sábado, 6 de abril de 2019

EN APUROS: CAPITULO 37




¿Papá?


En un segundo a Pedro le subió la tensión a cien, empezó a sudar y a sentir una serie de picores en la espina dorsal, como si acabara de caerse de espaldas encima de un hormiguero. 


La adrenalina le puso en acción de inmediato: echó a Belen a un lado y se precipitó a la puerta, quedándose plantado para impedir la entrada al visitante.


—¡Tío Guillermo! —saludó, poniendo el énfasis en el «tío», lanzando una mirada de advertencia al hombre que ya había puesto un pie en el umbral y estaba a punto de poner el otro.


—¿Tío qué? —se extrañaron Kevin y Simon.


Oía por detrás el ruido de pasos acercándose. 


Tenía que reaccionar con rapidez.


—¡Qué sorpresa! —continuó como si tal cosa.


Gracias a todas las horas que se había pasado en el gimnasio y, sobre todo, al factor sorpresa, consiguió detener a Guillermo, aunque este era todo un hombretón, y empujarle fuera de la casa, hasta el porche.


—¡Qué diablos estás haciendo aquí? —susurró cuando los dos estuvieron fuera.


—Este domingo me toca estar con los chicos. ¿Y qué estás haciendo tú? ¿Dónde está Ana? Oye, ¿y por qué me has sacado al porche de tan malos modos?


Así que eso era lo que se le había olvidado decirle su hermana. Pedro aspiró con fuerza para tranquilizarse un poco. Ya estaba tramando un plan que esperaba diera resultado.


—Es una larga historia —empezó.


Desde el salón, Paula oyó a Pedro despedirse de los niños. Qué raro que no se hubiese acordado de que iban a pasar el día con su cuñado. Al parecer, su imprevista visita había sido una fuente de estrés y problemas mayor de lo que ella había supuesto en un principio.


Pero, lo que más la turbaba era lo mucho que toda aquella situación le había afectado a ella misma. Ni por lo más remoto se había imaginado que pudiera atraerle tanto y tan profundamente aquella familia, y menos aún que iba a acabar enamorada de Pedro. El hombre que ya le atraía solo por sus artículos había resultado aún más maravilloso en persona, tan sincero, cálido y… Perfecto. No, no podía negárselo a sí misma, estaba enamorada.


Al «Segador» no le haría la menor gracia si llegaba a enterarse.


Y no podía culparle. En realidad, ella y solamente ella era la única culpable. Había sido su ambición, su enorme deseo de convertirse en la primera editora jefe de Modern Man lo que le había empujado a aquella delicada situación. En definitiva la ambición era lo que la había traicionado.


Suspiró hondamente sacudiendo la cabeza. 


Temía aquel dilema: ¿se vería forzada a elegir entre el trabajo o la vida personal… O el amor? 


Tal vez con alguien tan abierto y comprensivo como Pedro podría tener las dos cosas. ¿Y arriesgarse a que él perdiera su trabajo? No, no podía hacerlo.


Vio que Pedro entraba en la casa con el rostro tenso y expresión preocupada. Sin duda, la genuina manifestación de la preocupación paternal por el bienestar de su prole. ¿Llegaría ella a sentir alguna vez algo semejante? 


Esperanza y desesperación se alternaban en su atribulado corazón. Se apartó de la ventana y fue al encuentro de su anfitrión.


—Como has podido ver, este no será un día muy típico en mi vida. Me temo que he estropeado tus planes de trabajo. ¿Qué hacemos? —preguntó Pedro.


—¿Qué sueles hacer cuando estás solo?


—Escribir.


—¡Por favor! Seguro que este es el primer día que tienes libre desde hace meses. Dime, ¿qué te gustaría hacer? —si ella estuviera en Chicago, y tuviera todo el día por delante, seguramente aprovecharía para ver una exposición o asistir a un concierto.


—Ir a la bolera —contestó Pedro.


—¿Te gustan los bolos? —preguntó Paula sorprendida.


—Hace mil años que no voy, pero no se me daba nada mal, te lo aseguro. También me gustaría ir a comer una barbacoa a Dixie Wings, y acabar en la Feria del Estado: ya sabes, atiborrarme de algodón dulce, subir a la noria…


Tenía la misma expresión ilusionada que había puesto Kevin la noche anterior, cuando ella le regalara una bolsa de gominolas. A decir verdad, parecía aún más ilusionado que el chiquillo. A Paula se le derritió el corazón, sintiendo un cálido estremecimiento en la boca del estómago: a ella también le encantaría hacer todas esas cosas, cosas sencillas que de repente parecían fascinantes ante la perspectiva de compartirlas con él.


—¡Entonces, vamos! —exclamó entusiasmada—. ¡Vamos a la bolera, y a comer algodón dulce! ¡Y también a la noria!


—¿Vamos?


Paula contrajo el rostro en una mueca de decepción y sorpresa.


—Bueno… Pensaba que… —empezó desconcertada. Pero enseguida se repuso, poniéndose de nuevo la máscara de dureza—. En fin, tienes razón. Disfruta de tu tiempo libre.


—Es que no te entiendo —protestó Pedro—. Esta mañana estabas tan formal y seria como en un velatorio, y ahora pareces encantada con la idea de salir conmigo a divertirte. No lo entiendo, a no ser que… —la miró de hito en hito, con una sonrisa burlona—, a no ser que quieras ofrecer a tus lectores otro ángulo de la historia: ya sabes, un día en la vida de… ¿O es por lo que pasó anoche?


—Por favor, déjalo. Olvidemos todo este asunto.


—¡Ya estás otra vez con lo mismo! ¿Y si resulta que yo no quiero olvidarlo?


—Entonces, lo siento, pero…


—Sí, lo mismo dijiste anoche… justo después de que te besara. ¿Qué es lo que lamentas exactamente, que te besara o que, por un momento, bajaras la guardia?


—Teóricamente, soy tu jefa. Lo que ocurrió podría ser calificado como acoso sexual.


—Sexual, desde luego —replicó Pedro—, pero lo de acoso es un poco fuerte, ¿no?


El joven se acercó un poco más a ella. Tenía un aspecto tan tentador, con sus ojos color café fijos en ella, como si pensara que era lo único que merecía la pena en el mundo. Demasiado tentador. Paula le colocó las manos en el pecho y le obligó a separarse.


—No conviene que olvides para qué he venido —le advirtió.


—Sí, para conseguir un ascenso.


—No, no lo entiendes, es mucho más complicado que todo eso.


—¡No tienes ni idea de lo complicadas que son las cosas! —rió Pedro—. De acuerdo, haremos lo que quieras, les daremos a sus lectores su ración de «Un día con papi»… pero puedes irte olvidando del algodón dulce y de la noria.


—¿Por qué? —era casi lo que más ilusión le hacía.


—Porque la Feria del Estado es en septiembre. Pero no te preocupes, todavía me quedan un par de alternativas que ofreceros.


—No contéis conmigo —les interrumpió Flasher. Apareció en el umbral con las llaves del coche en una mano y la cámara en otra. ¿Cuánto tiempo llevaba allí? —. Me tomo el día libre, me voy a hacer un poco de turismo, a ver mansiones y campos de batalla —rebuscó en su bolsillo y tendió a Pedro algo que Paula. no pudo ver.


—¿Qué es es…? —empezó Pedro. Al darse cuenta, carraspeó y se lo guardó rápidamente en el bolsillo, lanzando una mirada furtiva y culpable a Paula


—No me des las gracias —dijo Flasher—. Nos vemos mañana por la mañana —se despidió, asiendo una pequeña bolsa de viaje.


—¿Mañana? No puedes irte toda la noche —exclamó Paula ¿Sonaba su voz tan aterrada, tan desesperada como se temía?


—Claro que puedo, soy mayor de edad —bromeó—Flasher, dirigiéndose al coche de alquiler que estaba frente a la casa. Paula le siguió hasta darle alcance.


—No puedo quedarme aquí sola con Pedro.


—¿Y por qué no? Que yo sepa, también eres mayor de edad. Todo lo que hagas será legal, incluso en este Estado. Es tu oportunidad de desmelenarte un poco, de dejarte llevar.


—Pero eso no es parte de mi trabajo. ¿Acaso quieres que tire por la borda toda mi carrera? —no tenía ningún sentido decirle la verdad, que temía aún más por su corazón que por su futuro laboral.


—¿Por qué consientes que sea tu vida profesional la que domine sobre tus intereses personales?


—Porque esto tiene que ver con mi vida profesional. Estoy escribiendo un reportaje, ¿o es que ya no te acuerdas?


—Lo que pasa es que tienes que enfrentarte a un pequeño cruce de cables: los romances en el trabajo se dan muy a menudo, lo sabes bien, y, según las estadísticas, más de la cuarta parte acaban en boda.


—Te lo acabas de inventar —protestó Paula.


—¿Y qué? Además, eso no es lo importante: él te gusta y tú le gustas. ¡Demonios! Si hasta te gustan los crios.


—Me encantan esos niños —reconoció Paula. 


Ojalá su relación con Pedro estuviera tan exenta de preocupaciones como la que mantenía con sus hijos.


—Entonces lánzate. Es perfecto. ¿O acaso crees que podrías mantener una relación tan prometedora con alguno de tus compañeros de trabajo?


—No, pero…


—Hombres. Todo lo que ellos pueden hacer, Paula lo hará aún mejor. Sin embargo, tus dudas no tienen nada que ver con tu carrera, reconócelo al menos. Lo que pasa es que tienes miedo. ¿Cómo piensas encontrar a Don Perfecto si ni siquiera te atreves a aprovechar la oportunidad cuando esta se presenta delante de tus narices? Podría ser él, Paula Esther. Pedro es todo lo que has estado esperando, ¿no es verdad?


Nada más cierto. Pero puede que a él no le hiciera gracia enredarse con su editora, por muy colada por él que estuviera, ya que de su buen juicio dependía, en última instancia, el que no fuera despedido de la revista. Paula apretó los labios y frunció el entrecejo.


—Relájate —le aconsejó Flasher cariñosamente—, déjate llevar, a ver qué pasa. Puedes hacerlo, tomatelo si quieres como un desafío. Y deja de morderte las uñas —le regañó dándole un manotazo.


—Y tú no me agobies —protestó Paula.


—No te estoy diciendo que te lances, solo que te dejes llevar, que levantes un poco la guardia.


Paula se mordió el labio nerviosa. Le hubiera gustado refutar los argumentos de su amigo, pero no podía. Y tampoco podía seguir sus consejos.


—Sé que me arrepentiré si te hago caso.


—Muñeca, solo te arrepentirás si dejas pasar esta oportunidad. De todo se aprende en esta vida, y, en lo que a sexo se refiere, tú estás en el parvulario.


—¡Exagerado! No soy tan mala…


—Pues demuéstramelo —dijo Flasher, y sin añadir nada más, puso el coche en marcha y se fue.


Sin niños. Sin Flasher. Pedro y ella pasarían solos el resto del día… y de la noche. Paula sintió una punzada en el pecho, mezcla de nerviosismo y anticipación, tan fuerte que casi le hizo gritar. Para evitarlo, se metió en la boca el dedo meñique y empezó a mordisquearse la uña. Tenía que mostrarse firme, guardar las distancias.


Se ruborizó hasta la raíz del pelo al darse cuenta de que Pedro se dirigía hacia ella.


—Te noto un poco acalorada. Si quieres, dejamos lo de la bolera para otro día.


—Nada de eso —replicó Paula inmediatamente.


 A decir verdad, estaba dispuesta a aceptar cualquier plan que él le propusiera. Cualquier cosa con tal de prolongar aquel día y retrasar lo más posible el regreso a la casa vacía.



EN APUROS: CAPITULO 36




Pedro reconoció de inmediato la voz de Ana.


—Esperaba que me llamaras.


—Lo sé, pero las cosas se complicaron un poco —susurró Pedro. Le daban ganas de abofetearse por haber olvidado telefonearla de inmediato.


—Eso me ha parecido. ¿Qué era ese ruido?


—Se me quemó la cena, y como tienes ese sistema de alarma tan sensible… Pero no te preocupes, que la casa no ha ardido y tampoco nos vamos a morir de hambre. Flasher y los niños han ido a comprar una pizza.


—¿Quién es Flasher? ¿Qué nombre es ese?


—Es un apodo. No te preocupes: estarán de vuelta en menos de dos minutos. Ya les diré que te llamen.


—¿Has dejado que mis hijos salieran con un hombre con un nombre semejante? ¿Cómo se ha ganado semejante apodo? Parece un personaje de dibujos animados.


—Hace fotos —le explicó Pedro con desgano—. Lo conozco bien, es una persona muy responsable y digna de confianza —no le dijo que también tenía la virtud de sacarle de sus casillas.


En ese instante se abrió la puerta principal entre un coro de risas infantiles.


—¡Mira! Ya han vuelto. ¿Ya estás más tranquila? —y tapando el auricular empezó a gritar—. ¡La tía Ana al teléfono! ¿Por qué no habláis con ella desde la habitación de Belen?


—¿La tía qué…? —preguntó Simon.


—Annnaa, estúpido —le cortó Belen.


Pedro contuvo la respiración mientras oía las pisadas por las escaleras. Cuando notó que ya habían llegado, exhaló un largo suspiro y se dio la vuelta, para encontrarse de frente con Paula que lo miraba con una mezcla de curiosidad y suspicacia.


—Ana —dijo.


—La tía Ana —aunque Paula asintió, Pedro intuyó que había algo que no le cuadraba. ¿Qué era exactamente lo que había oído?—. Es más joven que yo —continuó, sintiéndose obligado a dar explicaciones—, pero por la forma que me trata, todo el mundo diría que soy su hermano pequeño.


Paula parpadeó confusa.


—¿Tu hermana? Pensé que… —se detuvo, mordiéndose el labio, sin saber cómo seguir.


—Te hablé antes de ella, ¿ya no te acuerdas? Te dije que hace siglos que no salgo a ligar. Y tampoco he besado a nadie, no al menos de esa forma… no como a ti.


Y deseaba volver a hacerlo. No podía apartar los ojos de ella. Cuando Paula entreabrió los labios, no pudo contenerse más, agachó la cabeza y…


—La pizza. ¿O habéis cambiado de idea? —les interrumpió Flasher apareciendo en el umbral—. Venga, que no se enfríe… y eso va también para la pizza.


—Lo siento —susurró Paula apartándose de su lado.


¿Lo sentía? ¿Qué significaba eso? Tenía que averiguarlo cuanto antes.



*****


Paula estaba sentada sobre la cama, con las rodillas dobladas y apoyada en una almohada. 


Le había besado. Y había sido un beso de verdad, no un simple besito en la mejilla, no, sino algo realmente apasionado.


Y aún permanecía en su recuerdo la presión de sus labios… y el ardiente deseo que le quemaba las entrañas. Besarle era lo peor que podía haber hecho.


Y lo lamentaba con todo el alma: lamentaba sobre todo que no hubieran ido más lejos…


Mejor sería que ni siquiera pensara en eso. 


Estaba en medio de un trabajo y, ante todo, tenía que ser una profesional. Sin embargo, aquella palabra le parecía gastada por momentos, sobre todo ahora que empezaba darse cuenta de lo que se estaba perdiendo en la vida… y, sobre todo, de lo que Pedro le gustaba.


Sus sentimientos no tenían que ver solo con la mera atracción física. Sentía un enorme respeto por aquel hombre, una profunda simpatía y, lo más importante, a su lado se sentía segura.


Pero, ¿y si estaba en un error? Ya se había equivocado antes muchas veces. Estaba cansada de besar ranas, de no encontrar nunca al príncipe encantado. ¿Cómo podía estar segura de que esa vez sería diferente? No podía. Lo mejor sería que mantuviera las distancias.


Por otra parte, si «El Segador» se olía lo que estaba pasando, podía darse por despedida. Incluso era probable que decidiera prescindir de la columna.


Tenía que ser lo más profesional posible, por su propio bien y por el de Pedro.



****

Pedro empezó con los pequeños rituales matutinos: se duchó medio dormido y se limpió los dientes mientras ahogaba un bostezo. 


Estaba realmente cansado, y la razón estribaba en que se había pasado la noche en vela limpiando la cocina. También había contribuido a su agotamiento el tener que mantener todas aquellas mentiras. Se prometió que, si salía con bien de aquel embrollo, no volvería a decir ninguna en toda su vida. Se propuso, al menos, no añadir ninguna nueva a la lista.


Se puso su atuendo habitual, vaqueros y camiseta de algodón, y tras atusarse el pelo, bajó a la cocina.


La casa estaba en profundo silencio y no había el menor rastro del destrozo de la noche anterior.


Estupendo: tampoco nadie se había molestado en preparar un desayuno sorpresa. Tal vez aquello fuera un signo de que las cosas iban a tranquilizarse al fin, sin más meteduras de pata ni desastres domésticos. Por fin conseguiría mantener el control de la situación…


Puso la mesa. Colocó varias cajas de cereales en el centro, leche y zumos. Para completar el cuadro, añadió unas servilletas de papel. 


Cuando todo estuvo listo se separó un poco para admirar su creación: de forma rápida y eficaz había conseguido un resultado que podía considerarse incluso atractivo… algo plebeyo, pero no exento de encanto. Seguro que a Paula le encantaba.


Algo más le costó despertar a la tropa, pero después de aporrear las puertas gritando «buenos días» con entusiasmo, consiguió que todos empezaran a desfilar escaleras abajo.


Una vez en la cocina, todos parecían tan agotados como él. A los niños nunca les había gustado madrugar, así que no le sorprendió verles tan amodorrados. Sin embargo, Paula estaba realmente apagada. Parecía haber perdido su vitalidad y alegría habituales, cosa que, después de lo ocurrido el día anterior, le parecía cuando menos sorprendente.


Se había puesto unas mallas y una camiseta, ambas prendas de color negro; no llevaba maquillaje y en sus labios no había ni la sombra de una sonrisa. Parecía como si se hubiera pasado la noche en vela. ¿Pensando en él tal vez?, se preguntó esperanzado.


Incluso a él le había costado conciliar el sueño.


—Buenos días, señor Garcia —le saludó.


Pedro se estremeció. Eso sí que era un mal augurio. ¿Señor Garcia le había llamado? ¿Después de lo ocurrido la noche anterior en aquella misma cocina? Le parecía muy poco apropiado, sobre todo teniendo en cuenta el grado de intimidad al que habían llegado…


—Perdón, ¿ha ocurrido algo? —preguntó.


—Espero que no sea que se haya acabado el café. Necesito una buena dosis de cafeína para afrontar todo el trabajo que me espera.


—¡Pero si es domingo! —se asombró Pedro—. ¿Acaso piensas trabajar hoy?


—Bueno, también en domingo está en acción el autor más popular de la revista, ¿no?


Pedro asintió. No le gustaba nada el tono de su voz. ¡Y que hubiera pensado que se había quedado en vela por su culpa! Lo único que debía causarle pesadillas debía ser el temor a perder ese maldito ascenso.


Flasher le lanzó una mirada de apoyo.


—A veces se pone de este humor. Debe ser por la cama…


Paula le lanzó una mirada furibunda mientras el rubor le cubría las mejillas. Ofendida, se levantó de la mesa.


—¿Qué pasa con la cama? ¿Me he perdido algo? —preguntó Pedro desconcertado.


—Pues ahora que lo dices… te estás perdiendo un buen rato, pero, consuélate, que no eres el único —dijo Flasher.


Pedro se quedó esperando a que se explicara mejor, pero, antes de que Flasher pudiera continuar, les interrumpió el timbre de la puerta.


—¡Yo abriré! —exclamó Belen como una centella.


«¡No! Se supone que eso lo tengo que hacer yo, que para eso soy el único adulto!» Salió detrás de su sobrina, pero, por desgracia llegó demasiado tarde: la niña ya había abierto la puerta, dando un respingo de sorpresa en cuanto vio al visitante.


—¡Papá! —exclamó.


—¿Sí? —contestó Pedro.


Y también lo hizo una voz en el umbral.




viernes, 5 de abril de 2019

EN APUROS: CAPITULO 35





Pedro se abalanzó sobre el fregadero, tosiendo y parpadeando furiosamente. El humo hacía que le picaran los ojos y la garganta. A través de la densa humareda vio que todos los habitantes de la casa se habían congregado en la cocina.


—Guardemos un minuto de silencio por el pájaro que iba a ser nuestra cena —dijo Flasher sin dejar de disparar la cámara.


Pedro preguntó a qué temperatura podía quemarse la película de las fotos. Tendría que comprobarlo con los carretes que aún quedaban, en cuanto tuviera un poco de tiempo. 


De momento, ya tenía suficientes problemas, y para empezar, otra habitación que limpiar de arriba abajo.


Las preciosas cortinas de encaje de Ana, habitualmente impecables, estaban negras como el carbón. Una densa capa de espuma cubría la encimera y el fregadero, y el agua sucia había salpicado por todas partes.


—¿Y qué vamos a comer ahora? —preguntó Simon.


Otro problema para añadir a su lista.


—¿Qué tal una pizza? —dijo Paula, propuesta que fue acogida con entusiasmo por los chiquillos.


—Soy una serpiente —anunció Kevin—. ¿Las serpientes comen pizza?


—No puedo consentirlo. Yo he destrozado la cena, así que debo ser yo el que se encargue de conseguir otra cosa —intervino Pedro.


Los niños gruñeron decepcionados.


—No parece que tu propuesta tenga demasiado éxito. Además, de repente, me han entrado ganas de salir a cenar, y como las hamburguesas nunca me han gustado, creo que la única opción que nos queda es la pizza. Así que, ¿dónde está el problema? ¿No te gusta la pizza, o no te gusta que sea yo la que os invite?


—Creo que da lo mismo: ahora mismo estoy desvalido, no soy más que la víctima de una catástrofe.


—¡Qué pena! Tienes suerte de que me haya propuesto no dar nunca la espalda a un hombre hambriento —rió Paula, y su cálida risa fue un bálsamo para el atribulado corazón de Pedro.


Y tenía hambre, sí, pero se trataba de un ansia que no podría saciar con comida.


—Soy una serpiente. ¿Comen pizza las serpientes? —insistió Kevin.


Pedro levantó al niño por los aires y lo apretó luego contra su pecho.


—Les encanta.


—Genial, porque eso no me apetece nada —dijo el pequeño señalando al pollo carbonizado.


Paula se quedó en la cocina, escuchando la conversación que se desarrollaba en el recibidor. 


Oía a Pedro darle indicaciones a Flasher, y las voces excitadas de los niños.


Todavía no sabía muy bien cómo se las había arreglado Flasher para engatusar a Pedro y que le permitiera marcharse con los niños. No había sido más que una maniobra descarada para que ellos dos se quedaran a solas. Le parecía mentira que Pedro fuera tan ingenuo como para no darse cuenta.


Por fin el fotógrafo y los chicos salieron de la casa, al poco se oyó el ruido del coche y un segundo más tarde cayó el silencio.


Y fue precisamente entonces cuando Paula tuvo un atisbo de lo que le esperaba en el futuro: soledad. ¿Acaso estaba condenada a pasar la vida entera sola? Por un momento le inundó un sentimiento de melancolía casi doloroso que solo se disipó cuando oyó los pasos de Pedro, recordándole que no estaba tan sola como creía.


Se le hizo un nudo en el estómago. ¿Nervios? 


No, ella ya no era una adolescente, como Belen. Era nada menos que P.E. Chaves, en las antípodas de Paula Esther, La Insegura. Ya había crecido y madurado lo suficiente como para dejarse arrastrar por lo que no era mas que un caso claro de tonto enamoramiento.


Sin embargo, el nudo no se deshizo, y cuando Pedro apareció en el umbral, todo su cuerpo se tensó como un arco. Para colmo, él esbozó aquella sonrisa adolescente irresistible.


«Eres una profesional: compórtate como tal». 


Decidió que lo mejor sería emplear el sentido del humor.


—La soldado Chaves está dispuesta para la Operación Cocina, señor.


Pedro sonrió de oreja a oreja. Paula se quedó muy rígida, temiendo derretirse.


—No sabía que la limpieza de la cocina entrara dentro de tus obligaciones profesionales. ¿De qué se trata? ¿Es una nueva forma de conseguir el ascenso?


—Bueno, lo que pasa es que he decidido emular al Buen Samaritano. Lo que tienes que hacer es darme las gracias y decirme dónde está la fregona.


Pedro abrió el armario de las escobas y sacó unos cuantos productos de limpieza.


—Empezaremos con los armarios y el fregadero.


—Sí, señor —dijo Paula aunque un poco más desanimada que cinco minutos antes. «Sé una profesional»: se recordó que debía esforzarse al máximo, aunque la tarea que tuviera por delante fuera tan desagradecida como la de Técnico en Limpieza.


Diez minutos más tarde estaba completamente concentrada en su tarea, frotando enérgicamente con el estropajo.


Labores domésticas. Las odiaba. Hacía tan solo una semana se hubiera quedado asombrada si alguien le hubiese dicho que iba a disfrutar con semejante trabajo. Tal vez fuera que entonces no sabía que la experiencia mejoraba mucho cuando se compartía con alguien que te gusta.


Paula se detuvo un momento y se quedó mirando a Pedro. Notaba perfectamente cada músculo de su antebrazo, tenso por el esfuerzo: se moría por acariciarlo. No podía evitar pensar qué se sentiría al hacerlo, cómo se sentiría si él la rodeara con sus brazos.


Y tampoco podía evitar fantasear con la idea de estar en su propia cocina, con un marido y unos hijos. A pesar de sí misma, de sus prevenciones y temores, aquel hombre tenía la cara de Pedro y aquellos niños los rostros de sus tres hijos.


Y aquella imagen la hizo sentirse a gusto, relajada. Eso era lo que se sentía, así era como se sentía. Con un suspiro, empuñó la fregona; estaba tan distraída que, sin darse cuenta, resbaló, y acabó aterrizando en el húmedo suelo.


—No se permiten distracciones en el trabajo, soldado. Tenga cuidado o puede caerle una semana de calabozo —bromeó Pedro.


Ella intentó incorporarse, pero, cuando ya estaba medio levantada, volvió a resbalar sobre las baldosas.


—¿Necesitas ayuda?


Paula miró hacia arriba y vio a Pedro, justo a su lado, tendiéndole la mano. Un intenso rubor se extendió por su rostro. No podía ni moverse. 


Pedro reaccionó rápidamente: le asió por el brazo y la ayudó a levantarse.


—¿Te has roto algo?


«El orgullo», pensó, mientras negaba con un gesto.


—Vamos a cerciorarnos: a ver, mueve la cabeza, los hombros, estira la espalda ¡pero con cuidado!


Ella le obedeció dócilmente.


—¿Algo más, doctor?


—Date la vuelta y…


—¿Para qué? —preguntó, poniéndose muy tensa.


Pedro señaló a un punto detrás de ella.


—Para asir la fregona otra vez. Ahora, que si tienes otro método para hacerlo…


Ella hizo lo que le mandaba, poniéndose colorada como un tomate.


—Muchas gracias —murmuró.


Sin decir nada más, Pedro volvió a concentrarse en su tarea. Paula metió la fregona en el cubo, y la sacudió con tanto ímpetu al sacarla que, sin querer, dejó empapados los pantalones de Pedro por detrás.


Él se volvió muy lentamente, con un extraño brillo en la mirada.


—Seguro que no crees que ha sido un accidente —empezó Paula a disculparse, al tiempo que retrocedía para escapar.


Pedro no contestó, se limitó a seguir avanzando.


—¿No me creerás tampoco si te digo que lo siento mucho?


—Sí, lo vas a sentir, y mucho más de lo que tú crees —dijo Pedro plantándose delante de ella.


—Ya lo sé, ya lo sé.


Pedro le quitó la fregona de las manos y la dejó a un lado. De sus ojos se había borrado hasta la mínima chispa de humor. La miraba con tal intensidad que ella no podía apartar los ojos, y no lo hizo ni siquiera cuando él le acarició la mandíbula con el pulgar. Ni tampoco cuando de ahí pasó al labio superior. Estaba como hipnotizada.


Entreabrió los labios, respirando entrecortadamente.


Pedro se agachó por fin para besarla, permitiéndole deleitarse en su sabor, entrelazando su lengua con la de ella. Pedro olía a una extraña mezcla de humo y spray limpiador de limón, pero no le importaba, no le importaba nada, ni siquiera se detuvo cuando oyó un timbrazo. Simplemente decidió ignorarlo.


Sin embargo, de repente se dio cuenta de lo que era: el teléfono. Tras un segundo de vacilación, Pedro se separó de ella y corrió a contestar.


—¿Sí? —dijo al descolgar el auricular. Estaba completamente sin resuello. Al oír quién llamaba, se puso muy tenso y le dio la espalda. 


Fue como si a Paula una ráfaga de viento helado le azotara en el rostro. ¿Sería su novia? ¿Era la misma chica que había llamado antes?


Otra vez se le puso el corazón en un puño, pero ahora le dolía de verdad.