miércoles, 13 de marzo de 2019

AS HOT AS IT GETS: CAPITULO 36




Paula se despertó lentamente, sintiéndose extrañamente satisfecha de las razones por la que no podía ubicar exactamente dónde estaba. 


La habitación estaba soleada, como si por fin la luz del sol hubiera vencido a las nubes, y la franja de cielo que se vislumbraba por la ventana confirmaba que la tormenta había pasado.


En cuanto la niebla del sueño se levantó, dejando despejado su cerebro, recordó la noche anterior. El sexo frenético y apasionado que después había dado paso a encuentros mucho más lentos, más pausados.


Ésa era la razón por la que se sentía satisfecha.


Se estiró en la cama y sintió que su mano y su pie chocaban contra algo duro y caliente. Pedro dormía a su lado, con aquella espalda desnuda que parecía estar pidiendo ser acariciada. Y Paula reparó entonces en las uñas que le había dejado en la espalda, a cada lado, seguramente en alguno de los momentos de locura que habían compartido.


Sabiendo las muchas posibilidades que tenía de que terminaran discutiendo o encontrándose en una situación embarazosa para ambos, Paula decidió que no tenía mucho interés esperar a que se despertara. En circunstancias normales, jamás le ponía peros a una buena discusión, pero no le apetecía discutir con Pedro aquella mañana. De modo que, todo lo sigilosamente que pudo, se levantó de la cama, reunió su ropa y se vistió.


No le parecía del todo bien marcharse sin decir nada, así que buscó en el salón un papel y un bolígrafo con intención de dejarle una nota. 


Como no tuvo suerte, se acercó a la cocina y encontró lo que estaba buscando justo al lado del teléfono. Pero al encontrarse en lo que de pronto le pareció una parte tan íntima de la suite de Pedro, se renovó su curiosidad hacia él.


¿Cocinaría él mismo o llamaría siempre al servicio de habitaciones? ¿Y cómo se sentiría viviendo constantemente en la suite de un hotel, en una isla de su propiedad? Seguramente, de vez en cuando le apetecería sacar una sartén y hacerse unos huevos revueltos…


Abrió la nevera y la descubrió sorprendentemente bien surtida. Botellas de agua, cerveza, zumo de naranja, vino blanco y toda suerte de condimentos. Queso… 


Seguramente le pagaba a alguien para que le hiciera la compra, y también para que cocinara para él.


Cerró la nevera y revisó los armarios, en los que también encontró comida. Latas de sopa, galletas saladas… cosas que uno espera encontrar en cualquier casa.


Y quizá ése fuera uno de los problemas de Pedro. Había convertido una suite en un hogar.


Una de las cosas que los hombres rara vez sabían de Paula era que adoraba la cocina. 


Siempre la etiquetaban como una de esas indefensas criaturas que compraban siempre la comida preparada y se sentían completamente perdidas si tenían que cocinar algo más complicado que un congelado. Pero era completamente al contrario. A Paula le fascinaba la cocina desde que era una niña, y aunque, al vivir sola, no lo hacía muy a menudo, era capaz de preparar platos impresionantes cuando quería.


—Podemos llamar al servicio de habitaciones.


La voz de Pedro la sobresaltó. Se volvió hacia él tan rápido que el papel y el bolígrafo salieron volando y cayeron al suelo.


Paula no se molestaba en mostrarle a nadie sus habilidades culinarias. Prefería sorprender a los escasos hombres que se merecían sus atenciones culinarias con una generosa cena en algunas de sus citas. Pero aun así, y por razones que no le apetecía en aquel momento analizar, tenía un deseo incontenible de cocinar para Pedro.


O quizá el problema fuera que tenía un hambre inhumana después de haberse saltado la cena de la noche anterior.


—¿Y si preparo unas tortillas?


—¿Sabes cocinar?


Paula lo miró y estuvo a punto de renunciar a sus urgencias culinarias para llamar al servicio de habitaciones.


—Sé hacer alguna que otra cosa.


Pedro se pasó la mano por el pelo.


—Entonces haz lo que quieras.


Quince minutos después, Paula había preparado dos tortillas de queso y espinacas. Preparó la mesa para desayunar en el cuarto de estar y fue a buscar a Pedro. Lo encontró afeitándose en el cuarto de baño.


—Es una pena —le dijo—. Esa barba de un día te quedaba maravillosamente.


Pedro la miró por encima del hombro.


—Pero te ha enrojecido la piel.


Por primera vez, Paula notó el escozor alrededor de su boca. Se miró en el espejo y descubrió un revelador sarpullido.


—Oh, bueno, eso se puede disimular. El desayuno ya está preparado.


—Gracias, ahora mismo voy.


Paula buscó en el armario de Pedro una sudadera y unos pantalones cortos y se tomó la libertad de cambiarse y ponérselos. Si a Pedro lo molestaba, que se los quitara él mismo.


Una vez de vuelta en el cuarto de estar, le echó un vistazo a las estanterías. Descubrió novelas de misterio, de suspense, clásicos y autores contemporáneos. Jamás se habría imaginado que Pedro y ella compartían los mismos gustos literarios. Ni siquiera habría imaginado que Pedro era aficionado a la lectura, pero descubrió a varios de sus autores favoritos en su colección.


Un rápido vistazo a las revistas le reveló un buen alijo de material de lectura: revistas de información general, de negocios, más un buen puñado de revistas para hombres. Eligió una de ellas, el último ejemplar de Excessk, y se sentó a hojearlo al lado de la mesita del café.


La revista se centraba en lo que realmente les importaba a los hombres: mujeres, juguetes caros, coches y más mujeres. Un artículo sobre cómo conseguir que una novia deseara siempre más sexo le llamó la atención.


Un par de minutos después, cuando apareció Pedro y se sentó frente a ella, Paula alzó la mirada y sonrió.


—No puedo creerme que ayer leyeras mis revistas. Y espero que no hayas seguido ninguno de los pésimos consejos que recomiendan en ésta para una cita.


Pedro clavó la mirada en una página en la que aparecía la fotografía de una mujer con lencería negra de encaje.


—Yo sólo compro esas revistas por las fotografías —dijo en un tono en el que era imposible averiguar si estaba hablando en broma o en serio.


Como era más o menos el mismo comentario que había hecho Paula sobre la revista Chloe la noche anterior, decidió que era una broma.


—¿Has leído a Elmore Leonard? —le preguntó Paula, señalando con la cabeza hacia las estanterías.


—Todo lo que ha escrito.


Paula pestañeó. Por fin habían encontrado un tema en el que ambos estaban de acuerdo.


—Es brillante, ¿verdad?


—El mejor —bajó la mirada hacia la tortilla—. Vaya, no deberías haberte tomado tantas molestias.


Paula levantó el tenedor y se sirvió una porción de tortilla.


—No ha sido ninguna molestia. No suelo decírselo a los hombres con los que salgo, pero estuve asistiendo a una escuela de cocina durante una temporada.


—¿Y por qué se lo ocultas a tus citas?


Paula comió un bocado. No era su mejor plato, pero no estaba mal para los medios con los que había contado.


—Se cómo son los hombres. Encuentran a una mujer que sepa cocinar y ya quieren que cocine cada noche.


Pedro probó la tortilla y gimió en tono de apreciación.


—Está deliciosa.


—Gracias.


—¿Y no tienes miedo de llegar a impresionarme o algo parecido?


Paula bajó la mirada hacia la revista, que descansaba todavía en la mesa.


—Según esta revista, lo único que tengo que hacer es permanecer atenta y ponerme ese tipo de lencería para impresionarte.


Pedro sonrió.


—Y probablemente sea cierto.


Paula hojeó otro artículo, uno en el que los lectores hablaban de sus fantasías más ardientes.


—Escucha esto —dijo—. «Cómo conseguí que mis fantasías se convirtieran en realidad…» —alzó la mirada hacia Pedro—, ¿alguna vez has tenido una fantasía sexual con una azafata?


—Eso depende de la azafata.


—Todos los hombres la tienen. Creo que hay un club y todo.


Pedro la miró arqueando una ceja.


—¿Y tú eres miembro del club?


—¿Lo eres tú?


—Yo he preguntado antes.


—Desgraciadamente no. Creo que los cuartos de baño de los aviones son demasiado desagradables para poder hacer algo romántico en su interior.


Pedro continuó devorando su tortilla como un hombre hambriento. Cuando terminó, alzó la mirada y sonrió.


—Supongo que con el trabajo que tienes, te gusta mucho viajar.


—Cuando otras niñas jugaban con las muñecas, yo jugaba a ser azafata o marinera.


Paula arqueó las cejas.


—Hum, ¿azafata y marinera al mismo tiempo?


Paula elevó los ojos al cielo.


—No, al mismo tiempo no. Jugaba a ser azafata porque las veía en la televisión y me encantaba el uniforme. Y otras veces, quería ser marinera porque era una admiradora de Popeye y me gustaba mucho el mar.


—Y, por supuesto, ambos trabajos te permitirían viajar —dijo Pedro sonriendo.


—Por supuesto.


—Apuesto a que eras una niña muy traviesa —dijo Pedro, mirándola de una forma que la hizo olvidarse completamente de la tortilla.


De pronto Paula perdió el apetito. Por supuesto, estaba completamente desentrenada en lo que a conversaciones íntimas se refería. Siempre le había dado mucho miedo exponer sus sentimientos delante de la persona equivocada. 


Y, definitivamente, Pedro era la persona equivocada.


—Era la niña de papá, de modo que estaba completamente mimada. Siempre conseguía lo que quería.


—Eso explica muchas cosas.


—Vete a la porra.




AS HOT AS IT GETS: CAPITULO 35




Eso era lo único que Paula estaba pidiendo. Y quizá, aquella noche, bastara para hartarse para siempre de él. Quizá, a la mañana siguiente, se despertara lista para marcharse, para olvidarse para siempre de Pedro para no volver a verlo en su vida.


Pero cuando Pedro deslizó las manos en el interior del vestido y acarició la piel desnuda de sus senos, Paula tuvo que admitir que no lo veía muy probable en aquel momento.


Pedro la llevó a la cama y la liberó del vestido plateado. Sus bocas se unieron y, al borde de la desesperación, Paula ayudó a Pedro a desprenderse de sus ropas.


Toda la tensión que habían ido acumulando desde que habían sido interrumpidos por el conserje amenazaba con desbordarse. Pedro no recordaba haber estado nunca tan desesperado por liberarse. Deseaba a Paula hasta la médula.


Se tumbó con ella en la cama y besó todos los rincones que su boca pudo encontrar; besó, sintió, saboreó…


Paula se colocó sobre él, moldeando su cuerpo desnudo contra el suyo hasta llevarlo al borde de la locura. Se irguió después, para sentarse a horcajadas sobre sus caderas y dejar que su húmeda oquedad albergara su sexo.


Pedro suspiró, cerró los ojos y saboreó aquella dulce agonía.


—Acabo de darme cuenta de que no tengo preservativos —abrió los ojos—. El que tenía en la cartera lo hemos utilizado antes.


La expresión de fastidio de Paula debió de ser idéntica a la suya.


—Maldita sea.


—¿Y tienes preservativos en tu habitación?


—Vamos.


Pedro se levantó de un salto, buscaron sus ropas y se vistieron a toda velocidad, sin molestarse en ponerse la ropa interior ni en abrocharse correctamente los botones.


Unos minutos después, corrían bajo la lluvia, agarrados de la mano y convirtiéndose en objeto de las miradas ocasionales de las pocas parejas que, por una u otra razón, estaban desafiando al mal tiempo.


La tormenta los empapaba, pero en ningún momento apagó su pasión. Ni siquiera un huracán podría haber alejado a Pedro de su objetivo en aquel momento.


Los sentimientos que Paula le provocaba eran peligrosos, locos, incontrolables, y estaba deseando acabar con ella y regresar a su tranquila y controlada existencia. Le gustaba su vida predecible, ordenada. Y se enorgullecía de su equilibrio mental. Pero todo aquello parecía salir volando por la ventana en cuanto Paula andaba por los alrededores.


Pedro quería volver a su vida.


Aunque en aquel momento, le resultaba imposible preocuparse de nada que no fuera encontrar un preservativo para así poder enterrarse una y otra vez en su interior, hasta hacer desaparecer aquel anhelo.


Llegaron a su suite en un tiempo récord, empapados y casi sin respiración. Pedro agarró a Paula y tiró de ella hacia el dormitorio. Una vez allí, se desnudaron a toda velocidad, Pedro se acercó a la mesilla de noche y sacó una caja de preservativos. La abrió con manos torpes y lanzó sobre la cama los pequeños paquetitos negros.


No era exactamente un lecho de rosas, pero era lo mejor que podía llegar a crear en aquel estado de locura.


Tumbó a Paula en la cama, rodeada por los preservativos.


—Espero que no se nos acaben.


Paula soltó una carcajada.


—Si conseguimos terminarlos, la falta de protección será la menor de nuestras preocupaciones.


Pedro le cubrió la boca con la suya; estaba demasiado desesperado como para poder seguir hablando ni un segundo más, hundió la lengua en el interior de su boca y se embebió de Paula, pero un beso apenas podía aplacar su sed. Necesitaba hacer el amor con ella en ese mismo instante.


Se sentó en la cama y la hizo sentarse a ella también. Paula abrió un preservativo y lo deslizó sobre su sexo. Pedro la hizo volverse y la agarró por las caderas, al tiempo que presionaba con su sexo tan cerca del de Paula que era casi lo único en lo que podía pensar.


Deslizó la mano por sus caderas y dejó que una de ella resbalara entre sus piernas. Estaba tan húmeda, tan dispuesta…


Buscó con la otra mano uno de sus senos y apretó delicadamente el pezón mientras le besaba el cuello y le acariciaba el clítoris. Paula gemía y se retorcía mientras removía las caderas contra él.


—Por favor —susurró—, quiero que estés dentro de mí.


Pedro pretendía hacer un ejercicio de autocontrol para que Paula llegara antes que él al orgasmo, pero bastó el susurro de aquella petición para doblegar su voluntad.


Se inclinó sobre ella, la sujetó con firmeza de las caderas y se hundió dentro de ella desde atrás. 


Paula arqueó la espalda y lo aceptó todo lo profundamente que Pedro podía hundirse en aquella postura. Y entonces fue como si acabara de romperse una presa.


Pedro ya no fue capaz de seguir esperando. La embistió, cada vez más rápido, cada vez con más fuerza, hasta terminar temblando y sudoroso.


Oía los jadeos entrecortados de su propia respiración, sentía su cuerpo sudando, preparándose para la gran liberación… y la liberación llegó.


Perdió el control sobre su cuerpo mientras se derramaba dentro de ella, sujetándola con más fuerza de la que debería, incapaz de soltarla mientras un ciego placer invadía su cuerpo.


Se derrumbó entonces sobre ella, cubrió su espalda de besos, deslizó la mano entre sus piernas y, sin abandonar su interior, buscó su clítoris y lo acarició hasta hacerle llegar al orgasmo.


Los gritos de Paula se fundían con el sonido de su respiración jadeante mientras Paula se arqueaba contra él en busca del máximo contacto. Cuando sintió que los músculos de Paula dejaban de contraerse, Pedro dejó poco a poco de acariciarla, la abrazó con fuerza y se tumbó junto a ella en la cama.


Permanecieron abrazados en aquella postura hasta que el frío del aire acondicionado obligó a Pedro a incorporarse para cubrirla con las sábanas. Parte de él estaba dispuesto a un nuevo asalto, pero otra parte se conformaba con permanecer tumbado y disfrutar del silencio con Paula.


Pero el silencio le hizo empezar a pensar. En Paula, en la locura de aquel fin de semana. En lo que estaban haciendo juntos.


—¿Cuándo crees que será suficiente? —susurró medio para sí, sin esperar respuesta.


La respiración de Paula se había ido haciendo firme y lenta, Pedro ni siquiera esperaba que estuviera despierta. La estrechó contra él, sintiéndola suave y cálida entre sus brazos, que era donde parecía tener que estar en aquel momento. Y le resultaba difícil imaginar que aquello era algo temporal cuando lo estaba disfrutando tanto.


—No sé —contestó Paula.


—Creía que a lo mejor estabas dormida.


—Quizá sólo necesitemos otro par de días.


—Sí —contestó Pedro—, espero que tengas razón.


En cuanto lo dijo, deseó haberse mordido la lengua. Había sonado tan mal… Pero aun así, no podía negarlo, ¿o sí? Él no quería que Paula se quedara allí durante más tiempo del estrictamente necesario, ¿verdad?


Creyó sentir a Paula tensándose contra él, pero sin decir nada.


Porque sentía lo mismo que él, por supuesto. 


Ella no quería nada más que satisfacer un deseo. Y Pedro debería haber agradecido que su único interés en él fuera en tanto que amante.


Pero curiosamente, no lo agradecía.




martes, 12 de marzo de 2019

AS HOT AS IT GETS: CAPITULO 34




Pedro se levantó de la cama, se miró en el espejo para asegurarse de que llevaba bien puestas las gafas y la peluca y se acercó a la puerta.


Cuando la abrió, se encontró frente a una mujer con un abrigo negro y una bolsa de goma. Paula estaba segura de que no le apetecería en absoluto saber lo que llevaba en la bolsa.


—Hola, Mike me ha dicho que viniera.


—De acuerdo —dijo Pedro en un tono chulesco que estuvo a punto de hacer estallar en carcajadas a Paula—, pero ahora tenemos un problema con mi mujer.


—Necesito entrar. No puedo quedarme llamando la atención en el pasillo.


Le dirigió a Paula lo que se suponía debería ser una mirada tranquilizadora, pero a Paula no le hacía mucha gracia estar viviendo aquella situación en su habitación.


—La cuestión es —dijo Pedro cuando cerraron la puerta— que ahora mi novia no quiere hacer aquello para lo que la he contratado a usted.


Paula estudió atentamente los rasgos de la mujer, por si más adelante tenía que recordarlos. 


Era una mujer delgada, probablemente atractiva si no fuera por su exagerado maquillaje, con el pelo y los ojos castaños. Tenía un pequeño bulto en la nariz, seguramente a causa de un golpe, y más que una aficionada real al sadomaso, parecía haberse disfrazado para la ocasión. 


Paula suponía que debía de ser muy difícil encontrar un servicio de amas de primera calidad en una isla remota del caribe.


La mujer parecía confundida.


—Si quiere puedo hacerlo con usted.


—Lo siento, pequeña. Estoy seguro de que me lanzaría a los tiburones —dijo, mientras señalaba hacia Paula con el pulgar.


Paula se esforzó en parecer dolida.


—Puedes estar seguro.


—¿Sabe? En estos casos no devolvemos el dinero —dijo la mujer.


—No importa. Se lo quitaré de su asignación. Tendrá que dejar de hacer compras durante unas cuantas semanas por haberse negado a tener relaciones conmigo.


Paula agarró una almohada y se la tiró, esperando estar representando de forma convincente el papel de novia celosa.


—Como usted quiera. Bueno, yo me voy.


—Eh, no me has dicho cómo te llamas.


El ama le dirigió una débil sonrisa.


—Yo soy Madame Giselle.


—Oh —respondió Pedro, con aquel acento chulesco—, ¿es tu nombre artístico o algo así?


—Algo así.


—Bueno, ¿y yo puedo llamarte Giselle?


—Claro.


Paula se cruzó de brazos y los fulminó con la mirada.


—¿Y yo cómo puedo llamarte a partir de ahora? ¿Ex novio?


—Eh, ¿a qué vienen esos modales? Sólo estoy hablando con ella, de acuerdo. ¿Es que no puedo tratarla como a un ser humano?


Paula tomó la revista que tenía en la cama y fingió hojearla.


—Como tú quieras.


Pedro se volvió hacia Madame Giselle.


—Eh, como se está comportando como una arpía y yo ya he pagado por sus servicios, ¿le importaría quedarse a hablar un rato?


—Eh, no creo que a tu novia le vaya a gustar —respondió, mirando nerviosa hacia Paula, que a su vez la miraba por el rabillo del ojo.


—Ignórala, está de muy mal humor.


—De acuerdo —se encogió de hombros—. Me quedaré, tú pagas.


Pedro señaló hacia las sillas y la mesa que había cerca de la ventana y Giselle se sentó allí con él. Paula no estaba segura de qué se suponía que debía hacer, pero sabía que Pedro quería aprovechar aquella oportunidad para sacarle información al ama.


Paula no sabía qué hacer, ¿debería salir del dormitorio y encerrarse en el baño como una novia furiosa, o quedarse por allí, intentando retener todos los detalles de la conversación?


Optó por la segunda opción y se quedó a escuchar. Al fin y al cabo, si Pedro hubiera sido de verdad su novio, imaginaba que la reacción más sensata habría sido la de quedarse para asegurarse de que no ocurriera nada entre él y la chica a la que había contratado.


—Entonces —dijo Pedro—, ¿cómo es que has terminado haciendo este tipo de trabajo?


Madame Giselle lo miró con extrañeza.


—Me especialicé en dominación sexual en la universidad, ¿qué te parece?


—Vamos, estoy hablando en serio. ¿Cómo has terminado haciendo este tipo de trabajo, y en una isla tan pequeña?


—Tengo otro trabajo más normal. Con esto es difícil pagar las cuentas.


—Vaya, me sorprende. Supongo que te llevarás una gran parte del dinero que le he dado a Mike en el bar, ¿no?


Giselle se cruzó de brazos y suspiró.


—La verdad es que no puedo hablar de esto contigo, lo siento.


—Eh, pequeña, no es para tanto, es sólo simple curiosidad —se empujó las gafas por encima del puente de la nariz y Paula estuvo a punto de perder la compostura. Fijó la mirada en el artículo sobre el coeficiente sexual para intentar contener la risa.


—No pasa nada.


—Tiene que fastidiar mucho tener que pagar a otro cuando eres tú la que haces todo el trabajo.


Giselle lo miró de reojo.


—¿Qué eres? ¿Un policía secreto o algo parecido? Me voy de aquí —dijo, y se levantó.


—¡Espera! No soy policía —Pedro la siguió.


—Si tienes algún problema, arréglalo con Mike —abrió la puerta y salió sin molestarse en despedirse.


Pedro cerró la puerta y dejó escapar un suspiro.


—Supongo que lo he estropeado todo, ¿verdad?


—A mí me parece que lo has hecho bastante bien —Paula dejó la revista a un lado y se acercó a él.


—Ni siquiera he averiguado su verdadero nombre ni en qué lugar del centro está trabajando.


—¿No tienes fotografías de todos tus empleados?


—Sí, pero me llevará un buen rato encontrar la fotografía de uno en particular.


—A partir de ahora, andaremos pendientes de localizarla.


—Muy bien —Pedro la atrajo hacia él y posó las manos en sus caderas—. Lo importante es que por fin estamos solos otra vez.


—Humm. Yo pensaba que lo importante era salvar tu establecimiento de esas amas locas.


—Ni lo sueñes.


—¿Y qué te hace pensar que he dejado de tener la regla?


Pedro le sonrió.


—Dentro de un par de minutos, eso va a ser lo último que importe.


—Pareces muy confiado.


—Un hombre con mi aspecto y mi encanto —dijo, y se interrumpió para pasarse la mano por la peluca—, no puede evitarlo.


—¿Eso significa que podemos quitarnos ya el disfraz?


Pedro alargó la mano hacia Paula y, para su inmenso alivio, le quitó la peluca. Paula se ahuecó el pelo y se rascó la cabeza.


—Despídete de Ginger —le dijo.


—Y tú no olvides despedirte de Jake —se quitó las gafas y la peluca y Paula se puso de puntillas para darle un beso.


Le rozó los labios y susurró:
—Preferiría decirte hola a ti.


—Gracias por haberme ayudado tanto hoy —le dijo Jake.


Paula sonrió; no quería tomarse sus palabras en serio.


—Eh, ya sabes que mi ayuda tenía un precio.


—Veamos, ¿qué quieres? ¿Un bote de remos para salir de la isla?


Paula le dio un manotazo juguetón en el pecho.


—Sexo, cariño. Quiero sexo.


—Ah, sí, ahora me acuerdo.


—¿Entonces vas a darme lo que quiero o tendré que tomarlo yo?


Pedro deslizó las manos por su torso, rozando sus senos a través de la ceñida tela de su vestido.


—Creo que podremos llegar a un pequeño acuerdo —dijo mientras le acariciaba los pezones.