empezaste a trabajar en televisión? —le preguntó Pedro de repente.


—Por casualidad —contestó Paula—. En realidad, yo estaba buscando trabajo en el equipo de producción, pero mi cara les gustó y, desde el principio, me llevé muy bien con mi jefe.


—¿No era lo que siempre habías querido hacer?


Paula negó con la cabeza.


—Estudié periodismo en la universidad y comencé a trabajar por casualidad en producción mientras viajaba por Europa del Este. Siempre me ha gustado esa parte del periodismo. Ya sabes, decidir los contenidos, hacer un poco de edición, organizar los alojamientos, los conductores y esas cosas.


Pedro estaba en aquellos momentos subido a una escalera y Paula se fijó en que tenía un trasero maravilloso, sobre todo en vaqueros. Pensó que, si desplegara las alas, tendría la envergadura de un buitre y, como llevaba la camisa remangada, se fijó también en que estaba bastante bronceado.


Al instante, se le ocurrió mancharle la camisa para que tuviera que quitársela, lo que hizo que sintiera de nuevo un increíble calor.


Pedro le parecía que en aquella habitación la temperatura estaba subiendo por momentos.


Paula apartó la mirada. No se consideraba una mujer especialmente sensual, así que pensaba que no había muchas posibilidades de tener dos relaciones sexuales explosivas en la vida y de que, además, una de ellas funcionara.


«No debo fiarme del deseo», se recordó.


—¿También te casaste por casualidad? —le preguntó Pedro.


Paula sintió que el corazón se le aceleraba. Así que Pedro quería pasar a hablar de cosas personales. Paula sabía que era peligroso, pero le gustó la idea.


—Así es. Nos conocimos en Kosovo. Él trabajaba… bueno, trabaja… para la BBC. Yo era la productora.


—¿Y qué os ha pasado?


—Hemos cambiado —contestó Paula—. Bueno, yo he cambiado. Él no ha cambiado. Ya era un ligón empedernido cuando nos conocimos y sigue siéndolo.


—Continúa —le pidió Pedro con interés.


—Yo me fui a Inglaterra porque quería establecerme, echar raíces, un hogar. Allí, comencé a trabajar en un espacio matutino y me compré una casa, pero mi marido prefería estar en el campo de batalla. No podía dejarlo. Yo debería haberme dado cuenta antes. Venía a casa cada tres o cuatro semanas, pero al cabo de poco tiempo comencé a oír rumores.


—Y decidiste volver a Nueva Zelanda.


—No, me rogó que lo perdonara y lo perdoné de buena gana la primera vez.


—¿Y cuántas veces más?


Paula se encogió de hombros.


—Dos o tres.


Ya no le dolía hablar de aquello. El verdadero dolor se había producido entre ellos después de las primeras semanas de tórrido amor que habían sucedido a las discusiones. Se quedó embarazada y no era lo que tenía en mente. Fue un accidente, el fruto del deseo.


No hacía falta que Pedro supiera eso.


—Creo que me quería a su manera. Me siguió hasta aquí y volvimos a intentarlo, pero Nueva Zelanda es mucho más pequeña y los rumores se oyen más alto.


Nada más haber dicho aquello, Paula pensó que no debería haberlo hecho porque era obvio que Pedro lo sabía por experiencia propia.


—Es agua pasada. Me la jugué, aposté y no me salió bien.


—¿Te gusta apostar?


—Me parece que hay que darle a la gente el beneficio de la duda.


—A mí me parece que tres veces es más que suficiente. Es casi de sadomasoquista.


Aquello hizo sonreír a Paula. Seguramente, Pedro tenía razón.


—¿Y cómo es que tu generosidad no se extiende a Mario Scanlon?


—¡Porque ese hombre es un canalla! —exclamó Paula.


—Desde luego, cuando estás convencida de algo, no hay quien te convenza de lo contrario —sonrió Pedro.


Paula se relajó y se dijo que no iba a permitir que Mario Scanlon le estropeara el día.


—¿A ti te gusta apostar?


Pedro se giró.


—Yo creo que lo sabes perfectamente.


—¿Por qué lo dices?


—Porque eres periodista. Creía que vuestro principal objetivo es meter las narices en las vidas de los demás.


El que había comenzado a hablar de la vida personal de cada uno había sido él al preguntarle por su matrimonio, así que Paula decidió dar un paso más.


—¿Qué quieres oír? Si yo no tengo vida privada, me dedico única y exclusivamente al estadio —se quejó Pedro.


—Vaya, esa historia me suena. Yo también me he hartado de trabajar para no tener que pensar en nada más. Resulta que, a raíz de dejar la televisión, he empezado a darme cuenta de que ha llegado el momento de enfrentarme a ciertas cosas.


Pedro no contestó.


Una hora y media después, habían terminado de pintar. Pedro se ofreció a ayudarla a colocar la cama y, aunque a Paula no le hacía ninguna gracia, así lo hicieron. De repente, se encontraron con la cama entre ellos.


Paula se apresuró a desviar la mirada, pero no pudo evitar fijarse en que las pupilas de Pedro estaban completamente dilatadas.


«¡No te fíes del deseo!».


Paula tragó saliva.


—Te debo una. ¿Qué te parece si te invito a comer? Mi coche se muere por volver a tierra firme.


Paula pensó que, si conducía ella, Pedro no se negaría, pero, por un instante, tuvo la sensación de que se iba a negar. Al final, asintió.


—¿Dónde me puedo lavar las manos?




MELTING DE ICE: CAPITULO 10




«¿Dónde estará?», se preguntó Pedro al cabo de unos días.


Tras llamar a la puerta por última vez, se quedó mirando el camino, como si aquello fuera a hacer que Paula se materializara. A continuación, se quedó mirando el buzón, la razón de su enfado.


Era un buzón era de piedra labrada imitando madera. Era de Jordache, uno de los artistas más conocidos de la isla. Pedro había pasado un día por su estudio y había pensado en Paula.


Sabía que le gustaba aquel escultor porque había visto un torso desnudo suyo en el salón de su casa, así que le había comprado el buzón, había acordado que fueran a instalarlo y había esperado a que lo llamara para darle las gracias.


Pero no lo había llamado. A lo mejor, tenía tantos admiradores que no se había dado cuenta de que la cara escultura era un regalo de bienvenida de su vecino.


Pedro se le había ocurrido entonces llamarla por teléfono, pero luego pensó que, al ser una persona famosa, su número no figuraría en la guía.


Al día siguiente, se percató de que no había luz en su casa. Tampoco salía humo de la chimenea ni se oía la música a todo volumen, lo que hizo que Pedro se paseara por su casa preocupado.


Por fin, cuatro días después de que le instalaran el buzón, Paula se dignó a llamarlo.


—¿Tienes algo que ver con esa maravillosa obra de arte que me he encontrado en la puerta de mi casa? —le preguntó.


Pedro estaba tan irritado que estuvo a punto de decirle que no sabía de qué le hablaba. Paula siguió con la conversación en su acostumbrado estilo animado. Pedro se puso en pie y apagó la radio para poder oír bien su voz. Para cuando Paula hizo una pausa para tomar aire, Pedro se dio cuenta de que estaba sonriendo sin saber por qué.


—Me encanta Jordache —dijo Paula con énfasis—. ¿Cómo sabías que me gustaba? Claro, supongo que verías el busto que tengo en casa. No sé si voy a poder aceptar ese maravilloso regalo.


—Creo que no vas a tener más remedio porque lo han instalado con hormigón —contestó Pedro con una sonrisa—. Además, tu antiguo buzón era un desastre.


—Sí, ¿verdad? Oh, Pedro, es el mejor regalo que me han hecho en la vida. No sé cómo darte las gracias. ¿Te apetece venir a cenar a mi casa? —lo invitó—. Ay, perdona, ya te estoy agobiando otra vez —se disculpó al instante.


Pedro echó la cabeza hacia atrás al recordar lo que le había dicho la última vez que se habían visto. El silencio no parecía desanimarla, ya que Paula se lanzó a explicarle lo ocupada que había estado trabajando en la ciudad y reformando la casa.


El domingo, Pedro decidió dejar de fingir que estaba trabajando y se acercó a casa de Paula. 


Al llegar, vio que el buzón de bronce brillaba bajo el sol de la mañana.


Paula abrió la puerta ataviada con unos pantalones manchados de pintura y una camiseta de manga larga de color melón.


Parecía una niña de doce años. Pedro tuvo que hacer un gran esfuerzo para no devolverle la sonrisa.


—Tengo un par de horas libres —anunció Pedro—. Te puedo ayudar a pintar, si quieres. Paula se quedó mirándolo con la boca abierta. —Sé pintar —añadió Pedro en tono cortante.


—Sí, es que… bueno, perfecto. Genial. Lo malo es que no tengo ropa vieja para dejarte.


—Entonces, tendré que tener cuidado.


—Por aquí —le indicó Paula guiándolo por el pasillo.


Al entrar en la estancia, Pedro comprendió que se trataba de su dormitorio. Era una habitación pequeña y la mayor parte del espacio estaba ocupado por una enorme cama. Las puertas del armario eran de espejo y no había otros muebles salvo una mesilla y una descalzadora bajo la ventana. Otra puerta comunicaba con el baño. Mirara donde mirara, Pedro se veía reflejado en el espejo y se veía a sí mismo, a Paula y la cama.


—Bonitos colores éstos que has elegido —murmuró preguntándose qué demonios estaba haciendo allí.


De todas las habitaciones que había en aquella casa, ¿por qué demonios tenía que estar Paula pintando su dormitorio?


Al mirarla a la cara, comprendió que Paula debía de estar pensando algo parecido. Dos paredes y el techo tenían ya una fina capa de pintura color mantequilla y el resto de la habitación estaba ya preparada para pintar.


—Ojalá hubieras venido ayer —comentó Paula—. Casi me dejo los brazos pintando el techo.


Pedro aceptó la gorra que Paula le entregaba y se puso manos a la obra. Mientras pintaba, la miró un par de veces por el espejo y la pilló mirándolo, lo que hizo que Paula se sonrojara de pies a cabeza.


—Estás diferente vestido con ropa de calle —comentó a modo de excusa.


—Tú tampoco te pareces mucho a la Paula Summers del Canal 1 —contestó Pedro—. No digo que no me esté gustando lo que veo, ¿eh?


Aquello hizo que Paula se volviera a sonrojar. A continuación, trabajaron un buen rato en silencio, de espaldas el uno al otro, pero, aun así, Pedro la seguía viendo a través del espejo y no pudo evitar pensar que era una pena que no fuera verano. De haberlo sido, seguro que habría podido ver algo más de su cuerpo.