sábado, 1 de junio de 2019

MELTING DE ICE: CAPITULO 11




Paula resopló impaciente porque un mechón de pelo le estaba importunando. Tenía calor y no podía parar de preguntarse por qué no había pintado su habitación dos días atrás, cuando había hecho el baño.


En cualquier caso, se alegraba de ver a Pedro.


La última vez que se habían visto se habían despedido de manera un tanto extraña, pero el generoso regalo y el hecho de que se hubiera presentado en su casa le sugería que estaba interesado en tener algo más con ella.


—¿Cómo empezaste a trabajar en televisión? —le preguntó Pedro de repente.


—Por casualidad —contestó Paula—. En realidad, yo estaba buscando trabajo en el equipo de producción, pero mi cara les gustó y, desde el principio, me llevé muy bien con mi jefe.


—¿No era lo que siempre habías querido hacer?


Paula negó con la cabeza.


—Estudié periodismo en la universidad y comencé a trabajar por casualidad en producción mientras viajaba por Europa del Este. Siempre me ha gustado esa parte del periodismo. Ya sabes, decidir los contenidos, hacer un poco de edición, organizar los alojamientos, los conductores y esas cosas.


Pedro estaba en aquellos momentos subido a una escalera y Paula se fijó en que tenía un trasero maravilloso, sobre todo en vaqueros. Pensó que, si desplegara las alas, tendría la envergadura de un buitre y, como llevaba la camisa remangada, se fijó también en que estaba bastante bronceado.


Al instante, se le ocurrió mancharle la camisa para que tuviera que quitársela, lo que hizo que sintiera de nuevo un increíble calor.


Pedro le parecía que en aquella habitación la temperatura estaba subiendo por momentos.


Paula apartó la mirada. No se consideraba una mujer especialmente sensual, así que pensaba que no había muchas posibilidades de tener dos relaciones sexuales explosivas en la vida y de que, además, una de ellas funcionara.


«No debo fiarme del deseo», se recordó.


—¿También te casaste por casualidad? —le preguntó Pedro.


Paula sintió que el corazón se le aceleraba. Así que Pedro quería pasar a hablar de cosas personales. Paula sabía que era peligroso, pero le gustó la idea.


—Así es. Nos conocimos en Kosovo. Él trabajaba… bueno, trabaja… para la BBC. Yo era la productora.


—¿Y qué os ha pasado?


—Hemos cambiado —contestó Paula—. Bueno, yo he cambiado. Él no ha cambiado. Ya era un ligón empedernido cuando nos conocimos y sigue siéndolo.


—Continúa —le pidió Pedro con interés.


—Yo me fui a Inglaterra porque quería establecerme, echar raíces, un hogar. Allí, comencé a trabajar en un espacio matutino y me compré una casa, pero mi marido prefería estar en el campo de batalla. No podía dejarlo. Yo debería haberme dado cuenta antes. Venía a casa cada tres o cuatro semanas, pero al cabo de poco tiempo comencé a oír rumores.


—Y decidiste volver a Nueva Zelanda.


—No, me rogó que lo perdonara y lo perdoné de buena gana la primera vez.


—¿Y cuántas veces más?


Paula se encogió de hombros.


—Dos o tres.


Ya no le dolía hablar de aquello. El verdadero dolor se había producido entre ellos después de las primeras semanas de tórrido amor que habían sucedido a las discusiones. Se quedó embarazada y no era lo que tenía en mente. Fue un accidente, el fruto del deseo.


No hacía falta que Pedro supiera eso.


—Creo que me quería a su manera. Me siguió hasta aquí y volvimos a intentarlo, pero Nueva Zelanda es mucho más pequeña y los rumores se oyen más alto.


Nada más haber dicho aquello, Paula pensó que no debería haberlo hecho porque era obvio que Pedro lo sabía por experiencia propia.


—Es agua pasada. Me la jugué, aposté y no me salió bien.


—¿Te gusta apostar?


—Me parece que hay que darle a la gente el beneficio de la duda.


—A mí me parece que tres veces es más que suficiente. Es casi de sadomasoquista.


Aquello hizo sonreír a Paula. Seguramente, Pedro tenía razón.


—¿Y cómo es que tu generosidad no se extiende a Mario Scanlon?


—¡Porque ese hombre es un canalla! —exclamó Paula.


—Desde luego, cuando estás convencida de algo, no hay quien te convenza de lo contrario —sonrió Pedro.


Paula se relajó y se dijo que no iba a permitir que Mario Scanlon le estropeara el día.


—¿A ti te gusta apostar?


Pedro se giró.


—Yo creo que lo sabes perfectamente.


—¿Por qué lo dices?


—Porque eres periodista. Creía que vuestro principal objetivo es meter las narices en las vidas de los demás.


El que había comenzado a hablar de la vida personal de cada uno había sido él al preguntarle por su matrimonio, así que Paula decidió dar un paso más.


—¿Qué quieres oír? Si yo no tengo vida privada, me dedico única y exclusivamente al estadio —se quejó Pedro.


—Vaya, esa historia me suena. Yo también me he hartado de trabajar para no tener que pensar en nada más. Resulta que, a raíz de dejar la televisión, he empezado a darme cuenta de que ha llegado el momento de enfrentarme a ciertas cosas.


Pedro no contestó.


Una hora y media después, habían terminado de pintar. Pedro se ofreció a ayudarla a colocar la cama y, aunque a Paula no le hacía ninguna gracia, así lo hicieron. De repente, se encontraron con la cama entre ellos.


Paula se apresuró a desviar la mirada, pero no pudo evitar fijarse en que las pupilas de Pedro estaban completamente dilatadas.


«¡No te fíes del deseo!».


Paula tragó saliva.


—Te debo una. ¿Qué te parece si te invito a comer? Mi coche se muere por volver a tierra firme.


Paula pensó que, si conducía ella, Pedro no se negaría, pero, por un instante, tuvo la sensación de que se iba a negar. Al final, asintió.


—¿Dónde me puedo lavar las manos?




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