sábado, 1 de junio de 2019

MELTING DE ICE: CAPITULO 10




«¿Dónde estará?», se preguntó Pedro al cabo de unos días.


Tras llamar a la puerta por última vez, se quedó mirando el camino, como si aquello fuera a hacer que Paula se materializara. A continuación, se quedó mirando el buzón, la razón de su enfado.


Era un buzón era de piedra labrada imitando madera. Era de Jordache, uno de los artistas más conocidos de la isla. Pedro había pasado un día por su estudio y había pensado en Paula.


Sabía que le gustaba aquel escultor porque había visto un torso desnudo suyo en el salón de su casa, así que le había comprado el buzón, había acordado que fueran a instalarlo y había esperado a que lo llamara para darle las gracias.


Pero no lo había llamado. A lo mejor, tenía tantos admiradores que no se había dado cuenta de que la cara escultura era un regalo de bienvenida de su vecino.


Pedro se le había ocurrido entonces llamarla por teléfono, pero luego pensó que, al ser una persona famosa, su número no figuraría en la guía.


Al día siguiente, se percató de que no había luz en su casa. Tampoco salía humo de la chimenea ni se oía la música a todo volumen, lo que hizo que Pedro se paseara por su casa preocupado.


Por fin, cuatro días después de que le instalaran el buzón, Paula se dignó a llamarlo.


—¿Tienes algo que ver con esa maravillosa obra de arte que me he encontrado en la puerta de mi casa? —le preguntó.


Pedro estaba tan irritado que estuvo a punto de decirle que no sabía de qué le hablaba. Paula siguió con la conversación en su acostumbrado estilo animado. Pedro se puso en pie y apagó la radio para poder oír bien su voz. Para cuando Paula hizo una pausa para tomar aire, Pedro se dio cuenta de que estaba sonriendo sin saber por qué.


—Me encanta Jordache —dijo Paula con énfasis—. ¿Cómo sabías que me gustaba? Claro, supongo que verías el busto que tengo en casa. No sé si voy a poder aceptar ese maravilloso regalo.


—Creo que no vas a tener más remedio porque lo han instalado con hormigón —contestó Pedro con una sonrisa—. Además, tu antiguo buzón era un desastre.


—Sí, ¿verdad? Oh, Pedro, es el mejor regalo que me han hecho en la vida. No sé cómo darte las gracias. ¿Te apetece venir a cenar a mi casa? —lo invitó—. Ay, perdona, ya te estoy agobiando otra vez —se disculpó al instante.


Pedro echó la cabeza hacia atrás al recordar lo que le había dicho la última vez que se habían visto. El silencio no parecía desanimarla, ya que Paula se lanzó a explicarle lo ocupada que había estado trabajando en la ciudad y reformando la casa.


El domingo, Pedro decidió dejar de fingir que estaba trabajando y se acercó a casa de Paula. 


Al llegar, vio que el buzón de bronce brillaba bajo el sol de la mañana.


Paula abrió la puerta ataviada con unos pantalones manchados de pintura y una camiseta de manga larga de color melón.


Parecía una niña de doce años. Pedro tuvo que hacer un gran esfuerzo para no devolverle la sonrisa.


—Tengo un par de horas libres —anunció Pedro—. Te puedo ayudar a pintar, si quieres. Paula se quedó mirándolo con la boca abierta. —Sé pintar —añadió Pedro en tono cortante.


—Sí, es que… bueno, perfecto. Genial. Lo malo es que no tengo ropa vieja para dejarte.


—Entonces, tendré que tener cuidado.


—Por aquí —le indicó Paula guiándolo por el pasillo.


Al entrar en la estancia, Pedro comprendió que se trataba de su dormitorio. Era una habitación pequeña y la mayor parte del espacio estaba ocupado por una enorme cama. Las puertas del armario eran de espejo y no había otros muebles salvo una mesilla y una descalzadora bajo la ventana. Otra puerta comunicaba con el baño. Mirara donde mirara, Pedro se veía reflejado en el espejo y se veía a sí mismo, a Paula y la cama.


—Bonitos colores éstos que has elegido —murmuró preguntándose qué demonios estaba haciendo allí.


De todas las habitaciones que había en aquella casa, ¿por qué demonios tenía que estar Paula pintando su dormitorio?


Al mirarla a la cara, comprendió que Paula debía de estar pensando algo parecido. Dos paredes y el techo tenían ya una fina capa de pintura color mantequilla y el resto de la habitación estaba ya preparada para pintar.


—Ojalá hubieras venido ayer —comentó Paula—. Casi me dejo los brazos pintando el techo.


Pedro aceptó la gorra que Paula le entregaba y se puso manos a la obra. Mientras pintaba, la miró un par de veces por el espejo y la pilló mirándolo, lo que hizo que Paula se sonrojara de pies a cabeza.


—Estás diferente vestido con ropa de calle —comentó a modo de excusa.


—Tú tampoco te pareces mucho a la Paula Summers del Canal 1 —contestó Pedro—. No digo que no me esté gustando lo que veo, ¿eh?


Aquello hizo que Paula se volviera a sonrojar. A continuación, trabajaron un buen rato en silencio, de espaldas el uno al otro, pero, aun así, Pedro la seguía viendo a través del espejo y no pudo evitar pensar que era una pena que no fuera verano. De haberlo sido, seguro que habría podido ver algo más de su cuerpo.



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