miércoles, 30 de enero de 2019

FINJAMOS: CAPITULO 19




Pedro, en su dormitorio, se preguntó por qué se había dejado llevar por su arrebato. Sabía que había empezado él, burlándose de Paula y diciendo que no tenía forma, igual que hacía cuando eran casi niños, pero ya no lo eran. 


Estaba volviéndose a enamorar de ella.


Para empeorar las cosas, había confesado la inseguridad en sí mismo que tantos años había ocultado. Muchos adolescentes se comportaban como bufones para disimular el miedo que les producían el rechazo y la competencia.


Recordó el efecto que producía en su cuerpo el exceso de hormonas, cuando estaba en el instituto. Igual que sus amigos, se quedaba sentado o, si se ponía de pie, sujetaba los libros ante sí para ocultarla excitación que le provocaba la sonrisa de una chica bonita. Sobre todo una chica como Paula. Aunque ella le había sonreído bien poco.


Era extraño ser un adulto y sentir aún el dolor de su adolescencia. Pero aquellos tiempos definieron su sexualidad. Había crecido demasiado rápido y a los trece años ya usaba zapatos del número cuarenta y cuatro. Aunque su altura hacía que pareciera mayor, su gordura y su pecho lampiño minaban su confianza en sí mismo.


El fútbol lo había salvado. El entrenador buscaba tipos grandes que dieran cabezazos. Y eso se le daba muy bien. Además, tenía la ventaja de que todas, o casi todas, las chicas del instituto querían salir con un futbolista. Así consiguió sus primeras y torpes citas: cine, hamburguesas y escarceos sexuales en el asiento trasero del coche. Pero siempre supo que a las chicas no les interesaba él, sino salir con un miembro del equipo de fútbol.


Gracias a Dios, en su primer año de universidad empezó a cambiar. Su cintura se afinó y le salió vello en el pecho. Aunque fracasó en el fútbol, recuperó la confianza en sí mismo y aprendió a comportarse socialmente. A pesar de todo, algunos de sus viejos hábitos persistían.


Cuando empezó a trabajar en el Canal 5, había permitido que Patricia lo dirigiera como a un asno atado a una rueda de molino. Con el tiempo había recuperado la confianza pero, a veces, Patricia lo amenazaba sugiriendo que podía conseguir que su padre lo despidiera. 


Pedro la ignoraba. Holmes le asignaba buenos reportajes, y se había ganado el respeto de los medios y de su jefe.


No entendía qué le había ocurrido desde la llegada de Paula. Cada vez que pasaba ante un espejo, veía la imagen de un adolescente obeso y repelente. Nadie creería que un reportero de televisión, refinado, educado y con experiencia dudaba tanto de sí mismo.


Molesto, miró el suelo del dormitorio y ocultó los calzoncillos del día anterior bajo la cama de un puntapié. Arrepintiéndose, los recuperó y los echó al cesto de ropa sucia. Ya no era un niño, patalear y ocultar no resolvía nada. Supuso que pedirle perdón a Paula sí resolvería algo. Se sentó al borde de la cama y escribió su guión mentalmente, como solía hacer para un reportaje. Cuando centró sus pensamientos, salió de su santuario y fue al salón. Paula y Marina hablaban en voz baja, pero su conversación se apagó cuando entró en la habitación.


—Perdona, reaccioné de forma exagerada a lo que dijiste —se excusó Pedro.


—Nos sorprendió mucho —dijo Marina,


—Supongo que, sobre todo, estaba enfadado conmigo mismo —miró a Paula esperando que lo entendiera—. Las chicas adolescentes parecen tener mas autoestima que los chicos —Pedro esbozó una sonrisa tímida.


—Olvídate, Pedro —Paula le devolvió la sonrisa—. Yo debería pedirte perdón a ti —dio una palmada en el sofá, a su lado, y Pedro se sentó.


Las mujeres retomaron la conversación donde la habían dejado. Pedro, observando a Paula, se asombró de que hubiera envidiado a Marina años atrás. Admirándola en silencio, se relajó. Por su mente cruzaron distintas imágenes de ella, cuando era una adolescente, en la autopista bajo la lluvia, en la cocina en bata. Se preguntó cómo sería compartir todas las comidas con ella.



******


Sentado bajo los focos, Pedro notó que su frente empezaba a perlarse de gotas de sudor.


—Gracias, Paula Chaves—dijo, mirándola—. Tu ciudad natal te felicita y se alegra de tu éxito —Pedro se volvió hacia la cámara—. Sigan atentos al Canal 5, entrevistaremos a más alumnos del Instituto de Royal Oak mientras se celebre el centenario.


—Ya está —dijo una voz detrás de los focos.


—¿Hemos acabado? —Paula soltó un suspiro de alivio.


—Sí —afirmó Pedro, relajando los hombros—. Muy bien hecho, Paula Chaves. Conseguirás que los telespectadores coman de tu mano, igual qué yo —esbozó una sonrisita—. Aunque, claro, si nos referimos a esos canapés, debería decir que conseguirás que coman con la mano.


—Gracias —Paula sonrió y se puso en pie—, ¿Podríamos apartamos de estos focos calientes?


—Espérame allí, acabaré en un minuto —señaló un lateral y fue a hablar con el cámara.


Paula fue hacia allí y miró el estudio. Aunque no lo había visto con el resplandor de la luz, Holmes estaba en la cabina de control, hablando con alguien. Decidió que la entrevista había ido bien. Pedro había ensayado las preguntas con ella antes de empezar la grabación, y había sido tan agradable que Paula había disfrutado.


Pedro le había preguntado por la posibilidad de trasladar su negocio de catering a esa zona y, no queriendo desvelar que ya estaba haciendo planes, había contestado que no era mala idea. 


Pero la había sorprendido que preguntara eso.


Miró de reojo la cabina de control y vio el chispazo de los ojos de Gerardo Holmes, que otorgaban su aprobación al «casi casado» Pedro.


Pedro la había avisado de que probablemente Holmes pasaría a supervisar parte de la grabación, así que había estado preparada. 


Durante la entrevista, había mantenido un equilibrio entre la actitud de mujer de negocios de éxito y la de mujer enamorada del reportero. 


No había resultado fácil, sobre todo porque había perdido la capacidad de distinguir entre la farsa y la realidad.


—Buen trabajo —dijo Holmes.


—Gracias —dijo Paula que no lo había oído llegar.


—Se me ha ocurrido que podría gustarte venir a cenar con nosotros el viernes. Es mi forma de agradecerle a Pedro su trabajo, y así tendré la oportunidad de conocerte mejor —la miró con una sonrisa de complicidad—. Por si acaso lo vuestro llegara a ser algo más serio.


—Nunca se sabe —contestó Paula, sonriendo con coquetería—. Me encantaría unirme a vosotros.


—Fantástico.


—¿Qué es lo fantástico? —preguntó Pedro.


—Buen trabajo, Pedro, como siempre —Holmes le dio una palmadita en el hombro—. Decidí invitar a tu dama a nuestra cena.


—¿Invitar a Paula? —arrugó la frente—. Creía que sería nuestra última reunión antes de la llegada de las visitas de Nueva York.


—Dedicaremos poco tiempo a los negocios —Holmes se balanceó sobre los talones—. Además, quiero conocer mejor a esta señorita —añadió, poniendo una mano en el hombro de Paula.


Paula notó, por la expresión de Pedro, que algo iba mal. Si no tenía cuidado, Holmes iba a sospechar que todo era una farsa.


—Sería maravilloso, pero... el viernes tengo una reunión con el equipo de grabación antes de la cena, y le dije a Patricia que la llevaría al restaurante —metió la mano en el bolsillo y jugueteó con las llaves del coche—. A no ser que usted...


—No hay problema, Pedro —Holmes alzó la mano—. Me encantará ser el acompañante de esta deliciosa mujer. Tú puedes ir con Patricia como habéis acordado. ¿Te parece bien, Paula?


Ella intentó controlar la risa. El rostro de Pedro parecía de cemento. Era obvio que quería pedirle a Holmes que recogiera a Patricia, pero le había salido mal el plan. Se volvió hacia Holmes y le dedicó una sonrisa brillante.


—Por supuesto, señor Holmes, y estoy segura de que a Pedro también le parece bien.


—Bueno, bueno. Si voy a ser tu acompañante, insisto en que me llames Gerardo.


—Gerardo, entonces —dijo ella, dedicándole una sonrisa empalagosa a Pedro—. Gracias.



****


Mientras Pedro los miraba boquiabierto, Holmes sugirió una hora para recogerla en casa y, antes de que Pedro pudiera decir una palabra, Paula dijo que tenía que irse. Para no decepcionar a Holmes, le dio un beso en la mejilla a Pedro y salió rápidamente, deseando poder mirar por encima del hombro para ver su expresión.


Pedro colgó el auricular y resopló. Frustrado, miró las Páginas Amarillas, que tenía ante sí, preguntándose qué hacer. Se había encargado de contratar él catering para el cóctel que ofrecía Patricia a los neoyorquinos el lunes, y se enfrentaba a una catástrofe. La empresa de catering había tenido problemas y no podía cumplir el contrato.


Pensó, con resentimiento, que ese tipo de cosas, tan poco importantes, le quitaban tiempo para realizar su verdadero trabajo, que era escribir historias sobre gente en peligro o relatos de supervivencia. Temas interesantes que siempre le provocaban una descarga de adrenalina. Sintió una mano en un hombro y dio un bote. Su jefe lo miró con curiosidad.


—Perdona —dijo Holmes—. No quería asustarte.


—No se preocupe —Pedro le ofreció una de sus sonrisas televisivas—. Estaba ensimismado.


—Espero que no haya ningún problema.


—Nada que no se pueda solucionar —Pedro carraspeó y decidió decir la verdad—. La empresa de catering del lunes nos ha fallado


—Eso sí es un problema —Holmes dio un paso atrás—. Para nuestras negociaciones es imprescindible crear una buena primera impresión —frunció los ojos y escrutó a Pedro.


—Sí, señor. Ya lo sé.


—Veo que estás haciendo llamadas —Holmes miró las guías telefónicas que había en la mesa.


—He hecho varias, pero.


—No quiero oír ningún «pero», Pedro.


—Lo sé, señor, pero he llamado a todas las empresas de la ciudad y dé los alrededores y, o están ocupadas, o no están dispuestas a aceptar un encargo tan pequeño a estas alturas.


—No me digas eso. No podemos ofrecerles patatas fritas y cacahuetes. ¿Y Paula? ¿No tiene una empresa de catering?


Pedro se encogió por dentro, pero intentó hacer un gesto confiado. En un momento de pánico, había pensado en Paula, pero no se atrevía a pedirle que lo sacara de ese apuro.


—El negocio de Paula está en Cincinnati, pienso que ella no...


—Deja de pensar, Pedro. Pregúntale. Si no encuentras una empresa local, dile que duplicaremos su tarifa habitual. En cualquier caso, si la mujer te quiere, y no lo dudo, le encantará ayudarnos.


—¿Le he fallado alguna vez, señor? Encontraré un servicio de catering para el lunes —Pedro, frustrado, se repitió las palabras de Holmes «si la mujer te quiere, y no lo dudo». Ese era el problema. Con Paula todo eran arenas movedizas. Había visto su expresión risueña el día anterior, cuando Holmes se ofreció a llevarla a la cena.


—Muy bien —Holmes le puso una mano en el hombro y apretó suavemente. Después se fue.


Pedro rezó por encontrar una solución. Había llamado a todas las empresas de la guía y no sabía a quién recurrir, excepto a Paula.


Podía imaginarse su respuesta. La había decepcionado muchas veces, cancelando su cita para cenar, permitiendo que Holmes fuera su acompañante el viernes y actuando como un bruto. Se preguntó por qué no le había aclarado a Holmes el día anterior que quería que llevara a Patricia al restaurante. Holmes había dado la vuelta a la situación e iba a llevar a Paula.


Para Paula era muy comprensiva. La había invitado a que esa noche fuera con él a un concierto de jazz en Detroit, cerca del río, y había aceptado. Llevaba todo el día esperando el momento; quería que Paula lo pasara bien. 


Quería ofrecerle una noche inolvidable.


Desde la escena del ático, Paula no podía sacarse a Pedro de la cabeza. A pesar de sus dudas, había accedido a acompañarlo al concierto de jazz. La idea de estar a solas con él la desestabilizaba; por un lado lo deseaba, por otro era demasiado raro y... demasiado pronto. 


Era imposible. Dos personas que estaban enfrentándose a cambios, profesionales no tenían tiempo para una relación seria. Y Paula no quería una relación de una noche. Pero un concierto de jazz junto al río podía ser agradable y, además, seguro.


A la hora convenida, Paula, vestida con un vaquero negro y un suéter rojo por si refrescaba, subió al coche de Pedro. Cuando vio que él llevaba la misma chaqueta y pantalones que en el estudio, se preguntó si su vestimenta era adecuada.


—¿Tendré suficiente calor? —preguntó, con la esperanza de que le sugiriera otro atuendo si pensaba que iba demasiado casual.


—Yo te daré calor —dijo él—. Estás estupenda.


Ella aceptó el cumplido, pensando para sí que él estaba más que estupendo. No había demasiado tráfico y tardaron poco en llegar a Detroit y dejar el coche en un aparcamiento subterráneo.



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