Pedro, en su dormitorio, se preguntó por qué se había dejado llevar por su arrebato. Sabía que había empezado él, burlándose de Paula y diciendo que no tenía forma, igual que hacía cuando eran casi niños, pero ya no lo eran.
Estaba volviéndose a enamorar de ella.
Para empeorar las cosas, había confesado la inseguridad en sí mismo que tantos años había ocultado. Muchos adolescentes se comportaban como bufones para disimular el miedo que les producían el rechazo y la competencia.
Recordó el efecto que producía en su cuerpo el exceso de hormonas, cuando estaba en el instituto. Igual que sus amigos, se quedaba sentado o, si se ponía de pie, sujetaba los libros ante sí para ocultarla excitación que le provocaba la sonrisa de una chica bonita. Sobre todo una chica como Paula. Aunque ella le había sonreído bien poco.
Era extraño ser un adulto y sentir aún el dolor de su adolescencia. Pero aquellos tiempos definieron su sexualidad. Había crecido demasiado rápido y a los trece años ya usaba zapatos del número cuarenta y cuatro. Aunque su altura hacía que pareciera mayor, su gordura y su pecho lampiño minaban su confianza en sí mismo.
El fútbol lo había salvado. El entrenador buscaba tipos grandes que dieran cabezazos. Y eso se le daba muy bien. Además, tenía la ventaja de que todas, o casi todas, las chicas del instituto querían salir con un futbolista. Así consiguió sus primeras y torpes citas: cine, hamburguesas y escarceos sexuales en el asiento trasero del coche. Pero siempre supo que a las chicas no les interesaba él, sino salir con un miembro del equipo de fútbol.
Gracias a Dios, en su primer año de universidad empezó a cambiar. Su cintura se afinó y le salió vello en el pecho. Aunque fracasó en el fútbol, recuperó la confianza en sí mismo y aprendió a comportarse socialmente. A pesar de todo, algunos de sus viejos hábitos persistían.
Cuando empezó a trabajar en el Canal 5, había permitido que Patricia lo dirigiera como a un asno atado a una rueda de molino. Con el tiempo había recuperado la confianza pero, a veces, Patricia lo amenazaba sugiriendo que podía conseguir que su padre lo despidiera.
Pedro la ignoraba. Holmes le asignaba buenos reportajes, y se había ganado el respeto de los medios y de su jefe.
No entendía qué le había ocurrido desde la llegada de Paula. Cada vez que pasaba ante un espejo, veía la imagen de un adolescente obeso y repelente. Nadie creería que un reportero de televisión, refinado, educado y con experiencia dudaba tanto de sí mismo.
Molesto, miró el suelo del dormitorio y ocultó los calzoncillos del día anterior bajo la cama de un puntapié. Arrepintiéndose, los recuperó y los echó al cesto de ropa sucia. Ya no era un niño, patalear y ocultar no resolvía nada. Supuso que pedirle perdón a Paula sí resolvería algo. Se sentó al borde de la cama y escribió su guión mentalmente, como solía hacer para un reportaje. Cuando centró sus pensamientos, salió de su santuario y fue al salón. Paula y Marina hablaban en voz baja, pero su conversación se apagó cuando entró en la habitación.
—Perdona, reaccioné de forma exagerada a lo que dijiste —se excusó Pedro.
—Nos sorprendió mucho —dijo Marina,
—Supongo que, sobre todo, estaba enfadado conmigo mismo —miró a Paula esperando que lo entendiera—. Las chicas adolescentes parecen tener mas autoestima que los chicos —Pedro esbozó una sonrisa tímida.
—Olvídate, Pedro —Paula le devolvió la sonrisa—. Yo debería pedirte perdón a ti —dio una palmada en el sofá, a su lado, y Pedro se sentó.
Las mujeres retomaron la conversación donde la habían dejado. Pedro, observando a Paula, se asombró de que hubiera envidiado a Marina años atrás. Admirándola en silencio, se relajó. Por su mente cruzaron distintas imágenes de ella, cuando era una adolescente, en la autopista bajo la lluvia, en la cocina en bata. Se preguntó cómo sería compartir todas las comidas con ella.
******
Sentado bajo los focos, Pedro notó que su frente empezaba a perlarse de gotas de sudor.
—Gracias, Paula Chaves—dijo, mirándola—. Tu ciudad natal te felicita y se alegra de tu éxito —Pedro se volvió hacia la cámara—. Sigan atentos al Canal 5, entrevistaremos a más alumnos del Instituto de Royal Oak mientras se celebre el centenario.
—Ya está —dijo una voz detrás de los focos.
—¿Hemos acabado? —Paula soltó un suspiro de alivio.
—Sí —afirmó Pedro, relajando los hombros—. Muy bien hecho, Paula Chaves. Conseguirás que los telespectadores coman de tu mano, igual qué yo —esbozó una sonrisita—. Aunque, claro, si nos referimos a esos canapés, debería decir que conseguirás que coman con la mano.
—Gracias —Paula sonrió y se puso en pie—, ¿Podríamos apartamos de estos focos calientes?
—Espérame allí, acabaré en un minuto —señaló un lateral y fue a hablar con el cámara.
Paula fue hacia allí y miró el estudio. Aunque no lo había visto con el resplandor de la luz, Holmes estaba en la cabina de control, hablando con alguien. Decidió que la entrevista había ido bien. Pedro había ensayado las preguntas con ella antes de empezar la grabación, y había sido tan agradable que Paula había disfrutado.
Pedro le había preguntado por la posibilidad de trasladar su negocio de catering a esa zona y, no queriendo desvelar que ya estaba haciendo planes, había contestado que no era mala idea.
Pero la había sorprendido que preguntara eso.
Miró de reojo la cabina de control y vio el chispazo de los ojos de Gerardo Holmes, que otorgaban su aprobación al «casi casado» Pedro.
Pedro la había avisado de que probablemente Holmes pasaría a supervisar parte de la grabación, así que había estado preparada.
Durante la entrevista, había mantenido un equilibrio entre la actitud de mujer de negocios de éxito y la de mujer enamorada del reportero.
No había resultado fácil, sobre todo porque había perdido la capacidad de distinguir entre la farsa y la realidad.
—Buen trabajo —dijo Holmes.
—Gracias —dijo Paula que no lo había oído llegar.
—Se me ha ocurrido que podría gustarte venir a cenar con nosotros el viernes. Es mi forma de agradecerle a Pedro su trabajo, y así tendré la oportunidad de conocerte mejor —la miró con una sonrisa de complicidad—. Por si acaso lo vuestro llegara a ser algo más serio.
—Nunca se sabe —contestó Paula, sonriendo con coquetería—. Me encantaría unirme a vosotros.
—Fantástico.
—¿Qué es lo fantástico? —preguntó Pedro.
—Buen trabajo, Pedro, como siempre —Holmes le dio una palmadita en el hombro—. Decidí invitar a tu dama a nuestra cena.
—¿Invitar a Paula? —arrugó la frente—. Creía que sería nuestra última reunión antes de la llegada de las visitas de Nueva York.
—Dedicaremos poco tiempo a los negocios —Holmes se balanceó sobre los talones—. Además, quiero conocer mejor a esta señorita —añadió, poniendo una mano en el hombro de Paula.
Paula notó, por la expresión de Pedro, que algo iba mal. Si no tenía cuidado, Holmes iba a sospechar que todo era una farsa.
—Sería maravilloso, pero... el viernes tengo una reunión con el equipo de grabación antes de la cena, y le dije a Patricia que la llevaría al restaurante —metió la mano en el bolsillo y jugueteó con las llaves del coche—. A no ser que usted...
—No hay problema, Pedro —Holmes alzó la mano—. Me encantará ser el acompañante de esta deliciosa mujer. Tú puedes ir con Patricia como habéis acordado. ¿Te parece bien, Paula?
Ella intentó controlar la risa. El rostro de Pedro parecía de cemento. Era obvio que quería pedirle a Holmes que recogiera a Patricia, pero le había salido mal el plan. Se volvió hacia Holmes y le dedicó una sonrisa brillante.
—Por supuesto, señor Holmes, y estoy segura de que a Pedro también le parece bien.
—Bueno, bueno. Si voy a ser tu acompañante, insisto en que me llames Gerardo.
—Gerardo, entonces —dijo ella, dedicándole una sonrisa empalagosa a Pedro—. Gracias.
****
Mientras Pedro los miraba boquiabierto, Holmes sugirió una hora para recogerla en casa y, antes de que Pedro pudiera decir una palabra, Paula dijo que tenía que irse. Para no decepcionar a Holmes, le dio un beso en la mejilla a Pedro y salió rápidamente, deseando poder mirar por encima del hombro para ver su expresión.
Pedro colgó el auricular y resopló. Frustrado, miró las Páginas Amarillas, que tenía ante sí, preguntándose qué hacer. Se había encargado de contratar él catering para el cóctel que ofrecía Patricia a los neoyorquinos el lunes, y se enfrentaba a una catástrofe. La empresa de catering había tenido problemas y no podía cumplir el contrato.
Pensó, con resentimiento, que ese tipo de cosas, tan poco importantes, le quitaban tiempo para realizar su verdadero trabajo, que era escribir historias sobre gente en peligro o relatos de supervivencia. Temas interesantes que siempre le provocaban una descarga de adrenalina. Sintió una mano en un hombro y dio un bote. Su jefe lo miró con curiosidad.
—Perdona —dijo Holmes—. No quería asustarte.
—No se preocupe —Pedro le ofreció una de sus sonrisas televisivas—. Estaba ensimismado.
—Espero que no haya ningún problema.
—Nada que no se pueda solucionar —Pedro carraspeó y decidió decir la verdad—. La empresa de catering del lunes nos ha fallado
—Eso sí es un problema —Holmes dio un paso atrás—. Para nuestras negociaciones es imprescindible crear una buena primera impresión —frunció los ojos y escrutó a Pedro.
—Sí, señor. Ya lo sé.
—Veo que estás haciendo llamadas —Holmes miró las guías telefónicas que había en la mesa.
—He hecho varias, pero.
—No quiero oír ningún «pero», Pedro.
—Lo sé, señor, pero he llamado a todas las empresas de la ciudad y dé los alrededores y, o están ocupadas, o no están dispuestas a aceptar un encargo tan pequeño a estas alturas.
—No me digas eso. No podemos ofrecerles patatas fritas y cacahuetes. ¿Y Paula? ¿No tiene una empresa de catering?
Pedro se encogió por dentro, pero intentó hacer un gesto confiado. En un momento de pánico, había pensado en Paula, pero no se atrevía a pedirle que lo sacara de ese apuro.
—El negocio de Paula está en Cincinnati, pienso que ella no...
—Deja de pensar, Pedro. Pregúntale. Si no encuentras una empresa local, dile que duplicaremos su tarifa habitual. En cualquier caso, si la mujer te quiere, y no lo dudo, le encantará ayudarnos.
—¿Le he fallado alguna vez, señor? Encontraré un servicio de catering para el lunes —Pedro, frustrado, se repitió las palabras de Holmes «si la mujer te quiere, y no lo dudo». Ese era el problema. Con Paula todo eran arenas movedizas. Había visto su expresión risueña el día anterior, cuando Holmes se ofreció a llevarla a la cena.
—Muy bien —Holmes le puso una mano en el hombro y apretó suavemente. Después se fue.
Pedro rezó por encontrar una solución. Había llamado a todas las empresas de la guía y no sabía a quién recurrir, excepto a Paula.
Podía imaginarse su respuesta. La había decepcionado muchas veces, cancelando su cita para cenar, permitiendo que Holmes fuera su acompañante el viernes y actuando como un bruto. Se preguntó por qué no le había aclarado a Holmes el día anterior que quería que llevara a Patricia al restaurante. Holmes había dado la vuelta a la situación e iba a llevar a Paula.
Para Paula era muy comprensiva. La había invitado a que esa noche fuera con él a un concierto de jazz en Detroit, cerca del río, y había aceptado. Llevaba todo el día esperando el momento; quería que Paula lo pasara bien.
Quería ofrecerle una noche inolvidable.
Desde la escena del ático, Paula no podía sacarse a Pedro de la cabeza. A pesar de sus dudas, había accedido a acompañarlo al concierto de jazz. La idea de estar a solas con él la desestabilizaba; por un lado lo deseaba, por otro era demasiado raro y... demasiado pronto.
Era imposible. Dos personas que estaban enfrentándose a cambios, profesionales no tenían tiempo para una relación seria. Y Paula no quería una relación de una noche. Pero un concierto de jazz junto al río podía ser agradable y, además, seguro.
A la hora convenida, Paula, vestida con un vaquero negro y un suéter rojo por si refrescaba, subió al coche de Pedro. Cuando vio que él llevaba la misma chaqueta y pantalones que en el estudio, se preguntó si su vestimenta era adecuada.
—¿Tendré suficiente calor? —preguntó, con la esperanza de que le sugiriera otro atuendo si pensaba que iba demasiado casual.
—Yo te daré calor —dijo él—. Estás estupenda.
Ella aceptó el cumplido, pensando para sí que él estaba más que estupendo. No había demasiado tráfico y tardaron poco en llegar a Detroit y dejar el coche en un aparcamiento subterráneo.
Si no te comportas, te dejaré solo aquí —amenazó Paula. Pedro le guiñó un ojo y se volvió para abrir otra caja. Ella observó cómo se remangaba la camisa y recordó las enormes manos de Pedro capturando un pase de balón, años atrás. Por más que la enfureciera, ya entonces admiraba sus dedos largos y delgados, pero no se lo habría confesado por nada del mundo.
Todo el ático le traía oleadas de recuerdos. Allí habían probado los cigarrillos, Marina y ella por primera vez, y allí se escondían cuando querían estar a solas y hablar sobre sus primeros besos sin que Pedro las molestara. Intentando olvidar, Paula miró en una caja recién abierta y soltó un hurra.
—¿Los anuarios? —preguntó Pedro, mirándola.
Ella asintió y sacó uno. La fecha de la cubierta le hizo retroceder once años. Hojeó las páginas hasta encontrar su foto del penúltimo año.
—Mira —dijo, señalándola. Pedro se acercó y soltó una risa.
—No te extrañe que te llamara Palillo. Eras recta, ni una curva ni un bulto en todo el cuerpo.
—He madurado, ¿recuerdas? —dijo ella, consciente de su sonrisa burlona. Deseó vengarse. Buscó una foto de Pedro y le puso el libro sobre las rodillas—. Palillo, ¿eh? Espera a ver esto.
El anuario resbaló y cayó sobre un saco de dormir. Como si lo hubieran acordado, se tendieron sobre los sacos y se apoyaron en los codos.
—Y dices que yo tenía mala pinta —hizo una mueca burlona—. Mírate —Paula señaló la foto con el índice. Disfrutando de la vergüenza de Pedro, lo hizo fijarse en la barriga que estiraba la camiseta y sobresalía por encima de los vaqueros.
—Era lamentable —masculló Pedro—. Gracias a Dios, aprendí a hacer ejercicio y que las verduras no eran solo comida para conejos —le puso una mano sobre los hombros—. Menuda pareja hacíamos, ¿eh, Paula? Tú no tenías suficiente y a mí me sobraba un montón.
Paula vio cómo Pedro fijaba la vista en su pecho, apretado contra la camiseta, antes de mirar su rostro. Después, él pasó la palma de la mano por su mejilla y le agarró la barbilla. A Paula se le aceleró el pulso con el contacto.
Pero no fue solo a ella. Pedro también parecía luchar contra la emoción. Él se puso de costado, le pasó el brazo por la cintura y su mirada paseó de su cuello hasta su pecho. Paula, hipnotizada, sintió que una mano trazaba suaves círculos en su espalda y se estremeció.
Cuando él entreabrió los labios como si fuera a preguntar, o pedir, Paula contestó entregándole los suyos. Sus bocas se tocaron como una cerilla al encenderse, un estallido de chispas, fuego y calor. Paula se hundió en un calor líquido, ondulante y sinuoso, derritiéndose.
Sintió una oleada de emoción y su gemido se unió al de Pedro. Él la soltó, pero ambos siguieron mirándose con sorpresa en los ojos, sin hablar.
Pedro acarició la parte inferior de su antebrazo.
Sus dedos se acercaron a la curva de su pecho y ella inhaló y retuvo el aire. Él se detuvo, y la miró interrogante. Sorprendida por su propia excitación, Paula se apartó un poco. Sin una palabra, él entendió y respetó sus deseos. Volvió a besarla, mientras le acariciaba la mandíbula y la mejilla sonrosada. Rozó su labio superior con el borde de la lengua y ella sintió que el deseo la atenazaba; asustada, se apartó un poco más.
—Eh, vosotros, la cena esta lista —la voz de Marina se oyó desde abajo de la escalera.
Como si fueran dos niños a los que hubieran sorprendido jugando a los médicos, Paula y Pedro se separaron de un salto, ajustándose la ropa, con cara de culpabilidad. Al darse cuenta de lo que estaban haciendo, su excitación se convirtió en un estallido de risas.
—¿Qué es lo que os hace tanta gracia? —preguntó Marina.
Pedro se levantó del saco y le ofreció una mano a Paula, percibiendo que respiraba con tanta agitación como él.
—¿Bajáis ya? —dijo Marina. Su pregunta hizo que se apresuraran a recuperar el control y fueran hacia la escalera.
—Perdí la cabeza durante un minuto, Pedro —aclaró Paula—. Pero sabes que esto es una tontería. No puede volver a ocurrir.
Lo dijo tanto para sí misma como para él. Pero Paula sabía que le harían falta más que palabras para proteger su corazón. Necesitaría una coraza para no rendirse al encanto de Pedro.
Paula pasó un mal rato en la cena, intentando que sus ojos no se cruzaran con los de Pedro.
Comieron en silencio mientras Marina les contaba el argumento de su última novela. Pero después de un cato, Marina dejó caer el tenedor contra el plato y los miró fijamente.
—¿Qué ocurre? —preguntó. Como si fueran niños traviesos, callaros—. Tenéis cara de culpabilidad —miró de uno a otro—. ¿Qué habéis hecho en el ático? —Marina estrechó los ojos.
—Cielos, Marina, ¿qué quieres decir? —preguntó Paula, con más vergüenza que sorpresa.
—Creo que tenemos clase suficiente para no tontear en el ático —Pedro se recostó en la silla—. ¿No te parece, Marina? —un ligero rubor tiñó su cuello, pero se mantuvo firme, mirando a su hermana con calma.
—Bueno, no lo sé. Tenéis cara de haber hecho algo—Marina calló, obviamente desconcertada.
—Yo estoy cansada, nada más, Marina —se excusó Paula—. Ha sido un día muy ajetreado y ya sabes lo que pasa cuando se está en un sitio distinto. A veces resulta difícil dormir —se llevó el tenedor a la boca e intentó tragar—. Eso es todo.
Paula se sentía culpable y avergonzada por culpa de Pedro. Se preguntó si el recuerdo del pasado siempre se interpondría con lo que sentía por él en el presente. Para aliviar la tensión, Paula pinchó un trozó de pollo y llevó la conversación a un tema más seguro.
—¿Cuánto tiempo te quedaras en Royal Oak, Marina? ¿Qué planes tienes?
—Hasta que no lo soporte más, supongo. El hogar está donde uno tiene el corazón, pero la diversión suele estar en otro sitio
De nuevo, la palabra «hogar» emocionó a Paula. Cincinnati había sido muy buena para su carrera, pero la pequeña ciudad en la que había crecido seguía ocupando el centro de su corazón.
—Supongo que vivir aquí es muy aburrido, después de Nueva York.
—Más tranquilo, pero Nueva York a veces es tedioso —aclaró Marina—. No se puede conducir en la ciudad si se valora la vida... o la cartera. El precio de los aparcamientos es atroz, así que hay que moverse en taxi y en metro.
—A mí me suena muy bien —dijo Pedro—. Entregaría mi coche a cambio de un trabajó en Nueva York —miró a Paula de reojo.
A Paula se le encogió el estómago. ¿Era Nueva York el plan de Pedro? La visita de los neoyorquinos a la cadena adquirió un nuevo sentido. Escrutó su rostro sin éxito. Con el estómago revuelto, dejó de comer y se centró en Marina.
—¿Algún hombre guapo a la vista?—preguntó Paula y, al ver la expresión de Marina, deseó no haberlo hecho. Marina tardó un rato en contestar.
Cuando lo hizo, fue con voz pensativa.
—Quizá algún día. Jack no era mal tipo. Simplemente nos hacíamos infelices el uno al otro. Viajábamos en barcos, distintos a puertos diferentes. Nuestros intereses se desviaron.
Pedro soltó un gruñido. Marina entrecerró los ojos y le lanzó una mirada asesina, de las que solo se utilizan entre hermanos.
—Perdona, Marina. Ha sido lo de «los intereses se desviaron» —se excusó Pedro, compungido.
El críptico intercambio picó la curiosidad de Paula y los miró, esperando una explicación.
Marina dejó caer los hombros y se volvió hacia ella.
—Más vale que lo sepas. Jack tuvo una aventura —miró a Pedro fríamente—. Ya está, lo he dicho —se volvió hacia Paula—. Que nuestros intereses se «desviaron» es una manera de decir que los míos se centraron en escribir, y los de Jack en otra mujer. Siento no habértelo dicho antes.
—Lo siento Marina —la curiosidad de Paula se convirtió en compasión—. No lo sabía. No puedo creer que un hombre que te tuviera a ti mirase a otra mujer. Siempre te he envidiado.
—¿A mí? ¿Por qué?—Marina abrió los ojos de par en par.
—Eras perfecta —la confesión fue difícil para Paula pero pensó que a su amiga no le iría mal un poco de ánimo—. Guapa, con buen tipo, divertida. Tenías una preciosa melena pelirroja. Admiraba tu ropa, siempre supiste conjuntar las prendas. Me sentía como un saco a tu lado.
—¿Saco? —Pedro rió—. Eso era porque no tenías forma.
—Gracias, Pedro, por otro viaje al pasado. ¿No vas a crecer nunca? —lo señaló con el tenedor—. ¿Tienes que hacer un chiste de todo?
—Bromeaba, Paula —dijo él. Esquivó el tenedor y se llevó su mano a los labios. Paula la apartó de un tirón.
—No intentes camelarme. No tienes ninguna sensibilidad por lo que sienten las personas. Sigues siendo el mismo idiota que eras.
En cuanto terminó de hablar, a Paula se le encogió el corazón. Se preguntó si había atacado a Pedro porque tenía tanto miedo de su atracción por él que quería destruirlo. Se imponía pedir disculpas, pero tenía un nudo en la garganta. En el silencio que siguió, Pedro miró su plato, incómodo y pensativo.
—Antes que nada, Paula, solo quería aligerar la tensión —aclaró Pedro finalmente—. Pero ahora quiero que las dos me escuchéis —frunció el ceño—. ¿Acaso creéis que yo no tenía problemas en el instituto? Pensáis que todos los adolescentes gigantescos tienen confianza en ellos mismos, pero os equivocáis. Esas fotos del anuario han sido un recordatorio terrible. No tenéis ni idea.
Asombrada, Paula echó una ojeada a Marina y luego volvió a fijar su atención en Pedro.
—Las dos sabéis cuánto significaba el fútbol para mí. ¿Os imagináis cómo me sentí cuando no me consideraron suficientemente bueno para hacerme una oferta profesional, como a algunos de mis amigos? Decidí dedicarme a la radiodifusión. Trabajé mucho para forjarme una carrera y estoy harto de que me recuerden lo imbécil que era —se levantó de golpe, dejó el plato en el fregadero y salió de la habitación.
Paula, con los ojos nublados por las lágrimas, vio a Marina mirar la puerta boquiabierta.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Marina.
—Obviamente, ha sido lo que he dicho —Paula se sentía mareada—. ¿Quién lo hubiera pensado?
—Yo no, desde luego —replicó Marina ausente, como si pensara en el pasado.
La mente de Paula siguió el mismo rumbo. En aquella época, Pedro se pavoneaba a su alrededor corno un gallo en un corral. Nunca pensó que le faltara nada, excepto buena educación. Pero dada su reacción, lo que la había preocupado entonces aun no estaba superado.
Pedro miró el cuaderno que tenía sobre la mesa, con el lápiz en la mano y la mente en blanco.
Había realizado cientos de entrevistas y de reportajes, pero no se le ocurría cómo enfocar el anunció de Paula. Holmes lo había sugerido y no tenía ninguna intención de decirle a su jefe que no era capaz de hacer el trabajo.
Cada vez que se la imaginaba ante la cámara, recordaba el breve pero placentero beso, o la noche en que Paula, en bata y zapatillas, había desayunado con él
Si se dejaba llevar por la pasión, Paula no volvería a confiar en él. Desde su llegada, su actitud se había suavizado, y el beso lo confirmaba. En vez de rechazarlo, lo había abrazado. El recuerdo le hizo sentir un sedoso cosquilleo en el vientre. Estaba seguro de que le tenía cariño, pero también deseaba su confianza. Años atrás había jugado con ella, pero eso se había terminado. No quería jugar, quería algo real, a Paula.
Miró el papel, en el que había más garabatos que notas. La entrevista podía ser una de las mejores del centenario. Paula rezumaba personalidad y era una belleza. Había visto cómo la habían mirado sus compañeros de trabajo cuando la llevó al estudió. Pedro miró por el cristal y vio un reportero amigo suyo. Le hizo un gesto de llamada y Jim le indicó que iría en un minuto.
Pedro sabía lo que quería conseguir en la entrevista. Mostraría el talento, encanto, sentido de los negocios y éxito de Paula. Pero ¿qué más? ¿Podría descubrir algo que no supiera ya?
—Hola —dijo Jim, entrando—. ¿Por qué estás aquí encerrado?
—Estoy atascado con una entrevista.
—¿Tú? ¿El señor Deslumbrante? Nunca té he visto quedarte sin palabras —Jim acercó una silla, se sentó del revés y apoyó los codos en él respaldo—. ¿Qué te preocupa?
—Es una amiga íntima. La conozco demasiado. Ya sabes... los árboles no me dejan ver el bosque.
—¿Íntima? —alzó las cejas- ¿Cómo de íntima?
—No tanto —dijo Pedro, esperando que Jim no detectara su nerviosismo.
—No será ese monumento que trajiste el otro día, ¿verdad?—lo miró con ironía.
—Bueno, me gusta —admitió Pedro—. Me gusta un montón. Sugiéreme cómo empezar.
—Hoy, tengo conmigo a la señorita Supersexy que se graduó... —Jim volvió la cabeza como si hablara con la cámara y sonrió.
—Se llama Paula Chaves—apuntó Derek.
—Simplemente muéstrale al espectador lo que era antes y lo que es ahora —volvió a simular que miraba la cámara—. Háblame del instituto, Paula. ¿Algún recuerdo especial? —Jim se dio una palmada en el muslo—. Quizá eso sea lo que te asusta, Pedro. ¿Tiene recuerdos especiales de ti?
—Gracias, Jim. Mi cerebro vuelve a funcionar. Seguiré con ello.
—Ya sabía que podría ayudarte —Jim se levantó, abrió la puerta y salió, riéndose.
Pedro miró el papel. Lo que realmente quería saber era si Paula consideraría la posibilidad de regresar a Royal Oak. Había hablado de disolver la sociedad. ¿Por qué no instalar su negocio en Michigan?
Paula, condujo hacía el centro con ganas de recorrerlo. Aparcó y fue de escaparate en escaparate, admirando ropa, joyas y objetos curiosos.
No se había llevado ropa apropiada para fiestas, así que entró en una boutique y encontró dos vestidos de tarde. Incapaz de decidirse por uno, compró los dos y después volvió a casa.
Cuando entró, Marina salió de la cocina.
—Llegas tarde. ¿Dónde has estado?
—De compras —Paula le mostró sus bolsas—. Fui al centro y di una vuelta. Me sentí obligada a hacer algo por la economía local.
—Me preguntaba qué te había ocurrido.
—Ya me conoces. Me llamó la atención una tienda de vestidos. Pensé en las fiestas y los bailes que se van a celebrar y comprendí que no había traído la ropa adecuada —esbozó una sonrisa—. Al menos, me pareció una buena excusa.
—¿Quién necesita excusas? —Marina entreabrió una de las bolsas y echó una ojeada—. ¿Qué has comprado?
—Sube conmigo; colgaré las cosas y podrás verlas —le dio una de las bolsas y se encaminó escaleras arriba. En su dormitorio, Paula dejó las bolsas sobre la cama y sacó los paquetes.
—Agradable —dijo Marina, tocando la tela—. Muy exclusivo. Parece de los años cuarenta.
—Lo es, creo. Lo compré en Patti Smith, Ropa de colección.
Mientras Paula le mostraba las cosas, Marina comentó y admiró, haciendo sugerencias, como era su costumbre.
—También me encanta el modelito ámbar satinado —dijo Marina—, con zapatos de salón dorados y las joyas adecuadas, tumbarás a cualquier hombre sin siquiera intentarlo.
Paula sonrió y colgó la ropa, pensando que la siguiente vez que se encontrara con la señorita
Ceja Arqueada, le demostraría un par de cosas.
Asombrada por su agresividad, inspiró con fuerza y soltó el aire de golpe. Marina arrugó la frente y la miró con curiosidad.
—¿Algo va mal? —preguntó.
—No. Solo estoy cansada.
—Pues es una buena noche para relajarnos. Acabo de meter la cena en el horno, y —Marina juntó las manos—. Acabo de tener una gran idea. ¿Qué te parece ayudarme a buscar tesoros en el ático? Estoy en el comité de decoración del centenario y tengo que encontrar los anuarios del instituto y otros recuerdos.
—¿Antes de cenar? —preguntó Paula, que prefería descansar en el sofá o darse un baño.
—Claro. Será divertido. Tenemos una hora.
—De acuerdo. Tú ganas —aceptó Paula, sin querer desilusionar a su amiga.
Subió detrás de Marina por la estrecha escalera.
Una vez arriba miró las sombras. Los últimos rayos del sol entraban por una pequeña ventana redonda, dibujando un círculo de luz en el suelo polvoriento. Fue hacia una esquina levantando bolas de pelusa a su paso. Marina tiró de una cuerda que había en el techo y se encendió una bombilla.
Había dos sacos de dormir extendidos en el suelo de madera, Marina arrastró unas cuantas cajas de cartón hacia allí y se sentó. Abrió una de las cajas. Paula abrió otra y encontró un montón de ropa pasada de moda.
—No me puedo creer que todo esto esté aquí aún —hizo una mueca al ver una minifalda tableada—. Deberíamos celebrar un baile de disfraces.
Marina y Paula sacaron varias prendas de la caja: un chándal de poliéster, una blusa india y un chaleco de ante decorado con cuentas de colores.
—Creo que esto me lo ponía con doce años —dijo Marina, acariciando el ante—. ¿Me valdrá todavía? —soltó una risa.
Entre carcajadas, oyeron unos pasos que subían la escalera del ático. Paula miró la trampilla hasta que apareció la cabeza de Pedro, seguida por sus fuertes hombros y sus largas piernas.
—¿Un viaje al pasado? —se acercó a ellas—. ¿No tenéis nada mejor que hacer?
—Buscamos cosas del instituto —dijo Marina.
—Como decoración para el baile —explicó Paula, con la esperanza de que su voz sonara natural.
—Os ayudaré —Pedro abrió una de las cajas. Rebuscó dentro y sacó una camiseta, de fútbol y el jersey del uniforme de Marina—. Mirad lo que he encontrado.
—Eso vendrá bien, será gracioso. —Parece que hace una eternidad que usé esto —dijo Pedro, mirando la camiseta.
—Es que hace una eternidad —dijo Paula.
Admiró sus facciones, agradeciendo que los horribles recuerdos del pasado empezaran a difuminarse.
—¿Nada más? —Pedro la miró con asombro—. ¿No vas a meterte conmigo? —dejó caer la camiseta en la caja y sonrió a Paula con alivio.
—Creo que estabais en eso cuando os interrumpí la última vez —dijo Marina, poniéndose en pie y quitándose el polvo de los pantalones.
—No te escapes, Marina —pidió Paula—. No hemos hecho ningún comentario desagradable ni nos hemos insultado. Comparte este singular momento con nosotros —dijo sonriendo a Pedro. Marina negó con la cabeza.
—¿Por qué no buscáis los anuarios mientras voy a comprobar cómo va la cena? —Marina fue hacia la escalera y consultó su reloj—. Estará en unos veinte minutos, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —dijo Pedro.
Paula se preguntó con aprensión si seguir a Marina y sugerir que continuaran con la búsqueda después de cenar. Pero Marina ya había desaparecido y Pedro apareció a su lado con dos cajas más. Se dejó caer juntó a ella sobre el saco de dormir y sonrió.