domingo, 14 de abril de 2019

UN ASUNTO ESCANDALOSO: CAPITULO 16




—¿Qué tal va?


Paula levantó la vista de la mesa, de nuevo enfrascada en su trabajo.


—Hoy empiezo con la cadena.


Estaba trabajando con platino, que siempre era un reto que la divertía. Para muchas joyas era un metal demasiado débil y denso, pero con la práctica, cada vez era más sencillo trabajar con él y los resultados merecían la pena.


Pedro tomó un taburete y se sentó a su lado. 


Estaba convirtiéndose en un hábito, el ir allí a verla trabajar. Parecía fascinado por todo el proceso.


—Debe de ser muy excitante, crear algo desde el principio hasta el final y saber que te sobrevivirá.


Estaba hojeando de nuevo los contenidos de su carpeta, algo que hacía con frecuencia. En todas las páginas encontraba algo que le resultaba interesante y le preguntaba por qué había decidido hacer una determinada combinación de textura y color. Paula rompía todas las reglas, pero los resultados eran muy bonitos.


Y a ella la animaba su interés. Parecía comprenderla de verdad, compartir su visión de la relación entre las piedras y los metales preciosos. A la mayoría de las personas sólo le interesaba el producto final, no la creación. Era agradable que alguien tuviese la misma manera de ver las cosas por una vez.


Habían pasado varios días desde la excursión en barco. Paula casi ni se daba cuenta del tiempo que hacía, ya que sólo había salido del taller para terminar con los preparativos de la boda de Ramiro y Jesica, o para hacer el amor con Quinn.


Lo miró. Por el momento, había sido capaz de contenerse para no preguntarle acerca de la persona a la que iba a regalarle el diamante. Era un hombre honrado, a pesar de haber intentado coaccionarla para conseguir que trabajase para él. Un hombre leal, que no le haría promesas ni jugaría con sus sentimientos.


Ella no solía hacer así las cosas, pero tenía que comportarse de forma madura. Sólo había tenido una relación, que había sido desastrosa y le había hecho sentir, una vez más, que no era lo suficientemente buena. Pero ése no era el problema de Pedro. Pertenecían a mundos diferentes y aquello no era una «relación», sino más bien una «situación» y, por el momento, no le parecía una mala situación.


Y no lo sería siempre y cuando no intentase convertirla en otra cosa.


Sonó su teléfono y bajó la linterna. Era Esteban, que la llamaba de la tienda para decirle que Mateo Chaves había ido a verla. Paula le dio la dirección de la casa de la playa y se preparó para conocer a su primo. Varios minutos después, y muy nerviosa, le pidió a Pedro que abriese la puerta mientras ella se quedaba unos pasos detrás de él.


—¿Paula? —fue lo primero que dijo Mateo, mirándolos a ambos, confundido—. No sabía que os conocieseis —añadió, dándole la mano a Pedro.


Éste retrocedió y la hizo avanzar, sonriendo de manera tranquilizadora.


—Paula está diseñando una joya para mí.


Ella miró a su primo a la cara. Era casi tan alto como Pedro, más delgado, tenía el pelo grueso y de color arena y los ojos grises, que le recordaban a los de su madre.


—Entra y siéntate —le dijo Pedro, conduciéndolo hasta el salón. Luego, le ofreció un refresco y se retiró.


Paula entrelazó las manos. No sabía cuál era el motivo de su visita y deseó que por fin quisiese conocer a la rama australiana de su familia. 


Empezó preguntándole por Benito, que era un tema peligroso, ya que hacía meses que se hablaba de la infidelidad de su esposa y de la paternidad de su hijo. Pero él sacó una fotografía de la cartera y se la mostró con orgullo.


El niño parecía triste, serio. Paula le preguntó cuántos años tenía.


—Tres y medio —respondió Mateo.


—¿Has venido de vacaciones? —se atrevió a preguntarle después.


—He pensado que ya era hora de que nos conociésemos —dijo él—. También quería hablar con Pedro, pero no tenía ni idea de que iba a encontraros juntos.


Paula notó que se ruborizaba.


—Como te ha dicho, estoy ayudándolo con un diseño.


—Me alegro por ti —comentó Mateo sonriendo—. En este negocio, una recomendación de Pedro Alfonso es algo muy valioso. Por cierto, he visto tu catálogo de la colección que salió de febrero, es impresionante.


Ella sonrió. Había tenido mucho trabajo sólo con el lanzamiento de la colección para Blackstone, y con ello había demostrado que Horacio, que había sido quien la había animado a diseñar joyas, sabía muy bien lo que hacía.


Pero en ese momento era mejor no mencionar su nombre.


—Ése es el otro motivo por el que estoy aquí —continuó Mateo—. Supongo que habrás oído que he recuperado el cuarto de los diamantes del Corazón.


Paula asintió con cautela.


—Tengo una idea —añadió él—, y me gustaría que formases parte de ella.


—¿De qué manera? —quiso saber Paula, que se preguntaba si aquello sería una conspiración contra los Blackstone.


—Quiero hacer con ellos un collar que permanezca siempre en la familia Chaves y que puedan ponerse todas las futuras novias de la misma.


Paula se quedó boquiabierta.


—¡Qué idea tan maravillosa!


—Espero que mi padre piense lo mismo.


Ella asintió. Seguro que aquello apaciguaba un poco al hombre, después de los sinsabores de los últimos años.


—Mateo, a mi madre le encantaría también recuperar la relación que tenía con Oliver y con tu madre, contigo y con Benito. ¿Crees que existe alguna posibilidad?


—Yo no tengo nada en contra de Sonya, Paula, pero no puedo hablar por mi padre. ¿Qué te parece si vamos poco a poco y empezamos por que seas tú quien diseñe la Rosa nupcial?


La Rosa nupcial. Paula se sintió embriagada de emoción.


—Será un honor —dijo entre dientes, mirando fijamente la fotografía de Benito para ocultar sus lágrimas.


A pesar de que tenía muy buena relación con sus primos Kim y Ramiro, y que no había dudado jamás del amor que su madre sentía por ella, nunca había sentido que tuviera una familia de verdad. Encontrar una nueva familia y participar en la reunión de sus miembros era todo un privilegio. Le dio la sensación de que iba a llevarse bien con Mateo, igual que le había pasado con Javier.


Y después sintió una euforia mucho más egoísta. Primero, el precioso diamante amarillo que estaba arriba, en la caja fuerte, y en esos momentos, los diamantes de la Rosa de los Blackstone. ¡Y ella tan sólo tenía veintisiete años!


—Es una pena que todavía no haya salido a la luz el quinto diamante.


—En eso estoy ahora —comentó Mateo de manera misteriosa—. Mientras tanto, me gustaría que diseñases el collar como si tuvieses las cinco piedras. ¿Podrías hacerlo?


—Por supuesto. ¿Podrías esperar un par de semanas, hasta que termine lo que estoy haciendo aquí?


Él asintió.


—La verdad es que hasta el momento sólo había pensado en convencerte para que lo hicieses.


—Bueno, pues ya está —contestó ella sonriendo—. Estaré encantada de hacerlo y me alegro mucho de que hayas pensado en mí.


Él sonrió sólo un poco, pero toda su cara se iluminó.


—Eres una diseñadora con mucho talento y una Chaves. Eres perfecta.


Charlaron durante una hora acerca del negocio de la joyería y del pequeño Benito, y terminaron comentando el reciente compromiso de Javier con Briana. Paula pensó que debía de ser muy raro para Mateo ver cómo su hermano se casaba con la hermana de la que había sido su esposa, pero éste le dijo que siempre le había gustado mucho Briana. Como estaba más relajada, Paula se atrevió incluso a mencionar los rumores que habían corrido durante las últimas semanas, acerca de que Javier era el hijo perdido de Horacio. Para su alivio, Mateo no pareció ofenderse al oír su nombre.


—Supongo que la madre biológica de Javier tendría mucho que decir al respecto.


A Paula le sorprendió la respuesta; no había leído nada acerca de ella en los periódicos.


—Yo la conozco. Suele pedirle dinero a Javier con frecuencia, y luego desaparece hasta que necesita más —confesó Mateo.


A ella le dio pena Javier, que era un hombre increíblemente guapo, un abogado con mucho éxito, y estaba recién prometido. A pesar de su impecable exterior, por dentro debía de haber sufrido mucho.


Aunque, al menos, sabía quién era su madre…


Como si Mateo se hubiese dado cuenta de su repentina tristeza, dijo que iba a intentar convencer a su hermano para organizar una reunión familiar muy pronto.


—En estos momentos está acompañando a Briana, que tenía un trabajo en el extranjero, pero tal vez cuando vuelvan podamos vernos todos.


—¿Y Benito? —preguntó ella—. ¿Y mi madre?


—¿Por qué no?



UN ASUNTO ESCANDALOSO: CAPITULO 15





Pedro decidió que el día siguiente se lo tomarían libre para celebrar los resultados de la subasta. 


Cuando Paula salió de la ducha él ya lo había preparado todo y una hora más tarde estaban en Port Douglas Marina, subiéndose a un catamarán de diez metros de eslora.


Navegaron hasta Low Isles y bucearon por el impresionante jardín submarino de la Gran barrera de arrecifes de coral. Al final de la mañana la zona estaba atestada de turistas y decidieron ir a una pequeña ensenada para disfrutar del almuerzo que iba incluido en el alquiler del barco.


El tiempo era perfecto, hacía sol y el mar estaba tranquilo. Y Pedro se puso muy contento al darse cuenta de que, en el agua, la humedad ya no lo molestaba. O eso, o se había acostumbrado.


—Esto sí que es vida —dijo Paula apareciendo del camarote bajo cubierta con su vestido verde lima.


Pedro le gustaba más en biquini, pero tenía una piel tan sensible que se quemaba enseguida. Y, al menos, ya sabía lo que había debajo de aquel vestido. Así tendría algo que hacer más tarde: quitárselo.


Le ofreció un plato y una copa y ella se sentó y suspiró de placer.


—¿Es la primera vez que navegas? —preguntó Pedro.


—Sí. A Horacio no le interesaban los barcos.


Pedro se metió un canapé de queso en la boca.


—¿Os llevabais bien?


—¿Con Horacio? —Paula lo pensó—. Casi todo el tiempo. No le importaba dar su opinión sobre mi ropa, mis amigos, mi música y todo lo demás, pero supongo que tenía derecho. Al fin y al cabo, era él quien lo pagaba todo.


Descorchó la botella de vino blanco y se la tendió a él.


Pedro tenía la boca llena, pero negó con la cabeza y levantó una botella de agua.


—Conmigo se portaba mejor que con los demás. Supongo que porque sabía que yo no iba a arruinarle la empresa.


—Te compró la tienda, ¿verdad?


—Me hizo un préstamo. Ya casi lo he devuelto todo.


—¿Por qué crees que nunca se casaron? —preguntó Pedro, que de verdad quería saber por qué el muy cerdo nunca había reconocido públicamente que Paula era su hija.


—¿Quiénes?


—Tu madre y Horacio.


Ella dio un trago de vino y frunció el ceño.


—¿Por qué iban a casarse? Él era su cuñado.


—Es evidente que se gustaban, si no, no habrían estado juntos todos esos años —reflexionó Pedro en voz alta.


—Eran como una pareja que llevase casada toda la vida, supongo, cuando él no estaba por ahí con alguna mujer.


—Y ella nunca se marchó.


Pedro no conocía a Sonya Chaves, pero la prensa había especulado en muchas ocasiones sobre su relación con el mujeriego Horacio Blackstone. Y, por mucho que la familia lo negase, también se había debatido mucho acerca de si él era el padre de Paula.


—Sé que todo el mundo pensaba que mi madre era su amante —comentó Paula de mal humor—. Llevo toda la vida soportando miradas y comentarios de gente escandalizada. Pero mi madre tiene mucha más clase que toda esa gente.


—¿Y tú?


—Horacio no es mi padre. Mira, sé que lo odias y que tenía… sus defectos. Pero cuidaba de nosotras —bajó la mirada y tomó un trozo de jamón del plato—. Algo que no hizo mi padre de verdad.


—¿Qué es…?


—¿A quién le importa quién sea? —replicó Paula—. En cualquier caso, a él le da igual.


Pedro levantó la mano y recordó que las pelirrojas tenían fama de tener mucho carácter.


—Lo siento, creo que es un tema delicado, ¿verdad?


La comprendía, pero seguía queriendo saber si era la hija de Horacio.


—Más que delicado, aburrido. Mi padre no nos quiso. Eso es todo —miró hacia el mar, enfadada, y los rayos de sol hicieron brillar su pelo—. A mí no me habría importado que Horacio fuese mi padre. Al menos, él estuvo siempre ahí para nosotras.


Pedro supuso que debía sentirse culpable. Al fin y al cabo, haberse acostado con Paula no había sido ganarle una batalla al viejo. No obstante, se sentía estupendamente.


Entonces, la vio sonreír de oreja a oreja, estirar las largas piernas y acercarse a la cesta de comida.


—¿Quién te enseñó a navegar?


—Mi padre.


Pedro había pasado muchos sábados por la mañana navegando hasta que sus padres decidieron que el barco era un lujo y que era mejor gastarse el dinero en otra cosa.


—¿Fue muy duro crecer en un hogar de acogida?


—¿Duro? —sonrió—. A veces. Sobre todo, había mucho ruido. Las puertas estaban abiertas más o menos a todo el mundo. Dudo que mis padres supiesen cuántos niños había en casa en cada momento.


—¿Y cuánto tiempo estuviste con ellos? —preguntó Paula, confundida.


Pedro se rascó la cabeza.


—Toda mi vida. Creo que lo has entendido mal. No fui yo quien crecí en un hogar de acogida, sino el resto de los niños.


—Ah, ¿tus padres tenían una casa de acogida?


—Algo así. Tenían una casa muy grande en Newtown, con muchas habitaciones, casi todas más o menos destartaladas, y una cocina enorme.


—Jamás habría imaginado que hubieses crecido así.


La vio volver a su asiento, pero su aroma a flores se quedó allí.


—¿Y qué habías imaginado?


Paula sonrió.


—Una enorme mansión con mayordomo. Todo el mundo vestido de gala para cenar y hablando de manera muy educada —se encogió de hombros—. Lo siento, pero eres demasiado fino.


Pedro rió.


—A mis padres eso les habría hecho mucha gracia. Son las personas menos pretenciosas que conozco. Fueron hippies y tienen una gran conciencia social. No les importa el dinero ni las comodidades, sólo compartirlo todo con personas más desfavorecidas —hizo una pausa—. Seguro que se avergüenzan de mí, semejante capitalista. Aunque casi todos los meses me llaman porque están recaudando fondos para alguna obra social.


Ella cruzó las piernas y el gesto lo dejó embelesado. ¿Cómo era posible que lo tuviese así? Era siete años más joven que él, pero ése no era su encanto. La encontraba a su misma altura en madurez e inteligencia.


—Supongo que has visto cosas muy tristes.


—Los niños son muy egoístas —comentó él abriendo la botella de agua—. Estaba demasiado ocupado marcando mi territorio.


—¿Fue así como te rompiste la nariz?


—Sí —contestó él, sonriendo con resignación—. Fue Rafael Vanee quien me la rompió.


—¿Rafael? —repitió ella, dando un salto.


—¿Lo conoces?


Al fin y al cabo, era normal que lo conociese. Era uno de los emprendedores más conocidos de Australia, su mejor amigo y un hombre al que le gustaban mucho las mujeres. No supo si le gustaba la idea de que Paula y Rafael se conociesen.


—No mucho. Hemos coincidido un par de veces. Estaba en la boda de Kim y Ric, con Briana Davenport, antes de que estuviese con Javier.


Pedro asintió, más tranquilo.


—Conozco la historia.


—Cuéntame lo de la nariz —le pidió Paula.


—Cuando llegó, no nos llevábamos demasiado bien.


—¿Rafael Vanee se crió en un hogar de acogida? —preguntó ella con incredulidad.


—No exactamente. Tenía a su madre, pero tuvo problemas con su padrastro. Se escapó de casa y buscó un trabajo en la ciudad, pero las cosas no salieron como él había esperado. Mis padres se lo encontraron un día en la calle y lo llevaron a casa.


De adolescente, Pedro ya estaba acostumbrado a compartir sus cosas, pero le gustaba que se las pidiesen bien. Y Rafael no era de los que preguntaban. Su pelea fue épica y, cuando terminaron, ninguno de los dos se mantenía de pie. Aquél fue el principio de una larga y valiosa amistad.


—Es mi mejor amigo. Él, y Lucy, mi hermana de acogida. Abusaron de ella desde muy pequeña, vino a vivir con nosotros cuando tenía ocho años y se quedó. Ahora vive en Londres.


—¡Qué horror! ¿Cómo es posible que haya personas que se comporten como monstruos?


—Supongo que la gente no es así por naturaleza —comentó él, pensativo—, pero quien no quiere hijos, no tiene por qué tenerlos.


Paula asintió con tristeza. Aquél era un tema que la tocaba muy de cerca.


—¿Todo eso ha hecho que no quieras tener hijos? —su voz se quebró al ver que él se ponía serio—. Lo siento, Pedro—añadió, incómoda.


—No pasa nada. Estuve casado, sí.


—Me he acordado justo después de hacerte la pregunta. Estuviste casado con Laura Hartley, ¿verdad? Lo sé porque fue a clase con Kim. Yo soy de un par de promociones después.


—Ah —él asintió—. No lo sabía.


—Lo siento —repitió Paula—. Ahora recuerdo haber oído que murió.


Pedro posó la mirada en el mar.


—Nos casamos cuando todavía estábamos en la universidad. Laura quería ser trabajadora social, mientras que sus padres preferían que encontrase un marido rico —sonrió con amargura—. Cuando se vino a vivir conmigo a un barrio humilde, su familia la repudió.


—¿A qué se dedicaba su familia? Creo que tenían tiendas por todo el país, ¿no? Me parece que eran amigos de Horacio.


—Tejidos de decoración —contestó él, sintiéndose de nuevo enfadado al oírla nombrar a Horacio. Tal vez no hubiese causado su muerte, pero había influido en cómo se había sentido Laura durante sus últimos días de vida.


—¿Cuántos años tenía cuando murió?


—Veintiséis. Fue muy rápido, sólo pasaron un par de meses desde los primeros síntomas.


—Lo siento mucho —repitió ella, mirándolo con comprensión.


—No lo sientas. No cambiaría esos años por nada del mundo —se sirvió un poco de vino—. A ella le encantaba nuestra vida, mis padres. Le encantaba que los niños de la calle viniesen a vivir a casa. En cuanto me despistaba, estaba sentada en un rincón, hablando con alguno. Y ellos confiaban en Laura, se lo contaban todo —miró el vino, lo hizo girar y se lo bebió de un trago—. Y eso es todo. Podía haber ido a muchas partes, haber ayudado a muchas personas. No entiendo por qué tuvo que morir.
No podía entender que no hubiese podido salvarla.


Se frotó la barbilla. Una parte de él siempre amaría a Laura o, más bien, amaría aquella época de su vida, cuando todavía era joven y lo suficientemente tonto para creer que algo podía durar siempre, que Laura y él eran invencibles.


Pero Horacio Blackstone había empañado sus recuerdos. Y eso nunca se lo perdonaría.


Intentó tragarse el nudo de amargura que tenía en la garganta.


—¿Quieres saber por qué odio tanto a Horacio? Porque el muy cerdo estropeó las últimas semanas de vida de Laura.


—No sabía que la conociese —comentó Paula, que había palidecido.


—Y no la conocía, pero, tienes razón, era amigo de los Hartley. Después de que la Asociación mundial del diamante votase contra él, hizo todo lo que estuvo en su mano para manchar mi nombre. Eso no me importó, podía cuidar de mí mismo. Laura siempre había tenido fe en que sus padres terminarían aceptando nuestro matrimonio, pero Horacio estuvo metiendo cizaña, llenándolos de odio, y ellos nos dieron la espalda a pesar de que Laura se estaba muriendo.


Paula se quedó boquiabierta, consternada, y apartó la vista de él, como si no soportase mirarlo a la cara.


—Cuando me di cuenta de que no iba a poder vencer el tumor, fui a ver a sus padres, les rogué que viniesen. Pero me echaron de su casa. Me dijeron que Horacio se lo había contado todo de mí, que no era de fiar, que sólo me interesaba su dinero —echó la cabeza hacia atrás y respiró profundamente—. Ni siquiera permitieron que muriese en paz.


—No… no lo sabía.


¿Cómo iba a saberlo?


Después de desahogarse, su enfado desapareció, como siempre. Paula no tenía la culpa de nada.


—Ellos no se la merecían, Pedro —comentó ella en voz baja—. Tú, sí.


Él suspiró y pensó que Paula tenía sus propios problemas. Él, al menos, había tenido el apoyo de su familia, mientras que ella daba la sensación de no haberse sentido nunca parte de una familia de verdad. Descubrió su vulnerabilidad, su inseguridad. Su soledad, la necesidad de pertenecer a alguna parte. Y se dio cuenta de que hacía mucho tiempo que no se fijaba en esos detalles.


Aquél era un día extraño, un día poco frecuente. Paula estaba sexy, divertida, ocurrente. 


Disponible. ¿Qué hacía él regodeándose en el pasado? En cualquier caso, se había sentido liberado al contárselo todo a ella y darle una perspectiva diferente de su tío Horacio.


Pedro jamás olvidaría ni perdonaría, pero podía no pensar en ello. Eso era lo que hacía el tiempo. Y el hecho de que Paula no fuese hija de Horacio tenía que ser una buena señal.


Dejó su copa y sintió haberla puesto triste. 


Quería volver a disfrutar del calor de su sonrisa, o tal vez darle él mismo calor. Le tendió la mano y ella sonrió con comprensión y lástima. Se inclinó a besar su piel suave y fragante justo debajo del lóbulo de la oreja y notó cómo se le aceleraba el pulso.


Pedro se recordó que lo suyo era sólo sexo. Un sexo increíble, sin complicaciones, que les hacía sentirse bien y que, si ninguno de los dos esperaba nada más, no podía causar ningún daño.


Levantó la cabeza y la vio sonriendo. La ayudó a levantarse y la llevó abajo, al camarote, mientras la iba desnudando por el camino. Fue probando cada centímetro de su piel, que sabía a sal. Hizo que estuviese erguida, con los pies apoyados en el suelo, y le hizo el amor con la boca. Y la amargura de él y las inseguridades de ella desaparecieron cuando la dejó en la cama, la penetró y la miró a los ojos, y volvieron a ser uno con el balanceo del mar.




sábado, 13 de abril de 2019

UN ASUNTO ESCANDALOSO: CAPITULO 14




Unos minutos después, Paula cambió de postura e intentó levantar la cabeza. Estaba atrapada, con la cabeza de Pedro hundida en su pelo. Estaba en un aprieto muy interesante. No podía moverse y el calor de la lámpara le quemaba la cara, y, sin duda, revelaba todos sus defectos. A Pedro, que seguía sin moverse, le latía el corazón a toda velocidad. Paula miró al suelo y vio la ropa y los papeles tirados y el vaso de coñac encima.


Le sopló al oído, pero no obtuvo respuesta, así que repitió la operación. Él parpadeó, giró la cabeza y se humedeció los labios. Poco a poco, fijó la mirada en ella.


—¿Estás bien? —le preguntó Pedro con voz débil.


Paula intentó sonreír. ¡Nunca había estado mejor!


Él se levantó.


—Lo siento, te estoy aplastando.


«Pedro Alfonso avergonzado», pensó ella. 


Sonrió todavía más.


—Jamás imaginé que fueses de los que hacía el amor encima de una mesa.


Él parecía consternado.


—No suelo hacerlo. Lo siento. ¿Te he hecho daño?


—Sólo si consideramos el placer como un dolor.


Ambos se movieron. La sensación fue curiosa, dado que Pedro seguía estando dentro de ella. 


Notó que la miraba de arriba abajo y sintió vergüenza. Él observó sobre todo la joya que llevaba en el ombligo, un triángulo de plata con un cristal de Swarovski en el medio.


—¿Es obra tuya? Es muy bonito —comentó mientras cubría todo su vientre con la mano y luego la subía poco a poco hacia los pechos.


Paula se frotó contra él, proporcionando placer a ambos.


Pedro sonrió y bajó la boca hasta uno de los pezones, que se había endurecido rápidamente, igual que su propio sexo.


—Si me das una segunda oportunidad, intentaré demostrarte que también me gustan las comodidades.


—No tengo nada en contra del hombre de hace unos minutos —contestó ella sonriendo y abrazándolo por el cuello—, pero tampoco me disgusta la idea de disfrutar de alguna comodidad más.